En pleno dolor de oídos, mientras se abrían las puertas de aquel ascensor, yo estaba ya totalmente convencido de que había conseguido el trabajo. Bajaba de la cuarta y última entrevista de la planta treinta y siete de uno de los nuevos rascacielos más emblemáticos de Tokio, justo justo treinta y seis pisos por encima de donde celebré mi boda con Chiaki, dato que no viene al caso, pero que yo no dejaba de creer que tenía algo que ver con destinos, karmas y cuentos del estilo.
Bromeé para mis adentros con la idea de que saludaría al guardia de seguridad todos los días al entrar y que quizás le preguntaría por los exámenes de la universidad de su hijo o algo así, rollo película americana. Vamos, que me veía ya en faena y me estaba gustando la idea de acostumbrarme a aquello, sobretodo si aceptaban el sueldo que les pedí… todo iba a cambiar. Todo iba a cambiar pero mucho: el dinero no da la felicidad, me considero un ejemplo andante de ello, pero no te creas que no iba a mejorar la cosa ni nada con casi el doble del sueldo. La de pieles que tenía ya apalabradas y todavía no le había visto al oso el flequillo ni de pasada.
Eché el curriculum por echar. Mirando atrás, la gran mayoría de cambios drásticos de mi vida empezaron así: por probar, como por probar empecé a hacer Karate o me cogieron para venir a Tokio después de aquella entrevista en Vitoria a la que fui más por darme un paseo con mi amigo Dani con el coche de mis padres que otro poco.
Y me llamaron y allí me planté sin esperanza alguna. Fui por ir, siguiendo con el concepto. Tampoco llevé traje. Me niego a llevar traje a las entrevistas ya, me parece absurdo. Tampoco voy hecho un Adán, que me meto la camisa por dentro y hasta llevo zapatos, pero de farsas está uno sobreactuado desde hace muchas escenas. Bastante con que finjo saber mucho más japonés del que sé. Aunque doy el pego porque ya les tengo calados y sé interpretar la farándula como nadie: ni sé los «hais» que llegaré a decir sin tener ni idea de a qué estoy asistiendo, la clave está en no sobreexplicarse demasiado porque el asunto en idioma ajeno se lía y no se sale de ahí ni con calzador. Ser conciso, contar bien lo que se sabe bien y negar directamente lo que no sin excusas. Si la frase acaba en ne y no es una pregunta, asiente. Si es una pregunta y no la entiendes, dilo y te la repetirán sin tanto gozaimasu de por medio.
El caso es que fue bien. Por alguna razón y salvo dos excepciones que no olvido, suelo caer bien en las entrevistas aquí consiga o no el trabajo. Mi curriculum es original, tiene un diseño cuanto menos curioso, cuento cosas de manera desenfadada al más puro estilo Toscano: trato de ser diferente para bien o para mal y al final siempre suele haber un rato para hablar de mi hijo Kota, del libro aquel que escribí o de Karate. Si una empresa desecha mi curriculum por el tono o por la forma, entonces es que no me interesa a mi tampoco estar ahí.
Quizás estoy totalmente engañado conmigo mismo, pero a aquellos dos chavales les debí caer bien porque me llamaron para una segunda entrevista en el mismo piso 37 del mismo rascacielos.
Ahí es cuando vi que igual es que si que había alguna oportunidad: lo que yo hago ahora es justo lo que pedían ellos y quitando algún punto del que no había ni oído hablar, estoy convencido de que sabría hacer el trabajo en condiciones en poco tiempo y que sabría convencerles a ellos. Me ilusioné. Me ilusioné y decidí coger su página web y hacer una versión propia: le añadí movimiento aquí y allá, adapté el diseño y con una url apuntada en los márgenes de la primera hoja de la copia del curriculum que llevo siempre a las entrevistas, me presenté a aquella segunda pantomima.
Hablamos más o menos de lo mismo, me contaron algo más de la estructura de su equipo y yo les conté un poco más de un par de proyectos que les interesaban por este o aquel motivo. En el momento oportuno apoyé mi idea de que hoy en día a ciertos niveles es más decisivo el interface de una web que como esté hecha por detrás, que el mundo del diseño gráfico, de las interfaces de usuario va al triple de velocidad que el de los lenguajes de servidor, que aparecen tres frameworks javascript por cada nueva versión de Java o Rails, por ejemplo. Decía que apoyé mi idea con la web que les hice y parece que les gustó, incluso llamaron a dos de su equipo para que lo viesen. Dejé que la toqueteasen hasta que descubrieron todos los pequeños detalles que decidí poner en práctica dos horas al día durante la semana que tuve de tiempo entre entrevistas sacrificando los libros de japonés en el Doutor de enfrente.
El dolor de oídos era una constante siempre al salir de aquel endiabladamente rápido ascensor, aunque ese día el guardia era otro… me aprendería encantado los nombres de sus hijos también.
Me mandaron un mensaje al día siguiente donde me decían que fuese ese mismo día, que como «Diaz-san es el tipo de persona que hace todo rápido y con iniciativa, habríamos pensado que quizás podría venir hoy mismo». Ya me veía en el Uniqlo de al lado de mi trabajo comprándome un pantalón y una camisa, cambiándome en el baño y tirando para allá como ya hice otra vez antes, pero resultó que tenía otro compromiso que no pude cancelar y quedé al día siguiente. Aquel mensaje tenía una pinta increíble, el sueño se acabó de desatar, a no ser que me sacase tres mocos delante del entrevistador o me diese por guiñar el ojo moviendo la cabeza a los lados impulsivamente, aquello parecía estar hecho. La empresa además era una de tantas startups que habían tenido mucho éxito y que estaba creciendo a más ritmo del que personas conseguían reclutar. Todavía no estaba tan asentada como para tener un estúpido y tedioso proceso de selección basado en tests online y absurdas preguntas totalmente irrelevantes para el trabajo como algoritmos de búsqueda, complejidades O(n) y árboles binarios.
En aquella tercera ocasión llevé una lista de puntos que mejoraría de su aplicación de iOS y como el entrevistador era distinto, también hubo un rato para hablar de la versión de su web que hice la semana anterior. Resultó ser el jefe de la empresa que interpretó a la perfección su papel con un tono serio y poco margen del que salirse del guión, pero no me dejó salir sin que hablásemos ya de dinero y de cuando podría empezar a tener dolor de oídos un par de veces al día.
La última entrevista fue con el jefe de equipo: un tipo afable que me trataba como si ya estuviese dentro contándome cosas como que tenía parking para la bici, que podría elegir si quería sentarme en una bola de pilates de esas en vez de una silla y que el café era gratis, pero que si no me gustaba, había una máquina de bebidas que funcionaba sin dinero al final del pasillo. Recuerdo que mencionó algo de que aprendería castellano y todo.
Aquello estaba más hecho que nunca. Vamos, no me jodas.
Por eso me quedé sin habla cuando recibí el email, sin ninguna explicación, de que gracias por intentarlo pero no. El email decía en dos frases en keigo que me pinchaban el globo, que me rompían la guitarra, que aquello no iba a más, que ahí te las compongas con tus ilusiones y sueños.
Juro que pensaba que estaba ya dentro, que tenía ya muchos planes pensados demasiado al milímetro, que estaba ya sintiendo como mi vida daba un vuelco de nuevo, que me veía ya en mi último día antes de jubilarme llevándome la caja de cartón con las fotos de Chiaki, Kota y sus dos o tres hermanos de aquel piso treinta y siete desde el que se veía, como el que no quiere la cosa, la Tokyo Tower desde arriba, el monte Fuji y la Sky Tree en el otro lado del mismo inmenso ventanal.
Dos semanas después, totalmente resignado, les volví a escribir porque me podía la curiosidad: necesitaba saber la razón. «Pides mucho dinero», me dijeron. Sabía que era mucho pero aún así seguía siendo bastante menos del máximo que ponían en su oferta y pensé que siempre habría tiempo para negociar. Pero fue decisivo y no pareció gustarles, no supe valorar la importancia que aquella cifra dicha prácticamente al azar iba a tener a la hora de inclinar la balanza que no dejó de asomarse a mi vera en todo momento.
Quemé mi último cartucho escribiéndoles que siempre podríamos llegar a un acuerdo, que si ellos estaban interesados en mi, podríamos hablar del asunto porque a mi me interesaba mucho su empresa y cuatro o cinco puntos más con el mismo aire, tufo diría ahora, a desesperación.
«El puesto está ya cubierto» me contestaron. Comprobé que era mentira, desinstalé su aplicación del iPhone, abrí la web de empleo y eché siete curriculums más en siete empresas distintas.
Así a lo despecho.
Mecagüen la puta, qué cerca estuve.


















































































































































