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El click (parte 1)

La alarma del nuevo reloj, ese que no suena y solo vibra, si uno quiere, me masajea el torrente sanguíneo a la altura del afluente de la muñeca izquierda, pero no cedo a su chantaje y vuelvo a pedir asilo al país de los sueños.

Una, dos, cinco veces.

El visado se me concede cada vez y cuando consigo por fin exiliarme de allí y logro despertar, olvidando lo que debería declarar en aduanas, han pasado más puñados de minutos de los que quería. Y es que la misión de levantarme al menos una hora antes que mis hijos, en teoría tan fácil, está siendo cada vez más complicada.

Llámame remolón.

O viejo directamente, pero hostia como cuesta madrugar últimamente.

Mi madre dice siempre que ella cuando se levanta necesita un rato largo para espabilarse. «Pues como todo el mundo» le indulgaba yo con la condescendencia surfeándome la comisura de los labios. Lo que no me contó ella es que esto no le pasa a los críos y que mis hijos «son personas» al 150% desde el minuto uno de levantarse y esa verbena, amigos, es jodida de sobrellevar cuando uno no ha acertado siquiera a darle al botón de la cafetera.

«Hijo, qué jego eres» me solía decir mi madre. Y mira tu que «jego» no está en el diccionario de los críos pero aparece nada más abrir el de los padres.

Así que intento levantarme una hora antes por mi propia salud mental, o más bien para no acabar matando a nadie, pero casi nunca lo consigo. Lo de levantarme digo.

Pero hoy si, mira tu; hoy he podido y hasta me he tomado el té viendo una serie en la tele y toda la pesca. A todo tren, te lo digo, no me privo de nada que para eso me he pegado el madrugón, sentado en el medio del sofá y con el lujo de que la manta me cubriese entero.

Hasta me sentía culpable.

Pero, ¡ay amigo!, apenas empiezan a salir los títulos de crédito cuando ya se escucha a mi hijo mayor subiendo las escaleras. Bueno, lo escucho yo y medio Tokio porque juro por Dios que pega unos hostiones a los escalones que a veces salta la app de terremotos de todo el vecindario. En Osaka se agarran a la barandilla, no me jodas.

Y normalmente no son ni las siete de la mañana. Menos mal que yo ya llevo un rato despierto porque esta mierda recién levantado tiene que subir el colesterol como poco.

– «BUENOS DIAS» -grita el cabrón. Hoy está contento porque pilló la varicela y ha estado una semana y pico sin ir a la escuela. Que quiere ver ya a los amigos, dice.

– «Hola, hijo, ¿qué tal has dormido?»-le contesta la legaña de mi ojo izquierdo.

«BIEN, MUCHO BIEN»- berrea en imperfecto castellano y en lo que me doy cuenta ya me ha quitado el mando de la tele y el maldito gusarapo amarillo ese que da chispazos aparece en la tele dicendo «pika pika». Del abogado pistojo que da hostias por la noche y el calvo gordo cabrón no queda ni la sombra.

Y ya está. Ya se acabó mi reinado.

Ha durado menos que el emeriter en España después de emeritear.

Pero bueno, mejor así que hoy toca rehabilitación en el hospital y ya va siendo hora de ir adecentando 見た目, que tengo unos pelos que sin llegar a ser el hámster que manda en Argentina, también da bastante coseja verlos.

[continuará…]

El primer rezo del año

Es tradición aquí hacer una visita a principios de año a un templo y aventarle por lo bajini tus rezos a quien sea que creas que te escuchará en tan solemne lugar. Dentro de mi almendra me guardo la firme opinión de que a nada que uno le de un par de vueltas, esto de pedirle cosas a trozos de madera con ojos pintados es de las acciones más delirantes que el ser humano ha ideado.

Pero bueno, como tampoco quiero ser el novio vinagres que no es capaz de adaptarse, raro será verme negarme a hacer esta visita con mi joven novia de entonces que nunca habría pensado que fuese a ser la madre de mis hijos ahora. Dos, ni más ni menos, quién me lo iba a decir a mi…

Hostia es que mira que es guapa mi mujer y lo poco que se lo digo, joder.

Total, que antes de casarnos, como no podíamos vivir juntos, pues quedábamos el primer día del nuevo año para ir al templo que quedase a mitad de camino entre su casa y la mía para, insisto, rogar que un cacho de un árbol pintado nos solucionase la vida. Menos mal que se reza en silencio, bastante tenía yo con aguantarme la risa con la comedia.

“Dame salud y dinero y esas cosas y que no se me note demasiado que no me creo nada, por favor”

Lo que no me hacía gracia, ni por dentro siquiera, es la cola que se solía formar para tan absurdo pero noble acto… el número de esquinas que la gente doblaba era directamente proporcional a lo cerca que estuviese el templo de una estación de la línea Yamanote. Y hostias, que a principios de año no estábamos en pantalones cortos precisamente.

Noten ustedes que hablo en pasado porque resulta que la mujer con la que me casé vivía en un templo, que su padre era monje budista y que ahora lo es su hermano mayor. Y que la comida de principios de año la hacemos allí, en casa de mi suegra, que tiene un altar enorme y un taiko de medio metro de diámetro y hay un señor que es mi cuñado que se rapa el pelo y tiene gafas y le mete cera al tambor mientras murmulla movidas a lo Antonio Ozores a la par que toda mi familia política le hace los coros con un rosario entre las palmas de las manos y los ojos cerrados.

Vamos, que hace más de una década ya que no tengo que hacer cola para rezar porque monto a los críos en el coche que tenemos aparcado en la puerta de mi casa y lo siguiente que sé es que estoy en un templo comiendo movidas que no quiero ni preguntar que son, pero que están muy buenas y después basta subir al piso de arriba para ponerse delante de nuestro trozo de madera con ojos y pedirle cosas en silencio que, oye, con la tripa llena parece que uno se aguanta la risa mejor.

Y allí me veo yo: un pueblerino de 47 años que tenía 15 antes de ayer y daba la vuelta a Ibarra comiendo pipas con el Pirri por Zalla, rezándole a un altar budista, tan acostumbrado ya a sentarme en seiza que ni se me duermen los pies ni siquiera añadiendo el peso de mi hija sobre las rodillas.

Con un rosario que me dan que no sé si sirve para tener más wifi con el servidor al que llegan los rezos o qué, moviendo los labios así como si estuviese yo también Ozoreando en japonés antiguo mientras pienso, para mis adentros, chorradas del estilo de que si te sientas demasiado atrás en el váter, el chorrillo te dará en las pelotas y de repente eso parecerá el campanario del pueblo llamando a misa. Y me apunto twittear esta mierda mientras me aguanto la risa como un jabato porque el resto de adultos de esa habitación se toman la movida muy en serio y el respeto debe ir por delante, sobretodo si es familia.

Y además, que en casa de mi suegra, que es un templo, se come divinamente.