El sábado aterrizamos en Narita los tres: Kota, Chiaki y yo. Las otras dos veces anteriores fui yo solo el que se bajó de aquel avión; tenía tanta pena encima que el que recorría pasillos y andenes no era más que alguien que caminaba arrastrando su alma veinte pasos por detrás. No he conseguido quitármela, probablemente nunca lo haga, solo que uno aprende a sobrellevar esa pena disimulándola con la rutina o cubriéndola exagerando los momentos alegres.
Son capas que uno echa encima haciendo por no escarbar.
Creo que jamás seré capaz de hablar de todo aquello sin romperme.
Era obligatorio volver. Es tremendamente injusto que Kota y su abuela apenas se conozcan, esa culpa es exclusivamente mía y por eso asumo y cumplo el deber de juntarles todas las veces que pueda. Por ellos y por mi.
Esta vez nos tomamos el viaje con mucha calma y es que de todo se aprende: lo de coger el coche nada más llegar a Madrid para pegarnos la segunda paliza hasta Badajoz no tenía sentido alguno y sabiendo que con Kota hay que prever imprevistos, reservamos hoteles donde pasar la noche antes de cada uno de los viajes. También pillamos el vuelo directo a Madrid de Iberia y optamos por viajar a Badajoz en tren porque Kota se marea en cuanto huele un volante.
El vuelo salía el lunes, pero el sábado por la tarde ya teníamos que tener preparada la maleta porque el señor de Kuroneko venía a buscarla para llevarla al aeropuerto. Es un servicio muy conveniente por el que por apenas 3000 yenes te la recogen desde la mismísima puerta de tu casa y tu ya la pillas en el mismo aeropuerto justo justo para facturarla, que pilla todo cerca.
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Total, que el domingo nos fuimos acercando tranquilamente a Narita. Paramos a comer por ahí a mitad y al llegar tiramos directos al hotel que había reservado Chiaki. La idea era simplemente pasar allí la noche, desayunar como campeones en el buffet y acercarnos al aeropuerto, que queda a dos paradas de tren, bien duchadetes y fresquetes. Pero tuvimos la gran suerte de que había matsuri así que de quedarnos en el hotel nada de nada: allí estuvimos viendo el omikoshi y zampando yakitoris, yakisobas y plátanos de esos cubiertos de chocolate de los puestos.
Empezó bien el viaje.
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El lunes nos montamos en el avión con más miedo que otra cosa, no porque fuese a pasar algo, que si que pasó, sino por tener encerrado a Kota tanto tiempo en un mismo sitio. Ibamos muy preparados: un montón de tebeos, el iPad lleno de películas, unos auriculares para niños… hasta una maleta con ruedas de Jet Kids, que resulta que se monta encima y le llevas por todo el aeropuerto y luego eso se abre y se ajusta al asiento del avión quedando todo como una cama…. ¡un invento de la hostia!, ya siento no tener foto dentro del avión.
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Como siempre, pasamos con el primer grupo al avión; viajar con niños tiene que tener alguna ventaja. Después subieron los demás, incluyendo a cuatro personas de una misma familia que resulta que estaban en asientos muy separados y que llegaron corriendo a última hora montando además un circo del copón. Para que os hagáis una idea, una fila del avión tiene dos asientos, después cuatro en el medio y después otros dos a la derecha. Nosotros estábamos sentados en los del medio ocupando los tres de la derecha, la madre y uno de los hijos estaban sentados a la izquierda del todo y la hija estaba sentada a mi derecha. Es decir, unos en una punta del avión y la hija en la otra con dos pasillos y cuatro asientos de por medio. Pues bien: a grito pelao estuvieron hablando entre ellos como si el resto no existiésemos… yo flipaba, que puta gente más maleducada hay por el mundo, la vírgen santa. Si la madre quería hablar con la hija, le chistaba: tsssssseee, tssssseee, pero un ruido arquerosísimo a volumen absurdo… acojonante, qué hostia tenían.
Pero lo bonico bonico estaba todavía por llegar: después de un buen rato ya en teoría situados en la pista para despegar, resulta que nos dicen que se ha detectado… ¡¡que una de las ruedas está pinchada!!. Efectivamente, como si de un R5 se tratase, una rueda del avión estaba pinchada y había que cambiar todo el Cristo, que como mínimo 3 horas de retraso y ya se vería si al final salía el vuelo.
En fin, desde que embarcamos hasta que despegó el avión pasaron más de cuatro horas en las que no pudimos salir ni prácticamente movernos del asiento porque encima no nos dejaban. Cuando nos empezamos a amotinar, hubo uno que hasta a gritos con la azafata, ya nos empezaron a dejar ir al baño de uno en uno.
Tiene huevos que no se detecten estas movidas antes de embarcar.
Así que imaginaos a un crío de cuatro años ahí montado sin poder salir ni moverse más allá del asiento durante más de 15 horas, demasiado bien se portó.
Al llegar a Madrid lo primero que tocaba era ir a la estación de Atocha donde teníamos el hotel ya que el tren a Badajoz salía a la mañana siguiente. Yo en Madrid he estado tres veces contadas en mi vida y no tengo absolutamente ni idea de nada, así que el trayecto Barajas-Madrid cargado con los maletones, de noche por el retraso del avión y con Kota es lo que más respeto me daba. El taxi estaba descartado, no por la pasta, sino por todas las experiencias previas en las que Kota acababa vomitando al de dos minutos de habernos montado.
El primer incidente fue al montar en el tren. Subí la maleta grande y luego al ir a subir a Kota, que estaba sentado en la silla, el conductor me cerró las puertas pillándonos a los dos. A Kota le hizo un moratón en la pierna y yo me llevé un susto de la hostia, ¿qué coño pasa? ¡¿¡que no ve el tío que hay gente subiendo al cerrar las puertas?!?!, si es que ni sonó el pitido ese intermitente, mecagüen la puta, que podría haberse liado parda si me llega a tirar a Kota y a mi al anden, ¡cojones!.
El segundo lío fue que simplemente nos equivocamos de NH Hotel, que resulta que en Atocha hay dos. Pero bueno, no estaban muy lejos uno del otro y la verdad es que nos trataron guay.
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Después de dormir bastante más de lo esperado, ducharnos y desayunar como reyes, pillamos el tren a Badajoz que tarda casi seis horas.
Atiende: seis horas.
Pero bueno, mereció la pena, como dijo alguien en instagram: la foto en la que están mi madre, Javi y Kota, es oro puro…
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Luego resulta que los dos primeros días nos pusimos malos Chiaki y yo, con dolor de garganta y fiebre… así que Kota y mi madre tuvieron tiempo de sobra para ponerse al día. Y eso que Kota todavía no entiende mucho castellano y mucho menos habla aunque yo me empeñe que en que sea así, supongo que con el tiempo la cosa mejorará, pero al ser yo el único que le habla en castellano está costando bastante.
Los días pasaron demasiado pronto y nos vimos ya camino de vuelta donde el único incidente reseñable fue el del tren a Madrid, que se retrasó hora y media por alguna razón que no nos contaron. Lo único bueno de esto es que nos devolvieron el dinero de los billetes, pero vamos, encantado me voy yo de la Renfe, sus retrasos y su señor conductor al que se la pela todo, tiene huevos.
A la vuelta en el avión nos sentamos justo detrás de una madre que volvía ella sola con sus dos hijos a Japón; hicimos muy buenas migas con ellos y se nos hizo bastante ameno el viaje. Su situación es al revés de la nuestra: viven en España y vuelven de vez en cuando a Japón a ver a la familia, así que el tema del bilingüismo también está presente aunque al contrario. Los chavales cascaban español perfectamente y sin embargo japonés psi psa (nadie lo diría viéndoles la cara, jaja).
Siempre que vuelvo de España y dejo reposar un par de días, me gusta pensar en las sensaciones vividas en el que es mi país de nacimiento y al que, sin embargo, solo me paso de visita un par de semanas al año. Es inevitable comparar ambos en todos los sentidos: su cultura, sus gentes, su gastronomía, su clima… y confieso que nunca hay un claro ganador.
Comparemos, pues:
– En el avión de Iberia la mayoría de azafatas eran españolas. Me sorprendió muy gratamente la calidez del trato. Cuando uno viaja en JAL, por ejemplo, sabes que te van a tratar muy bien, que todo va a ser correcto y que probablemente no vaya a haber ningún problema de ningún tipo, pero tampoco puedes esperar que una azafata se ponga a jugar con Kota con los muñecos de Doraemon un rato largo como pasó en el vuelo de Iberia, o que le trajese zumos y chocolate de vez en cuando sin ni siquiera pedirlo parándose a charlar un rato con nosotros cada vez. Punto para España.
– Tres veces me pasó que metí dinero en máquinas expendedoras y se lo tragó sin más: ni darle mil veces al botón de cambio, ni las hostias pertinentes, ni, por supuesto, la bebida. Esto es intolerable totalmente en mi país de adopción. Punto para Japón.
– En Japón, ahora en verano, se hace de noche sobre las seis y media de la tarde, en invierno el sol nacerá el primero, pero aquí no llega a las cinco. En España a las diez de la noche en verano empieza a anochecer. La vírgen santa, es un estilo de vida totalmente distinto: si Kota se echa una siesta un poco tarde, se acabó lo de ir al parque y prácticamente damos por finiquitado el día. Aquí Japón pierde por goleada.
– Los servicios en España… madre mía, por ejemplo: que te cierren las puertas del tren cuando estas entrando con el carro de un crío, que tarde tantísimo tiempo para el trayecto que es y que encima se retrase o que no sepas en que anden tienes que esperar hasta diez minutos antes que lo anuncian. Otro ejemplo: en el aeropuerto las seguratas de prosegur (no entiendo esto, ¿por qué no es policía? ¿por qué una empresa privada? ¿donde está el chanchullo?) del arco ese detector de metales estaban de charleta entre ellas pasando de la cola que tenían formada. Una de ellas hacía gestos con la mano en plan «pasa pasa» sin mirarte a la cara, por supuesto no esperes que te contesten a un «buenos días», todo en plan no solo ya desgana, sino a mala hostia. Educación nivel cabras cagándose en el establo, es simplemente incomparable con el trato en Japón. Puntazo gordo para ellos.
– Las frutas y verduras que en España no solo son enormes, Chiaki se descojonaba con unos pimientos verdes que parecían gnomos agachados, es que es baratísima. La comida en Japón es cojonuda y yo no echo en falta nada, pero la variedad, el tamaño y el precio de la fruta y la verdura que uno se encuentra en cualquier supermercado en España… la de Japón es ridícula con sus manzanas envasadas de una en una que te venden por 3 o 4 euros.
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Por cierto, ¿¡¿¡esto que mierda es?!?!?:
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– Sin embargo, algo que no me pareció tan bien fue el montón de comida basura que se vende, no solo eso, sino la cantidad: en un súpermercado no hubo huevos de comprar un donuts solo, había que pillarse un pack de 6. La variedad de mierda envasada que se vende me flipa en comparación con Japón: paquetes enormes de galletacas, zumacos con mil de azúcar y bollacos llenan la mitad de las baldas de los supermercados. Eso por no hablar de las tiendas de mierdas, de las que yo siempre he sido un gran fan, pero si miro por la salud de mi hijo, aquí gana Japón donde no es tan tan exagerado el ansía zampabollil. Siendo sinceros, diré que vi mucha gente joven muy obesa, quizás es que al comparar con lo que se ve aquí se magnifican las barrigas… pero jodo, que plan me llevais…
– La limpieza, la educación en este sentido es muy superior en Japón. El parque de al lado de la casa de mi madre nos lo encontrábamos por la mañana lleno de cagadas de perro, montañas de cáscaras de pipas, botellas y latas tiradas por el suelo, bolsas de patatas… y eso que hay papeleras. No le dejábamos jugar a Kota con la arena, como hace aquí, porque había mierda de perro. Es un puto asco y quizás no os dais cuenta porque no tenéis con qué comparar. Japón, donde por cierto, no hay papeleras, wins by far.
– Ese salir a un bar a tomarse algo y que te saquen un platico de pataticas, ese sentarse a las nueve de la tarde, todavía al sol, en una terraza con toda la calma, esas raciones de jamón, de queso, esos bocadillos gigantescos de lomo con pimientos… esa cultura de irse de potes sin prisa ni conocimiento ninguno… Spain two points!
– Al ir a entrar en la Renfe en Atocha (que según La Vida Moderna, igual no es la más decente de las estaciones tampoco), había un chaval esperando para colarse justo cuando metiésemos el billete. A otro le cazamos rondando las maletas cuando estábamos hablando con la chica de la estación. Me pidieron dinero como cuatro o cinco veces, uno de ellos de bastantes malas maneras que ya pensé que iba a tener otra liada como en el viaje anterior con el ruso aquel. En Japón los críos van solos al colegio, les ves haciendo cola en las estaciones y montándose en trenes ellos solos. La seguridad que hay aquí es impagable y probablemente única en el mundo.
– Y ya para acabar, me flipó en España la cantidad de mierda pura que dan en la televisión. Sabía que había televisión basura, pero no que se había llegado a esos niveles y encima a todas horas. En Japón la tele vale una mierda, también hay que decirlo, salvo honrosas excepciones, la mayoría de programas que dan son una chapa enorme donde no salen mas que idols de estos endiosados haciendo mierdas como comer y decir oishii exagerando mil, pero al menos no se llega al nivel de zafiedad y mala educación de allí. Aquí yo daría un empate: la tele no vale un carajo en ninguno de los dos países.
En fin, me despido con una foto del sushi que nos zampamos en Narita mismo nada más llegar para aplacar los deseos de la jefa Chiaki que se moría por su dosis:
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Espero que no pasen muchos meses desde que podamos volver otra vez…