Yo no soy religioso, desde siempre ha sido algo que me ha dado bastante igual, es más, lo he considerado un fastidio, una obligación impuesta sin sentido alguno. Me acuerdo que en la escuela tenía una biblia, y que yo la tenía toda pintada de mortadelos porque me aburría. Además de no entender nada de lo que ponía, es que me acuerdo que el tamaño de la letra era diminuto.
Iba con amigos a misa pero no porque me obligasen mis padres, sino porque es lo que hacían mis amigos y por no quedarme solo. Comprábamos bolsas de gusanitos y nos poníamos en la esquina más alejada del cura, a poder ser en el piso de arriba, y decíamos tonterías en silencio hasta que aquello acababa.
Aquí sigo sin serlo, no he encontrado la inspiración divina ni nada por el estilo. Pero si sé que hay días en que de alguna manera necesito ir al templo que hay al lado de mi casa. No creo que sea nada religioso, de hecho no rezo, simplemente me gusta el paseo, me gusta sentarme en el suelo en aquel lugar y dejar pasar el tiempo escuchando el silencio. Hay veces en que pienso en muchas cosas sobre mi vida, sobre qué estoy haciendo, qué quiero hacer… y hay otros en que no pienso absolutamente en nada. Y vuelvo a casa sintiéndome mejor conmigo mismo.
Ayer fue uno de esos días, aunque algo distinto. Cuando iba llegando cerca de la pagoda escuché música típicamente japonesa que provenía de cerca del templo. No es extraño ver gente haciendo ejercicio o ensayando algún tipo de coreografía porque el lugar es tan amplio que invita a ello, así que pensé que alguien se habría traido un CD y estaría leyendo un libro o algo así.
Cuando me acerqué un poco más pude escuchar la voz de una chica cantando algo. Se equivocaba y volvía a empezar, así que estaba claro que eso no era un CD y pude confirmarlo en cuanto la vi. Una chica en vaqueros, de más o menos mi edad estaba sentada en las escaleras en una esquina del templo y tocaba su shamisen cantando a veces las notas de la partitura que sujetaba como podía encima de sus rodillas.
Pasé por delante y ella siguió cantando sin reparar en mí, así que me senté cerca. Cuando acabó su canción me miró y yo le hablé:
– ¿Puedo sentarme aquí a escuchar?
– ¿Por qué?, me da mucha vergüenza
– Ah vale, perdona. Me voy entonces un poco más para allá y no te molesto
– Perdona, ¿eh? y gracias
– Sin problema, es que en un sitio como este, da gusto escucharte
– Joe que vergüenza… gracias
Y seguí mi camino hasta estar a una distancia donde no nos podíamos casi ver, pero si escuchar, y me senté a los pies del árbol de al lado de la campana del templo.
Creí notar que se equivocaba más, y además dejó de cantar aún siguiendo tocando.
De vez en cuando venía alguien que iba andando hacía la entrada del templo, echaba su moneda y rezaba durante algo menos de medio minuto volviendo por donde había venido. A veces parejas de ancianos, a veces gente jóven, aunque siempre con la música de fondo de la chica del shamisen.
Yo miraba a la sombra de la chica, al quemadero de incienso, al templo… y entonces, como si ella se hubiese ya olvidado de mi, retomó su canto. No lo hacía demasiado bien, pero eso hizo que me gustase más escucharla aunque repitiese las mismas notas una y otra vez mejorando a veces, empeorando otras.
No se si fue la presencia solemne del edificio principal del templo, la sombra que me proporcionaba el árbol ante la luz artificial de la farola o el manto de estrellas que nos vigilaba desde allá arriba, pero yo me emocioné como hacía tiempo.
Ella dejó de cantar, guardó su shamisen en la funda y se disponía a irse cuando me vio debajo del árbol y vino hacía mi. Era evidente que yo había estado llorando, así que me levanté y me fui en la otra dirección. La distancia era la suficiente como para que no quedase demasiado claro que estaba huyendo, pero ésta vez era yo el que no necesitaba testigos.
Me guardé las ganas de hablar con ella en el bolsillo de la camisa, ese que queda al lado del corazón.
Cualquier día de estos en que necesite volver a planchar el alma de las arrugas de la rutina y las preocupaciones, pasearé hasta Honmonji a fisgar dentro de mi mismo, y si la vuelvo a encontrar, puede que ese día me atreva a quedarme en el árbol cuando ella acabe de ensayar. Y, ¿quien sabe?, quizás meta la mano en el bolsillo en busca de las ganas, y con ellas en la mano le contaré que aquél domingo de Abril me pareció tan bonito que se equivocase una y otra vez tocando y cantando, que me hizo llorar.
Por muy estúpido que suene.
