Yo siempre he sabido que quería ser padre, de alguna manera entendí pronto que es de las pocas cosas que puedes hacer en esta vida que sea relevante. La escala es diferente, no hay nada que se le pueda ni acercar a tener un hijo. Al menos llevo convencido de ello desde hace mucho tiempo y cada vez me afirmo más.
Hace ni sé cuánto ya que estoy en Tokio, llevo casi media vida aquí, tengo un buen trabajo, casa, coche, una mujer maravillosa, una salud, digamos que de hierro con algo de óxido y muchas, muchas ganas de no parar nunca. Tengo la energía de siempre, me levanto y me como el trozo de la ciudad que me rodea. Otra cosa será que esa energía se la lleven mis dos hijos por el camino. Pero eso… eso no me importa, prefiero compartir mis latidos con ellos que delante de un ordenador rascando teclas.
Mi hija duerme con nosotros y ese rato antes, ya en la cama, se ha convertido en uno de los mejores momentos del día. Jugamos, nos pegamos, hablamos, nos reímos y a veces nos peleamos. Siempre se abraza a uno de los dos para dormir, cuando elige a su madre yo suelo quedarme un rato mirándolas a las dos hasta que se duermen, muchas veces la adulta antes que la pequeña. Y rabio un poco por no ser el destino de ese abrazo esa noche, pero sueño que nunca crece, que siempre tendrá seis años y seguirá siendo la niña más guapa del mundo. La que solo habla español cuando algo se cae al suelo y se asusta, o cuando se enfada conmigo. La que nunca se acaba la cena en menos de dos horas, y eso cuando se la acaba. La que llora y me pega cuando no me acuerdo de que no le gusta que asuste a su madre y me escondo detrás de una puerta, porque soy un payaso de casi 49 años que no puede evitar ser el más tonto de la casa si con eso consigo que sus días sean un poco más alegres.
Ojalá me recuerden siempre así, como el gilipollas que les hacía reír a la que se terciaba.
Mi hijo a veces también duerme con nosotros. Es mucho menos mayor de lo que él cree, pero la verdad es que si cojo un boli y rebobino la cinta, resulta que casi hace ya 12 años que me hizo llorar la primera vez que le vi. Recuerdo que después de que le aseasen un poco, le cogí en brazos y me miró, sin verme porque los bebés son ciegos al nacer, y estornudó y no pude parar de soltar lágrimas hasta tres horas más tarde.
Me ha hecho llorar muchas más veces, la gran mayoría de felicidad. Alguna hubo de rabia, pero ya se me han olvidado y también hemos llorado juntos de emoción porque, a parte de ser yo muy tonto, me gusta mucho hablar con él en una mezcla entre japonés y español y decirle mucho lo muy orgulloso que estoy de él. Y a veces consigo que se emocione un poco con mis cosas de viejo cincuentón sensiblero.
Y les digo mucho, en español, que les quiero.
Que les quiero sin límites, sin pensar. Les quiero sin yo quererlo siquiera. Es algo primario, inevitable, como respirar y latir.
Su existencia ha pasado a ser la razón de la mía y ni siquiera me han pedido permiso.
Siempre quise tener hijos, de alguna manera sabía que iba a ser cansado, muy sacrificado y duro, que mi vida iba a quedar anulada en pos de la de ellos, que nunca nada volvería a ser igual, que se acabaron muchas cosas. Lo que nunca me imaginé es que se me iba a ensanchar, tanto, el corazón. Y que aunque muchas partes de mí quedaron atrás, las que todavía quedan han aprendido a latir más hondo.
June, Kota: os quiero. Os quiero muchísimo.
Una de las entradas más bonitas que te he leído hasta ahora.

Me he emocionado!
Confirmo cada una de tus palabras, igual con mis pollos de 11 y casi 9 años, nene y nena.
Muchas fuerza!!