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Hasta luego, adios… quizás para siempre.

Apenas un mes después de mirarte mirándome con tus ojos por primera vez en aquellas escaleras, te casaste conmigo por accidente pactado, y en menos de una semana ya nos hemos divorciado a propósito, como dijimos. Y aún sabiéndolo, hoy me he pillado por sorpresa echando tu ausencia de más al preparar un café de menos.

Vuelta al futuro impar, a una taza, un cuenco y un sólo par de palillos por fregar del desayuno, a tres de cuatro agujeros vacíos en el vaso del cepillo de dientes, a la abolición de los turnos del baño, a que sobre cena y falten mantas, a callar después de las diez, a que las velas duren el triple, a las ganas de quererte sin conocerte, a cultivar polvo en las copas de vino, a que el espejo omita tu reflejo y parte del mío, a renovar el contrato de exclusividad con el frío de la mañana, que vuelve a ser mío del todo mientras te busco en otra cara por cada calle.

Venías con fecha de caducidad, como bien daba a entender esa frescura con la que me traías tanto calor. Y te fuiste por donde fuera que viniste, dejándome una cana más en la barba por debajo de estos labios de nuevo huérfanos, y con mil cinco sueños que resoñar, uno por beso y noche.

Le he hecho prometer a la almohada que me guardará tu olor un poco más, e incluso con la tortura de no respirar tu aliento, duermo feliz de haberte podido perder porque eso es que antes tuve el privilegio de encontrarte.

Te veré pronto por última vez, cuando el hasta luego se convierta en el adios que me dejará un quizás tallado en el talle para el más eterno de los siempres.

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Este año no vuelvo

Y mira que hasta me habían invitado a una alubiada, pero no va a poder ser, aquí me quedo a pasar la nochebuena a lo japonés: haciendo nada y currando el día de Navidad. Bueno, en realidad tengo un plan que es mágico, pero ese me lo guardo para mí y ya lo contaré algún día cuando el ánimo disponga y repose lo que está por sentir.

No tengo ni la más remota idea de qué voy a hacer el año que viene: si seguiré en Tokyo y saldré en la tele, si a mi empresa la comprará Google o cerrará de todas todas y me vuelvo por donde vine, o me quedo donde estoy, trabajando entrehoras de hosto en Shinjuku.

En toda mi vida no he tenido un futuro más incierto: sin un clavel y sin saber qué pasará al mes siguiente. Ya conté que tampoco me preocupaba mucho, lo que tenga que venir vendrá y de amargaos está el mundo lleno. Yo prefiero aprovechar lo mío, que de poco tiene poco, mientras atesoro pequeños enormes logros en esta vida que me tocó en la rifa de vidas, seguro que amañada, de algún Dios con alma burlona que se lo debe estar pasando como nunca con mis dados.

Aún tiritando, estoy vacunado del invierno y si las noches han de venir a helarme los pies, que sepan que de momento ya no me pillan solo, que de vacíos tenía el pecho lleno. Y de día, los míos están conmigo aquí dentro, más o menos por entre el ojo izquierdo y la oreja derecha, al lado de algunos katas, cuatro o cinco piruetas, cientos de tonterías, miles de amores falsificados y apenas tres de verdad.

Así que no me esperéis a cenar porque me da que no voy a llegar a tiempo. Si acaso acordaos un poquito de mí cuando abráis el turrón de chocolate, que yo aquí seguiré un cachito más hasta que acaben de salir los dos seises que me hagan ganarle la partida al de allá arriba.

Yo también tengo quehacer, y es que me he comprado una botella de champán de las caras y ya le hecho algunas marcas para que quede bien claro con quién de vosotros estaré brindando cada vez.

Y de mientras a sonreír, que esto de seguir respirando en realidad va de eso, por mucho que se empeñen en liarnos.

Honor

Somnolencia…

Sentado en el tren camino de Kugahara me sueño cabeceando o cabeceo soñando, no sabría decir. Algo me toca la pierna y me asusto asustando a la señora de mi derecha que me había rozado con su bolso. Ambos acertamos a duras penas a pedirnos perdón mutuamente por lo que fuera que fuese.

Despiértate… despiértate…

Subo el volumen y paso dos o tres canciones hasta que suena Estopa con Rosario, y con ellos me quedo el resto de paradas hasta llegar a la estación de Tokyo en cuyo subsuelo se enseña el Karate de hace más de 100 años a todo aquél que se atreva a atreverse.

A mi me suena el runrun de mi corazón, que a mi me gusta que se escuche bien…

Un súpermercado, unos baños públicos, un pachinko y una droguería después hago un quiebro a la pereza y bajo las escaleras dejando de ser yo, o siéndolo más que nunca.

Murakami sensei, quizás el profesor más acostumbrado a enseñar en el extranjero nos da la clase este lunes, aunque yo he dejado de ser extranjero hace muchos meses. Lo sé porque hoy tenemos a un chico que está de visita, uno de esos de paso que ahorran para cumplir su sueño de entrenar en el dojo de Hirokazu Kanazawa, aunque sólo sea por dos semanas. Y tantos vecinos que pasan de largo… hay quien dice que los campos de fuera siempre se ven más verdes.

Él es el protagonista de la clase, como lo fuí yo hace casi tres años atrás.

Los ojos rasgados de Murakami están clavados en sus pies, en sus manos, en el cuerpo del chico rubio de ojos azules que habla con extraño acento y sonríe serio. Y le hace repetir los movimientos el doble de veces que a los demás, le pule, le hace enfadar, le grita mucho y le halaga a veces… le motiva a su manera, a la manera del Karate de aquí, del nuestro. Pocas bromas que esto es serio. El doble de serio vivido en japonés.

Él hace reverencias muchas más veces de lo necesario y dice Oss, y exagera el protocolo porque quizás es lo que desde el extranjero pensamos de Japón y eso del honor de las películas. Pero se nota desde que entró por la puerta que es un buen chico, que le honra su sobreactuado comportamiento por dejar bien claro que mejor humilde que altanero. Y más pisando el suelo que estamos pisando, y sabiendo quién lo ha pisado antes.

A mi ya no se me habla en inglés, ya no se me halaga por halagar, ya no se me grita de más ni tampoco de menos. Lo mío me ha costado.

Nos pone juntos, quizás porque los dos somos extranjeros o quizás no, ¿qué mas da?. Y hacemos técnicas por parejas, a veces él lo hace mejor, a veces yo aunque juego con ventaja porque lo he hecho más veces. Pero el profesor sólo le grita a él, y él hace reverencias. Y dice Oss. Y se enfada por dentro y suda por los dos.

Llegamos al descanso y el chico del chándal, gris esta vez, se esfuerza por levantar la rodilla por encima de la espada de Kendo que el profesor Murakami le pone delante. Ahora le grita a él, pero suena de otra manera, con un deje de ternura que se le escapa. El chico a veces lo hace bien y muchas veces no, pero logra quedarse totalmente inmóvil delante del espejo los dos minutos que le obligan. Qué bonito es verlo, el corazón se me pone a la misma temperatura que la piel y suelto una lágrima por cada uno de los minutos de semejante hazaña allí mismo sentado en seiza, rodeado de ocho japoneses y un extranjero que hace reverencias de más.

Se acabó el descanso, no hay más lágrimas que valgan, al menos no en la media hora que sigue, si acaso hay que exhibir algo, que sea rabia. Repetimos movimientos mil veces repetidos que salen distintos cada vez, creo entender un poco más de cada uno cada vez que olvido un poco de cómo los aprendí. Me miro en el espejo y me siento orgulloso de estar ahí, de que me duelan tanto las piernas que tiemblan solas aún estando quieto. Y grito, y levanto la pierna a alturas impensables tiempo atrás, y giro y paro un golpe imaginario al que contraataco con todo mi ser expulsando en el último momento cada centímetro cúbico del oxígeno que había guardado exactamente para ese instante. Esto soy yo, no hay más que pueda dar. Ni menos.

Y se acaba la clase, y en línea saludamos al dojo, al profesor y a los compañeros, y recitamos en japonés frases que se escribieron en Okinawa, a un par de horas de avión de mi casa.

El profesor se retira dejando reverencias a su paso, y nos quedamos sólos con nosotros mismos. Yo estiro y observo en silencio al chico extranjero, que lo es tanto como yo, y le veo practicar delante del espejo algunos de los movimientos de la clase. Entonces el señor mayor va donde él y le echa la bronca por algo en un japonés rudo que suena a cinco veces por encima del pobre chico que sólo acierta a hacer reverencias y pedir perdón sin entender porqué.

Gomen nasai. Shitsureishimashita

El señor le da la espalda sin contestar mientras al chico se le va el alma con cada reverencia. Y yo, testigo mudo de mí mismo no hace mucho tiempo atrás, me siento, de repente y por medio segundo, casi orgulloso de haberle fracturado el orgullo a semejante indeseable.

Entonces me levanto y me pongo entre la espalda de uno y las reverencias del otro, y le ofrezco mi mano, y con ella, todos mis respetos:

Nice to meet you, I’m Oskar from Spain, where are you from?

Y lo que haga falta.

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A la izquierda del cero

Cuando el cielo amenaza nostalgia y siempre comunica el teléfono de los sueños porque no se quieren poner.

Cuando lo de fuera es mentira y lo de dentro sólo mío porque nadie llama.

Cuando las pestañas pesan de más lastrando los párpados y uno es la mitad de lo que fue, y ya no hay olores que sepan, ni sabores que huelan, ni sonidos que ver, ni más paisaje que recuerdos de colores claros del pasado superpuestos en un mundo de tonos que caducaron ayer.

Cuando las horas vocean a los cuatro vientos que están limando la vida por real y cruel decreto de los días, y lo que se pone al buen tiempo es mala cara y al mal tiempo, lágrimas.

Cuando ser es nadar en un río revuelto donde ni los pescadores se acercan porque hay un tipo que sólo ve empañado y les mira con la cabeza bien baja.

Cuando sobre las íes ya no importan los puntos y empieza a dar igual que haya íes, llegas tú y vas y lo das todo por posible, y me haces estar a tus anchas, y traes las llevadas que sacan las cuentas haciéndome pasar, de la mano, al otro lado del cero.

Los dos sabemos que te irás pronto, pero, ¿sabes?, da igual porque ya me has vacunado del invierno y sé que podré seguir con esto tan mío de ir apretando mucho más de lo que abarco.

Aquí me quedaré cuando pase, intentando, una vez más, que dejen de salir mis restos en todas las divisiones.

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Ésta mañana, la de hoy

Mi hermano Javi abre el regalo y nos regala sus carcajadas, ésas que suenan entre sinceras y fingidas dos a dos, pero de inmensa felicidad contagiosa.

Como te pasas, titi – me dice entre medias, y yo medio emocionado le hago coro mientras encuentro la mirada de mi madre que parecía estar buscándome desde hace una eternidad.

Entonces me despierto…

El niki verde lo es unos tonos más oscuro en el lado izquierdo de mi pecho, como si los latidos hubiesen costado el doble.

He sudado, pero tengo frío.

No…

No puede ser que otra vez empiece mis mañanas de ésta manera… con un corazón escarchado que cada vez cueste más cafés caldear.

No puede ser, todavía no, por favor.

El regalo para mi hermano todavía descansa encima del tatami, junto a los narukos de Yosakoi y el cinturón de Karate. A veces creo que bastaría un vistazo a mi habitación para saber, con bastante exactitud, qué hace y cómo es el que allí vive. Me gusta ésa sensación de calidez que da tener todo lo que soy yo sin encerrar entre armarios, porque cada vez que deslizo la puerta, me encuentro de golpe con lo que está formando mi vida en este momento. Es como un lienzo cambiante de mi mismo que puedo contemplar siempre, decidiendo qué pinceladas sustituirán o cubrirán a otras sobre la marcha de ésto que es vivir.

Como sé que pasará todos los días de este invierno, bajo las escaleras con un empacho de melancolía y café, de nostalgia y galletas, de frío y de frío. Y por una alfombra de hojas marrones camino ausente bajo la lluvia que, gota a gota, marca el ritmo de mis pasos en el paraguas.

Esbozo una mueca de sonrisa triste al acordarme de mi hermano. A veces alguien viene a visitarme por dentro y se queda acompañándome un rato en mi deambular por las horas. Hoy parece que toca Javi y los paseos con su mano en mi hombro, las canciones de Sabina que cantábamos a medias, las cosquillas que provocaban lágrimas opuestas a las de ahora…

Hay días en que cuesta verle el mar a la playa, y lo que queda es un desierto.

Ya estoy sentado en el tren y no puedo dejar de mirar, sin ver, al suelo. No quiero levantar la vista porque a nadie le interesa saber que está un poco más empañada que los cristales, así que busco algo de música que me distraiga de mis recuerdos. Suenan dos o tres canciones y de repente me oigo a mi mismo leyendo la historia de aquella chica que me regaló su olor durante un mes, y me quito los auriculares con rabia… ¡basta de melancolía por esta mañana! もういい!

Descubro de golpe que la chica del paraguas amarillo que tengo delante me está atravesando con sus ojos, parece que lleva leyéndome desde que me senté cuatro estaciones atrás a pesar de mi empeño por aparentar lo que los demás entienden por normalidad.

Ya en el andén camino de la oficina la busco por entre los cristales, y encuentro su mirada que sostengo hasta que el tren decide aburrirse de la parada rompiendo de un pitido nuestra pequeña y breve complicidad.

Pero antes creo leer en ese otro par de ojos tristes que no… que ésta mañana, la de hoy, tampoco es la suya.

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Ése momento

El sábado me volvió a pasar, ése momento…

Es tan fácil dejarse llevar río abajo por la corriente de la rutina, que uno se olvida de que está viviendo en un país diferente. Bueno, no es que se te olvide, es que distraes, o priorizas, la consciencia y te haces tanto a ello que deja de importar.

Cuando uno viene aquí de visita por primera vez, los sentidos se saturan con tanto que reciben: el idioma, la comida, los lugares, la gente… eres plenamente consciente de tu condición de extranjero y quieres creer que resultas exótico a los ojos de los que aquí viven, aunque muchas veces lo cierto es que eres totalmente ignorado, lo que, por otra parte, no tiene porque tener un significado negativo, ni mucho menos. Yo en la gran mayoría de situaciones, prefiero que me dejen en paz, supongo que porque soy más tímido de lo que pretendo.

Pero si trabajas, si vives aquí, todo es muy diferente. Dejas de prestar tanta atención a lo que te rodea, digamos que te acostumbras a casi todo lo que te encuentras en el día a día.

Todo se hace hábito: ir a trabajar en bici, el arroz, las reverencias, las latas de café caliente, el ramen, los izakayas, los trenes… se relativiza su importancia que ya no se le da, o no más que la que yo le daría a coger el coche en Bilbao o irme de pintxos. Es ya lo normal, algo inherente al pasar de las horas estando donde estamos.

Aunque de vez en cuando surge ése momento. De repente levantas la cabeza, miras a tu alrededor y súbitamente te das cuenta de que eres el único extranjero, de que todas las personas que te rodean son totalmente distintas a tí. Nadie te mira, nadie te dice nada, no importa en realidad, pero de repente tomas plena conciencia de ello y de alguna manera te afecta, te altera, te supera un poco. No sabría catalogar la sensación con exactitud, pero tiene algo de nerviosismo, una pizca de temor y mucho de emoción por estar viviendo eso tan raro de ser el bicho raro, el diferente.

El sábado fue en el último tren camino de Shibuya con una multitud de gente apretujándose. Al abrirse las puertas de la penúltima estación, los que querían salir empezaron a abrirse camino a empujones. Entonces miré, y no ví a nadie como yo. Japoneses entrajetados, grupos de jóvenes con la noche a medio empezar junto a parejas de retirada, pero ni un extranjero. Sólo yo. De repente se me hacinaron en la mente mil pensamientos. Entre otros, en ese momento te acuerdas de todos aquellos que hablan de lo racista que es Japón. Y por un momento sientes miedo por si fuese verdad, que rara vez resulta serlo en mi mundo: yo miraba a todos, pero nadie me miraba a mí, como suele pasar.

Los lunes casi siempre soy el único extranjero en la clase de Karate, y a veces el de más nivel, con lo que me ha tocado dos veces ejercer de senpai guiando a los demás al principio y al final de la clase. La emoción cambia radicalmente, ahí me siento como un total privilegiado que está viviendo una aventura imposible de describir en los términos del sentir, algo más parecido a una película que a la realidad. Y sienta bien, si señor.

En Yosakoi soy uno de los tres extranjeros, aunque raramente nos juntamos todos, y entonces me acuerdo de lo mucho que se supone que ligamos con las japonesas, y voy yo y me lo creo durante un poquito hasta que te das cuenta que de verdad no tiene tanto como alardean algunos. El sentimiento es de impotencia, no por no ligar, sino por no poder comunicarme con fluidez en su idioma, que es el de jóvenes de veintitantos que no paran de bromear entre sí. Soy uno más… si no me hablan mucho. Tristemente participo en las conversaciones con la boca al 30% y la mente al 130%.

Tres ejemplos que demuestran que ése momento es único cada vez, igual de único que lo es uno mismo en ese instante.

Pero de éstos, el más emotivo es el del sábado, el que sucede cuando menos te lo esperas. Ese tipo de ése momento a mi me da vértigo porque viene tan de golpe que te inquieta, te violenta, te descoloca y crees que debes reaccionar de alguna manera cuando en realidad no hace falta que hagas nada. Aunque durante un rato a mi me cueste sincronizar de nuevo la respiración y el pulso con la razón.

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Brillando por tu presencia

Fui el tercero de la lista de los tres hijos de mi madre, aunque ejercí del mediano a expensas del mayor según me convenía y eso que me quedé a medio crecer entre cuatro casas, siete bares y un polideportivo que quedaba lejos.

Heredé el gusto musical del que compartía mi habitación, aunque él decía que era suya, y empezaste a acompañarme por entre andenes en polvorosa, pupitres en tela de juicio y noches de picos pardos y lunas negras.

Hablabas de poetas y aeropuertos, de placeres de besos sin amor y mentiras de obligado acatamiento mientras yo buscaba un atajo a Jauja por entre las líneas de mis manos. Levantabas la falda a la luna, te abrazabas a verdades desnudas de tus feas en hoteles dulces de amores furtivos y horas secretas porque se iban dando más allá de las diez. Y yo seguía sin conseguir poner mucho más de metro sesenta entre la suelas de mis zapatos y las entradas de mi frente que se agrandaban con cada intento.

Tu velabas veladas a la vez que yo aprendía a mirar fuera de tiesto, a invertir en velas para estar a alguna más que dos, a provocar que me bajasen de una hostia los humos, con acné, que intoxicaban la poca ilusión de mis amaneceres de tests de autoescuela.

Aquél día tu le hiciste un quiebro a la cerrajera con guadaña que venía a tu derribo, y apareciste con la cara redonda, cigarros de plástico y voz de antes del amanecer. Y todos te dimos por vivo.

A mi un juez que se creía Dios me condenó a soledades forzadas al desamparo de las leyes de la vida, aunque he aprendido a violar, cuando nadie mira, la orden de alejamiento contra la felicidad que también me impuso de propina mientras tu seguías componiendo tus sonetos de alterne con rima canallesca.

Te traiciono cada día, pero cuando el ánimo decide volar bajo dándomelas con queso, te las apañas para aparecer aventándome tu aritmética de pareja, tus doses de más de un par y tus infames verdades como incordios que me dejan la crisma sin blanca y me acartonan el dique.

Y es que, Joaquín, la gran mayoría de mis lágrimas han brillado por tu presencia.

Todo un gusto poder sentirte de nuevo ahora que llega el maldito invierno maquinando cómo cuartearme el talle desde dentro.

The Pasatela Blues

Desde que llegué a Japón han cambiado muchas cosas en mi vida, seguro que muchas más de las que soy consciente. Algunas forzadas por las circunstancias y el resto pues entre sin querer queriendo y queriendo sin querer. Podría decir, no, afirmo convencidísimo que mi vida tiene poco que ver con la que tenía hace casi tres años cuando llegué.

Si lo pienso un poco, podría poner mil ejemplos, de hecho seguro que si me pongo hasta clasifico los cambios por temas: comida, aspecto, actitud, rutina, costumbres, amistades, prioridades… madre mía, creo que poco tengo que ver con el Tosca de antes. Y esto es para bien o para mal, porque hay de los dos tipos, y lo bueno quizás es darse cuenta de ambos.

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Últimamente estoy viviendo un cambio del tipo A, de los forzados, y es que la empresa para la que llevo trabajando desde que empecé, se está quedando sin dinero. Llevo unos tres meses sin saber si me van a pagar el mes a tiempo para poder apoquinar el alquiler del piso. Este mes ha sido el que más al límite he estado, la transferencia llegó ayer, y el último día para pagar la renta es mañana, me he salvado por los pelos de tener que echar mano de los ahorricos que tengo en mi otro banco y cada día el de más gente.

A parte de cambios, conscientes o no, también tengo una especie de código a lo padre de Dexter. No es que me dé por salir por las noches a liarla parda con una jeringuilla, la cosa va por establecer una serie de límites dentro de los cuales me he de mover por entender que es mejor seguir por ahí. Una de estas normas es la de no gastar dinero de los ahorros de España, es decir, que mientras viva en Japón debo ser autosuficiente. Esto implica que durante los tres últimos meses no me he comprado nada de ropa, he estado cocinando la mayor parte de lo que me he comido, me he apuntado a menos gambieventos de los habituales… hasta me he comprado un chubasquero de cuerpo entero para seguir viniendo en bici a trabajar aunque caiga la de Dios es Cristo. Bueno, esto no por hablar del desodorante, que he cambiado el Axe pequeñito por uno japonés el doble de grande pero la mitad de efectivo, y si no preguntadle al pastababas que secundará mi opinión a la vez que come gyoza y bebe té sorbiéndose la moquera.

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Básicamente el dinero ha sido algo que no me ha preocupado demasiado desde que llegué, no es que cobrase un dineral, lo cierto es que cobro menos que lo que ganaba en Bilbao, pero tampoco es que me dedique a comprarme todo lo que vea. Un izakaya de vez en cuando, visitas al Uniqlo y dos o tres caprichos de los gordos en tres años.

Así que en todo este tiempo de cambios, es normal, pues, que yo haya cambiado también y lo he notado en la manera que he tenido de reaccionar a esta incertidumbre económica en la que me han puesto. ¿Pues no resulta que últimamente me lo estoy pasando mejor que nunca?, no es que no piense en el problema, que está ahí, sino que me he adaptado completamente sin un mínimo de amargura. Es como un paso más que la sola resignación: entiendo lo que pasa, sé lo que puedo y no puedo hacer para remediarlo, y sigo con mis historias.

Si en Bilbao me dijesen de repente que quizás ese mes no me pagasen, habría reaccionado muy diferente aún teniendo el apoyo de mi familia muy cerca y siendo la situación bastante menos grave, incluso si me quedase sin trabajo allí habría sido la mitad de serio que si me pasase aquí.

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Ayer me puse a pensar en las razones por las que aquí estoy tan tranquilo, tan feliz a pesar de todo. Creo que lo más importante es que estoy haciendo lo que me gusta: creo en la empresa, me gusta mi trabajo, me motiva y aprendo algo nuevo casi todos los días. No tengo que tratar con gente que me cae mal, no tengo más presión que la que me pongo yo mismo porque soy juez y parte en el proyecto, no hay ningún mal rollo al que enfrentarme a diario. Así que puedo decir que aunque mi economía ande parecida a la de Rumasa, profesionalmente estoy plenamente satisfecho. Si la cosa sale bien y despegamos, sería el tío más feliz de este lado del quinto pino.

A nivel personal estoy a medio soñar la mayoría de los sueños que he tenido siempre: sigo haciendo Karate y encima en uno de los mejores sitios del mundo. En Bilbao no pude porque no encontré mi lugar, y sabía que mi vida no estaba completa del todo. Así que saber que tres veces por semana voy a ponerme un traje blanco para hacer algo que sé que se me da bien, que me motiva por tanto que me pueden enseñar, hace que la parte física la tenga cubierta. Esto también he descubierto que es importante para mí, no sólo Karate, sino hacer ejercicio, creo que no ha habido ninguna época de mi vida en la que no haya hecho algo de continuo, aunque sea ir a correr por las noches.

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Y descubriendo que es una gran verdad eso del Mens Sana in Corpore Sano, me da por estudiar japonés, ceremonía del té y aprender fotografía que me hace sentir que estoy haciendo algo con mi tiempo que merece la pena sólo por lo gratificante de los resultados que no dejan de mejorar, pero sobretodo porque pueden mejorar mucho más.

Añadiría a esto de la mente y el cuerpo, que también hay que cuidar el alma y entonces resulta que me da por escribir y descubro que las lágrimas que a veces mojan el teclado hacen las veces del psicólogo que nunca tuve. Me pasan muchas cosas por entre la mente y el corazón, y escribirlas es ordenarlas. A vosotros os cuento muchas de ellas, otras me las quedo para mi, pero qué alivio es tener las ganas de compartirlo, de sacar los pensamientos a secarse al sol para guardarlos bien templaditos después.

Además ésto es una cadena porque si te sientes bien contigo mismo, las ganas de hacer cosas salen de debajo de las piedras: que si disfraz del gatostiable, que si fotos y vídeos chorras… lo que me río yo con ello no tiene precio.

Así que no tengo un duro, de verdad que no, estoy más pelao que nunca. Pero mientras siga pudiendo pagar el hueco de Tokyo que me ha tocado, mientras el cocedero de arroz siga echando humo y mientras pueda seguir viendo a Hirokazu Kanazawa un par de miércoles al mes… ¡Me da igual!, que tengo muchas camisetas de Ikusuki para ponerme sin tener que ir al Uniqlo, que el Sushi está más bueno si se come una vez al mes, y que el Shinkansen le tengo ya muy visto y anda que Tokyo no es grande como para verlo dando paseos.

Y es que eso del dinero está sobrevalorado, no hay yenes suficientes para comprar lo que yo sentí el día que me saqué el cinturón negro, ni cuando salí en Ikebukuro a bailar. Tampoco me piden entrada cuando me siento en Honmonji por la noche a ver parejas de ancianos de mil años que van cogidos de la mano a rezar, y a día de hoy, eso del querer me lo dejan gratis.

Está claro que si cobrase el doble, mi vida sería mejor, pero ¿sabéis qué? que no sería el doble mejor ni de lejos.

Al llegar las cinco de la mañana

Al llegar las cinco de la mañana, la noche agoniza amenazando con dejar al descubierto lo que ocurra a partir de su muerte, pero jurando llevarse a la tumba los secretos acontecidos bajo su cobijo.

La música se para dando tregua a los oidos y los focos se encienden poniendo a trabajar a las pupilas que estaban a media jornada viendo el doble de la cuarta parte en el mejor de los casos.

Los vasos desaparecen de su sitio y no queda otra que unirse a la procesión de almas desterradas en busca de algo que desayunar al amparo del sol que amanece, a traición, por la espalda.

El olor a tabaco es omnipresente, no hay un sólo zapato limpio y la garganta únicamente alcanza a emitir sonidos cuatro tonos por debajo.

Se hacen amigos que lo son el doble, amistades de hielos, burbujas y grados de fermentación que son testigos, bajo pena de querella por claúsula de nocturnidad, de manos que se escapan y besos con coartada que se esconden, altaneros, por lo bajo.

El estómago no sabe muy bien si aceptar lo que le ofrece el sentido común, y con ambos dando vueltas montamos en trenes cuyo estómago alterna jubilados con mochilas y cuerpos malogrados de almas dormidas que van a su exilio al son de amagos de latidos de corazones agonizantes. Huele a lágrimas de alcohol, a sudor de desencanto y, a veces, hasta a humo de contento.

Volvemos a casa defendiendo, una vez más, el título de campeones trasnochadores del vecindario, aunque, cabeza gacha, tratamos de no ostentarlo por evidente que resulte en un lugar donde lo único fresco que no acompaña al amanecer es lo que se nos vé entre la coronilla y el talón de aquiles.

Al llegar las cinco de la mañana los cuerpos quieren dormir y cuando lo consiguen, las mentes todavía no pueden distinguir si lo que ven es real o ya no.

Lo peor es no saber qué sendero elegir, si seguir un rato más por el de curvas de los sueños, o atreverse a tomar el desvío de cuestas del despertar en el que hay que pagar peaje a la luna por su servicio de confidencialidad. Y es que es terrible acordarse de golpe que ésa tipa sólo se conforma con dolores de cabeza, engrudo en las papilas y tragaderas del revés.

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La chica de Shimokitazawa

El día que compré la cámara de fotos grande decidí darme una vuelta por Shimokitazawa porque por aquél entonces la energía y la ilusión con las que cogía los fines de semana todavía no entendían de obligaciones y rutinas. Eran otros tiempos, a veces pienso que mejores aunque no los cambiaría por los de ahora de patadas de Karate y bailes de Yosakoi cuyo sudor tiene, a menudo, más que ver con el corazón que la propia sangre.

Recuerdo una lista interminable de barrios de Tokyo que iba recopilando durante la semana. A veces los veía por internet, otras me los contaban y yo siempre lo apuntaba todo. Cuando llegaba el viernes por la noche elegía uno, normalmente al azar, y copiaba los datos a lápiz en el reverso de unos papeles de origami que hacían las veces de postit: líneas y estaciones de tren, horarios, tiendas… Nunca pude hacer nada más que la grulla con ellos, pero supe darles un buen uso, al fin y al cabo componían las figuras de mis fines de semana.

Las pupilas saben que el escenario es el mismo, y el personaje principal sigue siendo el que sale en mis espejos, pero es claro que la función parece haber cambiado de acto y no ha lugar volver atrás porque aquello ya se representó con éxito. Hoy los sábados son de Karate y los domingos de Yosakoi aunque siempre haya entreactos en papel de origami y esperanzas con agujetas.

Había mucho de arrepentimiento aquél día, y los venideros, por haberme comprado una cámara que necesitaba de mucho más que un bolsillo para acompañarme, y supe entonces que el dineral que me había costado iba a costar ser amortizado entre tantos botones y ruedas porque seguramente el modo automático iba a mirar por encima del hombro a las ganas, o la pereza, de aprender a manejarla.

Quizás para tratar de olvidarme de tan caro, pesado y aparentemente inútil colgajo, decidí que ya iba siendo hora de marcar el teléfono que aquella chica me había enviado después de unos cuantos intercambios de mensajes con más mensaje que letras escritas. Siempre habíamos bromeado sobre que no nos íbamos a poder entender porque ella no hablaba inglés y yo tampoco japonés, pero que seguramente nos llevaríamos bien porque, al menos en aquellas palabras escritas en pseudoinglés, parecía que nuestros temples entendían a templarse mutuamente.

La llamada fue un desastre y acabó conmigo esperándola en la salida de la estación opuesta a la que ella me explicó de mil y una formas.

Don’t move, ne, ima ikimasu kara -me dijo
Ok -contesté a lo primero, con esperanzas de que lo segundo fuese lo que yo creía haber entendido
Osukaa? – escuché al de unos minutos- halooo

Cuando me giré vi a la chica más guapa del mundo y pensé que si era ella de verdad, entonces iba a pasar todas las noches de mi vida en vela estudiando japonés para poder seguir viéndola el máximo de los latidos que me quedasen. Me dolían los ojos a causa de su sonrisa y si los cerraba la seguía viendo porque ya me había cegado para siempre jamás. Su piel morena se burlaba de cualquier tópico, su pelo parecía dibujado y colocado al milímetro sobre aquellos ojos tan distintos a los míos, que no podía dejar de mirarlos.

Haloooo, nice to meet you finally -me dijo como pudo
Very nice to meet you -dije como pude esforzándome el doble que ella por hablar y no sólo por el idioma

Después fuimos a un bar, un irlandés de éstos que tan buena suerte me traen y pusimos dos jarras de cerveza negra entre nuestras sonrisas, la mía la más estúpida del mundo, la suya haciéndole competencia al sol. Yo no era yo. Era verano y tenía frío, y habría tenido calor de ser febrero porque mi cuerpo estaba desajustado por no saber qué hacer con todo aquello que le llegaba por los sentidos.

No fuimos capaz de acabar ninguna frase por culpa del idioma, pero el punto y coma lo poníamos riéndonos en todas y cada una de ellas.

Y parecía tan de verdad que yo me lo creí por si acaso.

Quedamos algunas veces más después de aquella, y yo siempre llevaba la cara de tonto puesta desde casa. Hasta que aquella mañana de domingo en el parque de Yoyogi dijo que quería hablar conmigo. Sonó tan serio que estuve nervioso, más si cabe, desde el primer minuto que la ví. Bajo el cotilleo omnipresente del sol paseamos durante largo rato hasta que nuestras piernas acabaron tomándose una tregua consentida en un banco. Allí me cogió de la mano derecha con su mano izquierda y puso la otra encima. Todo el calor del mundo se fué allí, a esos cinco dedos que daban envidia, de la mala, al resto del cuerpo. Deseé ser tan pequeño como mi mano y poder recostarme en una y taparme con la otra para dormir allí acurrucado para siempre.

Costó mucho, muchísimo, que empezase a hablar, y yo que sabía que lo que fuera que fuese que me quería decir tenía que ver con grietas y ventrículos, esperé pacientemente atesorando el tacto de sus manos mientras respiraba el olor pregonero de su silencio agridulce.

Hace tiempo que te quiero decir algo -su inglés sonó perfecto, se notaba que se lo había preparado- y es que tienes que saber…

Ya está, se acabó, un mes había durado el sueño y ya iba siendo hora de despertarse -dijo mi mente- Si, dime -camufló mi garganta.

Con una lágrima quitó el pestillo y las puertas de su alma se abrieron dando un portazo por la corriente provocada por sus miedos y temores. Habló de nacionalidades y de personalidades, de futuros hipotéticos y almas partidas en trozos que nadie supo juntar de nuevo del todo. Y todo sonó tan razonable, tan poco a mentira, que no pude más que acatar todos y cada uno de sus secretos.

Y de doloroso acuerdo, no nos volvimos a ver más que entre las líneas de algún mensaje que todavía hoy compartimos entre primaveras y otoños.

Ahora yo también guardo un secreto. Y es que la veo a veces cuando amanece sin nubes y después de mirar al sol por un segundo, vuelve su sonrisa a rubricar mis párpados por el lado de dentro.

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Viernes, 18 septiembre 2009

¿Por qué ya no sueño? me pregunto mientras me incorporo desde el futón, ¿o quizás es que no me acuerdo?… como quiera que sea, es cierto que hace mucho que no recuerdo mis sueños, esos en los que aparecían capítulos de mi vida con personajes mezclados, que nunca se habían conocido entre ellos pero que interactuaban como si así fuese. Había sueños en los que mi madre hablaba con mi antiguo jefe y lo hacían en japonés, ella hasta con acento extremeño, y todo parecía normal.

Pero esta mañana parecía que hacía una eternidad desde el último. Sin ser bueno ni malo, sólo raro. No importaba demasiado, hoy es viernes y había quedado con Michiko y una chica que me quería presentar en Ikebukuro. Apenas sabía nada de esta historia, pero me dejé llevar hasta el punto de estar entusiasmado, tanto, que planché la camisa blanca de manga corta que tan bien creo que me queda antes de salir de casa.

Afeitado y con gomina pedaleé los cinco kilómetros que me separan de la oficina, pero hoy con calma para no sudar más de lo normal no vaya a ser que el olor del aftershave fuese anulado antes de tiempo. Cuatro, cinco, seis, nueve… cando la bici tratando de no olvidar la combinación y entro en la oficina. Saludo y de cinco personas me lo devuelven tres, no está mal, haremos una raya en la pared.

Michiko me pregunta si he leido el correo, le digo que no y entonces me cuenta que la chica no puede venir, que mañana tiene que madrugar y que mejor otro día con más calma. Miro la camisa semiarrugada y me río, le cuento lo de la plancha matutina y nos reímos juntos, después le pregunto si tiene algo que hacer, que ya me había hecho a la idea de no irme a casa después del trabajo. Me dice que si no me importa ir con ella, que encantada, le digo lo mismo, nos volvemos a reír. Nadie nos entiende porque hablamos en castellano, y con esa complicidad implícita frente al resto quedamos a las seís y media cerca de la estación de Meguro.

Llego tarde, como un cuarto de hora porque mi ordenador no va todo lo rápido que yo creía, o porque me propongo hacer más cosas de las que debería, no sabría decir. Pero llego, le pido perdón y ella le quita importancia riéndose como siempre y preguntándome por temas de trabajo. Pienso en que el mundo sería maravilloso si todo el mundo fuese como ella.

Llegamos al izakaya y nos sentamos, pedimos dos cervezas y entonces nos falta tiempo para hablar. Ponemos un poco a parir a los demás de la oficina, no demasiado, a cada cual lo que le toca como harán ellos con nosotros. Y van llegando platos, y se van vaciando las jarras y llegan otras relajando la vergüenza y relativizando el respeto.

¿Te acuerdas del día que llegué? yo estaba muy cansado y me moría de sueño

¡Si me acuerdo! te abrí la puerta y llevabas una playera roja con un muñeco en la espalda, y dos maletas enormes, y mientras esperabas al jefe dabas cabezadas en la mesa del sueño que tenías. Ese día no te dije nada, pero parecía que habías llorado mucho

Fíjate, tenía tanto miedo que el chico que había a mi lado en el avión tenía que estar asustado . Pero imagínate, dejaba atrás mi vida anterior para empezar desde cero una nueva. Ya había estado en Tokyo una vez, como sabes, pero fué acompañado. Ese día llegué sólo y no tenía ni idea de nada de lo que iba a pasar.

– ¡Qué me vas a contar que me tiré diez años en México!. Me acuerdo que Eric te acompañó al hotel al que ibas, ¿te acuerdas de Eric? ¡mira que era raro el francés!

Alguien grita al lado, es una chica que está borracha. Michiko la mira fijamente, se la nota molesta

– ¿Por qué tiene que hablar así?

– ¿A gritos? pues estará borracha, no le hagas caso

– No es sólo eso, dice palabras muy feas, como si fuese un hombre, ¡pendeja!

Su acento mexicano me suena bonito, casi poético. Alguien nos interrumpe, una chica vestida con escasa ropa de cuero blanco nos pregunta si fumamos, le contestamos que no y se va disculpándose por habernos interrumpido. La miro irse y me arrepiento de no fumar. Michiko me ve:

– ¿Le decimos que vuelva?

– Es que vaya vestidito que me traía… ¡si hace falta fumar se fuma!

La miro reirse y cómo se le acentúan las arrugas alrededor de los ojos que se le empequeñecen aún más. Con alguna jarra más de cerveza, llega su turno y no sé cómo la conversación empieza a girar en torno a su vida en México. Diez años, algunos atracos, un terremoto y mucho corazón.

– Voy a volver el año que viene, aunque mi madre se enfadará -al decir ésto, sus manos hacen el gesto de poner cuernos, creo entender que es la manera de gesticular el enfado- porque dejaré a mi padre sólo, pero quiero ir aunque sean dos semanas

– Claro que si, dos semanas no van a ningún lado y te lo mereces
-me pregunto si estaré hablando más de lo que debería- desde que tu padre está en el hospital no haces otra cosa que estar pendiente de ellos, no creo que pase nada porque vuelvas y así te olvidas de todo un poco

Me da la razón y aunque siempre me la dá, ésta vez sí que creo que la tengo aunque la sensación de hablar de más sigue ahí. Vuelve la camarera, trae más platos y más jarras. No me había fijado en ella, no es que sea especialmente guapa pero sí que es resultona… pienso en que a veces me gustaría no estar tan sólo.

– Qué pena que no haya venido hoy Chiaki, creo que te habría gustado -dice como leyéndome las pupilas

– Bueno, pero si hubiese venido ella, seguro que no hubiésemos hablado de todo lo que llevamos ya hablado, así que no pasa nada

Mis dos años y medio de esta nueva vida pasan ante nosotros, recordamos muchos momentos juntos y separados, nombramos personas que ya no están con nosotros, compañeros y compañeras que compartieron parte de sus vidas con las nuestras y de los que no sabemos nada. Nos desciframos mutuamente un poquito más hasta que finalmente nos despedimos con un abrazo enfrente de personas que normalmente no se abrazan por la calle. Ella se va en tren, pero antes de doblar la esquina se vuelve y me mira diciéndome adios con las manos. Le devuelvo el saludo y me vuelvo a casa sólo una vez más.

Mirando al cielo pienso en lo distinta que sería mi vida aquí sin ella. Entonces empiezo a bajar la cuesta que me lleva hasta la bici detrás de tres japoneses con traje que están borrachos y ríen y fuman y me obstaculizan el paso. Yo rebusco en mi bolsa, pongo música al azar y Doctor Deseo me recuerda de donde vengo aún estando donde estoy.

Tuviste que decirme adios, calles hundidas a mis pies para echarte en falta hasta la muerte, y yo bailando al ritmo de mis zapatos negros como una veleta fiel al viento…

Y bajo la luz de la luna caen algunas lágrimas de mis ojos. Lágrimas de felicidad y de tristeza, de dicha y de desdicha, de amor y de soledad. Lágrimas que me recuerdan lo que tenía, lo que tengo y que anuncian, desafiantes, lo que tendré.

Y yo sigo mi camino. Con ellas.

Vamos a engañarnos y dime, mi cielo, que ésto va a durar siempre…

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La señora de los paraguas, epílogo

Llevaba ropa oscura cumpliendo esa absurda regla universal de los ancianos, incluyendo un sombrero negro que apenas lograba ocultar su pelo blanco. Una vez pensé que una cana era un sueño tan tan deseado que al no cumplirse atormentaba a la persona hasta que ésta trataba de dejar de añorarlo eliminándolo por los poros destiñiendo un poco el color que la vida tenía hasta ese momento. Hoy sé que cada cana tiene un significado diferente y que todas y cada una de ellas se sabe a pies juntillas porqué está ahí aunque a su dueño se le quiera olvidar.

A juzgar por su mirada, a ella no parecía ya importarle eso de cumplir sueños porque su vida misma lo era. Debajo del sombrero había una sonrisa que le comía la cara y lo demás carecía de importancia. Me sonreía a mi, a otros vecinos, a los perros, a los coches, a los cuervos y a las nubes… A veces me daba los buenos días y yo no dudaba en pararme y devolvérselos con una reverencia que ella correspondía para darme la espalda satisfecha y seguir moviendo su escoba de ramas olvidándose al instante de mi. Me pregunto si supo alguna vez que yo era extranjero.

Sólo recuerdo una vez que alguno de sus paraguas tuvo sentido, quizás porque ese día se olvidó de sonreirle a las nubes y éstas lloraron un poco sobre su sombrero negro que ella tapó con un paraguas del mismo color. Tengo esa imagen remachada en la memoria, la de ella vestida toda de negro mirándome quizás sin verme, y sin sonreír. Como si todos los días de su vida se hubiese estado preparando para ese momento, colocando los paraguas con cuidado sobre el guardarail hasta que por fin llovió y a ella no le pilló de improviso. En mi mente la escena es en blanco y negro como el póster de una película antigüa. El blanco, el de su pelo y el de las nubes, el negro, el de su silueta, y todo lo demás gris, para que no destaque nada más.

Después no la ví más. Las ventanas de su casa dejaron de proyectar sombras de muebles que se veían desde la calle, los paraguas desaparecieron, ella desapareció. Nevaron pétalos de cerezo al son de tambores y pasos de baile. Llovieron tifones que fueron evaporados por soles abrasadores empapando el ambiente y la tez de las gentes. La tierra tembló una, dos, tres veces removiendo las razones por las que sigo yo aquí, pero ella nunca volvió a barrer las hojas de la carretera con su escoba de ramas, no volvió a rodearse de paraguas mirando a la gente con esos ojos desorientados dibujando una expresión limítrofe con el mundo de los cuerdos.

Este fin de semana una familia se ha mudado a su casa confirmando que ella no volverá. Y yo sé muy bien que éste pelo que antes era marrón claro como todos los demás, ha perdido su color para que nunca se me olvide una de las primeras personas que no dudó en regalarme su cándida sonrisa desde que llegué. Aunque a ella sí que se le olvidase al instante cada vez.

Capitulación

¿Cuántos años llevas haciendo Karate? -le preguntó el profesor al francés de ojos azules
En Japón llevo 21, así que unos 15 -contestó él en el japonés más acaramelado y rimbombante que he oido en mi vida- poco a poco, ne
Da igual -contestó el profesor- da igual que practiques otros quince porque no vas a mejorar, lo que es admirable de verdad es que sigas viniendo a pesar de todo.

Ambos, el francés y yo, buscamos desesperadamente una mueca, una sonrisa en los labios del profesor que indicase que aquello no iba en serio, pero ésta no apareció. Los cinco o quizás diez minutos siguientes los pasamos en silencio acabando la hamburguesa que habíamos pedido y que fue la primera comida que compartimos en el campamento de verano.

Ayer volvió a venir, el francés, con ese gesto de eterno disgusto, con sus extraños andares de bailarina vieja, sus ojos azules, su rostro marcado por la delgadez y sus cerca de cincuenta años en las canas. Me saludó muy serio, como casi siempre y yo le hablé un rato, porque simpatizo con él desde aquél momento, de igual manera que desempatizo, si existe tal palabra, con el profesor cuyas opiniones dejaron de tener peso para mi. Eso fue cruel, por muy francés que sea. Pensé en lo mucho que me hubiese hundido a mi, en lo fácil que es hacerme daño y deseé ser un poco como el francés, envidiando su aparente indiferencia con el mundo.

Fué miércoles, y los miércoles es el día en que Kanazawa Kancho viene. Las clases son totalmente distintas a las de otros profesores, siendo, para empezar, mucho más frecuentadas multiplicándose el número de alumnos por tres. Si las de los demás profesores siguen un orden específico: calentamiento, técnicas básicas, descanso, técnicas por parejas y katas, las de Kanazawa Kancho no. Él cambia el orden, empezamos por un kata, seguimos por técnicas por parejas y descansamos casi al final, o no. Ello, unido a sus explicaciones que van mucho más allá del mero Karate, logran recargar de energía hasta a la pila del reloj de la pared que empuja a las agujas para que giren mucho más rápido.

La clase de ayer estuvo enfocada al campeonato del fin de semana, el nacional de Japón que se celebra en el estadio olímpico de Yoyogi, el del diseño inspirado en un templo, pero el pequeño de los dos que hay. No somos muchos los que nos presentamos, así que nos hemos convertido en protagonistas de las clases de las dos últimas semanas haciendo que todo el mundo tenga que repetir los katas que hemos elegido presentar. Curiosamente no hemos hecho ni un sólo combate libre aunque es la otra de las categorías del campeonato.

De los dos extranjeros que nos presentamos, destaca el chico belga que aunque no puede venir mucho a las clases debido a su trabajo, da gusto verle moverse. Viéndonos juntos, nadie diría que únicamente tiene un dan más que yo. No es que yo lo haga tan mal, sino que él lo hace realmente bien.

Kanazawa Kancho nos enseñó una serie de técnicas de kumite, pero de las pactadas, de las de «yo hago esto y tu haces esto otro». Las practicamos con el compañero y después, nos ordenó sentarnos a todos y sacó al chico belga y a otro para que las hiciesen en el centro del tatami con todo el mundo mirando. Las hicieron perfectas. Después me sacó a mi y a un chico japones y no hice ni una bien. Las ampollas de los pies dolían el doble, los nervios no me dejaban pensar y cuanto más me equivocaba, peor lo veía. Incluso dejé de entender lo que me decía el profesor hasta que me dí cuenta de que me estaba hablando en inglés desde hacia un rato. Parecía mentira que apenas unos minutos antes las estuviese haciendo sin problemas.

Con ese desastre sobre mis hombros volví a casa. Pensé en que el sábado cuando salga a hacer mi kata, quizás me pase lo mismo y vuelva a quedarme en blanco delante de todos. Me imaginé en el examen de segundo dan sin saber si el examinador me habla en japonés o en inglés, pero sabiendo que ninguna de las dos lenguas es la mía. Ví todo negro de repente, de ese negro oscuro que entinta la razón y alquitrana la ilusión.

Y vestido de negro por dentro, paso tras otro, emprendí el camino a casa. Más cerca de mi futón que de Honmonji miré al cielo y lo ví tan cargado de estrellas que parecía mentira que fuese Tokyo. Me senté en un muro a compartir un rato con ellas y aunque de mi boca no salía sonido alguno, les hablé durante mucho tiempo sobre todo lo que sentía. Ellas me pidieron que pensara en cómo no hacía Karate hace tres años y cómo lo hago ahora. Me enseñaron un libro en el que ponía que un tal Oskar Díaz se iba a presentar al campeonato de Japón, ganase o perdiese, hiciese o no el ridículo. Me hablaron del francés, que sigue viniendo, que quizás sea verdad que no mejore, pero ahí está, desafiante e incansable. Altanero. Arrogante.

Creí entender que el color negro del cinturón es en realidad el comienzo, y que es a partir de ahora cuando hay que ir desgastándolo con cada gota de sudor hasta volverlo blanco, no importando que a veces salga mal mientras al día siguiente se vuelva a intentar. Quizás por eso, el cinturón del francés es casi blanco de nuevo, de ese blanco que encala la ilusión, blanquea la razón y se ríe de los que se ríen, sean o no profesores.

Hoy he venido a la oficina cojeando, no soy capaz de hacer el más mínimo movimiento sin que me duela algo: brazos, piernas, estómago, cuello… pero a pesar de estar más muerto que vivo, resulta que estoy más motivado que nunca y que me plantaré el sábado delante de quien haga falta a hacer lo que sé hacer.

Y todo gracias a un francés. Quién me lo iba a decir a mi.

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IkuKarate

Esperando en Shinagawa

Ayer estuve esperando a una amiga en la estación de Shinagawa. Me apoyé en una pared, me quité los auriculares y me descubrí ensimismado mirando a montones de personas que no dejaban de pasar por delante de mis ojos.

Ví cuerpos sin alma que caminaban como si morirse fuese dejar de hacerlo. Otros, sin embargo, iban iluminando la estación allá por donde pasaban con sonrisas de 1000 vatios y chispas en la mirada.

Había grupos de chicas con teléfonos móviles que hablaban a gritos entre ellas sin despegar la vista de la pantalla, y entrajetados que les miraban las piernas con descaro, y señoras con mochilas y gorros que subían y bajaban al ritmo de sus reverencias de despedida.

A mi lado había una papelera a la que alternativamente venían personas con dinero suficiente para pagar el billete y estar dentro de la estación, pero no como para comprar algo que leer, así que sacaban periódicos y tebeos rebuscando en la papelera y continuaban su camino. Sus ropas sucias y zapatos roídos no merecían apenas las miradas de los que estábamos allí, su olor, sin embargo, si.

Me giré y enfrente estaba yo reflejado en un ventanal. Me ví jóven, con el pelo más largo que nunca y pensé que últimamente me dejaba barba por bastante tiempo. En el reflejo estaban detrás de mí mis padres, él me ponía su mano derecha en mi hombro izquierdo, y ella su izquierda en el otro y me sonreían. Si me giraba no estaban, así que seguí mirando al reflejo por un rato y casí pude sentir de verdad el peso de su apoyo invisible en los hombros, esos que sirven para equilibrar la cabeza calibrando, acaso, la cordura.

Escuché risas y ví a un grupo de niños con gorros amarillos y mochilas rojas que se pegaban entre ellos mientras caminaban. Había tres chicas mayores acompañándoles. Dos reían con ellos, la otra no. Dos deslumbraban y la otra asumía el papel contrario, como si fuese el agujero negro del grupo poniendo empeño en deshilachar la alegría de todo el resto. Pensé en que si de mí dependiese, hacía tiempo que la habría despedido.

El que esperaba al lado mío dejó de hacerlo cuando aquella chica de pelo anaranjado llegó. Apenas se miraron a la cara dos segundos, pero se hicieron reverencias y se fueron caminando juntos. Pensé en que quizás eran novios, de hecho por su edad podrían perfectamente estar casados y seguro que se querían con locura, pero ni siquiera se rozaron los dedos cuando se encontraron. O tal vez simplemente eran dos compañeros de trabajo que apenas se conocían.

Alguien me estaba mirando, así que miré y era otro extranjero que estaba también esperando pero por el lado de fuera de la estación. Creí por un instante en eso de que las personas podemos sentir las miradas de otras, aunque también pensé que es simplemente casualidad como cuando miras un reloj digital y ves la misma cifra en todos los números. Mantuve su mirada justo hasta que aquella chica la interrumpió pasando entre nosotros y nuestros cuatro ojos se pusieron a caminar con ella.

Era mayor, tenía un pelo negro largo, larguísimo, que le cubría toda la espalda. Llevaba un niki blanco ajustado que publicaba su delgadez con titulares de elegancia y una minifalda que atormentaba la imaginación. Caminaba encima de unos zapatos de tacón de altura inalcanzable, como ella misma. Seguro que esta vez no fue casualidad porque mi mirada la podía notar hasta yo, así que se dió cuenta y me respondió con la suya, y me sonrió, y me iluminó el alma… me pregunto a cuantos más habría puesto a sus pies ese mismo minuto.

Me giré para intentar recordar para siempre su manera de andar mientras se alejaba, y al hacerlo me choqué con un señor mayor que se había puesto detrás de mí tal vez para hacer lo mismo que yo. Nos pedimos perdón a la vez y él se alejó unos pasos por si acaso yo me dejaba embelesar por otra y le empujaba otra vez al verla alejarse de mi.

Entonces llegó mi amiga, y me pidió perdón por llegar tarde, y dejé de ser espectador para convertirme en actor, pero de esos que se empeñan en tratar de iluminar, no vaya a ser que a alguien le dé por fijarse y yo no esté sonriendo.

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Melancolía

– No sabría decirte porqué, de verdad que no lo sé, creo que no hay una sola razón sino muchas que se van acumulando durante semanas hasta que de repente hacen que me pase lo que me pasa.

– Esta mañana, por ejemplo, he llegado a la oficina después del terremoto, y me sentía muy bien. Era una mezcla entre temor por si alguna vez ocurre ése tan tremendo que dicen que están esperando, y emoción por haber vivido la experiencia. Así que llego, abro la puerta de la oficina, doy los buenos días y, como siempre, sólo Michiko me responde. Las otras tres personas apenas se dignan a apartar un instante la vista de sus monitores para ver qué ha perturbado la atmosfera. Pues bien, esa ha sido la razón, digamos, desencadenante. De repente me ha entrado algo parecido a un escalofrío por el pecho y se ha quedado ahí para todo el día inundándome de pena, haciendo que ya ese día no vea nada con claridad. Y fíjate, tan contento como estaba.

– Por supuesto, sé que no merece la pena, que estos tres miserables de ego inflado no se merecen ni un recodo de mis sentimientos, pero ha pasado y pasa aunque entiendo que no tenga sentido, me ocurre y no puedo hacer nada para remediarlo más que dejar pasar las horas. Es como si luego, con el reposo de la noche, se desenredasen solas todas las preocupaciones y se dejasen en un montón que el nuevo amanecer se encarga de barrer, y aquí no ha pasado nada.

– Si toca uno de esos días, no se puede sacar nada en claro. No hay Karate que valga, ni té verde en polvo que batir, ni coreografía que ensayar. Incluso el blog, del que sabes que tan orgulloso estoy, me resulta pedante y aburrido, y de repente creo que es una total perdida de tiempo, hasta contesto a comentarios con desdén.

– ¿Sabes eso que decimos nosotros de la botella medio vacía?, pues yo no es que la vea así, sino que la botella en sí me da igual.

– Curiosamente esos días suelen ser los más productivos en el trabajo, me aislo, cosa bastante fácil en mi oficina, y tecleo sin parar con el objetivo de mantener mi mente entretenida en algo que me permite dejar de pensar que el maldito reloj cuenta hacia atrás cuando no miro.

– Y llego a casa, y como chocolate y mi cuerpo pesa el doble en el futón. Allí me quedo pensando en lo que siento, pero no hay razón aparente. Y entonces lloro al ver algo normalmente relacionado con mi pasado: la foto de mi hermano Javi, la letra de una de las cartas de mi madre… no es que rompa a llorar desconsoladamente como en las películas, no va por ahí la cosa. Es mucho más íntimo, brotan lágrimas durante largo tiempo aunque apenas hacen que se perturbe mi respiración, pero ¿sabes?, con cada una de ellas el escalofrío del pecho va perdiendo fuerza, como una batería que se descarga.

– Despues, exhausto de sentir y con los ojos todavía templados, me duermo profundamente, como si hubiese corrido una maratón. Y al día siguiente todo está en su lugar. Es como si mi corazón cumpliese el cupo de sentir y reclamase ser vaciado. Y luego todo vuelve a empezar como si nada hasta dentro de unos meses que volverá a ocurrir.

– O sea, que tu, como nosotras, también tienes la regla.

– Visto así….

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La chica que doblaba toallas

Hay días en que aprovecho la hora de comer para salir de la oficina e ir de compras. En el mismo edificio de la estación de Meguro hay un Uniqlo y un Muji a parte de muchas tiendas pequeñas, con lo que no es raro verme por allí curioseando aunque no compre nada, para acabar comiendo algo rápido del combini de la esquina y bajando la cuesta con la bici casi a contrareloj para cumplir el horario.

Ese día decidí tomármelo con calma y compré un par de camisas de manga corta, y por alguna razón salí por la otra puerta del Uniqlo que daba a un pasillo con más tiendas que curiosear.

En una de ellas vendían objetos para el hogar de esos artesanales de madera incluyendo artilugios y aceites para dar masajes. A mi estas cosas siempre me han llamado la atención, así que empecé a toquetear, abrir y oler… hasta que cogí lo que yo entendí como un masajeador de piernas cuyo hipotético uso empecé a ejercer.

Entonces llegó ella, una chica de más o menos mi edad que estaba doblando y colocando toallas en una estantería. Dejó de hacerlo y se me acercó. Hacía muchas reverencias y sonreía tanto que había momentos en que costaba saber si tenía los ojos realmente abiertos. Su pelo largo y negro se confundía con la chaqueta del uniforme negro y rojo de la tienda, totalmente inapropiado para el calor que hacía aunque he de reconocer que era muy elegante y le quedaba perfecto. O eso me pareció.

Excuse me -me dijo en un inglés forzado- that … that ….
Hai -le contesté en mi japonés forzado- que esto no es para las piernas, ¿verdad?
Oh, hablas japonés muy bien
Que va, que va
Pues es que eso que has cogido es un masajeador de espalda, ¿me permites?
Ya me parecía a mi raro, toma toma

Cogió el chisme, que era poco más que un palo con dos rodillos de madera con pinchos, y me empezó a dar un masaje en la espalda. Al acercarse más a mi pude notar un olor suave pero muy fresco, que supuse de champú y de repente quise acariciarle el pelo y olerlo más de cerca. En vez de eso seguí sujetando las bolsas del Uniqlo y ella siguió presionándome lo que sea que tenga yo entre los omoplatos con firmeza, haciéndome algo de daño a veces al clavarlo demasiado. Nunca he entendido eso de que un buen masaje debe doler, pero me dejé hacer el rato largo que duró la demostración.

Joe que gozada, ¡no pares! -dije. No era mentira del todo porque aunque dolía, me gustaba tenerla cerca… dejémoslo en que era una verdad desafinada-
Jajaja, ¿a que si? Pues así se usa, aunque es mejor con alguno de estos aceites, se lo puedes regalar a tu novia y así que te de masajes, jajaja
Eso si tuviera novia, claro -¿dato sonsacado?, o eso quisimos creer mi ego y yo-
Jaja, bueno pues a tu madre, qué remedio
Un poco a desmano le pilla también, ¡está en España!
Vaya, jajaja, pues ¿alguna amiga?
No se yo… me parece que cuando quiera un masaje, vendré aquí y me pondré a masajearme los pies con el masajeador de espaldas hasta que aparezcas tu -parecía que era otra persona la que estaba hablando por mi-

Ella, lejos de cortarse, me siguió el juego:

Jajaja, vale, pues ya me fijaré por si vienes otra vez. ¿Qué haces en Japón? ¿estudias?
Anda, pues si que me ves jóven, no no, estoy trabajando aquí cerca
Pues no te había visto nunca por aquí
Creo que es la primera vez que entro aunque la mitad del sueldo me lo dejo en el Uniqlo de ahí detrás
Jajaja -de nuevo esa sonrisa encantadora. El olor del champú de tanto estar ya no estaba- Uniqlo es barato y está bien, lo malo es que cuando te compras algo, lo tiene medio Tokyo
Si, eso es verdad

De repente una voz salió de detrás de la caja registradora gritando Eri y algo más que no supe entender.

Me tengo que ir, espero verte más por aquí
Si si, en cuanto me duela algo vuelvo
Jajajaja -esta vez sí que llegó a cerrar los ojos del todo, estoy seguro-
Hasta luego Eri
Are? ¿como sabes mi nombre?
No te asustes… lo acaba de gritar tu jefa a medio Meguro. Yo soy Oskar, encantado
Encantada, vuelve otro día, ¿vale?, aunque no te duela la espalda
Vale, trato hecho -mientras sigas usando ese champú….-

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Otros encuentros:

La chica del shamisen
Desclasificando una noche
Calor humano
La chica de Okinawa
La chica del bar de Shibuya

Recuerdos

El día que llegué tenía los ojos hinchados y una maleta que pesaba una cuarta parte que mis recuerdos.

Aterricé en Tokyo y empecé a luchar contra ellos, a tratar de deshacerlos para intentar creer que no hubiesen existido nunca mientras pasaba por terminales, andenes, aceras y miradas. Pero ellos ganaban siempre y se encargaban de aliñar mi existencia con una melancolía que impregnaba todo mi ser y lastraba mi alma.

Entonces la conocí y al segundo supe que quería que me adoptase porque su voz me hacía sentir tan cerca aún estando tan lejos, que no quería dejar de escucharla. Y con ella como pilar construí paso a paso toda mi rutina, tal y como yo quería que fuese y la seguí punto a punto porque debía ser así para amasar rápidamente nuevos recuerdos que eclipsasen a los que pesaban.

Y entendí que no debía luchar, sino caminar junto a ellos. Y les cogí de la mano y les miré de frente y les desafié. Me ví recordado, ignorado, querido y odiado. Encontré huecos que nunca se habían llenado y otros que se desbordaban. Me crucé con los míos, con los que decían que lo eran y con los que no podían serlo, con voces que dolían y miradas que endulzaban, y supe que todo era parte de esto de vivir.

Me esforcé por ser acogido un poco más de lo que me tocaba, y llegó un momento en que los meses ya dejaron de contarse hacia atrás. Y aunque recordaba con más fuerza que nunca, mi alma cada vez pesaba menos hasta que ese hueco acabó por desbordarse también.

No creí poder aprender tanto de piel para adentro, a veces de buenas personas, a veces de personas de otros tipos. Por el camino me enamoré muchas veces al día, ayer sólo y en secreto, hoy a voces y compartido, mañana quizás de verdad.

Miré a los ojos del destino y no fuí capaz de sonsacarle nada más que verme a mi mismo mirándome a los ojos. Y seguí por ahí, por ese sendero de sueños, esperanzas, lágrimas, muecas y sonrisas mientras trato de que lo que doy alcance, aunque sea de lejos, un poco a lo que recibo ahora que los recuerdos ya no pesan y es más fácil evocarlos porque ya no duelen siempre. Sólo a veces cuando llueve o hace frío y las noches duran el doble.

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自分の気持ち Jibun no kimochi

El domingo conté la quinta vez que fui al ensayo de Yosakoi. Se trata de bailar, de hacer una coreografía de cerca de cuatro minutos al ritmo de música tradicional. Esto va de sudar, de girar, agacharse, saltar y gritar cosas en japonés a poder ser todos a la vez y siempre con una sonrisa que aparece sola de lo de verdad que es.

Está lejos, como a una hora de viaje, y la clase suele empezar los domingos a las 10 de la mañana. Olvidémonos, pues, de esas noches secretas de sábados sin reloj vigilante ni permiso de no tener que parecer vivo al día siguiente.

«Recibes algo si das algo, es así. Si has recibido sin dar es que has tenido suerte«, me decía una amiga cuando le contaba que últimamente no encontraba tiempo para nada. «Así que aunque ahora no lo veas, estás recibiendo mucho en forma de nuevas personas que entran en tu vida, nuevos retos, nuevas vivencias. Sigue dando más de ti que te merecerá la pena y algún día añorarás no tener estas oportunidades«. Ella es tremendamente alegre pero de vez en cuando saca de algún lugar de su ADN una solemnidad japonesa que asusta y me dice cosas de estas que me dejan pensando por días.

Así que el domingo volví al Yosakoi y aprendí un poquito más del baile que casi todo el mundo se sabe. Reviví esa sensación de torpeza de mis primeras clases de Karate, esa frustración, ese querer y no poder, pero forzándome, a pesar de ello, a seguir queriendo.

Me equivocaba una y otra vez, cuando por fin parecía que me lo sabía, me volvía a equivocar… Me lo pasaba bien intentándolo, pero no del todo lo bien que sé que me lo podría pasar.

Con la camiseta empapada, después de los estiramientos acabó la clase y se formaron algunos grupos en la calle con los que nos resistíamos a irnos. Yo me quejaba, les decía que me veía a mi mismo como un muñeco que miraba a los lados tratando de imitar sin ninguna gracia lo que hacían los demás. Entonces un chico me habló del «Jibun no Kimochi«, que traducido como «sentimiento propio«, tiene un significado que no es tan obvio como parece.

Hablamos de que al principio todos estamos en esa fase en la que tratamos de aprendernos los movimientos y los repetimos mecánicamente. Primero nos esforzamos en hacerlos una y otra vez, encadenarlos en el orden correcto para ser capaces de aprendernos todos. Después entra el jibun no kimochi. A cada movimiento le añadimos nuestro toque personal, ya no hace falta que miremos al compañero para imitarle, sino que ya nos lo sabemos y lo hacemos nuestro, lo interiorizamos, lo entendemos de una manera y lo exteriorizamos. Y esto es lo que hace que sea bonito, que brille, que ese movimiento transmita un sentimiento que es único en cada uno aún pareciendo igual a los de los demás.

De tan verdad que me pareció, me di cuenta que no es sólo con el Yosakoi o cualquier otro baile, sino que es con todo. Una vez que uno se sabe un kata en Karate, lo que hace que deslumbre es que la persona consiga transmitir su propio sentimiento más allá de la repetición mecánica de movimientos.

Y cuando pensé que lo mismo ocurre con la ceremonia del té, me dio por creer que es una muy buena manera de entender la vida. Que cada uno es como es y no tiene sentido intentar parecerse a nadie ni limitarse a repetir mecánicamente lo que hacen los demás. Que la rutina quizás no lo sea tanto si soy capaz de poner un poco más de corazón entre este hacer y deshacer que es la vida. Y que si ese día consigo relucir siquiera un poquito aún en la más pequeña de las cosas que haga, entonces lo podré apuntar en la lista de los días que significó algo haberlos vivido.

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El barrio donde vivo

El barrio donde vivo no tiene casas con escaleras que se puedan subir más allá de tres pisos y los coches se ceden el paso unos a otros porque la carretera no tiene una raya que la parta por la mitad.

Viven a mi alrededor ancianos que me triplican en edad y que hace tiempo que me dejaron de mirar curiosos porque ya se han acostumbrado a que yo les mire curioso.

 

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En el barrio donde vivo también viven cuervos y gatos seguro que desde hace mucho más que yo, y seguirán graznando y maullando mucho después de que yo me vaya, aunque yo les seguiré escuchando allá donde me toque dormir, como ahora sigo escuchando la voz de los míos.

 

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Hay cinco cerezos por cada farola y tocamos a mil flores por vecino que se reparten en primavera. Yo ya he guardado dos mil novecientas noventa y nueve en el saco que tengo entre los dos ventrículos. La que falta se la regalé a la quinta chica de la que me enamoré aquella tarde de lluvia donde sólo tocó sentir eso tan raro de ser feliz.

 

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El barrio donde vivo me ha guardado siempre el secreto de todas esas noches en las que no dormí en él y me recibe con un guiño al verme llegar al amanecer sin preguntar de dónde vengo o qué he hecho sin él.

Uno sólo sabe que está en una ciudad al llegar a la parte de arriba de cualquiera de los caminos, porque todos se hacen subir, y desde allí se ve a esos otros que viven en casas de muchas más escaleras y neones y ruidos.

Como la estación de tren está lejos, para salir del barrio donde vivo existe un indispensable y maravilloso requisito: dar un paseo. Al estar todos obligados a ello, es inevitable cruzarnos cada día. Las sonrisas parecen impuestas por ley, y los vecinos nos encargamos de ejercerlas la mayor parte de las veces sin conocernos.

 

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A veces alguien me pregunta por el lugar donde vivía antes. Y entonces hablo sin parar de casas, personas, olores, sabores y lugares que poco tienen que ver con éste en apariencia, pero siendo en esencia tan iguales que asusta cerciorarse de ello. Lo hago en voz baja, para que el barrio donde vivo no se entere que no he vivido aquí siempre, no vaya a ser que deje de guiñarme el ojo cuando llego.

Si alguna vez uno de los cerezos del barrio donde vivo sigue desnudo a pesar de que todos los demás hace tiempo que han florecido, es que ya no viviré allí y habrá decidido guardarme las flores que me tocaban esa primavera.

Eso es que sabe que volveré a por más cuando ya no me queden, y eso será porque las habré regalado todas. Porque yo sé que mientras el saco donde las guardo siga latiendo, no se marchitarán.

 

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Muy relacionado con este post: La ciudad donde vivo

Un martes de té

Con los ojos todavía entrecerrados enciendo el ordenador y muevo la flecha esa blanca que sale inclinada hasta ponerla sobre el icono que me dice el número de personas que se han acordado de mí mientras yo dormía. Hoy hay pocos, pero me conformo mientras haya uno sólo. Y con él y sus noticias que son malas y trato de digerir junto a un café que quema, doy por inaugurado un nuevo martes de esta vida tan extraña que alguien quiso que viviera.

Es raro el día en el que no me plantee quedarme a trabajar en casa, pero el sentido común y yo sabemos que basta algo medianamente interesante para distraerme de mi trabajo, y resulta que Internet está lleno de ese tipo de cosas. Así que cojo la bici y enfilo el camino que me llevará a la oficina pasando por calles con legañas y avenidas remolonas que todavía no han acertado a despertarse.

Entro por la puerta y saludo en japonés. Sólo Michiko me contesta, pero ya no me extraña. Desde que no trabajo para ellos es como si yo no existiese, aunque lo realmente raro es que de vez en cuando me prestan atención preguntándome cosas que se le preguntarían a compañeros de trabajo “normales” como qué hice el fin de semana….

Pero ellos y yo sabemos que mi situación no es normal , y no sé si por envidia o por desinterés, hemos llegado a un acuerdo no escrito por el que nos ignoramos mutuamente lo más que podemos, y ya llevamos así más de un año.

La misma flecha del ordenador de casa aparece en el de la oficina, y también la apunto al icono que, esta vez, me suele decir qué hacer durante las ocho horas siguientes. El primer mensaje es de Michiko, dice que me ha dejado un postre japonés en la nevera, que está dentro de una lata y que me lo coma frío que está muy bueno. Sonrío y la miro, pero resulta que ella hace rato que estaba haciendo lo mismo. Mientras escribo la respuesta más amable y sincera que se me ocurre, pienso que hoy ya ha merecido la pena no haberme quedado a trabajar en casa.

Últimamente la hora de salir llega muy pronto y este martes, además, está muy bien señalada porque la profesora de la ceremonia del té va a estar esperándome a una media hora de viaje de allí. En Tokyo es mentir decir que se llega tarde por culpa de un tren, así que pongo especial atención en salir lo más pronto posible después de las seis.

Hoy Michiko no puede venir por temas de trabajo con lo que es la primera vez que voy sólo a la clase. Me siento nervioso, me da vergüenza y por el camino me voy inventando excusas para no ir, a pesar de lo cual me monto en el tren correcto. Menos mal que ni a mí mismo soy capaz de convencerme.

Entro y saludo en japonés mientras me quito los zapatos. La profesora me recibe con una sonrisa enorme. Pienso en que siempre la recordaré así, con esa sonrisa eterna que nos regala al llegar, y me apunto en un rincón que eso de sonreír tengo que hacerlo más para ver si alguien me recuerda a mi algún día de la misma manera.

Me habla en japonés todo el rato, aunque a veces se da cuenta de ello y trata de hablar en inglés aunque no va más allá de dos o tres palabras. Yo casi no tengo problemas para entenderla en japonés y me gusta mucho más que hable en ese idioma porque es lo suyo, pero en lo que ella considera un gesto hacia mí, de vez en cuando cambia a inglés y lo mantiene hasta donde puede que, gracias a Dios, no suele ser mucho.

Tiene onigiris preparados para Michiko y para mí. Siempre nos dice que como vamos directos desde el trabajo, que tendremos hambre y siempre nos tiene algo preparado. Me como el mío mientras ella última los preparativos de la clase, aunque no deja de hablarme quitándome de un plumazo esa estúpida sensación de nervios que tenía hace un rato.

Entonces empezamos. Repito los mismos pasos una y otra vez, pero siempre hay algo que corregir: el brazo está muy elevado, no mires al invitado directamente, el dedo meñique lo has separado al soltar el cazo, has echado demasiado té, el natsume es un dedo más a la derecha…

Todo lo dice de forma que no resulta ofensivo y además yo sé que se calla muchos de mi fallos de los que yo mismo me doy cuenta. Es todo un arte cómo es capaz de enseñar y corregir sin que el ego de uno se dé por aludido.

Pasan las dos horas como dos sorbos, y nos dedicamos a recoger los utensilios en silencio. La solemnidad sigue presente justo hasta el momento en que todo se ha recogido y nos saludamos con una reverencia de rodillas manteniendo la distancia entre alumno y profesor hasta ese instante. De repente vuelve la sonrisa, la jovialidad, la amabilidad, la ternura de la señora que prepara meriendas y pregunta por las novias que no tengo.

Trenes y pedaleos después vuelvo a casa, me quito el pantalón y veo que está manchado de verde. Algunos de mis dedos tienen todavía el mismo tono, y no estoy seguro si es en el paladar o en mi cabeza, pero yo noto el gusto del té por ahí dentro.

El sábado me preguntaron sobre el significado de la ceremonia y no supe qué contestar. Creo que hoy tampoco sabría describirlo, pero sé que tiene que ver con hacer de la calma el sentimiento mayoritario, de apaciguarse, de alimentarse de sosiego respirando templanza. De concentrar cuerpo, mente y alma en un pequeño ritual que es precioso si se sabe mirar, pero lo es más si se sabe escuchar.

Y lo mejor es que ese sentimiento no se va al cerrar la puerta de la sala, sino que sigue con uno hasta mucho tiempo después.

No sé… es como si alguien no me hubiese dejado de acariciar la nuca desde hace más de dos horas.

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El paso de cebra

Me desperté solo. Es lo normal, pero esa mañana se me antojó extraño, como si lo habitual fuese que en cada despertar un cuerpo se dejase abrazar por el mío. Pero no, me desperté nuevamente solo un nuevo día. Y me sentí así, de repente, solo, mucho.

Pensé que era raro que me sintiese así, que llevaba más de dos años amaneciendo de la misma manera, con alguna que otra excepción que nunca contaré, y no entendía la razón de aquel sentir.

Dolía…

De repente sentía la necesidad de tener a alguien con quien compartir mis problemas, mis alegrías… mi vida, pero no había nadie y era lo normal aunque ese día escociese un poco más de lo habitual.

Y solo como estaba, salí a la calle y una vez más la rutina y yo nos montamos en la bici hasta llegar casi hasta la oficina.

Entonces les ví: un grupo de niños, ocho creo que conté, que andaban en fila india agarrados a una especie de cuerda que manejaban dos chicas, las monitoras del grupo.

Todos reían, desde las dos chicas mayores hasta el más pequeño de los niños. Yo aparqué la bici, saqué la cámara y con cada pulsación del botón notaba que mi soledad se iba evaporando, hasta que de repente olvidé sentirla.

Pensé que la vida hay que saber mirarla, que hay momentos que nunca se repetirán y que merece la pena intentar valorarlos, que uno es lo que es y está como está y no tiene sentido esperar nada, sino valorar lo que se es y como se está. Ahora mismo. Ya.

Entonces decidí no montarme en la bici, sino cruzar el paso de cebra para cruzarme con ellos y poder verles mejor. Y cuando la chica que iba delante me sonrió, me di cuenta que estaba devolviéndome la sonrisa que desde hacía un rato yo tenía en la cara.

Y dejé de sentirme solo. Por lo menos por lo menos, hasta el siguiente despertar.

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Toki doki 時々

Yo veía una puerta cerrada con una mirilla que enseñaba el mundo un poco, y unas zapatillas sucias, un pantalón roto y un cuerpo que quería salir.

Había un grupo de chicas en un grupo de bicis y yo escuchaba sus palabras y sus carcajadas que mezcladas con el viento secaron la nostalgia que había tendida en mi piel.

Y el camino eran árboles que me saludaban en silencio porque hacía tiempo que me conocían, y coches aparcados, y casas que resguardan gentes que resguardan almas.

Veía bambúes, muros de hormigón, semáforos girados y señales de tráfico sin tráfico.

Yo era distinto al resto de las personas pero se me olvidaba. Había un cielo que era igual, y nubes que ya me las conocía de otros lugares, y un niño que reía, un padre que se derretía y una madre que no estaba.

Olía a suelo húmedo y a humo de tabaco a veces, a quietud y a incienso siempre.




Yo quería desgastar una pizca de mi ego y conseguir algo de humildad y sosiego. Quería acordarme de los míos con muchas ganas para intentar que ellos se acordasen un poco de mi. Y les veía de ojos para adentro, y sonreía y creía verles sonreir durante lo que duraban mis parpadeos.




Había nadie y estaba yo. Veía edificios con luces que tambien parpadeaban a su manera, y pájaros que me veían pequeño, y gentes que no me veían pero yo a ellos sí.


Y me senté junto al tiempo que dejó de pasar por hablar conmigo, y desenmarañé cada idea y cada pensamiento, y el cinturón dejó de apretar tanto porque allí dejé algunas angustias, unas pocas aflicciones y otro pedazo más de mi.





La chica del shamisen

Yo no soy religioso, desde siempre ha sido algo que me ha dado bastante igual, es más, lo he considerado un fastidio, una obligación impuesta sin sentido alguno. Me acuerdo que en la escuela tenía una biblia, y que yo la tenía toda pintada de mortadelos porque me aburría. Además de no entender nada de lo que ponía, es que me acuerdo que el tamaño de la letra era diminuto.

Iba con amigos a misa pero no porque me obligasen mis padres, sino porque es lo que hacían mis amigos y por no quedarme solo. Comprábamos bolsas de gusanitos y nos poníamos en la esquina más alejada del cura, a poder ser en el piso de arriba, y decíamos tonterías en silencio hasta que aquello acababa.

Aquí sigo sin serlo, no he encontrado la inspiración divina ni nada por el estilo. Pero si sé que hay días en que de alguna manera necesito ir al templo que hay al lado de mi casa. No creo que sea nada religioso, de hecho no rezo, simplemente me gusta el paseo, me gusta sentarme en el suelo en aquel lugar y dejar pasar el tiempo escuchando el silencio. Hay veces en que pienso en muchas cosas sobre mi vida, sobre qué estoy haciendo, qué quiero hacer… y hay otros en que no pienso absolutamente en nada. Y vuelvo a casa sintiéndome mejor conmigo mismo.

Ayer fue uno de esos días, aunque algo distinto. Cuando iba llegando cerca de la pagoda escuché música típicamente japonesa que provenía de cerca del templo. No es extraño ver gente haciendo ejercicio o ensayando algún tipo de coreografía porque el lugar es tan amplio que invita a ello, así que pensé que alguien se habría traido un CD y estaría leyendo un libro o algo así.

Cuando me acerqué un poco más pude escuchar la voz de una chica cantando algo. Se equivocaba y volvía a empezar, así que estaba claro que eso no era un CD y pude confirmarlo en cuanto la vi. Una chica en vaqueros, de más o menos mi edad estaba sentada en las escaleras en una esquina del templo y tocaba su shamisen cantando a veces las notas de la partitura que sujetaba como podía encima de sus rodillas.

Pasé por delante y ella siguió cantando sin reparar en mí, así que me senté cerca. Cuando acabó su canción me miró y yo le hablé:

– ¿Puedo sentarme aquí a escuchar?
– ¿Por qué?, me da mucha vergüenza
– Ah vale, perdona. Me voy entonces un poco más para allá y no te molesto
– Perdona, ¿eh? y gracias
– Sin problema, es que en un sitio como este, da gusto escucharte
– Joe que vergüenza… gracias

Y seguí mi camino hasta estar a una distancia donde no nos podíamos casi ver, pero si escuchar, y me senté a los pies del árbol de al lado de la campana del templo.

Creí notar que se equivocaba más, y además dejó de cantar aún siguiendo tocando.

De vez en cuando venía alguien que iba andando hacía la entrada del templo, echaba su moneda y rezaba durante algo menos de medio minuto volviendo por donde había venido. A veces parejas de ancianos, a veces gente jóven, aunque siempre con la música de fondo de la chica del shamisen.

Yo miraba a la sombra de la chica, al quemadero de incienso, al templo… y entonces, como si ella se hubiese ya olvidado de mi, retomó su canto. No lo hacía demasiado bien, pero eso hizo que me gustase más escucharla aunque repitiese las mismas notas una y otra vez mejorando a veces, empeorando otras.

No se si fue la presencia solemne del edificio principal del templo, la sombra que me proporcionaba el árbol ante la luz artificial de la farola o el manto de estrellas que nos vigilaba desde allá arriba, pero yo me emocioné como hacía tiempo.

Ella dejó de cantar, guardó su shamisen en la funda y se disponía a irse cuando me vio debajo del árbol y vino hacía mi. Era evidente que yo había estado llorando, así que me levanté y me fui en la otra dirección. La distancia era la suficiente como para que no quedase demasiado claro que estaba huyendo, pero ésta vez era yo el que no necesitaba testigos.

Me guardé las ganas de hablar con ella en el bolsillo de la camisa, ese que queda al lado del corazón.

Cualquier día de estos en que necesite volver a planchar el alma de las arrugas de la rutina y las preocupaciones, pasearé hasta Honmonji a fisgar dentro de mi mismo, y si la vuelvo a encontrar, puede que ese día me atreva a quedarme en el árbol cuando ella acabe de ensayar. Y, ¿quien sabe?, quizás meta la mano en el bolsillo en busca de las ganas, y con ellas en la mano le contaré que aquél domingo de Abril me pareció tan bonito que se equivocase una y otra vez tocando y cantando, que me hizo llorar.

Por muy estúpido que suene.

Parecía que no iba a llover

Tumbado de costado encima de dos futones, mis ojos recorren la habitación en busca de algún olvido entre lo recordado. Lo segundo parece ganar a lo primero y me duermo alrededor de la tercera vez que trato de repasar mentalmente la lista: futón, mantas, comida, adaptador para el enchufe…

Quince minutos más tarde, 4 horas según el reloj, suena la alarma del móvil y me despierto con la sensación de no haber dormido más que una pequeña siesta que apenas ha conseguido siquiera intuir el sueño, o quizás la pesadilla, que tocaba esa noche que todavía dura. Me apunto soñar el doble mañana.

La rutina me posee, me lleva, me mueve durante los siguientes minutos y de repente tengo una taza de café en la mano y estoy mirando por la ventana. No recuerdo cómo lo he preparado… pero como toda rutina, no importa mucho, el caso es que no parece que vaya a llover aunque hace mucho viento.

Cargado con dos mochilas salgo a la calle en esa hora en que las farolas han dejado de iluminar aún estando encendidas, pero el sol todavía no acaba de relevarlas del todo, como si le diese pereza empezar a trabajar y remolonease entre sábanas de estrellas y nubes suplicándole cinco minutos más a la luna.

Busco cambio en la tienda de la esquina y un dependiente somnoliento me cobra el sandwhich y la botella de té que he puesto como excusas entre mi billete y sus monedas, esas que luego me servirán para cambiar las mochilas por la llave de una taquilla en la estación a la que volveré unas horas más tarde.

Cambio de tren una, dos, tres veces entre ausencias de gente, huecos que serán ocupados pronto, pero no a esta hora en que el sol está ya tomando su taza de café sin quizás saber cómo lo ha preparado.

No estoy donde creía que debía estar, y me doy cuenta tarde, así que corro hasta el nuevo sitio que requiere cambiar una cuarta vez de tren. El reloj se ríe mientras sigue amenazándome con cada nueva decena de minutos que va marcando.

Cuando ya voy camino del aeropuerto, con diez amenazas de retraso, trato de contactar con los que allí esperan que esté esperándoles. En vano. Todo lo que se me ocurre no funciona, pero no quiero dejar de intentarlo. Creo ver el reflejo del Fuji por la ventana de enfrente, y efectivamente está allí a lo lejos. A él no parece importarle esa manía nuestra de contar los segundos…

Llego al aeropuerto y corro, logrando llegar el primero a las escaleras mecánicas que subo de dos en dos dándome cuenta, en ese momento, que son más altas y casi me caigo al llegar arriba. Sigo corriendo hasta llegar al control de policias. No se me había ocurrido que tal vez necesitaba el pasaporte para ir a la sala de espera… así que todavía jadeando le explico al policía la situación y me dice que con cualquier documento vale.

Me identifico como alien, lo cierto es que a veces me siento así de verdad, y sigo corriendo. Sin pensarlo, esquivo las escaleras mecánicas y subo por las de siempre, que a esas mis rodillas ya les tiene cogida la altura.

Y me topo de frente con mis amigos que llevaban allí un buen rato. Me cuentan lo de su maleta, lo del humo en la pista, lo del susto. Nos reimos aliviados, ellos por que por fin pueden moverse de allí, yo porque todavía no lo habían hecho.

Se me pasa pronto la sensación de ser el peor de los anfitriones en cuanto llevamos dos minutos de conversación y otros tantos de juegos con su hija.

El tren que nos acerca a Tokyo lo hace parando en muchas estaciones, incluso en medio de la nada. Algo va mal y no sabemos qué es. El reloj no deja de reir y marca el triple del tiempo que debería para estar todavía donde estamos.

Llegamos a casa, por fin. Ellos duermen y como uno más de todos los trenes por los que he pasado hoy, yo me encarrilo a los railes de la rutina de la que descarrilé después del café.

En la oficina, después de comer miro las noticias, busco algo sobre Narita. Lo encuentro: un avión de Fedex se ha estrellado en el aeropuerto por un golpe de viento cuando aterrizaba. Han muerto el piloto y el copiloto, una pista ha sido cortada, y el desbarajuste ha causado retrasos tanto en los vuelos, como en los trenes que normalmente estarían perfectamente sincronizados.

Mis amigos duermen. Y yo me acuerdo de que esta mañana, taza de café en mano, parecía que no iba a llover.

Y de que hacía mucho viento.

Podría vivir sin reloj

Y cambiar el insolente sonido del despertador por el abrazo templado de los primeros rayos del sol del amanecer.

Sabría que es temprano al caminar junto a los estudiantes que se dirigen a la escuela del otro lado de mi calle. Y junto con su charla, sus risas y mis recuerdos llegaría a la estación a tiempo porque los trenes estarían llenos ya de personas que al estar allí me confirman que la hora es la adecuada.

Comería cuando tuviese hambre, y trataría de dormirme a la par que el sol, cuando la luna despertase y el cielo se apagase.

Trabajaría delante del ordenador mientras mi mente se iría llenando cada vez más de ti, y sabría que es la hora de salir cuando no pudiera aguantar más sin verte.

Y si no me importa el tiempo cuando estoy tratando de entender la forma de tus ojos.

¿Para qué quiero un reloj?