– El día 9, si tenéis tiempo -empezó a decir Yagi sensei, mi profesora de la ceremonia del té desde hace algo más de un año- vamos a ofrecer una ceremonia especial de año nuevo en el hotel Royal Palace de Suitengu…
Michiko y yo nos miramos a los ojos, como siempre que nos invita a alguno de éstos eventos. No es que no queramos ir, sino que están a otro nivel: son demasiado caros para lo que nosotros pretendemos en este mundo del té en polvo y las reverencias. Pero ella insiste, y los tres sabemos que es porque yo soy extranjero y lo que de verdad quiere es presentarme, exhibirme, a su profesora. He de reconocer que me halaga, aun con cierta sensación de animal de zoológico, que se sienta orgullosa por mi, de que esté enseñando eso tan suyo a alguien tan poco de aquí.
– Si, ¿porqué no? -empezamos a decir, como casi siempre.
Entonces es cuando ella habla sin parar de lo especial que va a ser, de los kimonos y los utensilios, del lujo del lugar… del precio… momento en el que Michiko y yo empezamos con el otro ritual, el de poner caras y declinar la invitación de la manera más educada y formal posible.
Pero éste no parece ser el caso, por lo visto la ceremonia del sábado va a costar sólo 3000 yenes, que son 97.000 menos que el examen que se empeñó que hiciésemos para un diploma que nos íbamos a sacar en un templo de Kyoto. Y es que el mundo de la ceremonia del té es caro si se toma en serio, muy caro. Pero para Michiko y para mí sólo es un hobby de después del trabajo que nos permite compartir un poco de tiempo a la vez que aprendemos algo, más por curiosidad que por pasión. No nos hacen falta diplomas firmados por monjes de Kyoto, ni kimonos de cien mil yenes… nos conformamos con un par de tés hechos con más cariño que maña y bien contentos que volvemos a casa con la lección un poco mejor aprendida, calambres en las piernas y algún que otro amorío cotilleado.
Ésta vez tocaba un hotel de cinco estrellas en pleno centro de Tokyo, que cuenta con un jardín japonés exterior en la quinta planta con su casa de té, de las de verdad, justo al lado del estanque de las carpas. Pero hay que ir bien vestido: las señoras con kimono y los señores o con kimono o con traje. Michiko no tiene kimono y no le interesa alquilar uno sólo para esto, pero yo tengo traje y curiosidad, así que allí me presento el sábado con el mismo que usé para la entrevista de la NHK y para alguna que otra boda.
El lujo del hotel me abruma, es increíblemente espacioso, con mil y un detalles aquí y allá, casi el mismo número que empleados que saludan con una sonrisa a ese pueblerino venido a más que pasea altanero pretendiendo ser un poco de ése mundo con su camisa blanca y su traje negro, que es el único que tiene desde hace años, pero que ellos no tienen porque saber.
Finalmente aparece la Yagi sensei más radiante que he visto nunca dando pasos condenados a ser de poco más de 30 centímetros debido a un kimono increíblemente bello por lo discreto de sus detalles. Me está llamando por el móvil, lo que hace que el momento sea un poco menos Edo y un poco más Tokyo, pero yo me presento delante de ella antes del tercer tono.
Está radiante, de verdad que lo está. Y leo en sus pequeños ojos sutilmente maquillados que se alegra de que, por fin, haya aceptado una de sus invitaciones… si fuésemos de mi misma nacionalidad, allí habría cuadrado un abrazo. En vez de eso, nos saludamos sin tocarnos, aunque un escalofrío de cariño se me asienta en el pecho por debajo de la corbata negra de Zara comprada más de cinco años antes en Bilbao para alguna entrevista de trabajo.
Ya en la quinta planta, aparecen señoras de muchos, muchos años vestidas con kimonos a cada cual más precioso, que me miran con cierto desdén hasta que soy presentado:
– Se llama Oskar, es mi alumno desde hace un año y de verdad que lo hace muy bien. Le gusta mucho Japón, hace Karate también desde pequeño y habla muy bien japonés -repite Yagi sensei una y otra vez
– Todavía tengo mucho que aprender -repito yo entre reverencias y el japonés más educado que me sé- encantado de conocerles
Es todo tan japonés, tan cortés, tan formal que sólo alcanzo a mirar al suelo con las manos entrelazadas a la altura de la cintura invitando a que no se me hable demasiado en ese keigo de las películas de samurais que tan poco entiendo.
Yagi sensei sigue presentándome a más gente, se la ve realmente orgullosa de que yo esté allí y pienso que ya ha merecido la pena haber ido porque el trago que estoy pasando no es nada comparado con el brillo que tienen sus ojos en ese momento. Así que sigo haciendo reverencias a señoras muy mayores que sonríen y desconfían a partes, gracias a Dios, desiguales.
Llega el momento de entrar a la casa de té. La más joven de las señoras, que en la mayoría de contextos podría ser perfectamente el caso contrario, asume el papel de guía porque habla un poco inglés, pero ella no sabe que yo ésto ya me lo sé. Aún así parece disfrutar con ello, así que le dejo reenseñarme modales hace tiempo aprendidos justo hasta el instante en que mi profesora también aparece en la sala y por respeto a ella dejo de dejarme enseñar por otra y actúo por mí mismo, para ella, para que los demás vean que el extranjero de traje negro y ojos inocentes sabe lo que se hace en un mundo que no es el suyo. Entonces me alaban y a mi profesora se le hincha el pecho, que al final es de lo que se trataba mientras yo exagero vergüenza y falseo modestia.
Las dos ceremonias de té más formales que he visto, y quizás veré, en mi vida se representan delante de mi. Allí todo es seriedad, todo está medido al milímetro bajo la omnipresente, aunque menuda figura de la profesora de profesoras que corrige movimientos con una mirada inquisitoria únicamente permisiva con los malos modales de los invitados. Yagi sensei comete fallos prácticamente invisibles por los que pide perdón con reverencias a una señora de pasados los ochenta años que cuesta imaginar incluso con una mueca de sonrisa.
Cuando acabo mi sorbo del cuenco y lo paso al siguiente invitado con movimientos ya resabiados, Yagi sensei esboza una sonrisa cómplice desde su puesto de mando, al lado de agua que casi hierve, utensilios de oro y bambú y latidos sosegados de templanza.
– Antes de irte, saluda por favor a mi profesora si no te importa y tienes tiempo -me pide, casi suplica, sin saber que yo estoy allí para ella, para lo que me diga que haga porque así saldo, un poco, la cuenta que se desnivela cada vez más con cada detalle de cada martes.
– Perdón por interrumpirle en un mal momento -recito en un japonés formal aprendido de Michiko sabiendo que causará buena impresión- muchas gracias por dejarme asistir a la ceremonia, me ha parecido realmente precioso -digo mientras arqueo la espalda y fijo mis ojos en el suelo durante dos o tres segundos. La reverencia es obligada, pero sirve para reafirmar mis palabras, que si que son de verdad.
– Muchas gracias por asistir, ha sido todo un honor tener a un extranjero entre nosotros y por favor continúe estudiando, no lo deje jamás -alcanzo a entender de un japonés casi poético recitado por una señora que se olvidó de sonreír.
Y mientras bajo en un ascensor más grande que mi cuarto de baño al lado de una pareja de coreanos vestidos de gala, pienso que no estaría mal eso de ser rico… justo justo hasta que la pareja se baja, y entonces yo me vuelvo para mirarme en el espejo y me hago tanta gracia con ese traje tan impersonal y esos zapatos un número grandes que se me pasan los aires de grandeza con una carcajada.
Ya en el metro veo que tengo la yema del dedo índice manchada de verde, y de repente me pongo muy serio y me emociono pensando en lo sucedido. Me doy cuenta que nadie, más que yo mismo, podrá quitarme nunca de las neuronas que acabo de vivir junto a sólo cuatro invitados más, una ceremonia de té especial de año nuevo en uno de los lugares más lujosos de Japón.
Y que encima sabía lo que me hacía bastante mejor que los otros invitados, aunque, afortunadamente, siga sin ser lo mío eso de la corbata y los zapatos.