Izo velas, todas, y tremenda ilusión por bandera y con viento favorable de alegría poniente, parto a casa de Michiko con la noble misión de darle los abrazos que le llevo debiendo desde la última vez que solté amarras en su presencia. Es familia, así que no hacen falta ni avisos ni excusas para arribar a su malecón, ni siquiera mapas, basta con mirar al cielo y seguir el brillo de hospitalidad de su faro para no perderse ni entre la más opaca de las nieblas.
No hacen falta excusas, pero yo tengo una: ayer fue su cumpleaños, así que llevo la bodega cargada con presentes que no veo el momento de entregar. Y setecientas historias que contar entre sueños saldados y deudas cumplidas. De corazón a corazón, como desde hace ya años, sin secretos en la guantera ni vergüenzas escondidas en el trastero.
Navego por el océano de estaciones de Tokyo con un puño apretado dentro de la gabardina, no vaya a ser que aparezca algún pirata, que dicen que los hay con muy mala baba, y fondeo en el puerto más cercano donde con el aire arrogante que me da el ser extranjero de allende los mares, recorro y tuerzo calles y esquinas exagerando andares, por si a alguien le diese por girar la cabeza a mi paso. Que se sepa lo que hay, que hoy pintan bastos.
Dejo el parking de bicicletas a la izquierda, avanzo hasta la farmacia y al pasar la peluquería me meto por la calle estrecha de la derecha hasta que el restaurante de tempura me da la bienvenida al vecindario, a mi otra casa, la que queda a muchos nudos dirección noroeste, más allá del bien y del mal donde naufragar está bien visto sin preguntas de por medio.
–Haaaai, está abierto, pasa, sube! – se oye desde la cocina del segundo piso cuando llamo. Ya lo sabía, pero es de los pocos gestos corteses que aún conservo por alguna razón, aunque hace años que dejaron de hacer falta.
Abro la puerta, y me descalzo. Huele a tatami y protección, a café y a cariño, a cobijo.
Se me templa el pecho con una buena sensación, ¿será felicidad?, seguro que se le parece.
Subo las escaleras buscando sus ojos, y los encuentro allá por el penúltimo escalón. Son la mitad de los míos pero brillan el doble, aunque los pierdo de vista pronto porque el hola en esta casa se dice con un abrazo de los de apretar.
– ¡Muchas felicidades Michiko, que ganas tenía de verte y felicitarte!
– Gracias, pero no me felicites, que me hago vieja, no es algo para celebrar. Celebramos que nos hemos juntado otra vez más, pero del cumpleaños no se habla hoy, ¿eh? -y se ríe, casi carcajea mientras sigue preparando algo entre una tortilla y lasagna.
Entonces empieza lo que nunca parece que vaya a acabar: hablamos y hablamos sin parar, de mi nuevo trabajo, de su nueva vida, de mi miedo al invierno, de su rutina, de todo a la vez, de nada por separado.
Ya nos hemos puesto al día cuando llega su madre del hospital, y me habla en japonés, despacio, sin prisa pero con convicción y yo la entiendo a medias, pero no le suelto la mano porque me recuerda a mi abuela, y yo quería mucho a mi abuela aunque no se acordase de mi. Me cuenta como está su marido, nos habla de las enfermeras que le han visitado hoy, y de repente se acuerda del día que fueron a Hakone juntos y vieron el Fuji hace ya más de cuarenta años, y se va para volver con fotos en blanco y negro tan antiguas como los surcos de su frente o el poso de sus palabras. Me cuenta lo que se acuerda de ese día hasta que se cansa y con disculpas y reverencias se va a su habitación, la única que queda con tatami en la casa, digo yo que a dormir un poco la edad.
Entonces le doy la caja con los regalos a Michiko, pero no los abre, nunca los abre si estoy delante. Me da las gracias, y la deja encima del sofá, después seguimos desgranando las horas pasadas durante horas hasta que vuelve su madre y llega su hija, y todos juntos nos vamos al restaurante de yakiniku de al lado de la estación.
Arropado.
Menos solo.
Así está la cosa por dentro.
Cuando llega la hora de pagar, saco la cartera, no por invitar sino por pagar mi parte, pero su madre se enfada un poco pretendiendo un mucho.
– ¿Has venido hasta aquí y todavía quieres pagar?, no señor, esto lo pago yo en agradecimiento por poder verte
– Si, déjala que pague, que tiene mucho dinero -bromea Michiko
Y a mi, que tengo los ojos a punto de desbordarse, sólo se me ocurre agachar la cabeza e imitar sus reverencias.
Y darle las gracias.
De corazón.
Con toda mi alma, que yo vine vendido.
Cuando camino de casa, el móvil encuentra cobertura en alguna estación, recibo un mensaje:
Me ha encantado volverte a ver, ojalá que podamos juntarnos aunque sea una vez al mes siempre. Muchas gracias por los regalos, los guardaré toda mi vida para acordarme siempre de ti. No te digo que te quiero porque ya lo sabes de sobra, pero por favor, cuídate mucho y sigue bien. Muchos besos.
Michiko
Y yo no acierto a escribir siquiera un arigato en todo el trayecto porque no soy capaz de dejar de llorar.