Tengo, siempre he tenido, especial cuidado con las fotos. Rasco muchos cuartos de hora al día para organizarlas en álbumes que están dentro de carpetas que a su vez están en carpetas más grandes. Ahí, en esos 26,118 ficheros están décadas de mi vida, desde cuando no salía yo porque no había nadie que me sacase, hasta ayer mismo que conseguí que mis dos hijos se estuviesen quietos un momento y logré robarles un par de jpgs antes de cenar.
Copio, subo, comprimo, duplico esas fotos con el objetivo de no perderlas nunca. Están en todos los ordenadores de la casa, desde la tarjeta de memoria de una vieja Raspberry Pi, pasando por teléfonos tremendamente lentos, pero con el almacenamiento igual de válido que el primer día hasta el par de iPads a los que mis hijos le dan el uso que jamás se le ocurrió a Steve Jobs: ver Youtube a todo lo que da. Menuda panda de taraos hay ahí en el Youtube japonés también, por cierto, que el que no habla a berrido puro, explota a sus hijos recién nacidos por los likes.
En fin, a lo que iba, que me lío. El caso es que mi mujer y yo hemos estado en Okinawa dos veces; la primera cuando estaba embarazada de nuestro primer hijo Kota y la segunda cuando éste tenía ya como unos cinco años, así que las fotos que tenemos son en playas paradisiacas donde a veces sale mi mujer con una barriga de las de no verse, no ya los zapatos, sino media acera, y otras veces sale un Kota de la edad de mi hija June de ahora con una sonrisa de oreja a oreja chapoteando entre cangrejos y aguas de color mentira.
Las fotos que os contaba también están en iCloud y de vez en cuando salen algunas de Okinawa por la tele a través de la Apple TV y el caso es que a mi hija June le da mucha rabia no salir. Esto es muy curioso, porque, simplemente por lógica temporal, tenemos muchas mas fotos en las que solo estamos tres y no cuatro, y a ella no le gusta esto un pelo. Siempre pregunta que dónde estaba ella y no es raro toparte con un berrinche al contestarle que no había nacido todavía. Como si, en cierto modo, la hubiésemos traicionado por hacer tal o cual viaje sin contar con ella.
Pobrecita mía también, coño. Kota ahí bañándose en el mar de las fotos de los catálogos y June, pandemia de por medio, con cuatro viajes a Shinjuku mal contados.
Así que decidimos ponerle remedio y nos fuimos a Okinawa este verano.
Los cuatro, por supuesto, faltaría más.
Fue un viaje muy cansado pero muy bonito. Alquilamos un coche, como es habitual si se quiere salir del hotel y moverse uno por la isla, y, gracias a Chiaki que lo organizó todo, visitamos un montón de sitios de Miyakojima a cada cual más bonito. Amortizamos playas, piscinas, hicimos figuras de barro e incluso buceamos con tortugas que se te acercaban como si fuese el perro del vecino que te conoce de toda la vida.
El último día lo teníamos reservado en un restaurante de shabu-shabu del que no sabíamos mucho más que que tenía actuaciones de música de Okinawa en vivo y que nos dejaban un hueco para aparcar el coche en la mismísima puerta.
Y allí que nos fuimos.
Nada más entrar nos recibió un señor que tenía una sonrisa que le engullía la cara, estoy seguro de que podrías oírle sonreír si cerrabas los ojos. Ahora que si los abrieses, también verías que era calvo como él solo. Debajo de una cinta que le tapaba la frente, quizás hacía décadas aquello era flequillo, había dos ojos que si fuesen más pequeños daría igual que estuviesen o no. Y qué energía, macho, le sobraron dos de los primeros cinco segundos desde que entramos para coger a June en brazos y llevarnos hasta la mesa entre canturreos y pasos medio garbosos, como entre bailando y andando.
Ojalá tener a alguien así en mi vida. Ojalá convertirme yo en ese señor.
Empezó a traernos platos y a contarnos cosas de cada uno metiendo bromas entre medias del estilo de «esta vaca la maté yo mismo», que le dijo a Kota mientras señalaba un filete y ya se estaba aguantando la risa desde la primera palabra. O las setas que eran de su huerto, esto pintaba a verdad, o la pasta miso que la hacían en su pueblo y que teníamos que probar sí o también sí… Esto pica, esto no, esta carne con esta salsa, esto con esto otro…
Y en lo que estábamos caldeando ya el estómago, aparecieron dos chavales jóvenes, quizás pareja, y empezaron a montar los instrumentos musicales. Él un piano electrónico, ella un shamisen de esos de Okinawa de piel de serpiente.
Y empezaron a cantar. Y el señor del shabu-shabu apareció de repente con unas castañuelas y se puso a bailar por entre las mesas. Y cantaba, y a June le tocó la nariz y a Kota le tiró de una oreja, y a otros niños de otras mesas alguna perrería parecida que no hacía sino elevar cada vez más las comisuras de nuestros labios.
Allí no había niño ni adulto que no se estuviese riendo con el buen señor que era el que reía más que nadie.
Después fue mesa por mesa con un par de castañuelas y otros instrumentos varios que les daba a los niños para que acompañasen las canciones. Les cogía en brazos, les sentaba en sus rodillas y les enseñaba a tocarlos y el caso es que los críos se dejaban hacer como si aquel señor fuese el abuelo que, en nuestro caso, nunca volverán a tener.
Nunca dejó de preparar comida, estaba muy atento a todas las mesas y en seguida aparecía otro plato apenas hubieses acabado el anterior. Había dos camareros más, pero si tenías la suerte de que te lo trajese él, te llevarías, además, una historia de aperitivo. Siempre contaba algo, siempre te sorprendía con alguna cosa que te la cascaba como si te conociese de toda la vida, con la confianza de saber que te tiene ganado desde el principio.
Llegó el momento de pedir la cuenta e irnos, pero no nos dejó hasta que consiguió que Kota y June, soborno de bolsa de golosinas mediante, se sacasen una foto con él. Y, con el restaurante a rebosar, todavía le sobró tiempo para contarnos un par de recetas a hacer con la pasta de miso que nos recomendó y explicarnos cómo salir con el coche, que no era tan fácil como parecía por el sentido de las calles.
Sin prisa, sin presiones, sin ningún tipo de agobios. Como si estuvieses en su casa en vez de en su restaurante.
June lloraba porque no se quería ir. Kota no dejaba de decir que teníamos que volver.
Y yo… yo quise ser ese señor. Quise imaginarme haciendo todos los días algo que hiciese feliz a los demás de esa manera. Anhelé poder tener tanta pasión por mi trabajo que se contagiase por los poros, que me gustase tanto lo que hago, que lo disfrutase tanto que solo con verme, se le fuese relajando la mandíbula a la gente de tal manera que acabasen soltándose las risas solas.
Porque eso sí es pura vida, de la que se siente y se contagia.
Esa misma noche decidí que iba a dejar mi mierda de trabajo y que iba a intentarlo.
Se me pasó pronto, en cuanto vi el recibo de la hipoteca.
Pero, mira, al menos he vuelto a escribir. Y de vez en cuando sigo soñando en ser como aquél señor calvo.
Calvo, pero como él solo.
Y la persona más feliz que he conocido en mi vida.