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El campamento de Karate

El cuartel general del mundo de la asociación de Karate fundada por Hirokazu Kanazawa está a un cuarto de hora en bici desde mi casa, concretamente a cinco minutos más para allá del McDonalds al que me he propuesto no mirar cuando paso no vaya a ser que me de por pararme.

La asociación se llama SKIF, Shotokan Karate International Federation, aunque se podría quitar la I porque casi ninguno de los profesores hablan otro idioma que no sea japonés, cosa que me parece normal por otra parte. Kanazawa Kancho sí lo habla, y con bastante soltura desde hace un montón de años cuando se propuso que el Karate se conociese en todo el mundo. Bien pensado… dejaremos la I porque resulta que existe la asociación en más de 31 países.

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Kancho es un sufijo de estos japoneses que se ponen después del nombre, como San o Sensei, que significa presidente o fundador y sería de mala educación referirse a él sin utilizarlo, aunque también es cierto que yo nunca le he llamado directamente. Las veces que he hablado con él han sido para agradecerle una explicación o contestarle alguna de las preguntas que me ha hecho derrochando esa cordialidad que le caracteriza.
Pues bien, decía que Kanazawa Kancho habla inglés aunque poco importaría que no lo hiciese porque basta con verle moverse para entender perfectamente por donde van los tiros. Envidiable y sobretodo admirable que mantenga semejante pasión por lo que hace a sus 77 años de edad.

Al campamento de hace dos semanas, al contrario que al del año pasado, no vino porque nos apuntamos muy pocos, o se apuntó poca gente porque no venía él, no sabría decir. Y tampoco hubo muchos chavales, así que los protagonistas absolutos fuimos nosotros, las 16 personas que decidimos encerrarnos con un profesor a pulir lo más posible eso de moverse con las rodillas dobladas dando puntapiés y parando golpes imaginarios.

La cosa fue en Chiba, en un pueblo pesquero llamado Katsuura donde hay un centro de alto rendimiento de artes marciales. Esto que suena tan a :ikufantasma: no es más que una especie de ryokan gigante con muchísimas habitaciones donde hay canchas para hacer ejercicio, con la peculiaridad de que todo lo que se hace son artes marciales. Allí ves desfilando por pasillos a gente con trajes blancos de Karate, azules de Judo y marrones de vaya usted a saber de qué, andando de acá para allá con cara de enfadados al encuentro del tatami donde les toca entrenar esa vez.

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Estoy convencido, este año más que nunca, que el verdadero beneficio no es el físico por mucho ejercicio que se haga, sino que este campamento tiene la magia de hacer conocer de verdad a quien uno cree que ya conocía, esas personas que uno ve tres horas por semana y con las que casi no comparte frases con sentido entre descanso y descanso de clase. Aquí no, aquí se desayuna, se come, se entrena y se duerme porque no hay otro sitio al que ir. Y uno conoce un poco más a sus compañeros, con los que la relación ya habrá cambiado para siempre ganando complicidad y calidad en esas tres horas que se volverán a compartir en el futuro.

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Llegamos el sábado, descargamos maletas, ocupamos habitación y empezamos con la primera clase de dos horas y media acompañados del sonido de mil cigarras y libelulas que ocasionalmente se colaban en la cancha que nos había tocado. Patadas, puñetazos, paradas, katas y mucho sudor después nos encontrábamos en los baños del lugar donde, una vez más, el pelo que tengo en el pecho fue el protagonista. Y eso que no tengo tanto, pero soy el Yeti comparado con ellos.

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Después, barbacoa de las de comer mucho. No se si será machismo, costumbre, o machismo por costumbre, pero en este tipo de eventos las chicas siempre se encargan de que los chicos tengamos el vaso lleno sirviéndonos todo el rato. Rara vez ocurre al contrario, aunque también pase, así que la chica de cinturón naranja se encargó de intentar que la mayor parte del contenido de las Asahi pasase, temporalmente, por mi vaso antes de que se acabase la comida. En aquél momento me pareció que era una forma de romper el hielo bastante resultona que sirvió para que entablásemos conversación que quizás habría sido más difícil de otra manera. En el pasado seguro que fue machismo, en el presente es simplemente una costumbre heredada de aquellos tiempos a la que no merece la pena buscarle connotación alguna.

Así que comimos y bebimos, y luego continuamos bebiendo en la habitación. Este año no estaba Kanazawa Kancho para encandilarnos con sus maravillosas historias, pero no faltó conversación, ni risas, ni fotos.

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A la mañana siguiente tocaba ir a correr, concretamente a las seis, así que pasé una noche en la que me dediqué a mover el futón de todo aquél que roncaba, que creo que fueron todos. Desistí definitivamente de dormir cuando a alguno le dió por rechinar los dientes a todas las y cuarto.

El sol naciente y nosotros fuimos a correr, y si esto no es voluntad de sacrificio que venga Buda y lo vea. Con resaca y sin haber dormido nada, estuvimos echando carreras hasta el mar, poniendo buena cara y mejor estómago cuando nos cruzábamos con alguien. Después desayunamos, y en el descanso de dos horas en el que todo el mundo se dedicó a dormir lo que había en el DEBE de la noche anterior, yo me bajé al pueblo a sacar fotos.

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Luego tocó la última clase, otras dos horas a dar lo que se puede después de todo el tute del día anterior, con medio resaca y muchas agujetas pero poniendo más carne en el asador que la noche anterior en la barbacoa.

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Después, pues despedida y cierre. Cada uno a su coche a cumplir como buenos pasajeros y dar conversación al conductor para que allí nadie se durmiese. Es de caballeros eso de aguantar y no mostrar debilidad hasta que ya no mira nadie, momento en el que uno, por fin, puede relajarse y morir exhausto en el futón sin ronquidos ni rechinar de dientes que perturben el reposo del guerrero…

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Concretamente 15 horas reposando se tiró el guerrero que os habla…

Un lunes de Karate

No se ve a nadie a través del cristal, así que parece que hoy será un lunes más en el que llego el primero al dojo de Karate.

A pesar de estar sólo, hago dos reverencias, una al entrar por la puerta y otra antes de pasar al vestuario. Estas son de verdad, no como el resto que llevo hechas durante el día, éstas salen de dentro.

Cambio los pantalones de pana y la camisa de manga corta por el traje blanco que compré hace casi dos años a Suzuki Sensei. Recuerdo hablarle en inglés y deletrearle mi nombre para que lo bordasen en el pantalón y en la chaqueta en Katakana. Pienso en todo lo que habré cambiado desde entonces y lo poco que me daré cuenta de ello.

Mientras saco el cinturón de la mochila, entra un compañero al vestuario y me saluda con un «oss». Medio vestido, le correspondo al saludo y sigo con el ritual de atar ese trozo de tela bordada y teñida de negro que me ha condenado a tener todos los días agujetas en alguna parte de mi cuerpo desde hace más de 24 meses.

Salgo al dojo olvidando por completo ser el Oskar que se sienta delante del ordenador en la oficina.

Siento un cosquilleo por toda la espalda. Ya estoy aquí otra vez.

Ya hay más gente, pero yo sé que esto va de mí contra mí mismo, de que mi mente pelee contra mi cuerpo y le gane algunas veces.

Mientras hago estiramientos, entra el señor mayor con el que tuve aquél incidente. Es lunes y él siempre viene los lunes, así que era de esperar, pero una vez más mi cuerpo gana y decide reaccionar por sí mismo acentuando el cosquilleo de la espalda. Decido hacer que no le veo otra vez, y así evito saludarle. Perdono, pero no olvido. Y mi cuerpo, al parecer, tampoco.

Más compañeros llegan. Hay saludos que anuncian pequeñas conversaciones y risas, algunas más de verdad que otras.

Automáticamente todos dejamos lo que estamos haciendo cuando entra el profesor, y nos acercamos y le hacemos una reverencia. La tercera que no es fingida en lo que llevamos de día.

Es la hora. El profesor da la orden de empezar, y entonces la autoridad pasa al alumno más veterano que nos grita que nos pongamos en fila, y nosotros nos ordenamos por cinturones. Hace tiempo que ya no hacemos el ademán de ceder el lugar de la derecha a los que tienen el mismo nivel que nosotros porque Suzuki Sensei nos dijo que rompía el ritual.

Nos arrodillamos y saludamos al dojo, al profesor y a los compañeros gritando «por favor» cada vez. Murakami Sensei, en un tono más calmado, nos anuncia que la clase empieza y nos hace una nueva reverencia que todos devolvemos. Una más de todas las que nos haremos durante la hora y media que estaremos allí.

A partir de ese momento poco importa que la desidia casi me convenciese de dejar pasar la estación y volver a casa a descansar, no significa nada que en la calle llueva, o los planes que pueda tener para mañana. En ese momento estoy yo y otros como yo que tratamos de hacer, la mayoría de las veces sin éxito, lo que una persona nos dice. Y el mundo da igual. O el mundo es esto, según se mire.

Hay algo que cuesta más de lo normal y la clase se para. Escuchamos atentamente al profesor, y de repente me mira y se calla. Se le nota pensativo. Vuelve a hablar para decir en inglés «understood?» y yo le contesto en japonés: «hai!» y le hago la enésima reverencia. Miro a mi alrededor y aunque llevamos más de una hora de clase, no ha sido hasta ese preciso momento cuando me he dado cuenta de que soy el único extranjero. Es una sensación extraña que hace que la balanza de mis sentimientos a veces se incline hacia la incomodidad de que la clase se pare por mi y otras veces hacia ser un privilegiado. Lo primero pasa cada vez menos, y últimamente es innecesario porque entiendo la explicación en japonés sin demasiado problema, pero los profesores no lo saben, o no lo creen, o un poco de ambos.

El traje de Karate acumula mi sudor, y con él, mis ilusiones y anhelos. Las agujetas ya no están, aunque yo sé que se esconden y saldrán de nuevo a esas otras horas que ellas y yo sabemos.

Podría decir que estoy enfadado, no con nadie en concreto, pero es el sentimiento que mejor me define en ese momento. Enfadado, enojado, exaltado para seguir poniendo más de mi ser con cada patada, con cada puñetazo, con cada parada, para no bajar la intensidad del principio, para que no importe que duela respirar.

Cuando monto en el tren camino de casa, me siento exhausto pero rebosante, pleno de algo que no sabría explicar, algo entre felicidad y satisfacción.

Me bajo en dos paradas y empiezo a andar. El azar, o el destino, han querido que la ruta más corta sea por Honmonji por donde siempre paso de noche y nunca hay nadie. Me paro junto a la pagoda, una vez más, y la miro. La paz del lugar hace que la balanza de sentir se incline hacia el lado bueno, el que tiene que ver con saber apreciar lo que tengo en ese momento sin pensar demasiado en lo que he perdido.

Ya en casa cuelgo el traje en una percha. Está todavía húmedo y no son horas de poner la lavadora, así que dejo que siga empapado con mis sueños y ambiciones que, hoy especialmente, hacen que pese más del doble.

Y entonces me acuerdo de Roberto, y las ganas de compartir con él las tres últimas horas hacen que me siente delante del ordenador y empiezo a escribir lo más rápido que puedo, para no olvidarme de nada ahora que los sentimientos todavía están tibios:

No se ve a nadie a través del cristal, así que parece que hoy será un lunes más en el que llego el primero al dojo de Karate…

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IkuKarate

El incidente

Hay que ver cómo somos, los líos que nos hacemos en la cabeza nosotros sólos… resulta que lo pasé mal durante dos clases de Karate seguidas con el mismo profesor y desde ese mismo momento mi mente ya tomó la decisión de no volver más. Y cuanto más pensaba en ello, más terrible parecía lo que en realidad pasó. Hasta que me planté y me obligué a luchar conmigo mismo para desentrañar las razones por las que le había cogido tanto miedo a la situación, y si de verdad era para tanto.

Así que dándole cancha a la sensatez añadiéndole mucho coraje, me presenté allí el viernes pasado dispuesto a lidiar con lo que se me pusiese por delante. Porque uno tiene que hacer lo que tiene que hacer, y además a veces coincide que se encuentran las ganas.

Pero el tan temido profesor no vino, y me sorprendió ver que lejos de sentir alivio, lo que en realidad estaba era decepcionado por tener que esperar una semana más para plantarme delante de un miedo que sigue estando ahí, y que necesito que desaparezca antes de que siga creciendo.

Y resulta que cuando menos lo esperaba, este lunes, pasó algo que superó holgadamente a lo que fuera que fuese que pasó con el profesor de los viernes.

Este primer día de la semana no tiene mucho éxito, no solemos estar más de 5 o 6 alumnos mientras que el resto de días la cifra se multiplica por dos o tres. Ignoro la razón… ¿quizás los lunes hay trabajo atrasado que sacar adelante en la oficina?. Este lunes por no venir, no vino ni el profesor, así que uno de mis compañeros de clase tomó el relevo y al final de una clase bastante dura, nos mandó hacer combate entre nosotros. Al segundo o tercero, a mi me tocó con otro señor mayor y estuvimos peleando un rato hasta que le di una patada en el estómago. No fue fuerte, pero le entró de lleno y el hombre se quedó boqueando. Yo le pedí perdón y el profesor me echó la bronca porque no supe tener control, quizás no le faltaba razón.

Y a partir de ese momento, pasó lo que nunca pensé que pasaría: mi compañero empezó a insultarme, a hablarme en un japonés muy rudo gritándome que no estábamos en un campeonato del mundo, que qué me había creido. Me llamó cosas que suenan entre tonto y gilipollas («aho», «baka») como veinte veces seguidas, que a quién se le ocurría pegar así, que no sabía controlar mis patadas… que yo que sé. El profesor, lejos de cortarle, aunque es cierto que también estaba sorprendido, le daba la razón y seguía leyéndome la cartilla.

Yo callaba, pedía perdón cuando había oportunidad y miraba al suelo, menuda bronca me gane.

La clase acabó, saludamos y yo me fuí directo al vestuario. Lo que quería era irme de allí lo más rápido posible porque mi paciencia estaba llegando a un límite. Pero todavía fue peor: dentro del vestuario siguió con su retahila de insultos combinados con quejidos sobre sus costillas que daba la impresión de que se las había roto en veinte cachos.

Su tono era despectivo a más no poder, tanto que parecía que me iba a escupir de un momento a otro. Aunque el momento cumbre fue cuando metió «gaijin» entre medio de alguna frase, con lo que ya lo acabó de bordar.

Él se cambió y se fue antes que yo y el resto de compañeros me miraban en silencio intentando adivinar mi reacción, que no fue otra que despedirme y marcharme con la cara muy seria, aguantándome las ganas de gritar cuatro verdades.

Estaba montándome en la bici cuando una compañera vino donde mi y me dijo que no me preocupase, yo le di las gracias y para tratar de animarme se le ocurrió darme dos plátanos de los cuatro que llevaba en la bolsa.

Al llegar a casa, recibí tres mensajes, todos diciéndome que no me preocupase lo más mínimo. Dos de dos compañeros, y el tercero del profesor.

Cené dos plátanos.

Y no dormí nada en toda la noche.

Por más vueltas que le doy, lo que ocurrió no fue más que que le di una patada a un compañero que no fue para nada fuerte aunque quizás debería haberla controlado un poco más. Y al darme cuenta que le había hecho daño, le pedí perdón con toda sinceridad porque nada más lejos de mi intención que hacer algo así a propósito.

Lo que él vió fue que un chico jóven, no tengo claro si le importó que fuese extranjero o no, le perdió el respeto a las canas con su recién estrenado cinturón negro y se atrevió a darle una patada de la que ni se dió cuenta hasta que le alcanzó. Y si eso le dolió físicamente, más le dolió en el ego ese que se ha labrado durante tantos años de desgastar el cinturón, y eso le hizo olvidarse de aquella frase del dojo kun que dice que «hay que respetar a los demás y seguir las normas de etiqueta» y se creció insultándome como no lo habían hecho nunca hasta aquél día.

Si hubiese sido otro tiempo y, sobretodo, otro lugar, habríamos acabado muy mal.

Ayer, enfrentando la situación, no fuese a ser que se convirtiese en otro miedo más, volví y la clase la dio Hirokazu Kanazawa, y sin él saberlo, me disipó de golpe toda duda que pudiese tener sobre si soy uno más allí desde hace dos años.

Por mi, ya pueden juntarse todos los que quieran y ponerse a sumar sus egos, porque no podrán con el mío. Sea viernes, lunes o fiestas de guardar.

Eso si, que luego no me vengan con historias, porque hay cosas que no se pueden olvidar.

Y si, también es por principios.


Por principios

Cuando llegué aquí me quería comer Tokyo: quería hacer absolutamente de todo, ir a todos los sitios y rincones que no pude visitar la última vez, probar todos aquellos platos que no tuve oportunidad, aprender y hablar cada vez mejor japonés, hacer muchos amigos, o pocos pero que fuesen de verdad y a poder ser que no hablasen mi idioma…

Así que cuando se me puso a tiro la oportunidad de tener una profesora de japonés particular, la aproveché sin dudar. Y así fue como todos los viernes, de siete a ocho de la tarde, una chica que no acertaba muy bien a acordarse de mi nombre intentaba, sin éxito, enseñarme a distinguir entre los sonidos ‘yu’ y ‘jyu’.

Luego vinieron las clases de Karate que cogí con muchas ganas, y que eran especialmente duras al principio cuando no me enteraba ni papa de lo que pasaba la mitad de las veces. Fueron días duros, mucho más que ahora, tanto que hasta lo pasaba mal sólo de pensar en que tenía que ir. Más que físicamente, por la horrible sensación de estar donde quizás no debería, de pretender estar haciendo más de lo que me corresponde, de tener que enfrentarme de nuevo al japonés y al inglés como si tuviesen algo que ver con mi idioma y conmigo.

Entonces alcanzaba a ir dos veces por semana, y ni siquiera me planteaba pasarme por allí a ninguna de las clases de los sábados y domingos.

Pero yo sabía que quería, que debía estar allí y también que no iba a ser fácil empezar de nuevo desde cinturón blanco, así que con libros y PDFs descargados de internet e impresos de refilón en la oficina, pasaba las noches en casa delante del espejo ensayando movimientos, reaprendiendo katas y contribuyendo un poco más a la fama de raro que ya tenía entre los vecinos desde hace tiempo. Todo para alcanzar el nivel que se requería, para que fuese más llevadero empezar a empezar a aprender.


Y fue ya con el cinturón marrón sujetándome los pantalones, cuando decidí que había que tomárselo un poco más en serio, y me planteé ir tres veces por semana: lunes, miércoles y ahora también los viernes.
Pero claro, este día tenía clase de japonés y la profesora, además, le daba clases a otro de la oficina después de mi. Total: revolucioné a la sensei, a media oficina y a la mitad de su agenda de alumnos para cambiar las clases a los jueves.

El primer viernes que fuí había un profesor que no había visto nunca antes, un señor mayor al que saludé y que me ignoró por completo. Después vi que ignoraba a todos. En medio de la clase me pegó una patada en el muslo gritándome algo en japonés y yo no entendía nada. Después de darme cuatro gritos más por fin me di cuenta de que tenía la posición cambiada, así que la corregí. No recuerdo si me dolió la pierna, pero si sé que su patada acertó de lleno en mi orgullo.

El segundo viernes que fuí nos mandó sentarnos a todos y fue sacando a la gente por cinturones. Primero los blancos, luego los azules… cuando llegaron los marrones y yo me disponía a levantarme, él señaló sólo a una chica y le dijo que se levantase. Cuando acabó ella, sacó a los cinturones negros y al ver que yo seguía sentado me gritó que porqué no me había levantado cuando tocaban los marrones. Yo sólo alcancé a disculparme, aún sabiendo que fue culpa de él porque simplemente no me vió. El resto de la clase ni me miró, y eso que no dí pie con bola.

No hubo un tercer viernes.


A mis tardes/noches se sumaron las clases de la ceremonía del té y todos los días hacía algo… menos los viernes. Empecé a ir sábados por la mañana e incluso domingos, con lo que he estado hipotecando los fines de semana en su mayoría al no poder salir o estar demasiado cansado físicamente parar hacer algo en condiciones.

Siempre evitando las clases de los viernes.

El miércoles pasado un compañero todo escandalizado me dijo en el vestuario: «Oskar, quita tu ropa de ahí, madre mía». Resulta que estaba utilizando la taquilla del profesor simpatías, que por lo visto tiene una para él sólo, y me dijo «menos mal que no es viernes, lo mismo te echa».


Y entonces es cuando yo pensé que este hombre es pura fachada, que se ha ganado esa fama y se aprovecha de ella y que yo tengo una forma de ganarle que, desdeluego, no es quedándome en casa.

Así que a partir de esta semana, me volverá a ver por allí los viernes porque ya llevo tiempo aquí, ya sé lo que quiero y ya estoy preparado para aguantar lo que me eche.

Para que todo el jaleo que le preparé a la profesora de japonés y a mis compañeros no haya sido en vano. Para poder descansar los fines de semana y volver a hacer excursiones, o salir o lo que me apetezca sin haber descuidado mis clases.

Porque ahora cometo una cuarta parte de los fallos del principio, y las cosquillas que me busque serán bienvenidas si eso me ayuda a mejorar.

Porque ahora entenderé la mayor parte de lo que tenga que decirme si consigo ponerle un filtro a sus gritos y sus maneras.

Porque es un reto.

Pero sobretodo, por principios.


Ikukarate

Erase que se era que me apunte a Karate nada mas llegar a Tokyo, y que me ha pasado de todo… hasta recibir el mayor soplamocos que me han dado en mi vida.

Aunque echando la vista atras, me volveria a apuntar sin dudarlo y lo cierto es que no veo el momento de la revancha…

Ossss

Aqui todas las entradas sobre Karate:

El frigodiploma

Ay majos, que pensabáis que no lo iba a conseguir, ¿ein?, que mi cuerpo no iba a resistir tamaño desafío, que me iba a convertir en un CamiPicha, ¡¡pues no!!, de hecho lo peor no fue el frío sino las agujetacas de hacer tanto ejercicio durante tres días seguidos. El último día tenía las piernas y el culo que parecían algarrobos.

Como ya os hice un resumen del primer día, podemos decir que el segundo fue muy parecido pero doblando el tamaño de las legañas y cambiando la segunda parte por una clase de Karate normal. Es decir, que el madrugón, calentar un poco al principio y correr una media horita por la calle se mantuvo.

El tercer día fue el mejor sin duda. Fuimos corriendo hasta el río Tamagawa, que resulta que no estaba tan lejos de allí, y cuando llegamos estuvimos echando carreras. ¡¡Fue divertidísimo!! que si corriendo de espaldas, que si a saltos, que si de lao, que si por equipos… me recordó muchísimo al campamento del verano pasado y pienso que es genial volver a hacer estas cosas que uno deja olvidadas en las clases de gimnasia de la escuela. Yo por lo menos, me lo pasé como un cuis, y gané un pilón de carreras, la cosa sea dicha con dicha.

Así que volvimos, nos enkaratekamos otro ratillo más y nos dieron los diplomas. Resulta que había gente que había estado yendo a esto 10 años seguidos y toda la pesca lerela!!

Aquí el diploma acreditativo de que hice el trientrenamiento megamadrugador congelatítico

Y ayer apareció una lista con los que participaron, para orgullo y soberbia de los que fuimos (aunque la Z de Díaz no entrase, jeje)

¿Y os podéis imaginar qué vino después?, pues las madres de los chavales prepararon unos perolos con sopa miso, onigiris, sandwhiches… y, como por arte de magia por allí aparecieron más botellas de cerveza y de sake que ni sé. Estamos hablando, amigos míos, de las ocho de la mañana. Con lo que ya puedo tachar de la lista que un día fui a correr con un grupo de japoneses durante media hora, eché carreras en kimono y playeras al lado de un río mientras pasaba un Shinkansen cada cinco minutos (que corría más que yo), hice una clase de Karate después y me pillé un moco de los históricos a las ocho de la mañana de un domingo a base de sake de Okinawa.

Ir a correr con un grupo de japoneses durante media hora, echar carreras en kimono y playeras al lado de un río mientras pasa un Shinkansen cada cinco minutos (que corra más que yo), hacer una clase de Karate después y pillarme un moco de los históricos a las ocho de la mañana de un domingo a base de sake de Okinawa.

Eso si, el resto del domingo no se podía saber muy bien qué era yo y qué era futón…