Aquella misma noche me di cuenta de que solo tenía una camisa blanca, la que llevaba puesta, así que paré en una de las tiendas eternamente abiertas de Shibuya a comprar una segunda que llevar en el funeral. Por un momento creí contagiarme del ambiente del lugar y tuve absurdas tentaciones de dejarme llevar por la sombra de alguno de los rincones de esas calles que se saben muchas de las travesuras de mi alma.
Esa noche no me convenía en absoluto tentar a la luna asi que caminé, casi corrí, dirección a mi almohada en cuanto hube pagado la única prenda blanca que me acompañaría al día siguiente.
Me desperté tres o cuatro veces a pesar de no recordar pesadilla alguna y con esos mismos nervios por talante llegué a la misma sala del mismo templo donde solo estaban los familiares más cercanos. Esta vez no había mesas en el medio, sino filas de sillas dispuestas a cada lado de la estancia. Pocas, no más de veinte, lo que me hizo suponer que la ceremonia iba a ser igual de íntima que el velatorio de la noche anterior. El ataúd y el altar seguían en su sitio.
Después de presentar mis respetos, barrita de incienso mediante, me senté en una de las del lado derecho, tal y como se me indicó. Por lo visto estaba ya decidido por donde iba a sentarse cada uno.
No parecía pasar nada en bastante tiempo, aunque tengo la impresión de que no fue más de media hora la que permanecimos allí sentados mientras iban llegando más familiares que iban ocupando sus lugares después de los saludos pertinentes.
«Quiero que salgas tu también a rezar por mi padre» me dijo mi amiga, y sin saber muy bien que tendría que hacer le contesté que por supuesto. Le pedí que hablásemos en privado y ya en el pasillo saqué el sobre con los veintemil yenes que había preparado la noche anterior y que no acerté a escoger entonces el momento de entregar.
– No, por favor, en este funeral no hay dinero de por medio
– Perdona, no sé muy bien como se hacen las cosas aquí
– No te preocupes, normalmente siempre se entrega, pero nosotros no hemos querido hacerlo así. Mi papá siempre quería que viniese gente a mi casa, siempre quería invitar a todos y le gustaba poder ofrecer lo que tuviésemos. Jamás hubiese pedido dinero a cambio, hoy no puede ser una excepción, yo sé que él está feliz de que vengas a despedirle. Por favor, guardátelo. Gracias por tu buena intención, eso es mucho más que todo el dinero del mundo.
Después de un rato más esperando, nos avisaron que llegaba el monje y se nos pidió que rezásemos en silencio con los ojos cerrados. Cuando los volvimos a abrir, un monje con el pelo rapado y gafas estaba ya en posición de seiza rezando cerca del ataúd. Llevaba un traje tradicional bastante colorido, una especie de rosario, un libro de rezos y algunas cosas más que no supe que eran.
Sin mediar palabra empezó una serie de cánticos siguiendo el libro que portaba, tocando el gong a veces y una especie de tambor de madera otras. No sabría decir cuanto duró aquello, pero si que fue bastante largo mientras nosotros mirábamos en silencio, quizás cerca de una hora en total.
Más o menos sobre la mitad, empezaron a salir los invitados de uno en uno en riguroso orden al centro de la sala mientras el monje seguía con sus cánticos. Hacían una reverencia a la foto del difunto, después a los familiares del lado opuesto y después a los suyos. Tres veces se coge incienso en polvo con los dedos de la mano derecha de un pequeño plato, se levanta a la altura de los ojos ofreciéndolo mirando a la foto del difunto y se deposita en el plato de la izquierda. Luego se reza en silencio con las dos palmas de la mano unidas para finalmente hacer otras tres reverencias, una a la foto del difunto, otra a los familiares del otro lado de la sala y otra a los del mismo lugar. Yo así lo hice también.
Se nos pidió rezar con los ojos cerrados de nuevo mientras el monje salía de la sala y después nos hicieron pasar a otra habitación mientras preparaban el paso siguiente. Cuando volvimos, habían retirado todas las sillas y el ataúd estaba en el medio abierto mostrando al difunto que estaba vestido con un antiguo kimono hecho a medida muchos años atrás, regalo de su mujer.
A continuación, personal del templo pasó con bandejas llenas de flores que todos cogimos y pusimos dentro del ataúd al lado de distintas partes del cuerpo. Habría cuatro tipos distintos de flores y al acabar, casi todo el cuerpo estaba rodeado de ellas. También se metió un paquete de fideos soba y una foto que creo recordar que era de la familia, pero no estoy seguro.
Era el último momento en el que se le iba a ver, así que todo el mundo se despidió de él. Me sorprendió ver que le tocaban la cara, la nariz, las manos y le hablaban con toda naturalidad, no había miedo, no había distancia con aquel cuerpo, sino calor, cercanía en todo momento.
En ese momento se nos pidió que cerrásemos el ataúd y todos debíamos ayudar a bajar la tapa, de manera que cuando se acabó de cerrar, todos teníamos al menos una mano encima. Después sólo los hombres esta vez portamos el ataud hasta el coche fúnebre que esperaba fuera al que escoltaríamos los invitados en un minibus hasta el crematorio. El monje nos acompañó en todo momento.
Allí hubo una pequeña ceremonia dirigida por el monje. Fue, sin duda, el momento más duro, ver como desaparecía el ataúd dentro del horno…
Después nos hicieron pasar a una sala adyacente a esperar. El ambiente cambió, era de nuevo distendido, no había un silencio rotundo ni sollozos, había conversaciones aquí y allá, incluso alguna que otra carcajada quizás nerviosa.
Cuando bajamos de nuevo cerca del horno, el señor del crematorio nos enseñó los huesos que estaban encima de una gran bandeja. Pasaba un imán por encima recogiendo pequeños restos metálicos, quizás de los botones del kimono. Después con unos palillos separó algunos, y fuimos pasando todos por delante para empezar con el Kotsuage. Entre dos personas se cogía uno de los huesos con los palillos de la bandeja y se depositaba en la urna funeraria, yo pude sentir el calor que todavía desprendían cuando me acerqué y me puse muy nervioso temiendo que se me fuese a caer aunque es algo difícil, puesto que cada hueso se coge con dos pares de palillos.
Cuando todos hubimos participado al menos una vez, el señor del crematorio nos fue mostrando uno a uno los huesos que había apartado al principio explicándonos de donde eran cada uno: la nuca, la mandíbula… hasta que llegamos al hueso hioides (舌骨), uno de los más importantes puesto que su forma se asemeja a un Buda sentado. Parece ser que los huesos apartados fueron los de la cabeza, para asegurar que acaban en la parte superior de la urna encima del resto.
Después vuelta al templo donde había preparado un gran banquete con comida de nuevo muy japonesa y mucha bebida.
«Mi padre siempre se ha sentido feliz comiendo y bebiendo con gente, siempre le ha gustado ver y disfrutar con otras personas. Por favor, pasemos un último buen rato junto con él y disfrutemos de la comida y la bebida».
Así lo hicimos. Sin dudarlo.