La Tokyo Tower es la Torre Eiffel pintada del Athletic que me hace esbozar una sonrisa cada vez que me acuerdo que es un pelín más alta que la de los franceses. Es el armatroste que tiene una mascota que parece una picha, que tiene una tirita en la punta y que se rie mucho.
Cerca de la Tokyo Tower una chica me dijo que si una pareja la estaba mirando por la noche y de repente se apagaba, que esa pareja se separaría irremediablemente. Cuando me lo contó, la torre llevaba mucho tiempo apagada, casi el mismo que ella llevaba cogiéndome de la mano.
Es donde mis invitados descubrieron por primera vez el Tokyo nocturno desde las alturas, y me lo contaron con emoción, con todo detalle… como si yo no lo hubiese visto nunca. Gracias a ellos, redescubrí lo que sentí cuando vine aquí por primera vez, y me sorprendí al darme cuenta que muchas cosas ya no me sorprendían.
Desde los pies de la torre un día nos llevaron en un bicitaxi hasta la estación por menos de 500 yenes, y no importó que tardásemos prácticamente lo mismo que andando porque la conversación que tuvimos por el camino costaría, por lo menos, siete veces más. Y eso que no nos entendimos ni la mitad de lo que nos dijimos.
Es lo primero que descartaría visitar en Tokyo si el tiempo escasea, porque no pega, porque no le encuentro sentido, porque esto toca estar en París y no aquí, porque a pesar de ser más alta y de tener su utilidad, a mi me parece más un quiero y no puedo, una copia, el arrebato de algún alcalde envidioso con aires de bohemio.
Es donde aparcan coches de lujo con cristales tintados complaciendo, quizás, el capricho romanticón de alguna chica que cree que todavía no ha llegado la hora de volver a casa.
A los pies de la Tokyo Tower me sentí feliz por un rato aquél día, aunque se me pasó pronto porque era invierno.
Tendré que ir pensando en volver ahora que empieza a hacer calor.
Aunque iré sólo esta vez.
Los datos aburridos, en el blog de Jordi Hurtado.