La mejor foto de diciembre

Entre tanto viaje, jamón y turrón, se me olvidó elegir la mejor foto del mes pasado!!

Así que aquí va, antes de que pasen más días y se junte con la de este mes.

A ver si os suena…

Porque a mi si que me sonó, si…

La sacó elmmimo, gracias chato!! supiste captar exactamente el momento en el que me dieron el mayor torrefacto de mi vida!


Otros momento sonados vividos en Japón:

Ikukarate

Erase que se era que me apunte a Karate nada mas llegar a Tokyo, y que me ha pasado de todo… hasta recibir el mayor soplamocos que me han dado en mi vida.

Aunque echando la vista atras, me volveria a apuntar sin dudarlo y lo cierto es que no veo el momento de la revancha…

Ossss

Aqui todas las entradas sobre Karate:

El ikuapañao

Un piso de 20 metros cuadrados, una nevera que se llena con cinco yogures, un baño de plástico prefabricao y un servidor que duerme en el suelo encima de dos futones del grosor de un tebeo de Mortadelo de los de historieta larga con relleno de Rompetechos.

Amigos, llegó la de hora que os desvele mis secretos de supervivencia: durante todo este tiempo he desarrollado una capacidad de adaptación sin par, mi destreza ya no conoce límites y es justo y necesario que todo este invaluable conocimiento que llevo dentro de mí sea revelado a la humanidad.

Así que inauguro nueva sección:

¡¡ El ikuapañao !!

Primera entrega:

La tortilla de patatas cuando no se tiene ganas de cortarlas y se sabe de antemano que no hay huevos suficientes

Se sigue el proceso normal de cocineo de una tortilla de patatas, pero con tres puntos clave:

a) Nada de cortar las patatas en cuadraditos, se le pegan cuatro cortes y como quede, que uno lo que quiere es cenar, no pintar un cuadro. El tiempo ganado es perfectamente compartible con veinte minutos de la vida de Jack Bauer y Chloe O’Brian

Tiene más saborcillo si dejamos que se requemen un poquillo ahí en el aceite

b) Da igual que los huevos no cubran las patatas. Los huevos no son una manta y total, eso se va a freír en una cazuela en vez de una sartén… así que se echan los que a uno le parezca más o menos y se baten sin ganas. Recordad: somos ikuapañaos, no ikuaburguesaos.

Dentro de un bol de ramen y con palillos, con dos huevos!!! (o tres, no me acuerdo)

c) La sal es mala, retiene líquidos y lo que es más importante: hay que encontrar el salero rebuscando por detrás de los paquetes de patatas fritas, palomitas, triskis y tabletas de chocolate que todo buen ikuapañao debe tener en su ajuar. Pero tampoco se puede decir que no tengamos gusto, así que utilizaremos condimentos que homogeinicen el sabor y texturicen el alimento al estilo que el paladar está acostumbrado:

Productos que nunca nunca nunca deben faltar en toda ikunevera

Impresiona, ¿eh?, lo sé, lo sé. No me déis las gracias, yo soy así
Bueno familia, hasta la siguiente entrega en la que analizaremos en detalle cómo he sido capaz de pasar la aspiradora en lo que tarda la cisterna del báter en llenarse.

El frigodiploma

Ay majos, que pensabáis que no lo iba a conseguir, ¿ein?, que mi cuerpo no iba a resistir tamaño desafío, que me iba a convertir en un CamiPicha, ¡¡pues no!!, de hecho lo peor no fue el frío sino las agujetacas de hacer tanto ejercicio durante tres días seguidos. El último día tenía las piernas y el culo que parecían algarrobos.

Como ya os hice un resumen del primer día, podemos decir que el segundo fue muy parecido pero doblando el tamaño de las legañas y cambiando la segunda parte por una clase de Karate normal. Es decir, que el madrugón, calentar un poco al principio y correr una media horita por la calle se mantuvo.

El tercer día fue el mejor sin duda. Fuimos corriendo hasta el río Tamagawa, que resulta que no estaba tan lejos de allí, y cuando llegamos estuvimos echando carreras. ¡¡Fue divertidísimo!! que si corriendo de espaldas, que si a saltos, que si de lao, que si por equipos… me recordó muchísimo al campamento del verano pasado y pienso que es genial volver a hacer estas cosas que uno deja olvidadas en las clases de gimnasia de la escuela. Yo por lo menos, me lo pasé como un cuis, y gané un pilón de carreras, la cosa sea dicha con dicha.

Así que volvimos, nos enkaratekamos otro ratillo más y nos dieron los diplomas. Resulta que había gente que había estado yendo a esto 10 años seguidos y toda la pesca lerela!!

Aquí el diploma acreditativo de que hice el trientrenamiento megamadrugador congelatítico

Y ayer apareció una lista con los que participaron, para orgullo y soberbia de los que fuimos (aunque la Z de Díaz no entrase, jeje)

¿Y os podéis imaginar qué vino después?, pues las madres de los chavales prepararon unos perolos con sopa miso, onigiris, sandwhiches… y, como por arte de magia por allí aparecieron más botellas de cerveza y de sake que ni sé. Estamos hablando, amigos míos, de las ocho de la mañana. Con lo que ya puedo tachar de la lista que un día fui a correr con un grupo de japoneses durante media hora, eché carreras en kimono y playeras al lado de un río mientras pasaba un Shinkansen cada cinco minutos (que corría más que yo), hice una clase de Karate después y me pillé un moco de los históricos a las ocho de la mañana de un domingo a base de sake de Okinawa.

Ir a correr con un grupo de japoneses durante media hora, echar carreras en kimono y playeras al lado de un río mientras pasa un Shinkansen cada cinco minutos (que corra más que yo), hacer una clase de Karate después y pillarme un moco de los históricos a las ocho de la mañana de un domingo a base de sake de Okinawa.

Eso si, el resto del domingo no se podía saber muy bien qué era yo y qué era futón…

La rutina del sábado

El sábado es el día en el que uno se tiene que acordar de meter las latas en una bolsa, los botellines de plástico en otra, las de cristal en una tercera y bajarlas antes de las ocho de la mañana. Como para mi los sábados no son el mejor día para madrugar, lo que yo hago, como la mayoría de la gente, es dejarlas en su sitio la noche anterior.

Pero los sábados también es el día en que otra gente tiene una rutina bien distinta… como la de intentar sacar algo de beneficio de lo que los demás tiramos.




Calor humano

Cuando uno está viviendo fuera en otro país durante una temporada, es fácil acostumbrarse y olvidarse de cómo se vivía antes. Y quizás por esto me sentí fuera de lugar en el pueblo donde nací, pero seguro que si volviese allí de nuevo, en seguida me acostumbraría y todo volvería a su cauce original como si nunca me hubiese ido.
Esto iba pensando en el avión de vuelta a Tokyo, tratando de buscar la razón por la que durante 13 días sentí que invadía una rutina que no era la mía, que mis vivencias en Japón se quedaban sólo para mí mientras los que allí seguían, lógicamente, se preocupaban de sus propios asuntos.

En el viaje de vuelta, aunque lo elegí yo, no pude evitar pensar en que tendría que molestar a las dos chicas de mi izquierda si quería salir del asiento, aunque también es cierto que la pared del avión da más juego a la hora de buscar la postura para dormir. Sin duda volvería a elegir ventanilla.

Después de unas horas nos trajeron la comida, y mientras comía soba, fideos japoneses, la chica de al lado me habló en inglés. La conversación empezó siendo de ascensor para, inesperadamente, convertirse en refrescantemente amena. Me contó que ese tipo de fideos son famosos de la región donde nació y que ella, junto con un grupo de más de cincuenta japoneses, venían de hacer un viaje por España. Durante ocho días habían pasado, casi contrareloj, por Madrid, Toledo, Córdoba, Sevilla, Granada, Valencia y Barcelona. Ni rastro del País Vasco, como de costumbre.

Me estuvo enseñando fotos, hablamos sobre las diferencias entre ambos países y fue curioso comprobar cómo mucho de lo que me contó coincidía con mis propias impresiones aunque alguna que otra vez tuve que luchar contra tópicos como el de la siesta que, supuestamente, todos disfrutábamos a diario con el consentimiento de las empresas.

De vez en cuando nos dormíamos, quizás veinte minutos, quizás horas, para que cuando volvíamos a coincidir despiertos, retomásemos la conversación como si no se hubiese acabado. Pasábamos de churros con chocolate a sopa miso y arroz, de la Alhambra de Granada al Toshogu de Nikko, de cómo habla la gente de Andalucía a cómo son los de Osaka, de que allí todos son chinos a que aquí nosotros somos americanos…

Cuando tratando de buscar la postura dije «semai kore» (qué estrecho es esto), ella levantó el reposabrazos que nos separaba.

Cuando empecé a estornudar, ella sacó un paquete de pañuelos de su bolso y me lo dió, y cuando contesté que sí a la pregunta de si tenía frío, ella me puso por encima la mitad de su manta.

Así nos dormimos uno apoyado en el otro en un sofá improvisado con dos asientos de avión entre dos mantas y un par de chaquetas.

Tiempo después aproveché el momento en que las dos chicas fueron al baño para hacer lo propio, y llegué a la puerta a la vez que una señora a la que cedí el paso. Me hizo una reverencia, y pude sentir de nuevo que casi volvía a estar en Japón.

Con la espalda y las piernas aliviadas y agradecidas por haber estado de pies, me senté otra vez en mi sitio, y me dormí. Entre medias sentí que ella volvía, apoyaba su cabeza en mi hombro y me hablaba:

– ¿Sabes? la señora del baño es mi madre
– Anda, no lo sabía
– Claro que no. ¿Cómo lo ibas a saber?

Después me apretó el brazo y seguimos durmiendo… hasta que de repente el avión se empezó a sacudir. No es que fuese mucho, pero que se encendiese la señal de abrocharse el cinturón y que el piloto hablase fue bastante para que nos asustásemos. Cuando me quise dar cuenta, ella me había cogido de la mano y me la apretaba con fuerza. Yo le decía que no pasaba nada aunque no me lo creía y muerto de miedo le hablaba para tratar de tranquilizarla mientras me esforzaba por parecer seguro de mí mismo.

Las turbulencias no fueron nada, pasaron pronto, no duraron más de diez minutos pero nuestras manos siguieron enlazadas mucho más tiempo.

Apagaron las luces y con la ayuda de la oscuridad, compartimos sueños y mucho más que nunca contaré porque aunque artificial, era una noche y las noches son secretas.

Aquel primer sábado del 2009 nos despedimos justo antes de aterrizar sabiendo que ella volvería con sus padres y fingiriamos que seguíamos siendo desconocidos.

Y cuando por fin pude meterme en el futón a dormir, me di cuenta de que a pesar del peso de mi equipaje, del peregrinaje por andenes y estaciones inundadas de gente, de lo incómodo del regreso… yo no había parado de sonreir en todo el camino a casa.


Gentes

Me monto en el tren en Shinjuku, y cuando las puertas parece que se van a cerrar se escucha un grito que dice algo así como «heeeey» que sobresalta a medio vagón y entran un grupo de extranjeros. Hablan en castellano con acento argentino, creo, y se hacen un hueco en el vagón a fuerza de empujones y risas. El que lleva la maleta de ruedas dice «me están tocando, siii, viciosos» en voz alta y el resto se ríe a carcajadas.

Los demás nos limitamos a ignorarles.

Por el camino, el de la maleta de ruedas que parece ser el payaso oficial del grupo, hace todo tipo de ruidos obscenos dando a entender que le están tocando todo el rato. Los demás le ríen la gracia.

El tren llega a Harajuku, su parada, pero hay mucha gente, así que empiezan a dar gritos en castellano: «a ver que nos bajamos, apartaos, venga que salimos, venga«. Pero al de la maleta le cuesta pasar un poco más así que decide ser más directo «hijos de puta, no veis que queremos salir«, y de nuevo carcajadas.

Yo, como único extranjero cercano que quedo dentro del tren, me muero de vergüenza y no consigo levantar la mirada del suelo durante un buen rato.

Cuando salgo en mi estación y voy andando para casa, me cruzo con un viejo japonés que está borracho y me empieza a hablar en tono despectivo. Me llama «mister» y yo ni le contesto, él insiste «mister, mister, omae» y algo más que no entiendo pero que suena mucho a insulto, al igual que su actitud. Cuando me he alejado de él, miro para atrás y resulta que me sigue gritando con los dos brazos en alto como envalentonado por haberme espantado.

Y entonces es cuando pienso que ser gilipoyas no entiende de nacionalidades.

El entrenamiento del frío

Así se podría traducir más o menos el título del cartel que han puesto en el dojo de Karate. Y la copla trata de que si vas a entrenar a una clase especial que empieza a las seis y media de la mañana durante tres días y sobrevives, te dan un diploma.

Que pensaréis: bueno, total, es darse un madrugón sólo y luego lo de siempre. ¡Pues no!, que hay que ver cómo sois, ¡¡si es que Jonathan ha hecho mucho daño en internet!! ¡¡que ahora resulta que lo sabéis todo!! pues es que la clase empieza yendo a correr por ahí por las calles de Tokyo, y luego después habrá que ver quién es el guapo que es capaz de levantar la piernaca sin que se le agriete un huevo…

¿Os he dicho que es a las seis y media de la mañana?
¿y que es durante tres días?

¡¡No pasa nada!!

Porque he seguido un duro entrenamiento todas las noches para acostumbrar el cuerpo y la mente a tamaño desafío termometril…


OSSSSS

Informe de situación

Viernes, 16 de Enero
05:00 – suena la alarma del móvil, que aunque es un iPhone, da por saco igual, o incluso más porque da pena pegarle
05:15 – vuelve a sonar la alarma que yo y mis legañas hemos reprogramao
05:27 – me arrastro por el suelo cual molusco gasterópodo provisto de una concha espiral y consigo poner en marcha la cafetera abriendo los párpados a un 5% de su capacidad real
05:35 – mientras me tomo el café, Neki me habla y soy capaz de llevar una conversación más o menos coherente aunque no me acuerdo de lo que me ha dicho
06:00 – salgo de casa a toda leche sabiendo que como no espabile, voy a llegar más tarde que el tren de la Robla
06:23 – llego a la estación de Ikegami después de una carrera de 20 minutos subiendo y bajando las colinacas que hay desde mi casa, y entre resoplido y resoplido me meto una chupabolsa de energía
06:27 – llego a la estación de Kugahara, sigo corriendo y me meto en el vestuario, que está petado de gente contra todo pronóstico
06:30 – justo cuando Murakami sensei ordena que nos pongamos en fila, ahí estoy yo ya cambiado y todavía resoplando pulmón y cuarto. Empezamos el calentamiento habitual de todas las clases, lo de correr por la calle parece un bulo que me han querido meter.
06:45 – pues no! nos ponemos calcetines, playeras y chamarra y nos vamos a correr con el relente, cuarenta tios en kimono por la calle y la gente ni nos mira raro ni nada. Bueno, a mi si, pero con estos no-pelos no me extraña
07:15 – volvemos al dojo después de una carrerita bastante suave, aunque con bastante frío, la cosa no pinta tan mal…
07:20y un pepino!! (Ale, sin ofender) durante más de media hora, Murakami sensei nos ordena ponernos en kibadachi, la posición más salada de Karate, y nos liamos a tirar puñetazos contando diez cada uno
07:55 – somos 40 tíos y hemos hecho 5 tandas… echad cuentas… 2000 puñetazos al aire manteniendo la posición!!!!
08:00 – después de un simbólico estiramiento, nos cambiamos y cada uno se pira a su oficina a intentar sobrevivir lo que queda de día. Salgo de allí con más hambre que la Bimbambún y subir o bajar escaleras se convierte en todo un sudoku.

Apunte de hoy: la cosa no ha estado tan mal, de no ser porque mañana también toca madrugón y… encima… ¡¡¡¡ voy a tener unas agujetas del 14 y medio en la escala Richter !!!

Bilbao

Es la ciudad que queda a unos 20 kilómetros de mi pueblo y que no pisé sin la compañía de mis padres hasta que tuve cerca de 15 años. Recuerdo ese día, en el que la mayor parte de mis amigos iban al cine, pero a mi no me dejaban. Yo estaba allí con la chamarra puesta discutiendo con mi madre en la cocina de mi casa mientras desde la ventana se veía a todos mis amigos esperando al tren en la estación. No tenía permiso, y mucho menos dinero, pero aún así yo no daba mi brazo a torcer y suplicaba que me dejara hacer lo que todos.




Como madre sólo hay una, y como la mía ninguna, me ví sacando «ida y vuelta a Bilbao» con todos mis amigos apenas unos momentos antes de que llegase el tren. Y aunque no recuerdo qué película vimos, si sé que el dinero me llegó para comprar palomitas y que llegué a casa pensando que ya era mucho más mayor que la edad que tenía.





Otras veces iba con mis abuelos a ver a mi primo a Basauri, y si esto pasaba, normalmente dormía en su casa para poder estar en la estación con tiempo. Bueno, por eso y porque en casa de los padres de mi padre siempre se estaba bien a pesar del volumen de la televisión que se escuchaba desde fuera del edificio sin problemas. Ellos jugaban a las cartas mientras yo les miraba y me reía, y a él le chivaba las cartas de mi abuela, aunque daba igual porque siempre perdía y se enfadaba porque mi abuela, encima, «era una trampoliñas».

Y en el tren, camino de Bilbao, él trataba de enseñarme los nombres de las estaciones que se sabía de memoria mientras ella sujetaba los billetes de cartón en la mano, para que no se perdiesen durante los más de cuarenta minutos que duraba el viaje.


Unos años después cambié las visitas esporádicas al cine y a las rebajas por la rutina diaria de ir a la universidad. Día tras día, mes tras mes, año tras año fui descubriendo que la ciudad era mucho más pequeña de lo que mi imaginación creía y hoy en día no entiendo cómo me pude perder tantas veces.




La carretera sustituyó a los andenes, y a la carretera las llaves de un piso, y entonces Zalla pasó a significar visitar a mis padres mientras que el puente de Deusto, Abandoibarra y el Casco Viejo ya eran barrios de mi ciudad como lo son ahora Shibuya, Asakusa o Kugahara.



Hace dos semanas pasee por Bilbao consiguiendo que mis pupilas se desintoxicasen de neones, que mis piernas se desacelerasen, que mis oidos se acostumbrasen a entender lo que escuchaban sin poder evitar sentir vergüenza al hacerlo después de un tiempo, que sin ser tanto, me pareció una eternidad.

El olor de los puestos de castañas asadas me recordó al barrio chino de Yokohama, las tiendas de ropa se me antojaron vacías, las casas me parecieron enormes y los parques diminutos, los edificios preciosamente antiguos, las calles sucias pero llenas de vida, los transportes lentos y sujetos a un azar que había olvidado, las gentes ruidosas…



Y como si yo fuese el protagonista de una obra de teatro que dura ya 32 años, no puedo más que sentirme agradecido de haber vivido, de haber conocido, de haber actuado en escenarios tan maravillosos… por lo distintos.



El chocolate de pistacho

En cuanto vi en la tienda el papel verde desde lejos me dije: ya está liada, los del Meiji han vuelto a sacar las tabletas de chocolate de té verde, Tosca vete preparando los ahorros que te vas a poner tibio este invierno.

¡Pero que no!, que los tíos lo que han hecho ha sido sacar una que han bautizado «al rico pistacho» y que tiene esta pinta:

A la derecha salen unos pistachillos ahí a medio abrir, el envoltorio verde… a ver a qué sabe…

Pues sabe ni más ni menos que al chocolate blanco de toda la vida. Vamos, que de pistacho no tiene más que el nombre y un poco el colorcillo…

En fin, ya está metido a la lista, que no se diga que se deja algo sin probar, aunque este en cuestión no es como para mentar a la madre de Peneke, si acaso a una prima como mucho…

Cuestión de números

Pues si, porque la máquina de cortarse el pelo tiene números, y normalmente está prohibido acercarse eso al melón si la ruedita no marca por encima del 10. Pero claro, si se tiene prisa por acabar, la máquina se atasca y al quitar la pieza y volverla a poner, uno se olvida de reajustarla al 14, entonces pasa lo que pasa….

Y no quedó más remedio que igualar!

Ayer tuve tres ideas y se me congelaron dos, ¡¡menuda rasquilla por la coronilla!!

¡Señor! ¡si, señor! ¡zuzordene mi zargento!

El día’l kimono

Vosotros habéis tenido que si el día de Navidad, que si reyes… pues que sepáis que hoy el que no he currao he sido yo, que es fiesta en los japones!! Hoy es santo mayor o algo así, el día en el que los que han cumplido 20 añetes recientemente o los van a cumplir en nada se me visten de galas con sus kimonos. Yo no tengo muy claro qué es lo que hacen o lo que dejan de hacer, pero si que se me ha ocurrido tirar para el Meiji Jingu, que es un templaco muy famoso, para ver qué jipiaba.

Y lo primero que he visto ha sido una exposición de figuras de hielo según iba por el parque:

Que con el frío que hace, si yo me hubiese parao más de cinco minutos, me habría convertido en una!! que birujiiii

A esta pobre se le había descongelao un pie, pobrecitaaa

¿Os queréis creer que me ha dado pena ver el pie ahí suelto? Hasta he pensado en ir a comprar un flash para intentar empalmárselo otra vez!!

Tiene mérito! y viendo el ritmo con el que goteaban, digo yo que las habrán hecho esta mañana

¡Y había un porrón de ellas! A la tercera, he decidido dejar de hacer fotos y meter las manos a los bolsillos, su hábitat natural

Por el camino me he ido cruzando con alguna moza casadera vestida con kimono. La cosa es que se supone que el día no es sólo para las chicas, pero es que son las protagonistas absolutas… y la verdad es que no he visto a un sólo tío vestido con kimono, incluso había parejas que estaban cogidos de la mano, él con vaqueros y ellas así de guapas:





No os olvidéis de pasaros por Nihon mon amour, que Nuria ha contado cómo se llama de verdad el día de hoy, lo que significa y lo que se hace.

Sales de baño

Me he aficionado a tomarme un baño ahí un ratazo largo a las noches, y mucho más ahora que hace más frío que en los bolsillos de Walt Disney. Y como soy un señoritingo, no os creáis que me tomo los baños ahí con agua sólo, no señor, yo me compro sus sales de baño que encima aquí venden de cinco mil tipos.

Estas dos me llamaron la atención:

Las vendían en el barrio chino de Yokohama. Son para adelgazar, y sale un Bruce Lee ahí todo fondón! Be un tirillas my friend!

Yo estas interpreto que son para el día después de su nombre, vamos, pa la resaca

Conversaciones de aeropuerto

Narita, Tokyo. Día de marchar.
Mientras imprimo el billete en las máquinas, donde elijo asiento en la puerta de emergencia al lado de la ventanilla, una chica me pregunta si tengo algún problema con el ordenador y si necesito ayuda. Declino su oferta, saco el billete, facturo y me dirijo a la puerta de embarque. Paso por un control:

– Good morning sir, can you show me your passport, please?
– Yes.

– Buenos diasu, ¿como está? (en castellano y riéndose)
– Bien bien, good good, thank you
– Ok, thank you very much sir

Y me deja pasar sin más.


Frankfurt.
Trato de buscar la puerta de embarque del avión para Bilbao. En la cola para el control de equipaje de mano se nos cuelan cuatro personas: una vieja y tres mostrencos. Llego al control y la chica me habla en inglés sin ni siquiera mirarme a la cara:

– Si tienes un ordenador, ponlo en una bandeja a parte y lo demás ahí y pasa por el arco
– Vale

Al pasar por la maleta, ven algo raro y me paran:

– ¿Esta es tu maleta?
– Si

– Abrela

– Voy

La abro un poco acojonado por las formas, lo primero que se ve son dos sobres de Udón y Soba que Michiko me ha regalado para que se lo cocine a mis padres, con sus respectivos paquetes para hacer la salsa.

– Ah, comida basura, muy bien
– No es comida basura, es comida japonesa, así que todo lo contrario más bien

La tía visiblemente incomodada por la respuesta se dedica a sacar absolutamente todo lo que hay en la maleta y lo desperdiga por la mesa, el resto de gente espera. Cuando se aburre de ver que sólo llevo libros y cuatro tonterías, me dice:

– Vale, puede irse

Y me deja allí volviendo a intentar que todo entre en la maleta mientras se va formando una cola del copón. Yo no tengo otra manera de irme de allí que con todo dentro, así que me tiro un buen rato. La tía, encima, me mira mal como si fuese culpa mía y se dedica a cuchichear con su compañera señalándome en vez de hacer un mínimo esfuerzo por ayudarme a arreglar la que ha preparado ella sola.

Bilbao, día de volver a Japón.

Voy con mi maleta de mano un poco acojonado por si me paso de peso, lo pongo todo en la cinta transportadora y al pasar por el arco el guardia civil que está zampando chicle, me dice que deje la chamarra también. La dejo, vuelvo a pasar por el arco y me doy cuenta que llevo el cinturón metálico puesto, pero no se si ha pitado el chisme o no. El tío también se da cuenta:

– Esto te lo tenías que haber quitado antes, hombre (tono de perdonarme la vida)
– Ah vale, no me he dado cuenta hasta ahora
– Ba, ya es igual, venga tira tira

Recojo las cosas y me voy. Aquí también he tenido que poner el ordenador a parte en una bandeja él sólo.

Frankfurt. Último transbordo.
Paso con la maleta de mano por el control, el señor me da los buenos días mientras me pide el pasaporte:

– Buenos días, señor, ¿me permite su pasaporte, por favor?
– Buenos días, si si, claro, tenga
– Muy bien, todo perfecto, que tenga un buen viaje
– Muchas gracias

Narita. Tokyo. Ya llegamos.
Después del viaje más curioso de mi vida, recojo la maleta grande que había facturado y me dirijo al control. El hombre ve mi pasaporte y me habla:

– ¿Puedes hablar inglés? (en inglés)
– Si si
– ¿Puedes hablar japonés? (en japonés)
– Si, un poco (en japonés)

Después de hacer estas dos preguntas, a continuación me dice todo en dos idiomas. Primero en inglés y seguido en japonés, yo le contesto en lo primero que me sale:

– ¿Cuanto has estado fuera? ¿Cuanto has estado fuera? (inglés – japonés)
– Dos semanas

Así me hace dos o tres preguntas del estilo en dual, y después me saca un panfleto donde se ven fotos de drogas: maría, pastis… de todo

– ¿Lleva algo de esto en la maleta?
– No

La siguiente hoja es de armas: pistolas, espadas, cuchillos

– ¿Y algo de esto?
– Tampoco

No se si no se lo cree, o es que está aburrido, así que me pide abrir la maleta. Yo ya resignado la abro, lo primero que se ve es un plumifero de Karate que me compré y que resulta que está más arrugado que la pata de Periko:

– SKIF, esto es de Karate, ¿verdad?
– Si, Shotokan
– Está muy arrugado, disculpe.

Y coge el tío y se dedica a sacarlo, alisarlo con la mano y doblarlo perfectamente cual dependiente de Zara. Yo me quedo chato:

– Muchísimas gracias
– Nada nada. ¿Esto que es?
(señalando a un envoltorio con un regalo)
– Es un regalo, un cuenco

Mete otra vez la chaqueta de la SKIF cuidando que la ropa no sobresalga, y llama a su compañero. Entre los dos me cierran la maleta mientras yo miro el cuidado con el que lo hacen. Después me dice que mueva los números de la combinación por si se abre sin querer, coge la maleta y la saca por el otro lado de la mesa para que no tenga que bajarla yo:

– Vale, vaya con cuidado y muchas gracias
– De nada, a ti

13 días y 12 noches

13 días hace desde que llegué al pueblo en el que nací. 12 noches durmiendo en la misma habitación que compartí con mi hermano muchos años, y que luego pasó a ser mi refugio dentro de la casa de mis padres.
Dentro de estas paredes torcidas todavía están mis sueños, mis ilusiones, mis cabezonerías de adolescente empeñado en discutirle todo a mis padres. El fuerte donde yo me hacía fuerte.

Abro un cajón y me encuentro con los trajes de Karate que empecé a usar hacia la mitad de mi vida, me topo con las cintas de música que ordenaba cada vez que llegaba la época de exámenes, con albumes de fotos que, aún reconociéndome, parecen reflejar a otro que no soy yo.

Cada armario, cada estantería contiene, como si de un libro se tratase, capítulos de mi vida que estaban enterrados en algún lugar ahí dentro detrás de mis ojos. Y aunque algunos fueron muy malos, no puedo evitar emocionarme y sonreir ante todo lo vivido porque lo que soy ahora no es más que la suma de todos ellos, y no hay uno sólo del que me avergüence.

Salgo a la calle y paseo con la cámara en la mano, como si todavía estuviese en Tokyo. Pero resulta que aquí conozco a casi todo el mundo, así que aprendo a saludar de nuevo: un movimiento de cabeza y una o dos palabras del estilo de «hasta luego» o «aupa ahí» como tanto dicen por aquí. Alguno me reconoce como «el de los videos de Japón», aunque la mayoría ni siquiera se habrá enterado que hace años que ya no vivo aquí.

Vivo la rutina de mis padres con ternura, quedo con antiguos compañeros de trabajo, con amigos de los pocos de verdad que me quedan, con conocidos de siempre. Al de tres días es como si nunca me hubiese ido de aquí y las clases de ceremonia del té, el karate, los combinis y la Yamanote quedan dentro de un viejo sueño vivido hace siglos. Ni siquiera me puedo imaginar hablando en inglés.

Y hoy, en el último día de este extrañísimo año 2008, me encuentro sentado en el Oreka, un bar de mi pueblo donde se puede utilizar internet. A mi alrededor todo son caras conocidas, y raro es ver a alguien de mi edad que no esté casado y con algún niño. Abro el blog y releo entradas antiguas de «cuando vivía en Tokyo» y no me hago a la idea de que el viernes voy a volver a estar allí.

Me he ido de pintxos, he cenado en casa de unos amigos, he ido de compras, he enseñado Bilbao a un amigo japonés que vino a verme y me espera pasar una nochevieja que poco tiene que ver con la que viví el año pasado en un templo.

Y a pesar de todo… me siento fuera de lugar. Me siento vendido en el lugar donde más tiempo de mi vida he consumido. Es como si me faltase una vida que vivir aquí y que todo el mundo tiene, como si yo fuese una interferencia dentro de la rutina de este lugar que ha seguido su curso sin mi.

Sabiendo que la misma sensación la he vivido muchísimas veces en Tokyo, me asustar pensar que ya no sé dónde está mi sitio. Pero mientras trato de averiguarlo, tengo claro que más que los lugares, con lo que más me quedo es con las personas que aquí y allá han ido haciéndose un hueco en mi corazón.

Y espero poder volver a verlas a todas en el año que empieza en nada.