Archivo de la categoría: Kokoro

Te pido perdón


Te tengo que pedir perdón porque miento cuando digo que soy de Bilbao, y tú sabes que no es verdad mejor que nadie. Porque tuyas son las calles que he ido pisando con cada nuevo número de pie que iba estrenando.

Porque aunque no te lo creas, me acuerdo del día en que un vecino me dejó su bici y fui capaz de dar muchos pedales antes de caerme al suelo, y corrí escaleras arriba a decirle a mi madre que me quitase las dos ruedas pequeñas de atrás de la mía, porque ya me había hecho mayor y no las necesitaba. Y sé que tu me has guardado el secreto de todas las veces que me caí por no querer admitir que había sido demasiado pronto.




También sé que sabes que ponía clavos en las vías del tren para hacerme navajas con mis amigos, y después íbamos al jardín de la casa abandonada, el «chalet», para cortar ramas de los árboles pequeños y hacernos flechas. Y, como a la mayoría de los que jugábamos donde ahora tienes el ayuntamiento, me has visto caerme a la vieja piscina y tratar de salir entre sapos, musgo y lágrimas.



Cuando por fin mi madre se pudo sacar el carnet de conducir, el R7 de la familia eras tu el que lo vigilabas, y nos dejabas salir de vez en cuando para ir a la playa de Castro Urdiales en viajes de mil curvas y mareos, y cintas de música, de noventa, para no tener que darles la vuelta más de un par de veces.



La mitad de mis amigos iban a la otra escuela que albergabas, y ellos empezaron a estudiar inglés unos años antes que yo, así que seguro que te reiste cuando César me puso aquel mote de «Koki» porque aquél día estudiaron cómo se decía «galleta» en inglés y el sonido le pareció lo suficientemente gracioso como para adjudicármelo de nombre. Recuerdo como algunos amigos llamaban y preguntaban por Koki en vez de por Oskar, y mi madre decía que allí no vivía nadie con ese nombre, y Javi se reía.

Quizás no sepas que cuando volví a verte en navidades, todavía hubo gente que me llamó así después de 20 años.



Sabrás que Mari Carmen y Maribel, las chicas de la librería de al lado del portal de casa, me guardaban los tebeos de Goku que recogía cada viernes, y llevaban la cuenta que, en teoría, yo pagaba a fin de mes aunque muchas veces lo hacía mi madre, lo que tampoco importaba mucho porque el dinero de mi paga venía del mismo sudor.


Y seguro que sonreirás con la misma ternura con la que lo hago yo, cuando te hable de la tableta de chocolate que mi padre siempre dejaba en la vieja caja de galletas María recortada de dentro del armario, y que yo me comía a escondidas, y él reponía. Y ninguno decíamos nada.

Acabé de estudiar en tu escuela quizás demasiado pronto porque quisieron que me hiciese adulto de golpe al llegar al instituto mientras yo trataba de encontrar el equilibrio entre sentirme tan mayor, tan hombre… y otras veces con tanto miedo o más que cuando era niño sin importar los cumpleaños que íbamos celebrando juntos.

Casi todas mis primeras veces fueron contigo: ver la nieve, aprender a nadar, mis amores, los desengaños, las amistades…

Recuerdo noches comiendo pipas con el Pirri en el banco de al lado del Batzoki planificando amoríos. Me vienen a la mente paseos hasta casa de mis abuelos, la niebla más espesa que haya visto nunca, viajes interminables en tren, tardes yendo a la piscina con César, el que me puso Koki, y cenas de palmeras de chocolate. Charlas con Borja y con Dani al salir de karate lo que hacía que mi madre, resignada, dejara la cena metida en el microondas sabiendo que tendría que recalentarla de todas maneras.


Aunque ahora me parece mentira, me acabo de acordar que hice la mili en la Cruz Roja donde aprendí junto con Gorka, Chema e Iñaki la teoría sobre cómo reanimar a una persona, aunque lo que más hacíamos era jugar a la playstation.




Esté donde esté, sé que tengo un lugar al que volver, que eres tu. Así que, Zalla, te tengo que pedir perdón por decir que soy de Bilbao, ¿pero sabes que pasa?, que aquí nadie te conoce y es más fácil no tener que andar con explicaciones.

Al fin y al cabo tu esperaste a que me fuera para poner un cine, así que estamos en paz.


Calor humano

Cuando uno está viviendo fuera en otro país durante una temporada, es fácil acostumbrarse y olvidarse de cómo se vivía antes. Y quizás por esto me sentí fuera de lugar en el pueblo donde nací, pero seguro que si volviese allí de nuevo, en seguida me acostumbraría y todo volvería a su cauce original como si nunca me hubiese ido.
Esto iba pensando en el avión de vuelta a Tokyo, tratando de buscar la razón por la que durante 13 días sentí que invadía una rutina que no era la mía, que mis vivencias en Japón se quedaban sólo para mí mientras los que allí seguían, lógicamente, se preocupaban de sus propios asuntos.

En el viaje de vuelta, aunque lo elegí yo, no pude evitar pensar en que tendría que molestar a las dos chicas de mi izquierda si quería salir del asiento, aunque también es cierto que la pared del avión da más juego a la hora de buscar la postura para dormir. Sin duda volvería a elegir ventanilla.

Después de unas horas nos trajeron la comida, y mientras comía soba, fideos japoneses, la chica de al lado me habló en inglés. La conversación empezó siendo de ascensor para, inesperadamente, convertirse en refrescantemente amena. Me contó que ese tipo de fideos son famosos de la región donde nació y que ella, junto con un grupo de más de cincuenta japoneses, venían de hacer un viaje por España. Durante ocho días habían pasado, casi contrareloj, por Madrid, Toledo, Córdoba, Sevilla, Granada, Valencia y Barcelona. Ni rastro del País Vasco, como de costumbre.

Me estuvo enseñando fotos, hablamos sobre las diferencias entre ambos países y fue curioso comprobar cómo mucho de lo que me contó coincidía con mis propias impresiones aunque alguna que otra vez tuve que luchar contra tópicos como el de la siesta que, supuestamente, todos disfrutábamos a diario con el consentimiento de las empresas.

De vez en cuando nos dormíamos, quizás veinte minutos, quizás horas, para que cuando volvíamos a coincidir despiertos, retomásemos la conversación como si no se hubiese acabado. Pasábamos de churros con chocolate a sopa miso y arroz, de la Alhambra de Granada al Toshogu de Nikko, de cómo habla la gente de Andalucía a cómo son los de Osaka, de que allí todos son chinos a que aquí nosotros somos americanos…

Cuando tratando de buscar la postura dije «semai kore» (qué estrecho es esto), ella levantó el reposabrazos que nos separaba.

Cuando empecé a estornudar, ella sacó un paquete de pañuelos de su bolso y me lo dió, y cuando contesté que sí a la pregunta de si tenía frío, ella me puso por encima la mitad de su manta.

Así nos dormimos uno apoyado en el otro en un sofá improvisado con dos asientos de avión entre dos mantas y un par de chaquetas.

Tiempo después aproveché el momento en que las dos chicas fueron al baño para hacer lo propio, y llegué a la puerta a la vez que una señora a la que cedí el paso. Me hizo una reverencia, y pude sentir de nuevo que casi volvía a estar en Japón.

Con la espalda y las piernas aliviadas y agradecidas por haber estado de pies, me senté otra vez en mi sitio, y me dormí. Entre medias sentí que ella volvía, apoyaba su cabeza en mi hombro y me hablaba:

– ¿Sabes? la señora del baño es mi madre
– Anda, no lo sabía
– Claro que no. ¿Cómo lo ibas a saber?

Después me apretó el brazo y seguimos durmiendo… hasta que de repente el avión se empezó a sacudir. No es que fuese mucho, pero que se encendiese la señal de abrocharse el cinturón y que el piloto hablase fue bastante para que nos asustásemos. Cuando me quise dar cuenta, ella me había cogido de la mano y me la apretaba con fuerza. Yo le decía que no pasaba nada aunque no me lo creía y muerto de miedo le hablaba para tratar de tranquilizarla mientras me esforzaba por parecer seguro de mí mismo.

Las turbulencias no fueron nada, pasaron pronto, no duraron más de diez minutos pero nuestras manos siguieron enlazadas mucho más tiempo.

Apagaron las luces y con la ayuda de la oscuridad, compartimos sueños y mucho más que nunca contaré porque aunque artificial, era una noche y las noches son secretas.

Aquel primer sábado del 2009 nos despedimos justo antes de aterrizar sabiendo que ella volvería con sus padres y fingiriamos que seguíamos siendo desconocidos.

Y cuando por fin pude meterme en el futón a dormir, me di cuenta de que a pesar del peso de mi equipaje, del peregrinaje por andenes y estaciones inundadas de gente, de lo incómodo del regreso… yo no había parado de sonreir en todo el camino a casa.


Gentes

Me monto en el tren en Shinjuku, y cuando las puertas parece que se van a cerrar se escucha un grito que dice algo así como «heeeey» que sobresalta a medio vagón y entran un grupo de extranjeros. Hablan en castellano con acento argentino, creo, y se hacen un hueco en el vagón a fuerza de empujones y risas. El que lleva la maleta de ruedas dice «me están tocando, siii, viciosos» en voz alta y el resto se ríe a carcajadas.

Los demás nos limitamos a ignorarles.

Por el camino, el de la maleta de ruedas que parece ser el payaso oficial del grupo, hace todo tipo de ruidos obscenos dando a entender que le están tocando todo el rato. Los demás le ríen la gracia.

El tren llega a Harajuku, su parada, pero hay mucha gente, así que empiezan a dar gritos en castellano: «a ver que nos bajamos, apartaos, venga que salimos, venga«. Pero al de la maleta le cuesta pasar un poco más así que decide ser más directo «hijos de puta, no veis que queremos salir«, y de nuevo carcajadas.

Yo, como único extranjero cercano que quedo dentro del tren, me muero de vergüenza y no consigo levantar la mirada del suelo durante un buen rato.

Cuando salgo en mi estación y voy andando para casa, me cruzo con un viejo japonés que está borracho y me empieza a hablar en tono despectivo. Me llama «mister» y yo ni le contesto, él insiste «mister, mister, omae» y algo más que no entiendo pero que suena mucho a insulto, al igual que su actitud. Cuando me he alejado de él, miro para atrás y resulta que me sigue gritando con los dos brazos en alto como envalentonado por haberme espantado.

Y entonces es cuando pienso que ser gilipoyas no entiende de nacionalidades.

Bilbao

Es la ciudad que queda a unos 20 kilómetros de mi pueblo y que no pisé sin la compañía de mis padres hasta que tuve cerca de 15 años. Recuerdo ese día, en el que la mayor parte de mis amigos iban al cine, pero a mi no me dejaban. Yo estaba allí con la chamarra puesta discutiendo con mi madre en la cocina de mi casa mientras desde la ventana se veía a todos mis amigos esperando al tren en la estación. No tenía permiso, y mucho menos dinero, pero aún así yo no daba mi brazo a torcer y suplicaba que me dejara hacer lo que todos.




Como madre sólo hay una, y como la mía ninguna, me ví sacando «ida y vuelta a Bilbao» con todos mis amigos apenas unos momentos antes de que llegase el tren. Y aunque no recuerdo qué película vimos, si sé que el dinero me llegó para comprar palomitas y que llegué a casa pensando que ya era mucho más mayor que la edad que tenía.





Otras veces iba con mis abuelos a ver a mi primo a Basauri, y si esto pasaba, normalmente dormía en su casa para poder estar en la estación con tiempo. Bueno, por eso y porque en casa de los padres de mi padre siempre se estaba bien a pesar del volumen de la televisión que se escuchaba desde fuera del edificio sin problemas. Ellos jugaban a las cartas mientras yo les miraba y me reía, y a él le chivaba las cartas de mi abuela, aunque daba igual porque siempre perdía y se enfadaba porque mi abuela, encima, «era una trampoliñas».

Y en el tren, camino de Bilbao, él trataba de enseñarme los nombres de las estaciones que se sabía de memoria mientras ella sujetaba los billetes de cartón en la mano, para que no se perdiesen durante los más de cuarenta minutos que duraba el viaje.


Unos años después cambié las visitas esporádicas al cine y a las rebajas por la rutina diaria de ir a la universidad. Día tras día, mes tras mes, año tras año fui descubriendo que la ciudad era mucho más pequeña de lo que mi imaginación creía y hoy en día no entiendo cómo me pude perder tantas veces.




La carretera sustituyó a los andenes, y a la carretera las llaves de un piso, y entonces Zalla pasó a significar visitar a mis padres mientras que el puente de Deusto, Abandoibarra y el Casco Viejo ya eran barrios de mi ciudad como lo son ahora Shibuya, Asakusa o Kugahara.



Hace dos semanas pasee por Bilbao consiguiendo que mis pupilas se desintoxicasen de neones, que mis piernas se desacelerasen, que mis oidos se acostumbrasen a entender lo que escuchaban sin poder evitar sentir vergüenza al hacerlo después de un tiempo, que sin ser tanto, me pareció una eternidad.

El olor de los puestos de castañas asadas me recordó al barrio chino de Yokohama, las tiendas de ropa se me antojaron vacías, las casas me parecieron enormes y los parques diminutos, los edificios preciosamente antiguos, las calles sucias pero llenas de vida, los transportes lentos y sujetos a un azar que había olvidado, las gentes ruidosas…



Y como si yo fuese el protagonista de una obra de teatro que dura ya 32 años, no puedo más que sentirme agradecido de haber vivido, de haber conocido, de haber actuado en escenarios tan maravillosos… por lo distintos.



13 días y 12 noches

13 días hace desde que llegué al pueblo en el que nací. 12 noches durmiendo en la misma habitación que compartí con mi hermano muchos años, y que luego pasó a ser mi refugio dentro de la casa de mis padres.
Dentro de estas paredes torcidas todavía están mis sueños, mis ilusiones, mis cabezonerías de adolescente empeñado en discutirle todo a mis padres. El fuerte donde yo me hacía fuerte.

Abro un cajón y me encuentro con los trajes de Karate que empecé a usar hacia la mitad de mi vida, me topo con las cintas de música que ordenaba cada vez que llegaba la época de exámenes, con albumes de fotos que, aún reconociéndome, parecen reflejar a otro que no soy yo.

Cada armario, cada estantería contiene, como si de un libro se tratase, capítulos de mi vida que estaban enterrados en algún lugar ahí dentro detrás de mis ojos. Y aunque algunos fueron muy malos, no puedo evitar emocionarme y sonreir ante todo lo vivido porque lo que soy ahora no es más que la suma de todos ellos, y no hay uno sólo del que me avergüence.

Salgo a la calle y paseo con la cámara en la mano, como si todavía estuviese en Tokyo. Pero resulta que aquí conozco a casi todo el mundo, así que aprendo a saludar de nuevo: un movimiento de cabeza y una o dos palabras del estilo de «hasta luego» o «aupa ahí» como tanto dicen por aquí. Alguno me reconoce como «el de los videos de Japón», aunque la mayoría ni siquiera se habrá enterado que hace años que ya no vivo aquí.

Vivo la rutina de mis padres con ternura, quedo con antiguos compañeros de trabajo, con amigos de los pocos de verdad que me quedan, con conocidos de siempre. Al de tres días es como si nunca me hubiese ido de aquí y las clases de ceremonia del té, el karate, los combinis y la Yamanote quedan dentro de un viejo sueño vivido hace siglos. Ni siquiera me puedo imaginar hablando en inglés.

Y hoy, en el último día de este extrañísimo año 2008, me encuentro sentado en el Oreka, un bar de mi pueblo donde se puede utilizar internet. A mi alrededor todo son caras conocidas, y raro es ver a alguien de mi edad que no esté casado y con algún niño. Abro el blog y releo entradas antiguas de «cuando vivía en Tokyo» y no me hago a la idea de que el viernes voy a volver a estar allí.

Me he ido de pintxos, he cenado en casa de unos amigos, he ido de compras, he enseñado Bilbao a un amigo japonés que vino a verme y me espera pasar una nochevieja que poco tiene que ver con la que viví el año pasado en un templo.

Y a pesar de todo… me siento fuera de lugar. Me siento vendido en el lugar donde más tiempo de mi vida he consumido. Es como si me faltase una vida que vivir aquí y que todo el mundo tiene, como si yo fuese una interferencia dentro de la rutina de este lugar que ha seguido su curso sin mi.

Sabiendo que la misma sensación la he vivido muchísimas veces en Tokyo, me asustar pensar que ya no sé dónde está mi sitio. Pero mientras trato de averiguarlo, tengo claro que más que los lugares, con lo que más me quedo es con las personas que aquí y allá han ido haciéndose un hueco en mi corazón.

Y espero poder volver a verlas a todas en el año que empieza en nada.

Kokoro

Hace casi dos años sentía pena, añoranza de las horas pasadas apenas unos momentos antes, miedo a lo desconocido. Lágrimas imposibles de contener, escondidas, disimuladas dirigiendo la mirada a la ventana del avión para que sólo el cielo las vea. Pensamientos que no se pueden detener, de lo vivido, de lo que dejo atrás, de lo que vendrá. Intento pararlos leyendo el libro que descansa en mi regazo, pero no consigo concentrarme en aquellas letras y vuelvo a llorarle al cielo una y otra vez.

Me confundo con miles de personas que buscan, como yo, donde tienen que estar para cambiar de avión. Si, Tokyo está un poco más cerca, pero también Bilbao y Zalla cada vez más lejos.

Por fin llego donde debo estar, me siento en el suelo y ésta vez consigo avanzar con el libro que todavía está húmedo por la última lágrima derramada. Trato de leer esa página rápido, me salto párrafos intentando dejarla atrás y, con ella, mi vida anterior. Como si al no verla, al no pensar en ella, todo se hiciese más fácil.

Vuelvo a estar sentado dentro del avión, ésta vez será infinitamente más largo, como seis veces más, así que tengo mucho más tiempo para sentir mis pensamientos, pensar mis sentimientos…

Y por más vueltas que le doy, no consigo saber si es la decisión correcta, no hay nadie a mi lado con quien hablarlo y lo peor es que tampoco habrá nadie allá donde voy.

Estoy sólo, yo y el cielo.

El libro consigue atraparme con su historia y junto con dormir y despertar incontables veces, consigo llegar a Tokyo acallando a ratos a mi corazón.

Mañana, casi dos años y miles de experiencias después, me reencontraré conmigo mismo.

Pasearé por calles que me han visto jugar, reír, llorar, crecer… lugares que saben cosas de mí que yo habré olvidado. Quizás mis pasos me lleven a aquél portal donde besé por primera vez, o al jardín de la iglesia desde el que me caí y quedé inconsciente, momento que el espejo siempre me recuerda. Volveré a entrar al bar donde me sorprendí peleándome por defender a un amigo… bares donde tenía tantos amores inconfesables disfrazados de amistad.

Volveré a ver a todas esas personas que antes estaban y ahora volverán a estar al menos durante dos semanas. Y bajo la luna, que es más mía vista desde allí, daré todos los abrazos y besos que les he ido guardando durante 667 días.

Y me sonreía

Al principio de mi calle había un mendigo, un señor cuya edad seguro que era mucho menor de la que aparentaba. En la cabeza siempre llevaba un gorro de lana de esos con una bola en la punta, y guantes medio rotos protegiendo a duras penas unas manos que la mayoría de las veces sostenían una botellita de sake del combini, eso sí, de las baratas.

Su casa estaba formada por la magistral disposición de unas cajas de cartón junto a una marquesina de madera. Su armario, que hacía las veces de nevera y estantería, era la cesta de la roñosa bicicleta que estaba aparcada siempre a su lado. Costaba creer que esa bicicleta se moviese, aunque costaba más imaginar a su dueño montado en ella.

Una noche yo volvía a mi casa, que por aquel entonces quedaba muy cerca de donde él había elegido tener la suya, y al pasar por delante me tropecé con un adoquín que sobresalía armando bastante ruido al intentar no caerme. De entre los cartones asomó una bola de lana y seguido una voz que gritó algo perfectamente entendible sin importar demasiado el idioma.
Asustado también, grité un «sumimasen» y seguramente hice una reverencia y puse bastante cara de miedo porque su respuesta fue sonreir y hacerme un gesto con la mano dándome a entender que no pasaba nada. Un segundo después había desaparecido entre los cartones.

Yo seguí mi camino con cierto temor, mirando hacia atrás de vez en cuando asegurándome de que no me seguía y recuerdo que apretaba los puños dentro de la chaqueta como para intentar darme valor en el caso en que algo malo tuviera que pasar. Pero no pasó, y al día siguiente por la mañana, como todas las mañanas, no quedaba ningún indicio de que alguien hubiera dormido en la marquesina. Ni cartones, ni botellas de sake vacías, ni siquiera mal olor. Nada.

A partir de ese día nos hemos cruzado unas cuantas veces, o más bien se puede decir que yo he pasado por delante de su casa, de su habitación, estando él allí. Si ya era de noche, le encontraba durmiendo metido en su saco de dormir azúl que a duras penas entraba en el banco de la marquesina. Y sabiendo que al día siguiente tendría trabajo que hacer bien temprano recogiendo su casa para irse a lugares que sólo él sabría, yo ponía especial atención en no volver a tropezar en el adoquín.

Si el azar quería que volviese de día, entonces él estaría sentado en su marquesina bebiendo sake y apurando algo parecido a un cigarrillo. La primera vez creyó reconocerme y me miró a la cara desde lejos, cuando yo incliné la cabeza a modo de saludo-confirmación, él me sonrió y repitió el gesto. Y desde entonces, siempre que nos cruzábamos, él me sonreía y yo insconcientemente aminoraba el paso para disfrutar de esa sonrisa que me parecía tan amigable, tan sincera a pesar de estar compuesta por cuatro dientes horribles colocados a destiempo.

Yo volvía de mi mundo de oficinas, ordenadores y estrés, y me cruzaba con su mundo, el de cajas de cartón, días al aire libre y botellas de sake de las baratas pagadas con dinero que no quiero ni pensar de donde habría salido.

Y me sonreía.

Después el invierno se recrudeció, el viento helaba el rostro y el ánimo, e incluso nevó. Y por mucho que yo volviese pronto a casa, no volví a ver cartones en aquella marquesina, ni la bici cargada de trastos escogidos sin sentido aparente, ni aquél trozo de saco de dormir azúl que sobresalía del banco, porque no le cabían las piernas.

Me lo imagino recogiendo y plegando las paredes de su casa que construyó la noche anterior en algún lugar más cálido que mi barrio. Seguramente con dolor de cabeza y con el reto de buscar qué comer ese día mientras se mueve por Tokyo con la bicicleta en las manos. Y me gusta pensar que todavía quiere sonreirle a la gente, aunque sea enseñando algún diente menos.

Todo por no aceptar que quizás haya muerto.



Nota: esto sucedió el invierno pasado


El día después

«Es la primera vez que me ponen suero» le decía a la enfermera mientras ella contestaba «hai hai» y me acariciaba el pelo. Entonces supe que la cosa no iba muy bien.

Pero dejadme que os cuente la historia desde el principio: en el verano del 2001 estábamos Bea y yo viviendo en Nakano, a más o menos cuarenta minutos de donde vivo yo ahora y a unos cinco de Shinjuku. Hacía un par de días que tenía una tos que cada vez sonaba peor, pero aquél viernes en la oficina noté que tenía fiebre. Yo tengo mis teorías sobre mi mismo, que nadie se toma en serio pero que yo sé que son verdad, así que me da igual. Como la de que ya no me duele la cabeza de vez en cuando porque he dejado de beber café, o que ya no me duele el estómago porque he dejado de beber leche. No se si tendrán su base científica o no, pero a mi me funcionan y ya procuro no contarlas porque nadie se las cree y todo el mundo me vacila. En fin, seguro que a Edison le cayeron unas cuantas cuando contó de la bombilla esa.

Bueno, pues ese viernes que estaba delante del ordenador decidí levantarme y le dije a Natsuyo que tenía fiebre y que me iba a casa. Ella no dijo nada, aún sin ver termómetro alguno, pero bastante raro era el gaijin spanish este que le habían puesto al lado como para preguntar. Mi teoría se confirmó con el que compré en el combini, y esa misma tarde Takeshi, mi jefe, me acompañó al médico que decía que lo que tenía era una infección de garganta y que por eso tenía fiebre, que nada, que unas pastillacas y a dormir el fin de semana.

El caso es que era ya martes y la fiebre estaba más alta que nunca, con tiritonas y, según Bea, hasta delirios de los que yo no me acuerdo. Ahora que si me acordase tampoco serían delirios, digo yo… por lo visto le hablaba a mi madre y toda la pesca. Yo me moría de frío aún sudando, no era capaz de comer nada, pero esto era en pleno verano y Bea se asaba porque no le dejaba poner el aire acondicionado, aunque lo ponía a veces porque si no la que se iba a morir iba a ser ella, pero asada.

Así que nos fuimos al hospital de Nakano, directamente, y allí lo primero que hicieron fue ponerme suero. Y recuerdo especialmente ese momento, el de decirle a la enfermera, una señora japonesa de unos cincuenta y pico años, que nunca me habían puesto suero y ella me decía que si que si, que vale. La cosa es que yo hablaba en castellano, como si me fuese a entender, y ella me acariciaba el pelo dándome la razón y, con ella, la impresión de que estaba yo mucho peor de lo que pensaba, que ya era bastante.

Recuerdo estar sentado en una sala de espera, agarrando el chisme ese que sujeta el suero con mi mano derecha, como en las películas. Había un tío al lado mío que estaba peor que yo, o eso quería yo creer, que me hablaba en italiano y al que yo no entendía ni pepperoni. Me acuerdo de querer ir al baño, levantarme, andar dos o tres pasos y caerme al suelo mareado. Creo recordar que me sacaron sangre, aunque esto no lo tengo nada claro, y que Bea dice que me salvó la vida cuando se acabó el suero y cerró el gotero ese porque si no entraba aire en la vena o no se qué (gracias Bea, por si acaso).

El caso es que al de un par de días me empezaron a salir granos, y entonces fuimos otra vez al hospital y el espabilado del médico me diagnóstico «measles» que a mi me daba igual lo que significase, pero que por favor, que me curase. Y me dio más medicinas, ni se cuantas, creo que en cada toma me metía unas cinco pastillas de distintos colores: la de la fiebre, la que protegía el estómago, la que me protegía de mi mismo… vete tu a saber. Y cuando llegué y leí en el diccionario que tenía sarampión, ya es cuando me quedé flipao. Mi madre por fin dudó en que lo hubiese pasado de pequeño, que ya estaba claro que no, y fue extrañísimo ver mi cuerpo serrano de casi 25 años lleno de granos.

Bea me trajo una casita como de bricolaje, de esas que te vienen todo palitos y los tienes que ir pegando hasta montarla entera. Me salió un experimento bastante curioso, aunque estoy seguro que sin fiebre hubiese quedado igual de mal… aunque es la excusa que puse. Y entre pegar y despegar, por fin se me quitaron la fiebre, los granos y tenía hasta hambre, aunque tengo que reconocer que de vez en cuando sigo delirando en voz alta, no os asustéis, si eso decidme «hai hai» y acariciadme el pelo, que se me pasarán.

Así que llegó el lunes, pero yo decidí que no iba a ir a la oficina, sino que me escaqueaba y me fui a dar una vuelta por Shinjuku. Iba con una sonrisa en la boca, porque las había pasado muy chungas las dos semanas anteriores, y de verdad que era muy feliz de poder salir a la calle otra vez. Andaba muy rápido, como queriendo ver todo antes, adelanté a unos extranjeros y cuando les llevaba un par de metros de ventaja me pareció oirles hablar en castellano. Frené un poco, dejando que me alcanzasen, y entonces uno me habló:

Excuse me, do you know how to go to the metropolitan building? (acentazo)
¿Vosotros de donde sois chatos?
Coño!!, de España
Jaja, yo también, anda que no se os nota. Yo soy de Zalla, un pueblo de cerca de Bilbao
Jodé, nosotros somos de Bilbao también!! Y de Zalla conocemos a Fernando Caldera, ¿le conoces?
Claro que le conozco, fuimos al instituto juntos, que juega super bien al tenis
Si si, jodé que casualidad! pues es que te hemos visto que llevabas una bolsa, y hemos pensado «este tío controla de aquí, que ya se atreve a hacer compras y todo»
Jajaja, pues llevo unos cinco meses viviendo. Mira, estamos super cerca del edificio al que queréis subir, os acompaño a la entrada. Con el día que hace hoy, igual hasta podéis ver el Fuji y todo.

Después nos despedimos, y muchos meses después me encontré con Fernando en un bar en Zalla y le conté la anécdota. Curiosamente uno de los chicos estaba esa noche allí y aunque no me acordaba de su cara, nos estuvimos echando unas risas acordándonos de todo el lío, pobres, tuvieron que aguantar la aventura del abuelo cebolleta y su sarampión en Tokyo.

Todo esto viene a que desde el viernes he estado albardado en el futón con fiebre, pasando una gripe asquerosísima. Llevo cuatro días mareado, sin ganas de comer, tosiendo… en fin, para qué entrar en detalles. Y hoy me he levantado fresco, curado, así que he decidido que tampoco voy a la oficina y me voy a ir en un rato a Shibuya a dar una vuelta y a disfrutar de este día tan bonito que ha salido. Y si hoy también me encuentro a algún paisano, entonces ya podéis iros preparando, porque publicaré el libro con mis teorías que revolucionarán al mundo.

No tengo claro si esto es fiebre o no, pero yo me encuentro mucho mejor. Así que hasta luego!

Fernando, donde quiera que estés, un abrazo enorme.

Las noches secretas

Hace poco que se ha celebrado el 30 aniversario de la asociación SKIF, la fundada por Hirokazu Kanazawa, así que gente de todo el mundo ha venido a entrenar con nosotros durante dos semanas. Aprovechando el evento, mis profesores han organizado cursos, exámenes y actividades para los invitados, se ha intentado por todos los medios que su estancia en Tokyo haya sido lo más placentera posible.

El anfitrión por excelencia ha sido Murakami sensei, experto en la materia por estar siempre viajando por el mundo a los gimnasios cuyos propietarios eran los invitados esta vez.

Una tarde había quedado con Fran después de Karate para tomar algo y resulta que ese día habían llegado los de Chile y se vinieron con nosotros. Fue una cena curiosa, tranquila, amena en un izakaya cercano donde nos dimos cuenta que a pesar de venir de países totalmente distintos, el idioma establece vínculos, aún más si cabe estando en Japón.

Nepal, Francia, Italia, Grecia, Suecia, México… más de diez nacionalidades contamos un día, pero lo que es más importante: personas que al final resulta que no somos tan distintas entre nosotros a las que nos unía una misma afición, un mismo estilo de vida, una misma forma de mirar.

A todos les sorprendía que yo no estuviese tan de paso como ellos, y con oídos de alguien que no sabe, mi japonés les llamaba la atención con lo que no me fue dificil establecer cierto grado de amistad con muchos de ellos. Así que Murakami sensei siempre se acordaba de invitarme a todas y cada una de las veces que se los llevaba a cenar después de los entrenamientos.

El resultado era que yo llegaba a casa entre semana en el último tren con más cervezas de las que habría pedido y con una mezcla de idiomas en mi cabeza que, lejos de resultar confuso, me hacía sentir que era parte de algo mucho más grande. «Hijos de la tierra», dijo una vez Kanazawa Kancho como colofón a una clase maravillosa en un inglés que se quedó grabado en mi mente. «Sons of Earth», qué bonito cuando uno se da cuenta realmente de lo que significa.

En esas noches se compartían mil anécdotas, la mayoría de las cuales venían de los viajes de Murakami sensei a cada uno de los gimnasios de los que estaban allí, que resultaron ser expertos en sus respectivos países. Y cada noche, aún siendo parecida, era distinta porque venía alguien nuevo, o faltaba algún grupo que ya había vuelto. Lo que nunca faltaban eran la invitación de Murakami sensei después de las clases y el dolor de cabeza combinado con agujetas del día siguiente en el trabajo.

Los últimos que quedaron fueron los belgas y los suecos, y el miércoles pasado se repitió el ritual. Hay veces en que uno conoce a alguien con el que siente que se va a llevar bien, porque se tienen pensamientos comunes o quizás no, pero es fácil darse cuenta cuando ocurre porque uno conecta. Eso pasó con los chilenos que ya no estaban, y también con la mayoría de los que estábamos allí esa noche. Así que después de la cena decidimos darle la espalda a la estación donde iba a llegar el último tren, y nos fuimos a un bar de unos amigos de Murakami sensei.

Sin importar que al día siguiente habría un ordenador esperando en la oficina, o importando, pero procurando no pensarlo.

Y bebimos, y cantamos, y pretendimos hablar en más idiomas de los que sabíamos compartiendo risas, sentimientos e incluso alguna lágrima. En mi memoria quedará siempre aquella chica japonesa que me agarraba de la cintura mientras yo cantaba una canción con su marido.

Estará la chica que nació en Israel que resultó estar en el equipo nacional de Suecia, y que daba besos por sorpresa, de tres en tres porque «en España no sabemos saludar», y no le faltaba razón a juzgar por las caras de felicidad de los que los recibíamos.

Me acordaré de que mi borrachera y yo le dijimos a Murakami que era nuestro profesor preferido por lo menos siete veces, y que él me decía que en Karate tendría el cinturón negro pero que en Karaoke no llegaba ni al naranja otras tantas.

Y mucho más que jamás se me pasaría por la cabeza ni siquiera mencionar.

Hasta que se hizo de día.

Ayer, en la clase Murakami dejó de ser mi sensei durante veinte segundos:

– ¿Fue todo bien, Oskar?
– Si, llegué muy rápido (en referencia al taxi en el que me montó)
– Me alegro

No hace falta nada más. Porque no importa de donde vengamos o qué idioma hablemos, todos sabemos que esas noches son secretas. Y lo que digamos o hagamos se queda ahí entre nosotros estableciendo vínculos cada vez más sinceros que nunca se mezclarán con los días, que son de todos.

Y así tiene que ser.




Corazón de neón

La ciudad donde vivo es ir en el mismo tren día a día a la misma hora y sin embargo ver a miles de personas desconocidas cada vez. Es tener siempre prisa, acostumbrarse a esquivar gente y a hacer colas, es un mundo de luces y sonidos artificiales que sustituye al real cuando cae la noche y los gatos no se vuelven pardos porque se siguen viendo.

A veces es una chica que quiere ser tu novia por un rato, porque eres diferente aunque sea fácil que a uno se le olvide pero otras sea tan obvio. También es sentirse sólo entre millones de personas, que es como estarlo dos veces… como la soledad al cuadrado. Aunque casi siempre es una cara amable, una sonrisa de alguien que se interesa por saber por qué ahora tu vives en su ciudad y te alaba por intentar hablar su idioma.

La ciudad donde vivo es poder comprar cualquier cosa a cualquier hora mientras algunos leen sin pagar. Y que te calienten la comida y te den unos palillos y una servilleta húmeda, y te cuenten las vueltas dos veces, y que se te estanque la canción del local en la cabeza.

Es un paseo que se acaba cuando uno se cansa, porque el camino, muchas veces marcado de amarillo, nunca tiene fin y es casi impensable encontrar una cara conocida. Es recorrer calles sin estructura aparente, sin ordenar, donde doblar la esquina dos veces no suele significar volver hacia atrás.

A veces el sol sólo se ve reflejado en cristales de rascacielos de alturas imposibles donde siempre hay alguna luz encendida en pisos casi inalcanzables para la vista, dando a entender que alguien sigue trabajando sin importar la hora o que haya un mundo allá abajo.

Otras veces es una anciana barriendo la puerta de su casa de madera mientras su marido riega las flores con una toalla anudada en la cabeza. Es una boda donde los familiares visten de negro mientras los novios llevan trajes preciosos en templos que evocan tiempos pasados. Es un grupo de niños jugando al beisbol en la calle y hombres de oficina en traje yendo en bici con el maletín en la cesta cruzándose con madres cuyo equipaje, esta vez, son sus hijos a los que llevan al colegio.

La ciudad donde vivo tiene un mar sin playas que inviten a pasar, pero con puentes de película que lo sobrevuelan y túneles que lo esquivan por debajo. Es un mar lleno de pensamientos, de recuerdos, de deseos, de miradas porque siempre hay alguien absorto en él. Muchas veces yo.

Es escuchar graznidos desagradables de cuervos, zumbar de cigarras, ladridos de perros… interrumpidos por el estruendo de los locales de alterne, de los hombres anuncio, del sonido de las estaciones, de carcajadas sincronizadas, de melodías de teléfonos móviles.

Es que el suelo tiemble y que parezca no importar, que salga un día increiblemente despejado que hace olvidar que el día anterior hubo un tifón. Que los árboles se vistan de rosa, verde y rojo, y después irónicamente se desnuden en invierno. En un ciclo sin fin.

En la ciudad donde vivo a veces alguien decide no seguir viviendo y salta a las vías del tren.

La ciudad donde vivo tiene un corazón de cemento y otro de neón.







Una más de esas historias que aburrirán a muchos, pero que a mi me harán recordar pensamientos, y también sentimientos, que están mucho más allá…

La chica de Okinawa

Fue mi primera quedada con el resto de españoles que estaban viviendo por aquí. Algunos siguen, los de siempre, aunque la mayoría ya volvieron a sus vidas anteriores con mil anécdotas que contar.

Me doy cuenta que es algo por lo que yo ya he pasado, y que lo volveré a vivir algún día quizás no demasiado lejano aunque mis anécdotas ya se han convertido en rutina y la mayor parte de las historias que tengo que contar, ya están contadas. Era impensable, entonces, adivinar que lo iba a hacer a través de la radio, o que algún japonés las iba a poder leer porque alguien creyó que eran lo suficientemente interesantes como para traducirlas y publicarlas. El alma se airea, se refresca con momentos como esos.

En aquél bar, un quinto piso de uno de tantos edificios de Shibuya, había gente famosa. Puse cara a las personas que estaban detrás de todos esos blogs con los que soñaba, por un momento, que estaba de nuevo en Japón. Luego habrá quién diga que la vida no da vueltas.

Héctor, Kirai, lo organizaba y es cierto que me impuso verle en persona. Flapy, Un Español en Japón, derrochó simpatía a todo aquel que se cruzó con él, y, sorpresa, se acordaba de mi: aquel chico con aires de empresario que casi le suplicó un enlace al Ikusuki de los viajes en su blog. Hasta me dió un abrazo y todo.

Alejandro, Ale/Pepino, vino con su gameboy y el resto quedábamos un poco en segundo plano quizás eclipsados por los veteranos que sabían pedirle al camarero sin tener que señalar ninguna foto.

Muchas copas y risas después fuimos a un bar en el que se podía estar en la calle, lo que equivalía a sentirnos, más o menos, como en cualquiera de nuestras ciudades. Y ya para acabar, nos metimos en una de las discotecas más famosas de Shibuya. Creo recordar que Ale rodó por el suelo alguna que otra vez mientras bailaba, y viendo las fotos me doy cuenta de que las cervezas que bebíamos eran Heineken y que venían en lata.

Cambiamos varias veces de planta, y con ello, de ambiente. Y finalmente nos quedamos en una. Me hizo gracia ver que alguno había conseguido ligar, aunque yo me acabé apalancando en una silla pensando más en la hora del primer tren que en establecer relaciones internacionales.

Uno de los que ligó vino donde mi y me dijo que él tenía novia y que no quería tener que arrepentirse de nada, pero que la chica parecía insistir, así que se le ocurrió que yo podía ser su sustituto. Y me la presentó, y ella se puso a bailar delante de mi, y yo, con más pena que gloria, trataba de encontrarle significado a la situación. Así que mientras ella buscaba al otro chico que parecía haberse disipado, yo decidí que allí no pintaba nada y que mejor me iba a mi casa a dormir que uno tiene ya una edad para andar jugando a ser lo que no es.

En la entrada de la discoteca me advirtieron que si salía no podía volver a entrar, decisión que no me tuve que pensar demasiado. Ya en la calle intenté contactar con algunos de dentro, pero los teléfonos no tenían cobertura, así que decidí irme sin más y ya daríamos las explicaciones otro día.

Cuando iba camino de la estación me encontré a la chica de antes sentada en una acera, la cabeza sujeta entre sus manos y con pintas de estar más muerta que viva. Le compré un botellín de agua y se lo dejé al lado de los zapatos, y sin mediar palabra seguí mi camino hasta la estación. Allí, cerca de las cinco de la mañana, había mucha gente esperando para volver a sus casas, y yo me uní a ellos. Pensé que estaba viviendo algo muy diferente al Tokyo que yo conocía de tiendas, excursiones y templos, y recuerdo que tenía una extraña sensación de satisfacción, como si ya pudiese tachar de la lista que una noche volví a casa en el primer tren, aunque el espectáculo que tenía delante no casaba demasiado.

Entonces ella vino, la chica de antes, con el botellín en la mano. Y señalándolo me dio las gracias. Se notaba que estaba esforzándose por parecer menos borracha de lo que estaba, que era mucho, y poniéndose muy seria se sentó a mi lado y empezó una retahíla de frases en japonés que a veces sonaban a enfado, a veces a tristeza y alguna que otra vez a niña de 6 años. Siempre parando, de vez en cuando, para dar pequeños sorbos de agua hasta que mi botellín quedó vacío. En ese rato pareció serenarse, como si hubiese echado fuera todo el alcohol de su cuerpo a la par que sus palabras.

Se levantó, me cogió de la mano y tiró de mí hasta que consiguió que yo también me levantase. Y, siempre en japonés, me dijo que fuésemos hasta Ebisu andando, que no estaba muy lejos y que como estaba amaneciendo, que sería un paseo agradable. Era la siguiente estación y tampoco es que tuviese nada que hacer, así que para allá que nos fuimos.

No calló en todo el camino, me contó mil cosas de las que entendí veinte y contesté a siete con mi japonés artificial de libro que estaba recién estrenado. Y cuando no se le ocurría qué más contar, inclinaba la cabeza y me soltaba un «yasashii» que viene a ser algo así como decirme que qué majo era, supongo que porque yo no paraba de sonreir que era lo único que se me ocurría al no entender casi nada.

Al de una media hora andando, hablando y escuchando, llegamos a Ebisu. Nos intercambiamos los teléfonos, y nos dijimos adios mientras cada uno cogía su tren. Al día siguiente intenté llamarla para intentar preguntar qué tal estaba, pero no me cogió, ni tampoco lo hizo al de dos días, así que no lo intenté más.

Después de aquello, de vez en cuando, aparece una llamada perdida en mi teléfono que sé que es de ella. A veces tengo el teléfono delante cuando ocurre: no deja sonar más que un tono y cuelga. Es como si aquella noche ya me hubiese contado todo lo que me tendría que contar y no hubiese más que añadir, pero que se sigue acordando. La última creo que fue hace tres meses, antes de verano.

Lo que ella no sabe es que ahora, después de un año, hubiese entendido un poco más de todo lo que me contó y no me hubiese quedado sólo con que era de Okinawa y que, creo, vino a Tokyo de vacaciones.


Los ojos de Kanazawa

Los ojos de Kanazawa

Un anciano amable, simpático, entrañable, pienso que sería fácil quererle con un mínimo de trato.

Corresponde a nuestros saludos siempre con una sonrisa en los labios y nunca se cansará de dedicar, al menos, un «konnichi wa» a cada uno de los que estamos allí.

Cuando da la clase, todo es solemnidad. Es inconcebible que alguien ría, bostece, o mire para otro lado que no sea al centro del tatami donde aquel anciano vestido de blanco descansa sentado sobre sus rodillas. Últimamente lleva traje y cinturón nuevos. Pienso en cuántos habrá usado a lo largo de toda su vida, cuántos viejos cinturones desgastados… lo que daría por tener uno de ellos.


Con voz firme nos ordena levantarnos, y nos hace una reverencia. Y todos nos aseguramos de doblarla en grados y en segundos, creo que yo lo hice desde el primer día sin que nadie me lo tuviese que explicar, no podía ser de otra manera.

Se sabe nuestros nombres, se asegura de sabérselos y si tiene que agacharse para corregirte una postura, lo hará con gesto lento, y te agarrará la pierna y te hará doblar más la rodilla, y te explicará la razón mientras está agachado a tu lado mirando hacia arriba. Y la siguiente vez, si lo haces bien, te dirá que aprendes rápido, aunque no sea tan verdad como uno quiere creer.

Fuera de las clases suele llevar traje, como un jubilado que quiere dar lo mejor de si mismo. Aunque en el campamento de verano, llevaba bermudas, un niki y unas chanclas.


Todo son atenciones hacia él, inconscientemente le llevan té, comida… yo mismo le llevé el equipaje porque así me lo ordenaron, aunque lo hubiese hecho encantado de todas maneras. Y se suele retirar pronto, aunque no duda en sentarse entre nosotros y compartir una cerveza y anécdotas y sonrisas que valen por mil.

La otra noche estábamos todos sentados en el suelo, un poco borrachos por el sake de 25.000 yenes que nos había traído, y alguien mencionó mis combates de la competición. Él no los vió, pero se interesó por ellos y me dio la enhorabuena. Me dijo que tenía mucho valor para él tener extranjeros en su escuela, porque no sabemos japonés y aún así no nos importa pasarlo mal con tal de aprender. Que le honraba que yo estuviese allí, y me hizo una reverencia.

Y yo lloré.

Y todos se rieron, y alguna chica dijo «kawaii». De repente, todos, unas quince personas, se callaron. Quizás no fue mucho tiempo, pero fue un silencio solemne que pareció durar horas. Todos miraban al suelo, y sólo se podía escuchar el sonido entrecortado de la respiración que yo trataba de recuperar.


Entonces la velada siguió, y entre vaso y vaso de aquel sake, él nos regaló la historia de cuando entrenaba con Bruce Lee, o de cuando el Karate estaba prohibido en la URSS y tenía que enseñar en sotanos de escuelas para que no le detuviera la policía. Su hijo asentía sonriendo con ese gesto de complicidad de haberlo oído tantas veces, los que entendían japonés le escuchaban fascinados y yo… yo me dejé hipnotizar por el sonido amable de su voz.

Me emocionaré siempre al recordarlo.

Al día siguiente nos sentamos para comer después de la clase, y a mi me tocó estar casi a su lado. No paró de sonreir en toda la comida, pero yo miraba a sus ojos. Los ojos de un anciano de 77 años que ha dedicado toda su vida al Karate, que hace decenas de años ya que fundó su propia escuela y que todos los años viaja por el mundo para contar por qué hay que doblar más las rodillas a todo aquel que quiera saberlo, que no son pocos.

Pero sobretodo, los ojos de una gran persona que siendo quién es, se empeña en no ser más que cualquiera.


Añadida al resto de historias que sé que nunca nunca nunca olvidaré.

La chica del bar de Shibuya

El tiempo empezó a cambiar, del más frío de los inviernos que he vivido nunca, por fin empecé a no necesitar el abrigo a según qué horas. Y para celebrarlo, decidí salir a comprar ropa acorde con la nueva temperatura que se empezaba a intuir.

Shibuya está lleno de tiendas, pero después de todos estos meses ya tengo mis preferidas. Sé donde voy a encontrar lo que quiero y aunque me gusta perder el tiempo curioseando, ese día fuí al grano.

En lo que me quise dar cuenta se hizo de noche y el paisaje de la zona cambió radicalmente sustituyendo rayos de sol por neones. Siempre tengo la sensación de que es como otra forma de hacerse de día.

Salí tarde, así que no me apetecía volver a casa tan pronto. Total, nadie me iba a echar en falta y no todos los días se está en un sitio como aquel. Así que me metí en un bar, un irlandés, me senté en una esquina, dejé las bolsas en el suelo y, como tiene que ser, pedí una cerveza negra.

A mi lado había una chica que estaba concentrada escribiendo en un cuaderno. Si bien el sitio no era el mejor, estaba claro que la luz no era ni mucho menos la adecuada, así que su cabeza estaba sumergida entre las hojas, quedando casi a la misma altura que su mano derecha con la que no paraba de escribir, casi dibujar, en perfecto japonés. En aquel momento estoy seguro de que ni siquiera reparó en mi.

Saqué mi teléfono, más por hacer algo que por tener ningún interés en él. Y empecé a navegar entre los emails y mensajes que empezaban a abarrotarlo. Pensé que definían mi vida desde que llegué a Japón, allí estaban las amistades que había hecho, las llamadas que había recibido, mensajes que anticipaban encuentros con personas que unos meses antes no existían.

Alguien me habló. Un chico japonés con traje y pelo largo, lo que le daba un aire de salary man venido a menos, como un niño jugando a ser mayor. No era la primera vez que estaba en un bar y alguien decidía entablar conversación conmigo en inglés. Fue un gesto amable que supe apreciar, así que estuvimos charlando un rato. ¿Qué haces aquí? ¿de dónde eres? ¿por qué zona vives?…

Me llamaron al móvil, y mientras atendía la llamada, vi que el chico empezó a charlar con la que seguía escribiendo a mi lado. Pude ver que esta vez la conversación era en japonés por las pausas solemnes y los asentimientos obligados casi al final de cada frase.

«Este tío está en su salsa», pensé mientras acababa de hablar con el móvil, y reafirmando su innata habilidad, hizo lo que me temía: nos presentó medio en inglés medio en japonés. Incluso mezclando idiomas era capaz de hablar con desparpajo.

Cuando le contó de dónde venía yo, la chica de repente se puso a hablar en perfecto castellano. Resulta que había estado estudiando en Salamanca y que fue una muy buena experiencia que siempre recordaba con cariño.

En algún momento de la conversación, el chico japonés desapareció para volver cinco minutos después con dos cervezas con las que nos invitó antes de dejar el bar.

Estuvimos más de tres horas hablando. A ella le gustó volver a hablar, por fin, en aquél idioma que aprendió y que a duras penas utilizaba, y a mi me gustó escucharlo. Compartimos muchas anécdotas ocurridas en el país del otro, y hasta me enseñó la carta que le estaba escribiendo a su hermana.

La hora del último tren llegó, y fuimos juntos a la estación donde nos despedimos para no volvernos a ver. Al menos por mi parte, supongo que no nos interesaba nada más que una buena conversación, así que supimos olvidar el momento de intercambiar los teléfonos, que nunca pasó.

Ayer volviendo a casa, escuché a una señora hablando en castellano y me vino a la
memoria aquella chica del bar de Shibuya con la que intercambié nostalgia por sonrisas, recuerdos por anécdotas, castellano por japonés… hace ya más de un año.


Añadida al resto de historias que sé que siempre me emocionarán cuando las lea.

El señor del bar y el cocinero de sushi

Era también agosto, aunque unos años atrás y en un lugar muy diferente.

Estaba esperando en un bar a que Bea acabase su entrevista de trabajo. No era la primera en el mismo sitio, cerca de Zamudio, así que sabía que tenía tiempo para tomarme un café y un pintxo, o dos o tres si hiciese falta.

Periódico del día en mano, me senté en una mesa y me dediqué a lo mío durante una media hora, sorbiendo el café con calma entre página y página. Cuando acabé, dejé el periódico en su sitio y sin pensar, llevé la taza de café y el plato desde la mesa hasta la barra del bar, di las gracias y cuando me iba a ir, el dueño me interrumpió:

Perdona, oye, no se si te lo habrán dicho alguna vez, pero tu eres una gran persona

Yo sorprendido le miro intentando entender la broma, pero su cara era de amabilidad, de sinceridad, no había rastro de ironía.

No es sólo -continuó- que hayas tenido el gesto de recoger la mesa, sino que hay algo en ti que te hace especial, intenta que no te cambien.

Ehh, gracias, me has dejado sin palabras…

Él asintió con la cabeza, satisfecho de haberme soltado semejantes palabras y yo me fui sin darle demasiada importancia. Supuse que no había mucha gente por allí que le recogiese la mesa, o quizás no estaba acostumbrado a que le diesen las gracias, o simplemente igual se lo decía a todo el mundo y así se entretenía el buen señor.

La anécdota se perdió entre los recuerdos.

Este sábado, algo así como 4 años después, entré en un restaurante de sushi que hay en Shinjuku. Es de esos en los que la comida pasa en platos por una cinta transportadora, y que te sirves tu mismo pagando después según el color de los platos que hayas escogido. En este restaurante, además, puedes ver al cocinero que está en el medio preparando el sushi y puedes pedirle alguno de los que está en la carta.

A mi me apetecía de natto, así que con una sonrisa nerviosa por no saber si estaba hablando bien en japonés, se lo hice saber. Él asintió riéndose también, quizás sorprendido y me miró como queriendo decirme algo.

Después de dudar por un instante, mira a una chica que hay a mi lado y señalándome con la cabeza intercambian un par de frases. Ella asiente, y ambos se ríen.

Yo me pongo rojo, y sólo acierto a seguir sonriendo por no saber muy bien cómo actuar. Cuando el cocinero entra a por más arroz a la cocina, ella me habla en inglés y me dice:

He told me that he feels you are a nice person, he doesn’t know why, but he told me that. I was so surprised that I just said so!

Yo me quedo sin palabras y relaciono inmediatamente ambos sucesos, me viene a la memoria la cara de aquel hombre del bar, su gesto solemne pero amable, el periódico…

Siento miedo. Acabo la comida, pago y me voy.

Pensando sobre lo ocurrido, sé perfectamente que no soy la persona que ellos creen que soy. No voy por ahí haciendo buenas obras, y tengo millones de defectos. No es eso lo que quiero contar hoy aquí.

Lo que me preocupa de verdad es por qué dos personas que no he visto en mi vida, de dos países totalmente distintos, sintieron la necesidad de decirme lo mismo con tan sólo verme durante unos minutos…

Quizás me vean cara de bueno, no lo sé.

Tengo que reconocer que me halaga.

Aunque me de miedo pensar en ello más de lo debido…

Uniendo ilusiones

Tardes de verano sin mucho que hacer, ilusiones, dibujos, bocetos, encuestas con los amigos, cervezas por la noche delante del ordenador, muchas veces a solas.

Problemas, disgustos, apoyo, nuevas ideas, primeras ventas, alegrías, locuras. Momentos plasmados en fotos que sólo dejan intuirlos, aunque los definen a los ojos de los que los vivimos.

Más problemas, muchas lágrimas, palabras dichas sin pensar, sentimientos obligados a ser callados.

Un viaje largo, mucho, tan largo que se sigue alargando. Pena y emoción al mismo tiempo. Redescubrir un mundo olvidado, quizás demasiado idealizado. Frustración.

Dolor.

Cartas escritas pero nunca enviadas.

Soledad.

Desamparo.

Luchar por el día a día, encontrar retazos de felicidad entre la rutina, tratar de buscar un sitio en un lugar en el que estás fuera de lugar.
Sentimientos que se escriben para personas desconocidas. Esperanzas que no se pueden cumplir, sueños que se evaporan.

Encuentros. Amigos. Personas nuevas añadidas a una vida que se siente a veces demasiado vieja, y a veces demasiado jóven. Difícil encontrar la edad que corresponde con la mente tan nublada.

Nuevos proyectos, nuevos problemas, más emociones. A veces lágrimas, muchas veces sonrisas, siempre nostalgia encallada en algún lugar entre la garganta y los ojos.

Muchas ideas, muchas ilusiones. Una luz en el horizonte que siempre ha estado ahí, como el deseo de ser feliz mientras los dibujos y las prendas se van sucediendo, mientras este diario mío lo van leyendo más y más personas.

Experiencias que se viven a costa de no vivir las que hubiesen correspondido, que son ya momentos que se han perdido.

Todo esto es Ikusuki. La historia de dos personas que crearon este mundo uniendo sus ilusiones, a veces a destiempo, y que han sabido llenarlo de vida a pesar de la distancia. Aunque a veces el mar de sentimientos de este, nuestro mundo, se tenga que desbordar y tardemos un poco en arreglarlo.

Para ello, a mi ahora sólo se me ocurre, Bea, darte las gracias. No sólo por todo lo que haces por Ikusuki, sino por ser la persona que más me apoya, que más me ayuda, que mejor me entiende aunque a veces no nos entendamos.

Por fin he encontrado la excusa para meterte en el mapa…

Sueño inventado

Estoy andando de noche por Odaiba, y mirando hacia Tokyo a través del Rainbow Bridge está el Guggenheim al lado de la Tokyo Tower proporcionando un doble reflejo de un enorme barco rojo metálico en el agua del océano Pacífico.

No hay nadie, sólo una persona a lo lejos, en la otra esquina de la playa. Está quieta, muy quieta mirando al mar. Descubro que lleva un chandal azúl y aunque no puedo ver su cara, sé que está intentando con toda su alma que su cuerpo no se mueva sin su permiso. No soy quién para interrumpir, así que paso por detrás de él sin hacer ruido, y escucho música proveniente de detrás de unos árboles. Me acerco, las distancias son largas pero en mi sueño se recorren en segundos.

Y veo una casa de madera, y en una de las ventanas veo a una señora que me ofrece té. No habla, sólo prepara el té con muchísimo cuidado, como siguiendo los pasos de una ceremonía no escrita aprendida de sus padres y éstos a su vez de los suyos.

Mientras lo bebo, y todavía hechizado por sus movimientos, siento una paz infinita que ya había experimentado antes.

Sin quererlo, me duermo.

Despierto en mi casa pero escucho sollozos en la calle. Estoy vestido, así que, de nuevo, tardo muy poco en llegar hasta una anciana que está llorando. Es bajita, tiene la espalda un poco encorvada y lleva un sombrero. En su mano hay un paragüas, pero está roto. Yo busco desesperadamente otro para dárselo, pero en mi sueño sólo existe uno que está partido por la mitad y ella no para de llorar.

Entonces me acuerdo de alguien, y voy a buscarle al parque. Con él de la mano, me presento de nuevo ante la anciana. Se miran, ella con lágrimas en los ojos parece más una niña. Él recoge una hoja del suelo, y le dice que espere. Ella le mira muy atenta mientras se sorbe los mocos cuatro o cinco veces haciendo mucho ruido. Pero no resulta en absoluto desagradable.

Quiero abrazarla.

El señor le regala una figura que ha hecho con la hoja: un paragüas.

La sonrisa más sincera que he visto en mi vida aparece en la cara de la señora.

Me mira…. Y me da los buenos días. Y vuelve a sonreir.

Los insectos de hojas

Desde hace algunas semanas, si hace buen tiempo me voy a un parque cercano a comer. A veces voy sólo y otras veces se anima alguien más de la oficina, aunque lo primero suele ser lo normal.

Y sentado en un banco, palillos en mano, me dedico a observar lo que pasa en un parque cualquiera de Tokyo entre la una y las dos del mediodía: veo madres que juegan con sus hijos en los columpios cercanos, algún que otro barrendero, otros empleados de empresas cercanas haciendo lo mismo que yo… pienso que no se diferencia mucho de lo que se podría encontrar en cualquier parque de cualquier ciudad del mundo a la misma hora.

Pero de un tiempo a esta parte, y de forma ocasional, he encontrado en el banco en el que me suelo sentar unos insectos hechos de hojas. Es como si fuese origami, pero utilizando hojas de árboles en lugar de papel. Una día aparece uno, después puede pasar una semana y aparecer otro con distinta forma. Siempre en el mismo banco, y siempre insectos hechos de hojas.

Los dos primeros me hicieron gracia y no les dí importancia, pero cuando apareció el tercero, empecé a coleccionarlos.

Hoy he salido a comer una hora antes, cerca de las doce, y he ido al parque andando muy rápido, corriendo en ocasiones, poseido por una emoción infantil como hacía tiempo que no sentía. Y le he visto: un señor con traje y corbata, de unos 60 años estaba sentado en el mismo banco. Se pudiera decir que es su turno, como si yo fuese el relevo.

Y me he sentado enfrente, a unos dos metros. El hombre había acabado ya de comer, el recipiente vacío de comida estaba perfectamente recogido a su lado, envuelto por una tela de color verde. Curiosamente del mismo verde que se dejaba asomar entre sus manos que no se paraban quietas. Un doblado aquí, un corte allá… entretejiendo, dando forma, esculpiendo las hojas con gesto experto, con movimientos repetidos quizás durante años.

No había comido ni siquiera la mitad de mi plato cuando me doy cuenta que es el segundo insecto que está haciendo hoy. Puedo ver el primero desde mi sitio y de repente una ráfaga de viento lo tira al suelo. El hombre lo recoge, casi sin levantar la vista del que tiene a medio hacer, y lo vuelve a poner en su sitio. Y un par de minutos después, veo que examina con cuidado su segunda obra, lo mira, lo remira y le da unos últimos retoques.

Después, coge ambos insectos y los coloca con cuidado en el reposabrazos del banco, recoge su bolsa y se va como si no hubiese estado nunca. Por el camino se va ajustando la corbata quizás pensando en las reuniones de trabajo que le esperan. Pero antes de doblar la esquina se gira para comprobar que todavía siguen allí.

Y creo verle mirarme y sonreir, como si supiera de sobra que soy yo.



Sueños por soñar

Hoy hace una semana que un chico llamado Tomohiro Kato decidió que la vida que tenía no era lo bastante buena como para seguir viviéndola, y para ponerle remedio no se le ocurrió otra cosa que alquilar un camión de dos toneladas y llevárselo a uno de los barrios donde coincide más gente un fin de semana en Tokyo.


Una vez allí cuentan los telediarios que se lanzó contra la multitud a unos cien kilómetros por hora llevándose por delante a tanta gente como pudo y que, no contento con eso, se bajó del camión y, cuchillo en mano, se dedicó a apuñalar a todo aquel que tuvo la puta mala suerte de cruzarse con él.

«Me he cansado de vivir» dicen que dijo.

Y yo no puedo dejar de pensar todos mis sueños e ilusiones.

Y mientras camino, sin quererlo, me hago mentalmente una lista con todo lo que este señor ha conseguido arrebatar a siete personas que el domingo pasado decidieron darse una vuelta por Akihabara: besos, abrazos, amigos, hijos, padres, desilusiones, enemigos, esperanzas, planes, lugares, deseos, enfermedades, derrotas, lágrimas, sonrisas, trabajos, experiencias, nubes, sol, lluvia, viento, sabores, olores, emociones, victorias… vidas.

Sueños que ya no serán soñados.

Y hoy, una semana después, he decidido ir porque suponía que habría algún tipo de homenaje por las víctimas. Y, la verdad es que no me he podido quedar a verlo, he sacado algunas fotos y me he ido de allí tan rápido como he podido.









Todavía siento pena, rabia y, en cierto modo, también miedo. Así que, haciendo caso a la policía, he dejado de hacer fotos por respeto a lo ocurrido. Pero antes de llegar a la estación he sacado de nuevo la cámara para sacar una última:

Carta a casa

Hola familia,

¿Cómo estáis? ¿Cómo van las cosas por el sur de España?, me imagino que empezará a hacer mucho más calor y que dentro de nada empezaréis a vegetar durante el día al fresco del salón con las persianas bajadas.

Yo estoy bien, aquí llevamos unos días de mucho calor y aunque a veces es demasiado, lo prefiero mucho más que al frío. Ya sabéis que soy un friolero y que nunca hay mantas suficientes para que yo duerma bien en diciembre. Este invierno ha sido especialmente duro en ese sentido.

Pero insisto en que estoy bien, es importante para mi que lo sepáis. Tenéis que perdonarme que no llame muy a menudo, tanto estoy tratando de absorber esta experiencia, que el día a día me deja exhausto. Siempre digo que tengo que hacerlo más, pero la mayoría de las veces llego a casa tan cansado que sólo quiero dormir.

Espero que no creáis que me olvido de vosotros… ¡si cada día os echo de menos!. Depende de qué situación se trate, me venís siempre alguno a la cabeza, incluso hay veces en que simplemente escuchando una canción, como la del pirata cojo de Sabina que cantaba con Javi, y siempre conseguís hacerme sonreir al venir de repente a mi cabeza.

Tengo tanto que contaros… cuando vuelva, vamos a necesitar muchas cenas juntos para que podáis llegar a intuir todo lo que estoy viviendo. Madre mía, yo de vosotros iría comprando aspirinas, jejeje.

Es una pena que no tengáis internet. Es curioso que unas trescientas personas, en su mayoría desconocidas, hayan visto más fotos mías últimamente que vosotros. Ellos saben de casi todo lo que hago, aunque me guarde mucho para mí mismo. Se me ocurre que podré utilizar la página web como guión y casi me puedo imaginar ahora contándoos una a una cada una de las entradas. Aunque será muy distinto a la web, porque podré saber al instante vuestra reacción con sólo miraros a la cara: si os reís, si os emociona…

Últimamente Ikusuki, ya sabéis, lo de las camisetas que hicimos Bea y yo, está gustando bastante y tenemos algún que otro proyecto en mente que puede salir muy bien. Pero claro, como no tenéis internet, pues no os enteráis de nada. Hay muchas personas que nos apoyan y con los que estamos trabajando juntos, de todo esto sólo puede salir algo bueno. Ya se que vosotros pensáis que nos dejemos de tonterías y nos busquemos un buen trabajo, pero lo que siempre os digo: somos jóvenes y es ahora cuando podemos arriesgarnos! si sale mal, siempre tendremos tiempo de echar curriculums, ¿no?.

Y no se que más… bueno si, mamá que sepas que como muy bien y que hasta me cocino lentejas de vez en cuando!!

Muchos besos,
Oskar

PD: Todavía no me acabo de creer que vaya a ser tío! ¡¡y vosotros abuelos!! jaja

Un día malo

Ayer el profesor de Karate decidió que era un buen día para poner a prueba el físico de sus alumnos, así que llegué a casa mucho más cansado que de costumbre. Cansado, pero con esa sensación de saber que estoy haciendo lo que quiero, de satisfacción porque he podido robarle unas horas a la rutina para mí mismo.

Bea me contó que había recibido el paquete con las tabletas de chocolate de té verde y además Ale y Ai nos sorprendieron dedicándonos su podcast, con lo que entre todos me pusieron muy difícil seguir con mis intenciones de tirarme en el futón a dormir para siempre.

Compré un pepino en el súpermercado, el más grande que había, y ya en casa actualicé el blog sacando fuerzas de la ilusión.

Así que esta noche he dormido poco y mal, y hoy me he levantado con todo el cuerpo dolorido y con dolor de cabeza. He desayunado lo que he podido y he ido a Kamata, que es algo así como el centro administrativo de mi barrio, a hacer unos papeles. Con tan mala suerte, o más bien como casi siempre, que me he perdido. He llegado una hora y media más tarde de lo que pensaba, empapado en sudor de tanto pedalear, con un dolor de cabeza más fuerte y, encima, con acidez de estómago por la aspirina que me he tomado con el café.

Inesperadamente, el papeleo ha ido rápido y sin problemas, y la casualidad ha querido que en el camino de vuelta haya visto la pagoda del templo que queda al lado de mi casa con lo que el tiempo de pedaleo se ha visto reducido a unos escasos veinte minutos.

Al llegar a la oficina, mucho más tarde de lo que avisé ayer, mis compañeros estaban ya comiendo. He salido a comprar algo y al ir a pagar, me he dado cuenta de que me había dejado la cartera en la oficina. Se lo explico al dependiente, pero no me entiende. Me siento impotente, triste. El dolor de cabeza no remite y yo quiero salir corriendo y no parar hasta encontrarme sólo y gritar, o llorar… o un poco de cada.

Resuelvo la situación diciéndole simplemente que espere y casi salgo huyendo dejándole con las bolsas en el mostrador. Vuelvo al de diez minutos y el buen hombre todavía me estaba esperando. Me pide perdón por no entenderme. Aún así me siento como un completo imbécil.

Estoy comiendo en la oficina y mi jefe me mira raro, resulta que hacía veinte minutos que había programada una reunión. Dejo la comida a medias y voy, cuaderno en mano, a la sala de reuniones. Nos presentan al nuevo jefe de ventas cuyo inglés no entiendo. Cuando me toca hablar lo hago de manera torpe, me pongo nervioso, me acaloro, no se ni lo que quiero decir. Hacía mucho tiempo que no me pasaba esto, pero está claro que hoy no es mi día.

Me hace preguntas, y yo no le entiendo, así que respondo con un ¿eh? ¿eh?, así hasta cuatro veces seguidas hasta que mi jefe decide ayudarme con su buena intención y me habla muy despacio consiguiendo que me sienta todavía más imbécil.

Acabada la reunión, tiro el resto de la comida porque hace rato que se me han quitado las ganas de comer. Pero el día sigue, así que me enfrento con cientos de líneas de código Java que, hoy especialmente, se me antojan absurdas.

Me planteo qué hago aquí, qué hago dentro de una oficina cuyas ventanas dan a un muro que no deja ver el maravilloso día que hace hoy. Pienso que si no trabajase delante de un ordenador, si tuviese una tienda, podría salir de vez en cuando y ver la luz del sol. Podría ser menos mecánico, menos robótico, más humano.

Entonces llega la profesora de japonés y me hace su examen de kanjis semanal. Como esperaba, no acierto ni uno, ni por casualidad.

No hace ni una hora que he comprado la cena en el seven eleven. Para acabar de rematar el día, el dependiente me ha hecho una serie de preguntas de las que no he entendido nada. Parece que están promocionando algo. O no.

No sé.

No quiero saberlo. Hoy ha sido un día malo.

Ya lo he contado. Ya me he desahogado.

Ahora, a dormir.

El trabajo de las estrellas…

Iba a ir a un hanami por la noche, y se me ocurrió la historia de

Después, le pedí el favor a Nora (que también lo publicó en su blog) me lo tradujo a japonés y lo leí con mi acento de Bilbao, a ver que tal sonaba:

Pero hay más: grabamos a la hija de un vecino de un amigo leyendo la historia:

¿Qué será lo siguiente?

La casita de madera

Tengo dos maneras distintas de llegar a la oficina.

Si el tiempo es bueno y he dormido bien, cojo la bici y me preparo para pedalear durante algo más de 20 minutos subiendo y bajando cuestas por la autovía de tres carriles mientras esquivo los coches de la caravana que se suele formar por las mañanas. A veces, y sin que ellos lo sepan, compito con los motoristas, y a veces hasta gano a alguno. Cuento con los semáforos como aliados.

En cambio, si el ánimo no me acompaña, o llueve, entonces no me queda más remedio que andar durante diez minutos hasta la estación, y pasar otros tantos dentro del tren. Es más triste, más rutinario, más normal aunque aprovecho para leer o estudiar kanjis.

En ambos casos, siempre acabo torciendo la esquina que conduce a mi destino. Es un camino estrecho, aunque la carretera es de doble sentido. A mi espalda quedan las vías de la línea Yamanote con sus largos trenes repletos de vidas distintas que, como los mismos vagones, vienen y van sin descanso.

Mi oficina queda a la izquierda, pero justo donde la carretera se desvía a la derecha, hay una casa de madera que sobrevive al paso de los años. Se podría decir lo mismo de su dueña, una señora de edad indeterminada más allá de los 70 que vive ajena a los rascacielos que crecen a su alrededor protegida, quizás, por el pequeño jardín que delimita su propiedad del mundo exterior.

Pocas veces la he visto, casi nunca asoma, aunque no es extraño ver ropa tendida y escuchar enka a todo volumen. Me la puedo imaginar sentada en algo parecido a una cómoda, o quizás directamente en el suelo de tatami, tarareando la canción con una taza de té caldeando las palmas de sus manos. Es su hogar, su refugio y que esté en el medio de Tokyo da exactamente igual. Es como si la vida, allá afuera, se moviese al triple de velocidad.

Así que cuando el ordenador de la oficina decide no hacerme caso, cuando las cosas se tuercen, salgo a la calle y me quedo mirando a la casita de madera e inevitablemente mi vista se desvía a los rascacielos de enfrente aunque vuelve de nuevo al marrón de las paredes, al verde de los jardines, al increíble remanso de paz en medio del caos.

Y sonrío. Y creo entender que quizás la felicidad consiste en disfrutar de una canción con un té… que puede que la suma de todas las canciones con tés, de todos esos momentos, sea lo que en realidad hace que todo merezca la pena. Que igual el secreto es darle valor a lo que nos importa y conseguir ser ajenos a todo lo demás.

Sean rascacielos, oficinas, coches… o problemas absurdos que nos cieguen.

Encuentros

Ella soñó con otra vida y se fue a México. Allí trabajó más que nadie, y a pesar de ser una empresa japonesa, se peleó con el castellano cada día. Y llamaba a casa todos los fines de semana porque añoraba escuchar la voz de sus padres, aunque siempre le reprochasen que se hubiese ido tan lejos, aunque acabase llorando la mayoría de las veces.

Pasó muchos malos momentos. Tuvo la mala suerte de vivir el terremoto de México de 1985 y además estaba sola en el edificio cuando ocurrió. Los ascensores dejaron de funcionar, y ella tuvo que bajar desde la planta veintisiete dando tumbos por las escaleras esquivando las lluvias de cristales provenientes de las ventanas. Y lo cuenta con una sonrisa, quizás porque se alegra de que puede contarlo, o más bien porque ella es así.

Se casó y tuvo una hija. Pero salió mal y se divorció. Nunca cuenta porqué, y nunca se lo preguntaré aunque estaré encantado de escucharlo si alguna vez quiere hacerlo.

Su hija apenas balbuceaba castellano cuando volvieron los dos a Japón diez años después. Hoy en día tiene 20 años y está estudiándolo en la universidad aunque sin demasiado éxito. No conozco a su padre, ni siquiera he visto ninguna foto, pero puedo decir que tiene su nariz y el resto es de su madre, incluidos los ojos. Es gracioso oirnos hablar mezclando inglés, castellano y japonés a partes iguales en una misma frase. Y nos entendemos. Algún día recordaré estas conversaciones con mucho cariño.

Antes de venir a Tokyo ella empezó a tramitar mi visado. Me pedía la documentación necesaria por email y yo la mandé por correo. Todo en un castellano oxidado que resultaba entrañable. Me trató tan bien, que le compré y envolví con ilusión «La sombra del viento» pensando en el día en que podría entregárselo en mano. Cuando lo hice, supe de alguna manera que nunca lo iba a leer, pero que lo guardaría con cariño. Me di por satisfecho.

Desde entonces nos hemos visto cada día. Y jornada tras jornada hemos ido perdiendo la timidez y hemos acabado contándonos nuestras vidas. Su castellano ha mejorado mucho, quiero creer que gracias a mi, y, como dicen todos, puedo considerarla mi madre japonesa por todo lo que se preocupa por mi.

Su padre está muy enfermo y fui a visitarle encantado al hospital. Esa misma noche cené en su casa junto con su madre de más de 80 años, y nos emborrachamos los tres. Su madre me decía que siempre tendría allí su «Japan casa», y ella me decía que echaba de menos a su padre, que quería que volviese del hospital. De repente empezamos los tres a llorar, quizás el alcohol lo desencadenó, pero se que cada uno tuvo sus razones.

Con aquellas lágrimas compartimos sueños no cumplidos, añoranzas pasadas, vidas no vividas…

Me sentí arropado por primera vez en muchos meses.

Me confesó que planea volver a México algún día, cuando sus padres no estén y su hija acabe la universidad.

Pero mientras coincidamos en Tokyo, tengo la gran suerte de tenerla aquí en la oficina corrigiendo mi japonés en su adorable mexicano. Dándome la razón regalándome un «ni modo» cuando me quejo por algo… Simplemente estando ahí.

Y ahora la miro y sé que es la persona que mas echaré de menos cuando me vaya de aquí.

Ni modo.

Autobombo

Presumo. Quiero presumir porque veo cosas que no me gustan, y por eso presumo de que me gusta lo que veo cuando voy a mi blog. IkuSuki. Ni más ni menos.

En mi blog cuento cosas que me han pasado, no me invento nada. Pongo fotos que he sacado yo, casi nunca he utilizado las que no son mías, y si lo he hecho, recuerdo un par de ocasiones, siempre siempre digo de dónde las he pispiao. Igual pasa con los videos.

Nunca he copiado una entrada de ningún otro blog, o como excusean otros «me he hecho eco». Ni lo haré. No lo necesito y no me aporta nada.

Puedo presumir de actualizar diariamente el 90% de las semanas y a veces los fines de semana, como hoy. Todo a pesar de que trabajo en dos empresas distintas, voy a Karate, estudio japonés, cocino mi comida, me plancho mi ropa y hasta me ducho sólo, pero nunca descuido el blog porque de todo lo que hago durante el día, es lo que más me llena. Además, cuido especialmente la ortografía, siempre repaso mis posts al menos tres veces.

Es el blog de Ikusuki, por lo que la única publicidad que hay y habrá es de nuestras camisetas ya que por eso se creo todo. Presumo, presumimos, de no infectar el blog y nunca lo haremos.

Empecé con veinte visitas diarias y hoy son más de doscientas. Y son doscientas personas a las que, me imagino, les gusta lo que ven. Eso hace que me sienta muy orgulloso, porque siempre he escrito lo que he querido, nunca he tratado de ir de experto sobre la cultura japonesa, ni sobre nada. No voy por ahí dándomelas de listo hablando de cosas que no se. Simplemente cuento lo que veo tal y como lo veo, lo que me pasa, lo que vivo tal y como lo vivo.

Tampoco me importa expresar mi sentimientos, soy transparente y me gusta serlo. Si estoy triste, me saldrá una historia triste. Si he vivido algo increíble, lo contaré con emoción, si he visto algo que me ha llamado la atención, le sacaré una foto y la pondré aquí con algún comentario que se me ocurra, y espero que siempre pueda reírme de mi mismo bien a gusto.

Leyendo cada post podréis intuir perfectamente cual es mi estado de ánimo en ese momento.

Alardeo de que Nora ha utilizado dos entradas mías para su blog, y aunque ella ha tenido mil comentarios más que mis entradas originales, estoy tan orgulloso de ellos como de los míos. Admiro cada uno de sus posts, así que el que se haya fijado en algunos míos es algo de lo que puedo presumir.

He leído por internet de otros blogs que hablan de mí, y me siento orgulloso y agradecido. Tanto como con los comentarios que me dejáis y que me encanta contestar.

Por todo ello, presumo de Ikusuki.

El día que abra el blog y no me guste lo que vea, será el día en que deje de escribir.

Será la primera y última vez que me tiro flores. El camino a seguir lo tengo bien claro.