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SKIF 29 Campeonato de Japón 2009

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Bueno, pues ya van dos campeonatos nacionales a los que me he presentado en Japón, quién me lo iba a decir a mí. Al primero fuí sin saber muy bien qué tenía que hacer, con mi recién estrenado cinturón marrón pero arropado por unos amigos que me vinieron a ver y que me hicieron sentir que la situación era mucho más normal de lo que en realidad era.

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Este año ha sido todo mucho más, digamos, íntimo. Yo sólo me lo he guisado y me lo he comido, no había grupos de gente que me iban a venir a ver, ni nada planificado para después porque estaba apuntado como organizador y no iba a tener tiempo. Y lo cierto es que lo viví de esa manera íntima en la que uno se da cuenta de lo que está haciendo en realidad en medio de gente que no tiene mucho que ver con uno mismo. Aprendes a abstraerte, a creer en lo que haces, a reafirmar las razones por las que estás ahí sufriendo por madrugar el fin de semana, con el cuerpo maltratado poniéndote enfrente de un tío que lo que quiere es pegarte y que puede que esté nervioso y se acuerde tarde de controlar el puño ese que va directo a tu cara.

Se pasa mal. Pero después uno se siente el doble de bien. Compensa mucho, aunque parezca dificil de entender y aprendes mucho de tí mismo más que cualquier otra cosa.

Como el domingo al final resulta que de organizador no valía ni para llevar sillas, decidí darme una vuelta de turista para ver las finales. Grabé los katas y combates de las finales mientras comentaba la jugada con algún compañero que también estaba por allí. Después al salir me fuí al festival de Yosakoi y acabé en un sitio que no se si contaré alguna vez… pero de momento vamos con el Karate de los que más saben de por aquí:

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En las finales de Katas estaban mis dos profesores, los dos de delante que por cierto, me caen genial: Suzuki Sensei, y Daizo Sensei. El de la derecha es hijo de Kanazawa Kancho y quedó segundo el año pasado en kumite.

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Todos estos de aquí son compañeros míos de Karate, seguro que he puesto alguna vez alguna foto con la chica del medio porque siempre va a los campamentos, más maja ellaaaaa…

¿así como pa mi? ¿que no? :?:

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Tengo grabados en vídeo algunos Katas de la final, pero como entiendo que ver esto puede ser bastante aburrido para alguien al que no le interese, os pongo el combate de la final de Kumite de ese año entre un tipo que pesa el doble que el otro. De ahí ha salido el campeón de Japón de este año (el otro también sale vivo, no preocuparse!):

¡¡¡ Oss !!!


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Un día de campeonato

Adelanto que al final no se pudieron grabar los combates en video, así que aquí va la crónica ikukaratekiana:

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Con mucho sueño, alguna legaña y una mochila con un traje de karate, guantillas, tiritas y esparadrapo aparezco en la estación de Harajuku a las 8:10 de la mañana sin desayunar porque hacía 10 minutos que debería estar allí. Y es que aparte de competir, me había apuntado como miembro de la organización para ayudar en todo lo que pudiese, así que me tocaba llegar hora y media antes que los participantes.

Por el camino me encuentro con grupos de Yosakoi porque resulta que este mismo fin de semana en el mismo sitio había un festival en el que salían los de mi grupo, pero que yo no pude porque coincidía.

Entro por la puerta de atrás del estadio, me dan una camiseta roja que nos distingue como Staff, y empiezan a explicarnos qué es lo que se supone que debemos hacer en cada tatami. A mi me toca el C, junto con el francés que también se había apuntado, y seis compañeros japoneses algunos de los cuales no conozco. Le hablo a una compañera y le digo que yo no puedo leer los nombres de los concursantes, ni tampoco apuntar, pero que para cualquier cosa que crea, que por favor que me lo diga y yo lo hago. Me dice que vale, pero después de dos horas no me dice nada mientras que ellos parecen ocupadísimos preparando todo. Decido seguir el ejemplo del francés, que hacía una hora que se había ido, me vuelvo a mi sitio, y cambio el uniforme de organizador por el de competidor, asumiendo ese papel a partir de entonces viendo que yo allí no pintaba nada, y, por supuesto, aprendiendo la lección. Para el año siguiente va a madrugar Yuko la onigirera.

Horas más tarde, a las doce, me toca competir en la categoría de Katas. En el mismo grupo que yo están dos de mis profesores, así que ya tengo claro que no voy a ganar nada. En Katas tampoco me esperaba mucho, y efectivamente, nada más salir me toca una que me he aprendido en el último mes, la Kanku Dai, que hago como buenamente puedo, pero me ganan, creo yo que con bastante diferencia. Mis dos profesores, como era de esperar, se clasifican para la final.

Muchas más horas más tarde, a las cinco, me toca combate. Caliento un poco antes con unos compañeros, y finalmente entramos al tatami. Me toca competir de los primeros, y salgo extrañamente tranquilo. Empieza el primer combate y yo muy relajado me dedico a lo mío y me resulta hasta fácil ganarle aunque pensaba que me iban a descalificar porque de repente él se puso a sangrar de la nariz, y el caso es que yo no recuerdo haberle tocado la cara.

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El segundo combate fue distinto, resultó casi agónico. Nos íbamos marcando puntos alternativamente, hasta que de repente se puso también a sangrar de la nariz, y de nuevo tampoco me acuerdo en qué momento provoco yo eso. Nuevamente espero la decisión de los árbitros, y nuevamente no me descalifican. Esta vez recibo yo un puñetazo cerca del ojo, no es fuerte, pero al ser en la cara me deja un poco descolocado, pero está bien marcado así que el punto se lo lleva él. Le empato, y de repente se acaba el tiempo y el arbitro nos avisa: el primero que marque gana. Ahí es cuando ya salimos los dos mucho más acelerados, y un buen rato después me marca un puñetazo que ni veo, ganando él el combate.

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Nos damos la mano, saludamos al público y nos vamos. Al salir, uno de mis profesores me felicita, llego a las gradas y mis compañeros me felicitan, y yo me quedo con un muy buen sabor de boca por mi actuación. Sobretodo porque no me puse nervioso en ningún momento, y esa ha sido una diferencia enorme con anteriores competiciones, aunque sólo gané este combate.

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Después llega la competición por equipos, y resulta que me toca en el mismo grupo que el que me dejo KO la última vez, que hoy lleva cinturón azul y compite a mi lado. A veces me pregunto qué cinturón tendrá este hombre en realidad, porque parece que cambia según le conviene por competición, lo que me da muy mala espina.

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Sale a competir él el primero y pierde. Salgo yo, esta vez con casco, y en un combate relámpago le marco dos puntos, uno de ellos con la pierna, y gano. El tercer combate del tercero del grupo no tiene lugar porque el adversario se retira, así que nos clasificamos.

En la segunda ronda el combate de mi compañero es casi idéntico, pierde sin marcar ningún punto. En el mío me marca los dos puntos el adversario y me gana, pero de nuevo me siento muy satisfecho con mi actuación, manteniéndole a raya y estando a punto de marcarle yo. Como hemos perdido los dos combates sin hacer ningún punto, el tercero tampoco se celebra y quedamos eliminados. Me resultó muy sorprendente las veces que nos pidió perdón el compañero cambiacinturones por no haber marcado ningún punto… este chico es más raro que ni sé, porque esa seriedad no era normal…

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Cuando ya por fin me cambio de ropa, veo que tengo un arañazo de lado a lado en el pecho, un moratón en la espinilla derecha que todavía sangra, dos ampollas a añadir al estropicio que ya había en la planta del pie, y que me duele bastante la muñeca izquierda. Parece que en los combates pasan muchas cosas de las que no somos conscientes en caliente. Y a pesar de todo, a pesar de haber ganado menos combates que otras veces, me siento mucho más satisfecho porque sé que la diferencia ha sido tremenda, y todo para bien. ¡Oss!

¡Gracias a Miwa por las fotos!

 

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Capitulación

¿Cuántos años llevas haciendo Karate? -le preguntó el profesor al francés de ojos azules
En Japón llevo 21, así que unos 15 -contestó él en el japonés más acaramelado y rimbombante que he oido en mi vida- poco a poco, ne
Da igual -contestó el profesor- da igual que practiques otros quince porque no vas a mejorar, lo que es admirable de verdad es que sigas viniendo a pesar de todo.

Ambos, el francés y yo, buscamos desesperadamente una mueca, una sonrisa en los labios del profesor que indicase que aquello no iba en serio, pero ésta no apareció. Los cinco o quizás diez minutos siguientes los pasamos en silencio acabando la hamburguesa que habíamos pedido y que fue la primera comida que compartimos en el campamento de verano.

Ayer volvió a venir, el francés, con ese gesto de eterno disgusto, con sus extraños andares de bailarina vieja, sus ojos azules, su rostro marcado por la delgadez y sus cerca de cincuenta años en las canas. Me saludó muy serio, como casi siempre y yo le hablé un rato, porque simpatizo con él desde aquél momento, de igual manera que desempatizo, si existe tal palabra, con el profesor cuyas opiniones dejaron de tener peso para mi. Eso fue cruel, por muy francés que sea. Pensé en lo mucho que me hubiese hundido a mi, en lo fácil que es hacerme daño y deseé ser un poco como el francés, envidiando su aparente indiferencia con el mundo.

Fué miércoles, y los miércoles es el día en que Kanazawa Kancho viene. Las clases son totalmente distintas a las de otros profesores, siendo, para empezar, mucho más frecuentadas multiplicándose el número de alumnos por tres. Si las de los demás profesores siguen un orden específico: calentamiento, técnicas básicas, descanso, técnicas por parejas y katas, las de Kanazawa Kancho no. Él cambia el orden, empezamos por un kata, seguimos por técnicas por parejas y descansamos casi al final, o no. Ello, unido a sus explicaciones que van mucho más allá del mero Karate, logran recargar de energía hasta a la pila del reloj de la pared que empuja a las agujas para que giren mucho más rápido.

La clase de ayer estuvo enfocada al campeonato del fin de semana, el nacional de Japón que se celebra en el estadio olímpico de Yoyogi, el del diseño inspirado en un templo, pero el pequeño de los dos que hay. No somos muchos los que nos presentamos, así que nos hemos convertido en protagonistas de las clases de las dos últimas semanas haciendo que todo el mundo tenga que repetir los katas que hemos elegido presentar. Curiosamente no hemos hecho ni un sólo combate libre aunque es la otra de las categorías del campeonato.

De los dos extranjeros que nos presentamos, destaca el chico belga que aunque no puede venir mucho a las clases debido a su trabajo, da gusto verle moverse. Viéndonos juntos, nadie diría que únicamente tiene un dan más que yo. No es que yo lo haga tan mal, sino que él lo hace realmente bien.

Kanazawa Kancho nos enseñó una serie de técnicas de kumite, pero de las pactadas, de las de “yo hago esto y tu haces esto otro”. Las practicamos con el compañero y después, nos ordenó sentarnos a todos y sacó al chico belga y a otro para que las hiciesen en el centro del tatami con todo el mundo mirando. Las hicieron perfectas. Después me sacó a mi y a un chico japones y no hice ni una bien. Las ampollas de los pies dolían el doble, los nervios no me dejaban pensar y cuanto más me equivocaba, peor lo veía. Incluso dejé de entender lo que me decía el profesor hasta que me dí cuenta de que me estaba hablando en inglés desde hacia un rato. Parecía mentira que apenas unos minutos antes las estuviese haciendo sin problemas.

Con ese desastre sobre mis hombros volví a casa. Pensé en que el sábado cuando salga a hacer mi kata, quizás me pase lo mismo y vuelva a quedarme en blanco delante de todos. Me imaginé en el examen de segundo dan sin saber si el examinador me habla en japonés o en inglés, pero sabiendo que ninguna de las dos lenguas es la mía. Ví todo negro de repente, de ese negro oscuro que entinta la razón y alquitrana la ilusión.

Y vestido de negro por dentro, paso tras otro, emprendí el camino a casa. Más cerca de mi futón que de Honmonji miré al cielo y lo ví tan cargado de estrellas que parecía mentira que fuese Tokyo. Me senté en un muro a compartir un rato con ellas y aunque de mi boca no salía sonido alguno, les hablé durante mucho tiempo sobre todo lo que sentía. Ellas me pidieron que pensara en cómo no hacía Karate hace tres años y cómo lo hago ahora. Me enseñaron un libro en el que ponía que un tal Oskar Díaz se iba a presentar al campeonato de Japón, ganase o perdiese, hiciese o no el ridículo. Me hablaron del francés, que sigue viniendo, que quizás sea verdad que no mejore, pero ahí está, desafiante e incansable. Altanero. Arrogante.

Creí entender que el color negro del cinturón es en realidad el comienzo, y que es a partir de ahora cuando hay que ir desgastándolo con cada gota de sudor hasta volverlo blanco, no importando que a veces salga mal mientras al día siguiente se vuelva a intentar. Quizás por eso, el cinturón del francés es casi blanco de nuevo, de ese blanco que encala la ilusión, blanquea la razón y se ríe de los que se ríen, sean o no profesores.

Hoy he venido a la oficina cojeando, no soy capaz de hacer el más mínimo movimiento sin que me duela algo: brazos, piernas, estómago, cuello… pero a pesar de estar más muerto que vivo, resulta que estoy más motivado que nunca y que me plantaré el sábado delante de quien haga falta a hacer lo que sé hacer.

Y todo gracias a un francés. Quién me lo iba a decir a mi.

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El campamento de Karate

El cuartel general del mundo de la asociación de Karate fundada por Hirokazu Kanazawa está a un cuarto de hora en bici desde mi casa, concretamente a cinco minutos más para allá del McDonalds al que me he propuesto no mirar cuando paso no vaya a ser que me de por pararme.

La asociación se llama SKIF, Shotokan Karate International Federation, aunque se podría quitar la I porque casi ninguno de los profesores hablan otro idioma que no sea japonés, cosa que me parece normal por otra parte. Kanazawa Kancho sí lo habla, y con bastante soltura desde hace un montón de años cuando se propuso que el Karate se conociese en todo el mundo. Bien pensado… dejaremos la I porque resulta que existe la asociación en más de 31 países.

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Kancho es un sufijo de estos japoneses que se ponen después del nombre, como San o Sensei, que significa presidente o fundador y sería de mala educación referirse a él sin utilizarlo, aunque también es cierto que yo nunca le he llamado directamente. Las veces que he hablado con él han sido para agradecerle una explicación o contestarle alguna de las preguntas que me ha hecho derrochando esa cordialidad que le caracteriza.
Pues bien, decía que Kanazawa Kancho habla inglés aunque poco importaría que no lo hiciese porque basta con verle moverse para entender perfectamente por donde van los tiros. Envidiable y sobretodo admirable que mantenga semejante pasión por lo que hace a sus 77 años de edad.

Al campamento de hace dos semanas, al contrario que al del año pasado, no vino porque nos apuntamos muy pocos, o se apuntó poca gente porque no venía él, no sabría decir. Y tampoco hubo muchos chavales, así que los protagonistas absolutos fuimos nosotros, las 16 personas que decidimos encerrarnos con un profesor a pulir lo más posible eso de moverse con las rodillas dobladas dando puntapiés y parando golpes imaginarios.

La cosa fue en Chiba, en un pueblo pesquero llamado Katsuura donde hay un centro de alto rendimiento de artes marciales. Esto que suena tan a :ikufantasma: no es más que una especie de ryokan gigante con muchísimas habitaciones donde hay canchas para hacer ejercicio, con la peculiaridad de que todo lo que se hace son artes marciales. Allí ves desfilando por pasillos a gente con trajes blancos de Karate, azules de Judo y marrones de vaya usted a saber de qué, andando de acá para allá con cara de enfadados al encuentro del tatami donde les toca entrenar esa vez.

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Estoy convencido, este año más que nunca, que el verdadero beneficio no es el físico por mucho ejercicio que se haga, sino que este campamento tiene la magia de hacer conocer de verdad a quien uno cree que ya conocía, esas personas que uno ve tres horas por semana y con las que casi no comparte frases con sentido entre descanso y descanso de clase. Aquí no, aquí se desayuna, se come, se entrena y se duerme porque no hay otro sitio al que ir. Y uno conoce un poco más a sus compañeros, con los que la relación ya habrá cambiado para siempre ganando complicidad y calidad en esas tres horas que se volverán a compartir en el futuro.

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Llegamos el sábado, descargamos maletas, ocupamos habitación y empezamos con la primera clase de dos horas y media acompañados del sonido de mil cigarras y libelulas que ocasionalmente se colaban en la cancha que nos había tocado. Patadas, puñetazos, paradas, katas y mucho sudor después nos encontrábamos en los baños del lugar donde, una vez más, el pelo que tengo en el pecho fue el protagonista. Y eso que no tengo tanto, pero soy el Yeti comparado con ellos.

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Después, barbacoa de las de comer mucho. No se si será machismo, costumbre, o machismo por costumbre, pero en este tipo de eventos las chicas siempre se encargan de que los chicos tengamos el vaso lleno sirviéndonos todo el rato. Rara vez ocurre al contrario, aunque también pase, así que la chica de cinturón naranja se encargó de intentar que la mayor parte del contenido de las Asahi pasase, temporalmente, por mi vaso antes de que se acabase la comida. En aquél momento me pareció que era una forma de romper el hielo bastante resultona que sirvió para que entablásemos conversación que quizás habría sido más difícil de otra manera. En el pasado seguro que fue machismo, en el presente es simplemente una costumbre heredada de aquellos tiempos a la que no merece la pena buscarle connotación alguna.

Así que comimos y bebimos, y luego continuamos bebiendo en la habitación. Este año no estaba Kanazawa Kancho para encandilarnos con sus maravillosas historias, pero no faltó conversación, ni risas, ni fotos.

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A la mañana siguiente tocaba ir a correr, concretamente a las seis, así que pasé una noche en la que me dediqué a mover el futón de todo aquél que roncaba, que creo que fueron todos. Desistí definitivamente de dormir cuando a alguno le dió por rechinar los dientes a todas las y cuarto.

El sol naciente y nosotros fuimos a correr, y si esto no es voluntad de sacrificio que venga Buda y lo vea. Con resaca y sin haber dormido nada, estuvimos echando carreras hasta el mar, poniendo buena cara y mejor estómago cuando nos cruzábamos con alguien. Después desayunamos, y en el descanso de dos horas en el que todo el mundo se dedicó a dormir lo que había en el DEBE de la noche anterior, yo me bajé al pueblo a sacar fotos.

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Luego tocó la última clase, otras dos horas a dar lo que se puede después de todo el tute del día anterior, con medio resaca y muchas agujetas pero poniendo más carne en el asador que la noche anterior en la barbacoa.

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Después, pues despedida y cierre. Cada uno a su coche a cumplir como buenos pasajeros y dar conversación al conductor para que allí nadie se durmiese. Es de caballeros eso de aguantar y no mostrar debilidad hasta que ya no mira nadie, momento en el que uno, por fin, puede relajarse y morir exhausto en el futón sin ronquidos ni rechinar de dientes que perturben el reposo del guerrero…

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Concretamente 15 horas reposando se tiró el guerrero que os habla…

自分の気持ち Jibun no kimochi

El domingo conté la quinta vez que fui al ensayo de Yosakoi. Se trata de bailar, de hacer una coreografía de cerca de cuatro minutos al ritmo de música tradicional. Esto va de sudar, de girar, agacharse, saltar y gritar cosas en japonés a poder ser todos a la vez y siempre con una sonrisa que aparece sola de lo de verdad que es.

Está lejos, como a una hora de viaje, y la clase suele empezar los domingos a las 10 de la mañana. Olvidémonos, pues, de esas noches secretas de sábados sin reloj vigilante ni permiso de no tener que parecer vivo al día siguiente.

Recibes algo si das algo, es así. Si has recibido sin dar es que has tenido suerte“, me decía una amiga cuando le contaba que últimamente no encontraba tiempo para nada. “Así que aunque ahora no lo veas, estás recibiendo mucho en forma de nuevas personas que entran en tu vida, nuevos retos, nuevas vivencias. Sigue dando más de ti que te merecerá la pena y algún día añorarás no tener estas oportunidades“. Ella es tremendamente alegre pero de vez en cuando saca de algún lugar de su ADN una solemnidad japonesa que asusta y me dice cosas de estas que me dejan pensando por días.

Así que el domingo volví al Yosakoi y aprendí un poquito más del baile que casi todo el mundo se sabe. Reviví esa sensación de torpeza de mis primeras clases de Karate, esa frustración, ese querer y no poder, pero forzándome, a pesar de ello, a seguir queriendo.

Me equivocaba una y otra vez, cuando por fin parecía que me lo sabía, me volvía a equivocar… Me lo pasaba bien intentándolo, pero no del todo lo bien que sé que me lo podría pasar.

Con la camiseta empapada, después de los estiramientos acabó la clase y se formaron algunos grupos en la calle con los que nos resistíamos a irnos. Yo me quejaba, les decía que me veía a mi mismo como un muñeco que miraba a los lados tratando de imitar sin ninguna gracia lo que hacían los demás. Entonces un chico me habló del “Jibun no Kimochi“, que traducido como “sentimiento propio“, tiene un significado que no es tan obvio como parece.

Hablamos de que al principio todos estamos en esa fase en la que tratamos de aprendernos los movimientos y los repetimos mecánicamente. Primero nos esforzamos en hacerlos una y otra vez, encadenarlos en el orden correcto para ser capaces de aprendernos todos. Después entra el jibun no kimochi. A cada movimiento le añadimos nuestro toque personal, ya no hace falta que miremos al compañero para imitarle, sino que ya nos lo sabemos y lo hacemos nuestro, lo interiorizamos, lo entendemos de una manera y lo exteriorizamos. Y esto es lo que hace que sea bonito, que brille, que ese movimiento transmita un sentimiento que es único en cada uno aún pareciendo igual a los de los demás.

De tan verdad que me pareció, me di cuenta que no es sólo con el Yosakoi o cualquier otro baile, sino que es con todo. Una vez que uno se sabe un kata en Karate, lo que hace que deslumbre es que la persona consiga transmitir su propio sentimiento más allá de la repetición mecánica de movimientos.

Y cuando pensé que lo mismo ocurre con la ceremonia del té, me dio por creer que es una muy buena manera de entender la vida. Que cada uno es como es y no tiene sentido intentar parecerse a nadie ni limitarse a repetir mecánicamente lo que hacen los demás. Que la rutina quizás no lo sea tanto si soy capaz de poner un poco más de corazón entre este hacer y deshacer que es la vida. Y que si ese día consigo relucir siquiera un poquito aún en la más pequeña de las cosas que haga, entonces lo podré apuntar en la lista de los días que significó algo haberlos vivido.

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Un martes de té

Con los ojos todavía entrecerrados enciendo el ordenador y muevo la flecha esa blanca que sale inclinada hasta ponerla sobre el icono que me dice el número de personas que se han acordado de mí mientras yo dormía. Hoy hay pocos, pero me conformo mientras haya uno sólo. Y con él y sus noticias que son malas y trato de digerir junto a un café que quema, doy por inaugurado un nuevo martes de esta vida tan extraña que alguien quiso que viviera.

Es raro el día en el que no me plantee quedarme a trabajar en casa, pero el sentido común y yo sabemos que basta algo medianamente interesante para distraerme de mi trabajo, y resulta que Internet está lleno de ese tipo de cosas. Así que cojo la bici y enfilo el camino que me llevará a la oficina pasando por calles con legañas y avenidas remolonas que todavía no han acertado a despertarse.

Entro por la puerta y saludo en japonés. Sólo Michiko me contesta, pero ya no me extraña. Desde que no trabajo para ellos es como si yo no existiese, aunque lo realmente raro es que de vez en cuando me prestan atención preguntándome cosas que se le preguntarían a compañeros de trabajo “normales” como qué hice el fin de semana….

Pero ellos y yo sabemos que mi situación no es normal , y no sé si por envidia o por desinterés, hemos llegado a un acuerdo no escrito por el que nos ignoramos mutuamente lo más que podemos, y ya llevamos así más de un año.

La misma flecha del ordenador de casa aparece en el de la oficina, y también la apunto al icono que, esta vez, me suele decir qué hacer durante las ocho horas siguientes. El primer mensaje es de Michiko, dice que me ha dejado un postre japonés en la nevera, que está dentro de una lata y que me lo coma frío que está muy bueno. Sonrío y la miro, pero resulta que ella hace rato que estaba haciendo lo mismo. Mientras escribo la respuesta más amable y sincera que se me ocurre, pienso que hoy ya ha merecido la pena no haberme quedado a trabajar en casa.

Últimamente la hora de salir llega muy pronto y este martes, además, está muy bien señalada porque la profesora de la ceremonia del té va a estar esperándome a una media hora de viaje de allí. En Tokyo es mentir decir que se llega tarde por culpa de un tren, así que pongo especial atención en salir lo más pronto posible después de las seis.

Hoy Michiko no puede venir por temas de trabajo con lo que es la primera vez que voy sólo a la clase. Me siento nervioso, me da vergüenza y por el camino me voy inventando excusas para no ir, a pesar de lo cual me monto en el tren correcto. Menos mal que ni a mí mismo soy capaz de convencerme.

Entro y saludo en japonés mientras me quito los zapatos. La profesora me recibe con una sonrisa enorme. Pienso en que siempre la recordaré así, con esa sonrisa eterna que nos regala al llegar, y me apunto en un rincón que eso de sonreír tengo que hacerlo más para ver si alguien me recuerda a mi algún día de la misma manera.

Me habla en japonés todo el rato, aunque a veces se da cuenta de ello y trata de hablar en inglés aunque no va más allá de dos o tres palabras. Yo casi no tengo problemas para entenderla en japonés y me gusta mucho más que hable en ese idioma porque es lo suyo, pero en lo que ella considera un gesto hacia mí, de vez en cuando cambia a inglés y lo mantiene hasta donde puede que, gracias a Dios, no suele ser mucho.

Tiene onigiris preparados para Michiko y para mí. Siempre nos dice que como vamos directos desde el trabajo, que tendremos hambre y siempre nos tiene algo preparado. Me como el mío mientras ella última los preparativos de la clase, aunque no deja de hablarme quitándome de un plumazo esa estúpida sensación de nervios que tenía hace un rato.

Entonces empezamos. Repito los mismos pasos una y otra vez, pero siempre hay algo que corregir: el brazo está muy elevado, no mires al invitado directamente, el dedo meñique lo has separado al soltar el cazo, has echado demasiado té, el natsume es un dedo más a la derecha…

Todo lo dice de forma que no resulta ofensivo y además yo sé que se calla muchos de mi fallos de los que yo mismo me doy cuenta. Es todo un arte cómo es capaz de enseñar y corregir sin que el ego de uno se dé por aludido.

Pasan las dos horas como dos sorbos, y nos dedicamos a recoger los utensilios en silencio. La solemnidad sigue presente justo hasta el momento en que todo se ha recogido y nos saludamos con una reverencia de rodillas manteniendo la distancia entre alumno y profesor hasta ese instante. De repente vuelve la sonrisa, la jovialidad, la amabilidad, la ternura de la señora que prepara meriendas y pregunta por las novias que no tengo.

Trenes y pedaleos después vuelvo a casa, me quito el pantalón y veo que está manchado de verde. Algunos de mis dedos tienen todavía el mismo tono, y no estoy seguro si es en el paladar o en mi cabeza, pero yo noto el gusto del té por ahí dentro.

El sábado me preguntaron sobre el significado de la ceremonia y no supe qué contestar. Creo que hoy tampoco sabría describirlo, pero sé que tiene que ver con hacer de la calma el sentimiento mayoritario, de apaciguarse, de alimentarse de sosiego respirando templanza. De concentrar cuerpo, mente y alma en un pequeño ritual que es precioso si se sabe mirar, pero lo es más si se sabe escuchar.

Y lo mejor es que ese sentimiento no se va al cerrar la puerta de la sala, sino que sigue con uno hasta mucho tiempo después.

No sé… es como si alguien no me hubiese dejado de acariciar la nuca desde hace más de dos horas.

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Un lunes de Karate

No se ve a nadie a través del cristal, así que parece que hoy será un lunes más en el que llego el primero al dojo de Karate.

A pesar de estar sólo, hago dos reverencias, una al entrar por la puerta y otra antes de pasar al vestuario. Estas son de verdad, no como el resto que llevo hechas durante el día, éstas salen de dentro.

Cambio los pantalones de pana y la camisa de manga corta por el traje blanco que compré hace casi dos años a Suzuki Sensei. Recuerdo hablarle en inglés y deletrearle mi nombre para que lo bordasen en el pantalón y en la chaqueta en Katakana. Pienso en todo lo que habré cambiado desde entonces y lo poco que me daré cuenta de ello.

Mientras saco el cinturón de la mochila, entra un compañero al vestuario y me saluda con un “oss”. Medio vestido, le correspondo al saludo y sigo con el ritual de atar ese trozo de tela bordada y teñida de negro que me ha condenado a tener todos los días agujetas en alguna parte de mi cuerpo desde hace más de 24 meses.

Salgo al dojo olvidando por completo ser el Oskar que se sienta delante del ordenador en la oficina.

Siento un cosquilleo por toda la espalda. Ya estoy aquí otra vez.

Ya hay más gente, pero yo sé que esto va de mí contra mí mismo, de que mi mente pelee contra mi cuerpo y le gane algunas veces.

Mientras hago estiramientos, entra el señor mayor con el que tuve aquél incidente. Es lunes y él siempre viene los lunes, así que era de esperar, pero una vez más mi cuerpo gana y decide reaccionar por sí mismo acentuando el cosquilleo de la espalda. Decido hacer que no le veo otra vez, y así evito saludarle. Perdono, pero no olvido. Y mi cuerpo, al parecer, tampoco.

Más compañeros llegan. Hay saludos que anuncian pequeñas conversaciones y risas, algunas más de verdad que otras.

Automáticamente todos dejamos lo que estamos haciendo cuando entra el profesor, y nos acercamos y le hacemos una reverencia. La tercera que no es fingida en lo que llevamos de día.

Es la hora. El profesor da la orden de empezar, y entonces la autoridad pasa al alumno más veterano que nos grita que nos pongamos en fila, y nosotros nos ordenamos por cinturones. Hace tiempo que ya no hacemos el ademán de ceder el lugar de la derecha a los que tienen el mismo nivel que nosotros porque Suzuki Sensei nos dijo que rompía el ritual.

Nos arrodillamos y saludamos al dojo, al profesor y a los compañeros gritando “por favor” cada vez. Murakami Sensei, en un tono más calmado, nos anuncia que la clase empieza y nos hace una nueva reverencia que todos devolvemos. Una más de todas las que nos haremos durante la hora y media que estaremos allí.

A partir de ese momento poco importa que la desidia casi me convenciese de dejar pasar la estación y volver a casa a descansar, no significa nada que en la calle llueva, o los planes que pueda tener para mañana. En ese momento estoy yo y otros como yo que tratamos de hacer, la mayoría de las veces sin éxito, lo que una persona nos dice. Y el mundo da igual. O el mundo es esto, según se mire.

Hay algo que cuesta más de lo normal y la clase se para. Escuchamos atentamente al profesor, y de repente me mira y se calla. Se le nota pensativo. Vuelve a hablar para decir en inglés “understood?” y yo le contesto en japonés: “hai!” y le hago la enésima reverencia. Miro a mi alrededor y aunque llevamos más de una hora de clase, no ha sido hasta ese preciso momento cuando me he dado cuenta de que soy el único extranjero. Es una sensación extraña que hace que la balanza de mis sentimientos a veces se incline hacia la incomodidad de que la clase se pare por mi y otras veces hacia ser un privilegiado. Lo primero pasa cada vez menos, y últimamente es innecesario porque entiendo la explicación en japonés sin demasiado problema, pero los profesores no lo saben, o no lo creen, o un poco de ambos.

El traje de Karate acumula mi sudor, y con él, mis ilusiones y anhelos. Las agujetas ya no están, aunque yo sé que se esconden y saldrán de nuevo a esas otras horas que ellas y yo sabemos.

Podría decir que estoy enfadado, no con nadie en concreto, pero es el sentimiento que mejor me define en ese momento. Enfadado, enojado, exaltado para seguir poniendo más de mi ser con cada patada, con cada puñetazo, con cada parada, para no bajar la intensidad del principio, para que no importe que duela respirar.

Cuando monto en el tren camino de casa, me siento exhausto pero rebosante, pleno de algo que no sabría explicar, algo entre felicidad y satisfacción.

Me bajo en dos paradas y empiezo a andar. El azar, o el destino, han querido que la ruta más corta sea por Honmonji por donde siempre paso de noche y nunca hay nadie. Me paro junto a la pagoda, una vez más, y la miro. La paz del lugar hace que la balanza de sentir se incline hacia el lado bueno, el que tiene que ver con saber apreciar lo que tengo en ese momento sin pensar demasiado en lo que he perdido.

Ya en casa cuelgo el traje en una percha. Está todavía húmedo y no son horas de poner la lavadora, así que dejo que siga empapado con mis sueños y ambiciones que, hoy especialmente, hacen que pese más del doble.

Y entonces me acuerdo de Roberto, y las ganas de compartir con él las tres últimas horas hacen que me siente delante del ordenador y empiezo a escribir lo más rápido que puedo, para no olvidarme de nada ahora que los sentimientos todavía están tibios:

No se ve a nadie a través del cristal, así que parece que hoy será un lunes más en el que llego el primero al dojo de Karate…

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IkuKarate

El incidente

Hay que ver cómo somos, los líos que nos hacemos en la cabeza nosotros sólos… resulta que lo pasé mal durante dos clases de Karate seguidas con el mismo profesor y desde ese mismo momento mi mente ya tomó la decisión de no volver más. Y cuanto más pensaba en ello, más terrible parecía lo que en realidad pasó. Hasta que me planté y me obligué a luchar conmigo mismo para desentrañar las razones por las que le había cogido tanto miedo a la situación, y si de verdad era para tanto.

Así que dándole cancha a la sensatez añadiéndole mucho coraje, me presenté allí el viernes pasado dispuesto a lidiar con lo que se me pusiese por delante. Porque uno tiene que hacer lo que tiene que hacer, y además a veces coincide que se encuentran las ganas.

Pero el tan temido profesor no vino, y me sorprendió ver que lejos de sentir alivio, lo que en realidad estaba era decepcionado por tener que esperar una semana más para plantarme delante de un miedo que sigue estando ahí, y que necesito que desaparezca antes de que siga creciendo.

Y resulta que cuando menos lo esperaba, este lunes, pasó algo que superó holgadamente a lo que fuera que fuese que pasó con el profesor de los viernes.

Este primer día de la semana no tiene mucho éxito, no solemos estar más de 5 o 6 alumnos mientras que el resto de días la cifra se multiplica por dos o tres. Ignoro la razón… ¿quizás los lunes hay trabajo atrasado que sacar adelante en la oficina?. Este lunes por no venir, no vino ni el profesor, así que uno de mis compañeros de clase tomó el relevo y al final de una clase bastante dura, nos mandó hacer combate entre nosotros. Al segundo o tercero, a mi me tocó con otro señor mayor y estuvimos peleando un rato hasta que le di una patada en el estómago. No fue fuerte, pero le entró de lleno y el hombre se quedó boqueando. Yo le pedí perdón y el profesor me echó la bronca porque no supe tener control, quizás no le faltaba razón.

Y a partir de ese momento, pasó lo que nunca pensé que pasaría: mi compañero empezó a insultarme, a hablarme en un japonés muy rudo gritándome que no estábamos en un campeonato del mundo, que qué me había creido. Me llamó cosas que suenan entre tonto y gilipollas (“aho”, “baka”) como veinte veces seguidas, que a quién se le ocurría pegar así, que no sabía controlar mis patadas… que yo que sé. El profesor, lejos de cortarle, aunque es cierto que también estaba sorprendido, le daba la razón y seguía leyéndome la cartilla.

Yo callaba, pedía perdón cuando había oportunidad y miraba al suelo, menuda bronca me gane.

La clase acabó, saludamos y yo me fuí directo al vestuario. Lo que quería era irme de allí lo más rápido posible porque mi paciencia estaba llegando a un límite. Pero todavía fue peor: dentro del vestuario siguió con su retahila de insultos combinados con quejidos sobre sus costillas que daba la impresión de que se las había roto en veinte cachos.

Su tono era despectivo a más no poder, tanto que parecía que me iba a escupir de un momento a otro. Aunque el momento cumbre fue cuando metió “gaijin” entre medio de alguna frase, con lo que ya lo acabó de bordar.

Él se cambió y se fue antes que yo y el resto de compañeros me miraban en silencio intentando adivinar mi reacción, que no fue otra que despedirme y marcharme con la cara muy seria, aguantándome las ganas de gritar cuatro verdades.

Estaba montándome en la bici cuando una compañera vino donde mi y me dijo que no me preocupase, yo le di las gracias y para tratar de animarme se le ocurrió darme dos plátanos de los cuatro que llevaba en la bolsa.

Al llegar a casa, recibí tres mensajes, todos diciéndome que no me preocupase lo más mínimo. Dos de dos compañeros, y el tercero del profesor.

Cené dos plátanos.

Y no dormí nada en toda la noche.

Por más vueltas que le doy, lo que ocurrió no fue más que que le di una patada a un compañero que no fue para nada fuerte aunque quizás debería haberla controlado un poco más. Y al darme cuenta que le había hecho daño, le pedí perdón con toda sinceridad porque nada más lejos de mi intención que hacer algo así a propósito.

Lo que él vió fue que un chico jóven, no tengo claro si le importó que fuese extranjero o no, le perdió el respeto a las canas con su recién estrenado cinturón negro y se atrevió a darle una patada de la que ni se dió cuenta hasta que le alcanzó. Y si eso le dolió físicamente, más le dolió en el ego ese que se ha labrado durante tantos años de desgastar el cinturón, y eso le hizo olvidarse de aquella frase del dojo kun que dice que “hay que respetar a los demás y seguir las normas de etiqueta” y se creció insultándome como no lo habían hecho nunca hasta aquél día.

Si hubiese sido otro tiempo y, sobretodo, otro lugar, habríamos acabado muy mal.

Ayer, enfrentando la situación, no fuese a ser que se convirtiese en otro miedo más, volví y la clase la dio Hirokazu Kanazawa, y sin él saberlo, me disipó de golpe toda duda que pudiese tener sobre si soy uno más allí desde hace dos años.

Por mi, ya pueden juntarse todos los que quieran y ponerse a sumar sus egos, porque no podrán con el mío. Sea viernes, lunes o fiestas de guardar.

Eso si, que luego no me vengan con historias, porque hay cosas que no se pueden olvidar.

Y si, también es por principios.


Por principios

Cuando llegué aquí me quería comer Tokyo: quería hacer absolutamente de todo, ir a todos los sitios y rincones que no pude visitar la última vez, probar todos aquellos platos que no tuve oportunidad, aprender y hablar cada vez mejor japonés, hacer muchos amigos, o pocos pero que fuesen de verdad y a poder ser que no hablasen mi idioma…

Así que cuando se me puso a tiro la oportunidad de tener una profesora de japonés particular, la aproveché sin dudar. Y así fue como todos los viernes, de siete a ocho de la tarde, una chica que no acertaba muy bien a acordarse de mi nombre intentaba, sin éxito, enseñarme a distinguir entre los sonidos ‘yu’ y ‘jyu’.

Luego vinieron las clases de Karate que cogí con muchas ganas, y que eran especialmente duras al principio cuando no me enteraba ni papa de lo que pasaba la mitad de las veces. Fueron días duros, mucho más que ahora, tanto que hasta lo pasaba mal sólo de pensar en que tenía que ir. Más que físicamente, por la horrible sensación de estar donde quizás no debería, de pretender estar haciendo más de lo que me corresponde, de tener que enfrentarme de nuevo al japonés y al inglés como si tuviesen algo que ver con mi idioma y conmigo.

Entonces alcanzaba a ir dos veces por semana, y ni siquiera me planteaba pasarme por allí a ninguna de las clases de los sábados y domingos.

Pero yo sabía que quería, que debía estar allí y también que no iba a ser fácil empezar de nuevo desde cinturón blanco, así que con libros y PDFs descargados de internet e impresos de refilón en la oficina, pasaba las noches en casa delante del espejo ensayando movimientos, reaprendiendo katas y contribuyendo un poco más a la fama de raro que ya tenía entre los vecinos desde hace tiempo. Todo para alcanzar el nivel que se requería, para que fuese más llevadero empezar a empezar a aprender.


Y fue ya con el cinturón marrón sujetándome los pantalones, cuando decidí que había que tomárselo un poco más en serio, y me planteé ir tres veces por semana: lunes, miércoles y ahora también los viernes.
Pero claro, este día tenía clase de japonés y la profesora, además, le daba clases a otro de la oficina después de mi. Total: revolucioné a la sensei, a media oficina y a la mitad de su agenda de alumnos para cambiar las clases a los jueves.

El primer viernes que fuí había un profesor que no había visto nunca antes, un señor mayor al que saludé y que me ignoró por completo. Después vi que ignoraba a todos. En medio de la clase me pegó una patada en el muslo gritándome algo en japonés y yo no entendía nada. Después de darme cuatro gritos más por fin me di cuenta de que tenía la posición cambiada, así que la corregí. No recuerdo si me dolió la pierna, pero si sé que su patada acertó de lleno en mi orgullo.

El segundo viernes que fuí nos mandó sentarnos a todos y fue sacando a la gente por cinturones. Primero los blancos, luego los azules… cuando llegaron los marrones y yo me disponía a levantarme, él señaló sólo a una chica y le dijo que se levantase. Cuando acabó ella, sacó a los cinturones negros y al ver que yo seguía sentado me gritó que porqué no me había levantado cuando tocaban los marrones. Yo sólo alcancé a disculparme, aún sabiendo que fue culpa de él porque simplemente no me vió. El resto de la clase ni me miró, y eso que no dí pie con bola.

No hubo un tercer viernes.


A mis tardes/noches se sumaron las clases de la ceremonía del té y todos los días hacía algo… menos los viernes. Empecé a ir sábados por la mañana e incluso domingos, con lo que he estado hipotecando los fines de semana en su mayoría al no poder salir o estar demasiado cansado físicamente parar hacer algo en condiciones.

Siempre evitando las clases de los viernes.

El miércoles pasado un compañero todo escandalizado me dijo en el vestuario: “Oskar, quita tu ropa de ahí, madre mía”. Resulta que estaba utilizando la taquilla del profesor simpatías, que por lo visto tiene una para él sólo, y me dijo “menos mal que no es viernes, lo mismo te echa”.


Y entonces es cuando yo pensé que este hombre es pura fachada, que se ha ganado esa fama y se aprovecha de ella y que yo tengo una forma de ganarle que, desdeluego, no es quedándome en casa.

Así que a partir de esta semana, me volverá a ver por allí los viernes porque ya llevo tiempo aquí, ya sé lo que quiero y ya estoy preparado para aguantar lo que me eche.

Para que todo el jaleo que le preparé a la profesora de japonés y a mis compañeros no haya sido en vano. Para poder descansar los fines de semana y volver a hacer excursiones, o salir o lo que me apetezca sin haber descuidado mis clases.

Porque ahora cometo una cuarta parte de los fallos del principio, y las cosquillas que me busque serán bienvenidas si eso me ayuda a mejorar.

Porque ahora entenderé la mayor parte de lo que tenga que decirme si consigo ponerle un filtro a sus gritos y sus maneras.

Porque es un reto.

Pero sobretodo, por principios.


Ikukarate

Erase que se era que me apunte a Karate nada mas llegar a Tokyo, y que me ha pasado de todo… hasta recibir el mayor soplamocos que me han dado en mi vida.

Aunque echando la vista atras, me volveria a apuntar sin dudarlo y lo cierto es que no veo el momento de la revancha…

Ossss

Aqui todas las entradas sobre Karate:

El frigodiploma

Ay majos, que pensabáis que no lo iba a conseguir, ¿ein?, que mi cuerpo no iba a resistir tamaño desafío, que me iba a convertir en un CamiPicha, ¡¡pues no!!, de hecho lo peor no fue el frío sino las agujetacas de hacer tanto ejercicio durante tres días seguidos. El último día tenía las piernas y el culo que parecían algarrobos.

Como ya os hice un resumen del primer día, podemos decir que el segundo fue muy parecido pero doblando el tamaño de las legañas y cambiando la segunda parte por una clase de Karate normal. Es decir, que el madrugón, calentar un poco al principio y correr una media horita por la calle se mantuvo.

El tercer día fue el mejor sin duda. Fuimos corriendo hasta el río Tamagawa, que resulta que no estaba tan lejos de allí, y cuando llegamos estuvimos echando carreras. ¡¡Fue divertidísimo!! que si corriendo de espaldas, que si a saltos, que si de lao, que si por equipos… me recordó muchísimo al campamento del verano pasado y pienso que es genial volver a hacer estas cosas que uno deja olvidadas en las clases de gimnasia de la escuela. Yo por lo menos, me lo pasé como un cuis, y gané un pilón de carreras, la cosa sea dicha con dicha.

Así que volvimos, nos enkaratekamos otro ratillo más y nos dieron los diplomas. Resulta que había gente que había estado yendo a esto 10 años seguidos y toda la pesca lerela!!

Aquí el diploma acreditativo de que hice el trientrenamiento megamadrugador congelatítico

Y ayer apareció una lista con los que participaron, para orgullo y soberbia de los que fuimos (aunque la Z de Díaz no entrase, jeje)

¿Y os podéis imaginar qué vino después?, pues las madres de los chavales prepararon unos perolos con sopa miso, onigiris, sandwhiches… y, como por arte de magia por allí aparecieron más botellas de cerveza y de sake que ni sé. Estamos hablando, amigos míos, de las ocho de la mañana. Con lo que ya puedo tachar de la lista que un día fui a correr con un grupo de japoneses durante media hora, eché carreras en kimono y playeras al lado de un río mientras pasaba un Shinkansen cada cinco minutos (que corría más que yo), hice una clase de Karate después y me pillé un moco de los históricos a las ocho de la mañana de un domingo a base de sake de Okinawa.

Ir a correr con un grupo de japoneses durante media hora, echar carreras en kimono y playeras al lado de un río mientras pasa un Shinkansen cada cinco minutos (que corra más que yo), hacer una clase de Karate después y pillarme un moco de los históricos a las ocho de la mañana de un domingo a base de sake de Okinawa.

Eso si, el resto del domingo no se podía saber muy bien qué era yo y qué era futón…

El entrenamiento del frío

Así se podría traducir más o menos el título del cartel que han puesto en el dojo de Karate. Y la copla trata de que si vas a entrenar a una clase especial que empieza a las seis y media de la mañana durante tres días y sobrevives, te dan un diploma.

Que pensaréis: bueno, total, es darse un madrugón sólo y luego lo de siempre. ¡Pues no!, que hay que ver cómo sois, ¡¡si es que Jonathan ha hecho mucho daño en internet!! ¡¡que ahora resulta que lo sabéis todo!! pues es que la clase empieza yendo a correr por ahí por las calles de Tokyo, y luego después habrá que ver quién es el guapo que es capaz de levantar la piernaca sin que se le agriete un huevo…

¿Os he dicho que es a las seis y media de la mañana?
¿y que es durante tres días?

¡¡No pasa nada!!

Porque he seguido un duro entrenamiento todas las noches para acostumbrar el cuerpo y la mente a tamaño desafío termometril…


OSSSSS

Informe de situación

Viernes, 16 de Enero
05:00 – suena la alarma del móvil, que aunque es un iPhone, da por saco igual, o incluso más porque da pena pegarle
05:15 – vuelve a sonar la alarma que yo y mis legañas hemos reprogramao
05:27 – me arrastro por el suelo cual molusco gasterópodo provisto de una concha espiral y consigo poner en marcha la cafetera abriendo los párpados a un 5% de su capacidad real
05:35 – mientras me tomo el café, Neki me habla y soy capaz de llevar una conversación más o menos coherente aunque no me acuerdo de lo que me ha dicho
06:00 – salgo de casa a toda leche sabiendo que como no espabile, voy a llegar más tarde que el tren de la Robla
06:23 – llego a la estación de Ikegami después de una carrera de 20 minutos subiendo y bajando las colinacas que hay desde mi casa, y entre resoplido y resoplido me meto una chupabolsa de energía
06:27 – llego a la estación de Kugahara, sigo corriendo y me meto en el vestuario, que está petado de gente contra todo pronóstico
06:30 – justo cuando Murakami sensei ordena que nos pongamos en fila, ahí estoy yo ya cambiado y todavía resoplando pulmón y cuarto. Empezamos el calentamiento habitual de todas las clases, lo de correr por la calle parece un bulo que me han querido meter.
06:45 – pues no! nos ponemos calcetines, playeras y chamarra y nos vamos a correr con el relente, cuarenta tios en kimono por la calle y la gente ni nos mira raro ni nada. Bueno, a mi si, pero con estos no-pelos no me extraña
07:15 – volvemos al dojo después de una carrerita bastante suave, aunque con bastante frío, la cosa no pinta tan mal…
07:20y un pepino!! (Ale, sin ofender) durante más de media hora, Murakami sensei nos ordena ponernos en kibadachi, la posición más salada de Karate, y nos liamos a tirar puñetazos contando diez cada uno
07:55 – somos 40 tíos y hemos hecho 5 tandas… echad cuentas… 2000 puñetazos al aire manteniendo la posición!!!!
08:00 – después de un simbólico estiramiento, nos cambiamos y cada uno se pira a su oficina a intentar sobrevivir lo que queda de día. Salgo de allí con más hambre que la Bimbambún y subir o bajar escaleras se convierte en todo un sudoku.

Apunte de hoy: la cosa no ha estado tan mal, de no ser porque mañana también toca madrugón y… encima… ¡¡¡¡ voy a tener unas agujetas del 14 y medio en la escala Richter !!!

El día en el que me dieron una ostia como un pan

Fvalenciano, el vídeo es impagable, te ha quedado impresionante, en la vida habría podido yo hacer algo así.
¡¡Mil gracias!!

Subid el volumen, y si lo véis en la página de Vimeo en HD y pantalla completa, mejor que mejor!!

La crónica no va mucho más allá de lo que habéis visto. El día anterior me compré un protector bucal cuyas instrucciones no entendí porque estaban en japonés, así que no fuí capaz de moldearlo y no lo usé, menos mal que la ondonada no aterrizó en los piños.

La competición empezó a las nueve de la mañana, pero yo no peleé hasta más de las cuatro de la tarde. Aún así pasé un rato guay con fvalenciano y elmimmo viendo otros combates y calentando con algún compañero del dojo pegándonos ahí suave.

Cuando me dieron el libro en el que pone con quién te toca, me dí cuenta que fue el pavo que ganó el anterior campeonato en el que yo también competí. Su padre tiene un gimnasio, y el tío parece que está jarto de competir, pero no es excusa porque me ganó limpiamente. Al principio le meto una patada de frente, pero no puntúa porque me caigo al suelo. Después le intento dar, pero aunque le pillan cerca no le alcanzo. Y el momento cumbre… ni me enteré por donde vino. De repente estaba en el suelo, veía todo negro con chiribitas y si miraba para otro lado que no fuese el suelo me mareaba. Así que ya me creo las películas esas en las que de una ostia le dejan al policía KO, joder que si me lo creo!

A parte de la mandíbula descojonada y no poder comer bocatas por una temporadilla, me fui contento porque no lo hice mal a pesar de haber perdido en el primer combate. Y sólo por el pedazo de vídeo, y las pedazo de fotos, ya ha valido la pena con creces!!!

Ossssstia que me llevé

Que tengo competi!

Pues eso, que mañana por la mañana me estreno como cinturón negro y tengo competición de esas en las que no hay que ponerse casco, como los mayores. Después de la gripe que he pasao ando todavía un poco chungo, pero es igual porque mañana saldré ahí a ver que pasa con todas mis ganas.

La cosa es que en la última competición creo que me fue tan bien porque todos eran cinturones marrones o menos, pero ahora el único filtro que hay es que el que se me ponga delante pesará menos de 65 Kgs, como yo, porque todos serán cinturones negrucos… Aunque no importa, porque en Zalla los fines de semana siempre había peleas contra los de Zorroza y Barakaldo, y anda que no aprendí yo nada de mis maestros nens!

En fin, pase lo que pase, fvalenciano estará ahí para grabarlo y luego a la noche habrá celebración aunque sea porque todavía tengo todos los dientes!!

Atención a la perillaca toda guarra que me he dejao para dar miedo!! (o pena, bien mirao…)

Si alguno de Tokyo no sabe muy bien qué hacer el sábado a la mañana y le apetece pegar cuatro gritos, el lío está a seis minutos de la estación Heiwajima:

Cuanto me ha costado el cinturón negro

Sin contar sudores, nervios, esguinces, ampollas y agujetas:

Matrí­cula dojo y licencia15.000 円
Traje y cinturón blanco13.000 円
17 meses x 8.000 円136.000 円
Campamento Karate20.000 円
Examen 2kyu4.000 円
Cinturón marrón3.000 円
Examen 1kyu4.000 円
Matrí­cula examen dan12.000 円
Examen shodan6.000 円
Cinturón negro8.000 円

Total:221.000 円
1.808 €
300.825 pts

En el precio están incluidas alegrías, amistades, emociones, carcajadas y millones de imborrables recuerdos…

Compañeros de Karate

Hace bastante más de un año que empecé aquella primera clase de Karate rodeado de miradas curiosas de gente desconocida, empapado en sudor por los nervios pero con el convencimiento de estar donde yo quería a pesar de saber que aquél momento era el primero de otros malos tragos que tendría que pasar. Desentonaba con mi chandal gris entre tanto traje blanco, aunque creo que llamaba más la atención por otros motivos más obvios.

Algunos me hablaron movidos por la curiosidad de ver a otro extranjero de tantos que están de paso y que deciden cumplir su sueño de practicar Karate junto “a los grandes” como tan bien dijo en su despedida aquél señor gordito de gafas, que resultó ser el embajador de Brasil.

Desde entonces, y sobretodo en verano, han pasado por el vestuario compañeros indios, rusos, franceses, italianos, árabes, peruanos, chilenos y hasta otro español. Es bonito, casi poético, ver cómo este arte es capaz de unir diferentes razas, religiones, culturas, costumbres y maneras de ser. Y aunque el inglés es el idioma universal para intentar comunicarnos, en el tatami todos sabemos qué hacer cuando el profesor nombra un movimiento porque resulta que en todo el mundo se enseñan por su nombre original, que es en japonés.

Hoy, con las más de 160 horas que calculo que suponen las 105 clases a las que he asistido, me descubro mirando a mis compañeros con el trasfondo del roce, del trato que hemos tenido al menos tres veces por semana durante todo este tiempo. Con esa confianza de compartir sudores, errores, caídas, agujetas… infinidad de reverencias y gritos.

Y veo a esa chica canadiense que nos llamó la atención a Bea y a mi siete años atrás cuando vinimos de visita. Envidio el estado deteriorado de su cinturón negro desgastado por todos esos años de ser atado, casi blanco como simbolizando la vuelta al origen aún sabiéndose experta.

Está el señor mayor que en la sombra de su arrogancia juega a ser mi sempai corrigiendo mis movimientos, mi actitud… mi persona con sus malos modos, que yo creo fingidos, quizás obligados por su papel de veterano encargado de poner orden. Sonrío al recordar cuando salí inesperadamente por cuarta vez a competir en el campeonato de Karate, y me gritó un “Oskar ganbate” que abrió brecha en su orgullo y caló hondo en el mío. Me felicitó por el cinturón negro, pero como lo hace alguien que no espera menos de ti, en cierto modo creo que le habría defraudado de no haberlo conseguido.

También hay una chica de gafas con la que durante más de medio año compartí el ir y venir con el cubo por ser los dos cinturones blancos. Es la misma que finge que no me ve cuando compartimos vagón en el metro, por aquello del honne y el tatemae, o quizás por verguenza, quién sabe. Todo lo contrario que otra chica que siempre me cuenta cosas que conoce de España cuando coincidimos en el tren de vuelta, y que no se cansa de repetírmelas, porque siempre son las mismas, al menos un par de veces al mes.

A veces viene el señor que tanto roncó en el campamento de Karate y que vino con su hijo. El que me alaba, me anima, me dedica sonrisas que parecen sinceras y siempre tiene alguna historia que contarme medio en inglés, medio en japonés. Después del “challenge” que era el examen del otro día, ahora me está empujando a que compita el mes que viene. Y yo encantado.

Mi habitual compañero de nomikais, y también el que me echó una mano y algún pie con las técnicas que me tocaba hacer en el examen, se llama Kojima. La chica de gafas le llama sempai, aunque yo creo que nunca le he llamado por su nombre. Ha ido siempre un paso por delante de mí, con lo que memorizo sus exámenes porque el siguiente que haré yo, si seguimos con la misma racha, será igual. Ha habido veces que hemos tenido conversaciones de más de diez minutos en las que yo no me he enterado de nada, pero él no se ha dado cuenta por lo bien que asiento. Dice mucho de él que le pagó el cinturón negro al hijo del señor que roncaba en el campamento.

El americano, y mi sempai oficial aunque el señor mayor sea el de verdad cuando no mira nadie. Un chico amable con muchos años de experiencia, y un japonés perfecto. Supongo que estar casado con una japonesa y tener dos hijos ayuda bastante. Me corrige siempre, me ayuda, me guía en mitad de la clase y fuera de ella. Ahora me doy cuenta de que siempre me habla en japonés a pesar de que en inglés nos entenderíamos mejor. Eso me gusta de él, eso y que siempre viene…

No como los franceses, dos compañeros que aparecen durante dos semanas seguidas y no se les vuelve a ver en un mes, ni falta que hace porque, como buenos franceses, no me caen bien. Son muchos los gestos, aunque el peor fue cuando al principio les dije que en España yo era cinturón negro y se rieron con alguna frase del estilo de “claro, pero normal que empieces de blanco porque para el nivel que hay allí”. No todos los franceses me caen mal, pero la verdad es que la mayoría parece que lo hacen a propósito.

La señora de coletas, con un ego que, cual francés, le hizo reirse cuando el profesor me preguntó por el nivel al que me presentaba y yo le contesté que cinturón negro. Ignorarla junto con haber aprobado el examen son mis dos respuestas a ese momento que, por otra parte, hizo que mis compañeros de nomikai tengan el mismo sentimiento hacia ella que yo.

La madre y su hijo, el que casi me deja eunuco. Después de aquél incidente, y con meses de por medio, veo cómo él ha cambiado su carácter por uno más calmado, más reposado, menos adolescente. Llegan juntos, aunque él siempre medio metro por delante de su madre dejando claro que no le gusta ir con ella, y no habla con nadie aunque saluda a todos, y las veces que hemos vuelto a coincidir su comportamiento ha sido noble. El cinturón verde que se ha ganado en tan poco tiempo lo acredita.

El chico del chandal azúl, que ahora tiene uno gris. Sigue haciendo lo que quiere y sigue cuchicheando por lo bajo pensamientos que sólo él entiende y que no es capaz de encerrar en su mente. Hay días en que parece que su progreso es tan grande que parece otra persona, y otros en que parece no haber avanzado nada. Afortunadamente los primeros son los más habituales.

Hay muchos más; en una clase no es extraño que nos juntemos más de veinte personas, pero por alguna razón éstos son los que salen en la foto que mi pensamiento enfoca cada vez que van a ser cerca de las siete de la tarde y yo estoy sentado sólo en un tren con una mochila roja, un libro y un alma que no ve el momento de llegar.

Me pregunto cómo me verán a mi…

La despedida

El domingo, el último día, me levanté muy fresco a pesar de haber dormido apenas cuatro horas con todo el lío de hacer de okupa en habitaciones ajenas y los ronquidos de Richter. Así que, como el día anterior, tocó ir a correr hasta la playa y seguir con los juegos que serán muy para que los niños se lo pasen bien, pero anda que no se cansan las piernas, y más después de todo el tute que nos habíamos metido últimamente.



Tampoco cambió mucho el horario, después de correr tuvimos el mega desayuno, y lo que sí que tocó es hacer las maletas y bajarlas a la calle, pero con el traje de karate puesto porque había clase. Con una especie de tristeza estuve doblando la ropa en la misma habitación donde la noche antes compartí horas con Kanazawa.

La clase fue como los días anteriores: de éstas que merecen mucho la pena porque te das cuenta de cosas que no sabías pero que tendrás muy en cuenta a partir de ahora. Todo esto me va a venir genial para el examen de cinturón negro de este mes.

Y después de comer, nos montamos en el autobús. Es sorprendente cómo cambio el trato que tenía con mis compañeros en tres días. Durante la vuelta estuvimos hablando todo el rato, viendo fotos, haciendo bromas… mientras que a la ida cada uno iba a lo suyo escuchando música o viendo el paisaje. Este mismo trato se nota también en las clases y desdeluego que todo es mucho mejor ahora. He pasado de que me de mucha pereza ir algunos días a estar deseando que llegue la hora para volver a verles.

Al llegar al dojo, le dije al hijo de Kanazawa que me lo había pasado muy bien y le di las gracias, como era obligado hacerlo ya que fue él el que me animó, de hecho me animó también al campeonato y al examen de cinturón negro. Y me contestó que gracias por haber ido y que me espera el año que viene.

Ahí es cuando la lió parda sin saberlo… me dio por pensar en donde estaré el año que viene, no creo que siga en Japón, pero en mis pensamientos estará siempre este campamento que se hace todos los años en verano, y quiero creer que la vida que tenga entonces me dejará escaparme por una o dos semanas y volver a este lugar donde vivo ahora, y revivir estos tres días como si nunca me hubiese ido, y poder volver a tener que huir de la habitación porque Richter seguirá allí empeñado en confundir a los sensores.

Y seguramente hasta me haga ilusión volver a ver al franchute…