Me despierto con un ataque de tos traicionero que me recuerda que no hace tanto que estuve encerrado entre éstas cuatro paredes una semana entera, lo que me empuja a levantarme y vivir el día lo más vivo que pueda.
Pero tengo sueño, mucho sueño… y últimamente cuesta sacarle un poco de brillo a los días que vienen con una capa de incertidumbre y nervios, de poder y no querer. Todo está girando en torno al cierre de la oficina, que parece inevitable, y a cada uno de nosotros nos afecta de manera distinta. El presidente parece aliviado de deshacerse, por fin, de algo que no parecía motivarle desde hace tiempo, los otros dos empleados que quedan pasan el tiempo entre risas que camuflan preocupación y diluyen incertidumbre. Y mi única amiga dentro de la oficina y yo compartimos tés con posos de congoja cómplice que hace tiempo que hemos dejado de disimular.
Pienso en qué pasará hoy mientras me tomo un café amargo porque se me olvidó comprar azúcar. Me olvido del mundo debajo de un chorro de agua caliente que me templa el ánima y me anima el ánimo, y de repente me acuerdo que cuando ayer dije adios a la noche apagando la luz, estaba nevando. Salgo de la ducha corriendo a mirar por la ventana. Voy dejando un rastro de agua por el tatami, y la estufa protesta cuando la salpico al pasar por encima.
Abro la ventana y todo está blanco ahí fuera. Sonrío al cielo con una mueca de ironía… quizás el invierno quiere reconciliarse conmigo regalándome un día distinto… olvidaré que le odio por hoy. De repente me doy cuenta que estoy desnudo mirando por la ventana y cierro la cortina de golpe.
Hoy todo giraba en torno a la clase de Capoeira, pero las reglas han cambiado, saco la ropa de la bolsa pequeña y meto todo en una bolsa más grande que deja espacio para las cámaras. Y con un termo de té verde bien caliente salgo andando hacía Honmonji olvidándome de que tengo mucho frío.
Las tablas de las tumbas del cementerio que rodea a todo el templo suenan al chocar unas con otras por el viento, es un sonido tétrico por el contexto, que se funde con el de mis pisadas encima de la nieve que cubre el camino. De vez en cuando algún cuervo irrumpe en la melodía de la mañana con sus protestas bajo un sol cobarde que se rindió de calentar en Noviembre.
Hay unos veinte estudiantes en manga corta que corren guiados por su profesor de gimnasia. Les está cronometrando el tiempo que tardan en dar diez vueltas a la pagoda, y ellos se aplican el cuento del frío y corren con ganas mientras sus compañeros les animan, y ríen, y gritan sin importarles que miles de almas están descansando a su alrededor. Pienso en que si yo descansase aquí, no me importaría que de vez en cuando viniesen jóvenes a recordarme, con sus risas, que yo una vez lo fuí.
El cielo está despejado a veces, pero no tanto como para que se pueda ver el Fuji. Aún así voy al lugar desde el que mejor se vé pasando por al lado de tres estudiantes que me miran sonriendo. Una dice a gritos «es un extranjero» y las otras se ríen, «que mono» dice otra, sin importar que yo les entienda o deje de entender.
El Fuji no se vé más que en mi mente…
Avanzo en dirección al templo donde obreros, quizás monjes debajo de los monos, recogen la nieve con prisa, como si no supieran que va a desaparecer por sí misma. Otros acaban de montar el escenario que presidirá la ceremonia del Setsubun, que casi olvido que será mañana, y yo parezco no estar.
Mejor así.
El cuervo, quizás el mismo de antes, vuelve a protestar subido en algún poste. La nieve se derrite. Los estudiantes corren. Un anciano limpia una tumba. Pasa un gato.
El sol sigue sin calentar.
Y yo me voy a la oficina.