Hay que ver cómo somos, los líos que nos hacemos en la cabeza nosotros sólos… resulta que lo pasé mal durante dos clases de Karate seguidas con el mismo profesor y desde ese mismo momento mi mente ya tomó la decisión de no volver más. Y cuanto más pensaba en ello, más terrible parecía lo que en realidad pasó. Hasta que me planté y me obligué a luchar conmigo mismo para desentrañar las razones por las que le había cogido tanto miedo a la situación, y si de verdad era para tanto.
Así que dándole cancha a la sensatez añadiéndole mucho coraje, me presenté allí el viernes pasado dispuesto a lidiar con lo que se me pusiese por delante. Porque uno tiene que hacer lo que tiene que hacer, y además a veces coincide que se encuentran las ganas.
Pero el tan temido profesor no vino, y me sorprendió ver que lejos de sentir alivio, lo que en realidad estaba era decepcionado por tener que esperar una semana más para plantarme delante de un miedo que sigue estando ahí, y que necesito que desaparezca antes de que siga creciendo.
Y resulta que cuando menos lo esperaba, este lunes, pasó algo que superó holgadamente a lo que fuera que fuese que pasó con el profesor de los viernes.
Este primer día de la semana no tiene mucho éxito, no solemos estar más de 5 o 6 alumnos mientras que el resto de días la cifra se multiplica por dos o tres. Ignoro la razón… ¿quizás los lunes hay trabajo atrasado que sacar adelante en la oficina?. Este lunes por no venir, no vino ni el profesor, así que uno de mis compañeros de clase tomó el relevo y al final de una clase bastante dura, nos mandó hacer combate entre nosotros. Al segundo o tercero, a mi me tocó con otro señor mayor y estuvimos peleando un rato hasta que le di una patada en el estómago. No fue fuerte, pero le entró de lleno y el hombre se quedó boqueando. Yo le pedí perdón y el profesor me echó la bronca porque no supe tener control, quizás no le faltaba razón.
Y a partir de ese momento, pasó lo que nunca pensé que pasaría: mi compañero empezó a insultarme, a hablarme en un japonés muy rudo gritándome que no estábamos en un campeonato del mundo, que qué me había creido. Me llamó cosas que suenan entre tonto y gilipollas («aho», «baka») como veinte veces seguidas, que a quién se le ocurría pegar así, que no sabía controlar mis patadas… que yo que sé. El profesor, lejos de cortarle, aunque es cierto que también estaba sorprendido, le daba la razón y seguía leyéndome la cartilla.
Yo callaba, pedía perdón cuando había oportunidad y miraba al suelo, menuda bronca me gane.
La clase acabó, saludamos y yo me fuí directo al vestuario. Lo que quería era irme de allí lo más rápido posible porque mi paciencia estaba llegando a un límite. Pero todavía fue peor: dentro del vestuario siguió con su retahila de insultos combinados con quejidos sobre sus costillas que daba la impresión de que se las había roto en veinte cachos.
Su tono era despectivo a más no poder, tanto que parecía que me iba a escupir de un momento a otro. Aunque el momento cumbre fue cuando metió «gaijin» entre medio de alguna frase, con lo que ya lo acabó de bordar.
Él se cambió y se fue antes que yo y el resto de compañeros me miraban en silencio intentando adivinar mi reacción, que no fue otra que despedirme y marcharme con la cara muy seria, aguantándome las ganas de gritar cuatro verdades.
Estaba montándome en la bici cuando una compañera vino donde mi y me dijo que no me preocupase, yo le di las gracias y para tratar de animarme se le ocurrió darme dos plátanos de los cuatro que llevaba en la bolsa.
Al llegar a casa, recibí tres mensajes, todos diciéndome que no me preocupase lo más mínimo. Dos de dos compañeros, y el tercero del profesor.
Cené dos plátanos.
Y no dormí nada en toda la noche.
Por más vueltas que le doy, lo que ocurrió no fue más que que le di una patada a un compañero que no fue para nada fuerte aunque quizás debería haberla controlado un poco más. Y al darme cuenta que le había hecho daño, le pedí perdón con toda sinceridad porque nada más lejos de mi intención que hacer algo así a propósito.
Lo que él vió fue que un chico jóven, no tengo claro si le importó que fuese extranjero o no, le perdió el respeto a las canas con su recién estrenado cinturón negro y se atrevió a darle una patada de la que ni se dió cuenta hasta que le alcanzó. Y si eso le dolió físicamente, más le dolió en el ego ese que se ha labrado durante tantos años de desgastar el cinturón, y eso le hizo olvidarse de aquella frase del dojo kun que dice que «hay que respetar a los demás y seguir las normas de etiqueta» y se creció insultándome como no lo habían hecho nunca hasta aquél día.
Si hubiese sido otro tiempo y, sobretodo, otro lugar, habríamos acabado muy mal.
Ayer, enfrentando la situación, no fuese a ser que se convirtiese en otro miedo más, volví y la clase la dio Hirokazu Kanazawa, y sin él saberlo, me disipó de golpe toda duda que pudiese tener sobre si soy uno más allí desde hace dos años.
Por mi, ya pueden juntarse todos los que quieran y ponerse a sumar sus egos, porque no podrán con el mío. Sea viernes, lunes o fiestas de guardar.
Eso si, que luego no me vengan con historias, porque hay cosas que no se pueden olvidar.
Y si, también es por principios.