Era una empresa de informática ubicada en Ginza. Vendían artículos de cierto lujo por internet, el sueldo era muy bueno y más o menos yo cumplía todos los requisitos del puesto de programador. Aquella era mi segunda entrevista después de pasar un test on-line. Esta vez tocaba programar en javascript durante una hora bajo la atenta mirada de tres miembros del equipo encargado de la cara visible de la web. Al igual que con la anterior de Ruby, no se me dio mal tampoco: fui capaz de sacar adelante lo que me propusieron sin demasiado problema.
Entonces entró un tipo calvo con ojos azules de esos que cuando te miran parece que te atraviesan. Salvando el color de ojos, tenía esa misma mirada perdida, ida y nunca venida, de loco que John Malkovich en sus películas. Su papel también estaba conseguido: iba a ejercer de entrevistador borde y con ese tono bien asumido, empezó a disparar una serie de preguntas de las que probablemente pocas personas sabrían las respuestas, o seguramente es que yo soy poco práctico tratando de memorizar tonterías:
– ¿Por qué se dice que Ruby un lenguaje de «method missing»? ¿te sabes todos los códigos de error HTTP? ¿cómo está implementado internamente un hash?…
Creo que supe contestar una o dos de veinte. En algunos casos eran conocimientos olvidados al minuto siguiente de graduarme de la universidad; la otra mayoría eran preguntas trampa cuyas respuestas prácticamente nadie que se dedique a programar se sabe, porque no se necesitan en el día a día y si se diese el caso, internet provee. Malkovich, sin embargo, consideraba muchas de estas preguntas «básicas» para el puesto, y cuando yo, con media sonrisa en la cara, contestaba que no sabia me volvía a preguntar si de verdad había estudiado informática, que le dijese el nombre de la universidad porque «no pensaba que era real».
A la cuarta o quinta pregunta ya tenía claras dos cosas:
– Que el tito John era total, absoluta e inequivocamente gilipollas.
– Que a mi, en realidad, me daba igual de verdad todo esto de la informática. Que me dan igual los códigos HTTP, las listas enlazadas y sus notaciones O. Que no sé qué coño estaba haciendo yo allí más que perder el tiempo delante de un tonto del haba que creía tener la sartén por el mango y que yo le debía la vida cuando a mi aquella farsa me era indiferente.
Al tarado calvo le sentó mal que le contestase tres veces seguidas que no sabía, porque en realidad es que yo ni hacía ya por pensar porque me estaba dando igual aquella comedia desde hacía un rato, y me dijo «bueno, pues ya está, no tengo más que hacer aquí». Así me dio a entender que yo no tenía absolutamente ni puta idea de nada y se fue sin decir adios. Yo en vez de decirle que era de las personas más ridículas que me había echado en cara últimamente, le di las gracias e incluso me levanté del asiento para despedirle demostrando que allí, en aquella sala, al menos había un tío íntegro. Aunque en aquel momento me hizo gracia, ahora pienso que que fuese un entrevistador no le da derecho a faltar al respeto a nadie, y que le habría venido bien que le hubiese dicho cuatro cosas. O encadenarle una hostia. Una hostia bien dada siempre ayuda a reflexionar al hostiado y gratifica al hostiante. Encima a mi John Malkovich siempre me ha caído como el culo.
Ayer llegó la respuesta de la secretaria de la empresa en la que me dicen que, oh sorpresa, «se han decantado por otro candidato».
Aproximadamente un mes y medio antes también estuve en otra entrevista de trabajo. La oferta era para «Profesor nativo de inglés para organizar actividades para niños» y el puesto era precisamente para esto mismo: organizar y dar clases de distintas actividades a niños, pero en inglés. El objetivo es que los chavales aprendan inglés pero no con la sensación de que lo están estudiando, sino pasándoselo bien cocinando un flan, haciendo escalada, dándole patadas a un balón o pegando patadas de karate…
Me pareció una idea increíble y pensé que yo sería capaz de hacer un trabajo así, que a ver por qué no. Y cogí y escribí una carta de presentación enviando mi solicitud para el puesto. Le dije a quien fuese que lo leyese que no mirase mi curriculum puesto que yo no era profesor y tampoco cumplía lo de nativo de inglés. Pero le rogué que leyese esa carta de presentación hasta el final. Allí le conté que yo fui profesor de Karate hace muchos años en mi pueblo, que me gustan los niños, que voy a ser padre este año y que no veo el momento. Guiado por la mayor sinceridad que fui capaz de desempolvar, le dije que hacía años que no sentía satisfacción por mi trabajo, que no me parecía algo humano, que no era algo real. Que era imposible que hacer una página web, por muchas visitas que tuviese, suscitase el mismo nivel de satisfacción que ver a un niño aprender, sonreír… saberte parte importante de su infancia, que lo que haces tiene repercusión real, que le importa y le vale a alguien. Creo que puse que no era ni la misma clase de satisfacción, que no eran comparables. Puse, en perfecto inglés, que aprendería más inglés, que daría clases yo mismo para pronunciar mejor si hacía falta. Le dije que si me cogía, si me daba la oportunidad, iba a tener ahí a un tipo que se iba a dejar la piel por ver a los chavales reírse y aprender a partes iguales, que puede que encontrase a mucha gente con mejores credenciales, con más experiencia, con mejor preparación para el puesto, pero que a ganas les ganaba yo por goleada.
Y me llamaron y me hicieron una entrevista porque al presidente le gustó lo que yo había escrito allí y decía en aquel email que quería conocerme. Así que siguiendo las indicaciones, acabé en Tsukiji, a escasos metros de la lonja de pescado más famosa del país. Por el camino y prácticamente al lado de la oficina me encontré con un restaurante con el nombre de mi mujer. Ni el nombre ni los kanjis son demasiado habituales y yo, que me dejo ilusionar a nada que sople el viento, me tomé aquello como una señal. Tanto es así que se me humedecieron los ojos como el bobalicón que soy.
Ya sentado en aquella sala, un señor más bien jóven aunque con canas, me dijo que era un tipo valiente, peculiar, que si de verdad odiaba tanto los ordenadores, que para cuando iba a ser padre y que si su madre era japonesa porque seguro que el niño sería muy guapo. Los niños mixtos siempre son guapos, repitió…
Atiende Malkovich cómo se empieza una entrevista, calvo lunático de mierda.
En un tono amable, aquel tipo que se parecía a Miyazaki el de las películas de Ghibli, me contó que el puesto sería, efectivamente, para dar clases pero que también querían que mantuviese la web de la empresa con lo que me dijesen las madres de los chavales, es decir, que me tocaría también ir evolucionando el sistema web con el que profesores y madres gestionan y hacen seguimiento de las clases. Me pidió perdón porque después de leer la carta asumió que yo no quería tener que ver con nada que tuviese una pantalla y me insistió en que sería sólo ocasionalmente, que mi misión principal sería buscar, organizar y enseñar a los chavales. Que sería sensei, que lo de rascateclas sólo de vez en cuando. Pensaron que sería buena idea que aprovechando que yo sabía, que iba a ser mucho más efectivo que yo mismo, como usuario, mejorase el sistema a la vez que era profesor. No me pareció mala idea.
Después hubo una segunda entrevista y una cena que pagó este mismo señor en la que ya me hablaba como si fuese yo uno de sus empleados. «Tienes que estudiar japonés, tienes que ser capaz de leer y escribir sin problemas, eso es algo que tenemos que arreglar» me decía mientras yo no hacía más que imaginármele dibujando a Totoro con un paraguas.
Lo que son las cosas: ayer llegó una oferta formal y hoy, después de echar muchas cuentas y hablar muchísimo con Chiaki, he tenido que rechazarla. Ya no soy yo solo, las decisiones que tomo no me afectan ya solo a mi, ahora son cosa de dos, de casi tres. Es cierto que perdería dinero, pero podría hacer algo que me entusiasma. Cambiaría estúpidas estimaciones-farsa con el único sentido de tener algo con que apretarte los tornillos después, con ponerme el karategi de Karate y enseñarles a los niños, en inglés, cómo se pegan patadas laterales en el arte marcial que crearon en su país. Aparcaría esos javascripts que nunca funcionan y jamás lo harán a la primera en Internet Explorer y me metería a llevarme a los chavales a un rocódromo en Tokyo para contarles porqué no deben cruzar las piernas. En vez de leerme documentaciones de APIs, usaría internet para encontrar nuevas actividades, nuevos locales, nuevas experiencias que compartir con niños japoneses de hasta seis años que harán que llegue a casa con la sonrisa del que disfruta cada minuto de su trabajo.
La razón principal por la que he tenido que, espero, posponer esta oportunidad es que para que un banco me dé un crédito, tengo que llevar al menos dos años con contrato fijo en la misma empresa. Me falta medio año, después, si todo sale bien, podré tener total libertad para cambiar si las condiciones económicas lo permiten.
De todo esto he aprendido un par de cosas. La principal es que es perfectamente posible: he estado más cerca que nunca de cambiar de profesión y si hay suerte quizás pueda hacerlo en un futuro cercano. La segunda es que, efectivamente, tener un hijo te cambia la vida y ya no puedo tomar decisiones tan a la ligera de estas más de mi instinto y de mi corazón que de mi cabeza. Todo se debe enfocar a que ese chaval tenga lo mejor que le podamos dar en cada momento y no queremos que esté en una habitación, en una casa que nos resistimos a amueblar y decorar en condiciones porque no es nuestra.
Pero… no sé. Sigo creyendo que aquello fue una señal y que esto no se acaba aquí…