El tiempo empezó a cambiar, del más frío de los inviernos que he vivido nunca, por fin empecé a no necesitar el abrigo a según qué horas. Y para celebrarlo, decidí salir a comprar ropa acorde con la nueva temperatura que se empezaba a intuir.
Shibuya está lleno de tiendas, pero después de todos estos meses ya tengo mis preferidas. Sé donde voy a encontrar lo que quiero y aunque me gusta perder el tiempo curioseando, ese día fuí al grano.
En lo que me quise dar cuenta se hizo de noche y el paisaje de la zona cambió radicalmente sustituyendo rayos de sol por neones. Siempre tengo la sensación de que es como otra forma de hacerse de día.
Salí tarde, así que no me apetecía volver a casa tan pronto. Total, nadie me iba a echar en falta y no todos los días se está en un sitio como aquel. Así que me metí en un bar, un irlandés, me senté en una esquina, dejé las bolsas en el suelo y, como tiene que ser, pedí una cerveza negra.
A mi lado había una chica que estaba concentrada escribiendo en un cuaderno. Si bien el sitio no era el mejor, estaba claro que la luz no era ni mucho menos la adecuada, así que su cabeza estaba sumergida entre las hojas, quedando casi a la misma altura que su mano derecha con la que no paraba de escribir, casi dibujar, en perfecto japonés. En aquel momento estoy seguro de que ni siquiera reparó en mi.
Saqué mi teléfono, más por hacer algo que por tener ningún interés en él. Y empecé a navegar entre los emails y mensajes que empezaban a abarrotarlo. Pensé que definían mi vida desde que llegué a Japón, allí estaban las amistades que había hecho, las llamadas que había recibido, mensajes que anticipaban encuentros con personas que unos meses antes no existían.
Alguien me habló. Un chico japonés con traje y pelo largo, lo que le daba un aire de salary man venido a menos, como un niño jugando a ser mayor. No era la primera vez que estaba en un bar y alguien decidía entablar conversación conmigo en inglés. Fue un gesto amable que supe apreciar, así que estuvimos charlando un rato. ¿Qué haces aquí? ¿de dónde eres? ¿por qué zona vives?…
Me llamaron al móvil, y mientras atendía la llamada, vi que el chico empezó a charlar con la que seguía escribiendo a mi lado. Pude ver que esta vez la conversación era en japonés por las pausas solemnes y los asentimientos obligados casi al final de cada frase.
«Este tío está en su salsa», pensé mientras acababa de hablar con el móvil, y reafirmando su innata habilidad, hizo lo que me temía: nos presentó medio en inglés medio en japonés. Incluso mezclando idiomas era capaz de hablar con desparpajo.
Cuando le contó de dónde venía yo, la chica de repente se puso a hablar en perfecto castellano. Resulta que había estado estudiando en Salamanca y que fue una muy buena experiencia que siempre recordaba con cariño.
En algún momento de la conversación, el chico japonés desapareció para volver cinco minutos después con dos cervezas con las que nos invitó antes de dejar el bar.
Estuvimos más de tres horas hablando. A ella le gustó volver a hablar, por fin, en aquél idioma que aprendió y que a duras penas utilizaba, y a mi me gustó escucharlo. Compartimos muchas anécdotas ocurridas en el país del otro, y hasta me enseñó la carta que le estaba escribiendo a su hermana.
La hora del último tren llegó, y fuimos juntos a la estación donde nos despedimos para no volvernos a ver. Al menos por mi parte, supongo que no nos interesaba nada más que una buena conversación, así que supimos olvidar el momento de intercambiar los teléfonos, que nunca pasó.
Ayer volviendo a casa, escuché a una señora hablando en castellano y me vino a la
memoria aquella chica del bar de Shibuya con la que intercambié nostalgia por sonrisas, recuerdos por anécdotas, castellano por japonés… hace ya más de un año.