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Cosa de dos

Aquella noche fue mentira.

Por alguna razón decidí abrir la botella de vino que guardaba para compartir a la sombra de alguna que quisiera taparme la luz de la vela que compré a la par. No se dio el caso, y hacía tiempo… ya no aguanté más. Descorché ese Rioja Siglo Saco y el alcohol desinfectó heridas que empezaban a hacer nido en el corazón, ese del que uno no hace cuenta hasta que de repente late a cañonazos gritando que como siga estando solo, va a reventar.

Cuando logré dejar de apiadarme de mi maldita estampa, estaba tan borracho que no podía ni andar.

No recuerdo demasiado el final de aquella noche, pero si sé que me dio rabia estar así, que lloré muchas veces recordando que acordarse duele cuando lo que se quiere es olvidar.

Me metí en la ducha y estuve un buen rato bajo una docena de pequeños chorros de agua fría que me horadaron las malas ideas y me enjuagaron la morriña hasta que me espabilé lo suficiente como para no dar por acabada aquella madrugada de verano tirado en el futón esperando a morirme de resaca.

Cogí la cámara de fotos y me fui al templo de al lado de mi casa.

El camino de entre cinco y diez minutos lo hice en más de media hora. Me paré a sacar fotos a todo, como si hubiese decidido que no iba a seguir aquí más y esa fuese la última vez que peregrinase a verme el ombligo por dentro entre tumbas, pagodas y cerezos. Como si ya no hubiese más que rascar y ya tocase mudarse de vida de nuevo por aquello de dejar de seguir intentando reír, porque ya saldría solo.

Cuando por fin llegué, me senté en las escaleras y miré hacia la derecha instintivamente. Desde allí se ve el monte Fuji en días claros… se me olvidó el pequeño detalle de que eran algo así como las dos de la mañana. Apoyé la cabeza en la pequeña columna de la parte superior, y empecé a revisar las veinte o treinta fotos que acababa de sacar. Borré todas, no se veían más que sombras negras entre las que asomaban tímidamente luces de alguna farola cercana. Sombras negras entre las que asoman, a veces, luces… ¿a quien me recuerda?

Cerré los ojos y me quedé dormido un rato imposible de medir, lo mismo podría haber sido un minuto que dos horas. Cuando me desperté, ya con dolor de cabeza, vi a un gato negro y blanco …negro con luces… allí sentado como a dos metros de mi. Me miraba fijamente y yo le hice gestos para que viniese, aunque no lo hizo. Sin levantarme, traté de hacerle fotos con la cámara pero cuando logré acertar a quitar la tapa del objetivo, ya se había alejado unos metros. Le seguí un buen rato tratando de no hacer ningún movimiento brusco que provocase que volviese al mundo de mentiras del que había venido, hasta que se paró justo delante del edificio principal del templo. Decidí sentarme a dos o tres metros de él, a veces le sacaba alguna foto aunque la mayoría del tiempo sólo le miraba.

Él, o ella, no se movía más que para rascarse la cabeza como dudando si se fiaba del único ser vivo cercano más grande que él.

Finalmente vino y me rodeo un par de veces antes de decidir sentarse a mi lado. Se dejó acariciar e incluso parecía querer contarme su vida de gato de templo soltando maullidos a modo de charleta desconsolada.

Agradecí su compañía, me gustó hablar con el.

Desperté al día siguiente en mi casa con un dolor de cabeza horrible. No recuerdo muy bien el camino de vuelta pero a juzgar por la laguna de recuerdos, parece que la ducha no logró contrarrestar ni de lejos los grados del Rioja.

Incluso dudé que había salido la noche anterior… hasta que vi las fotos que me contaron que aquella madrugada de verano fuimos dos los que nos lamimos las heridas.

Agua, glucosa, proteínas, sodio y potasio

Hoy he llorado bajo la ducha.

Desconsoladamente, haciendo mucho ruido.

He llorado y me he puesto a buscar qué contienen las lágrimas. He encontrado que un 98,3% es agua y luego el resto una mezcla entre glucosa, proteínas, sodio y potasio.

No me lo creo, las mías no.

Yo sé que mis lágrimas tenían mucho más. Sé que casi la mitad iban cargadas de desahogo por lo sucedido días anteriores, que aunque nunca habríamos de preocuparnos por quienes no se preocupan por uno, cada mala palabra recibida se había quedado encerrada en los adentros y de alguna manera debían salir.

Otras que han brotado se han diluido con el agua caliente por el frío de saberme frío entre soledades alternas cuando el alma se acatarra más que el cuerpo que se siente tan diminuto, que uno no le encuentra el calor de saberse cálido. La mitad de lo que he llorado es porque odio los despertares gélidos, los aborrezco, sé que envejezco dos días cada día que duran, tres con lluvia.
Han sido lágrimas horribles que he detestado aunque era necesario que aflorasen. Después me he sentido más entero, quizás un poco más cabal.

A lo rojo del otoño debo algunos segundos de mi llanto, al niño de chubasquero amarillo que me señalaba divertido, a la anciana que siempre barre las hojas de la entrada de su casa y me da los buenos días sin saber que quizás no la entiendo, aunque lo hago. A la pícara de falda imposible que se me quedó mirando mientras subía la cuesta de la calle de detrás de los cerezos, dejándome deseando volver a bajarla para seguir fantaseando un poco más con la longitud de sus piernas. A tus ojos que son la mitad de preciosos que tenerte conmigo.
Han sido lágrimas bonitas, me ha gustado mucho llorarlas.

Me asustaría no saber que se han caldeado mis mejillas con gotas debidas a los míos, a mi madre que se me viene a visitar por dentro a veces con su cara de mirarme hablando sin hablar, a Javi y su risa tan infinita y sencilla como candorosa y sincera, a mi padre y sus dos pares de gafas de leer, a la sobrina cuya infancia sólo imagino entre sueños, al otro hermano de mi hermano que está sin estar ni saber que se viene.
Han sido lágrimas amables, tiernas… culpa de una nostalgia testaruda que no me deja seguir viviendo si no paro, de vez en cuando, a abrazar con el alma a los que están lejos por estar yo lejos.

Hoy he llorado bajo la ducha. Seguía llorando mientras me secaba y dejé de llorar muy poco antes de salir de casa.

Me siento tranquilo, con calma, feliz y melancólico a partes iguales.

Es como si hubiese dejado por un rato que el corazón hablase, que patalease, gritase y se enfadase, que confesase de una vez lo que sinceramente le pasaba por los ventrículos porque de otra manera, no habría acabado nunca haciendo las paces con el resto y así no se podía vivir.

Ahora late adrede, con ganas otra vez. Y ya reconciliados, el resto le seguimos de nuevo.

¿Y ahora que hago yo?

Si la brisa del Cantábrico en los acantilados de Barrika me tergiversa los alvéolos igual que el olor del Pacífico entre el dragón y la campana en Enoshima. Si el sol de enero me caldea los huesos y me da la razón tanto si estoy subiendo Gaztelugatxe como bajando las escaleras de Honmonji, si la luna me miente con la misma cara sin importar que la ventanilla desde la que yo y mi melancolía la miramos sea de la Yamanote o la del último tren volviendo a casa desde Basurto.

Si tus ojos me traen el horizonte que se ve desde lo alto del monte Ubieta de mi Zalla natal, pero ir contigo de la mano me hace sentir que somos sólo dos aun entre cientos de personas que se pierden por senderos del monte Takao bajo un techo de hojas tan rojas como mis arterias.

Ya me dirás tu que hago yo cuando a veces mataría por abrazar a mi madre y escucharla hablar durante días y sin embargo no soy capaz de pasar horas sin tus besos a riesgo de socavar todavía más la poca cordura que presumo que me queda. Si duele celebrar los cumpleaños de Javi sin Javi, si pasarme de visita se convierte en una ecuación de milésimo grado entre incógnitas imposibles de tiempos divisores y distancias al cuadrado.

Si ya no sé vivir sin pelearme de vez en cuando con otros que se visten también de blanco, y se ponen cinturones de colores y quieren pegarme patadas con sus pies tan descalzos como los míos. Y, dime, que algo se te ocurrirá, dime, ¿que hago yo? si pagaría el triple por celebrar con txakolí que pasó otra competición más bajo la mirada de profesores ya legendarios. Si recuperaría fuerzas con sandwhiches del EME de Bilbao a veces y otras con udón del que hace a mano cada día el señor de pelo gris de la pequeña tienda de Nishi-Magome.

Pero es que resulta que echo de menos las celebraciones con los compañeros del equipo con tortillas y pan de verdad en la cafetería de la empresa de Zamudio y sin embargo me sigo derritiendo cuando alguna compañera del equipo de diseño, aquí entre Shibuya y Roppongi, me regala chocolate para darme las gracias, reverencia mediante, por algún trabajo bien hecho. Si es que el kampai de los nomikais de empresa descalzos en izakayas de Ebisu me sabe igual que las nueces con membrillo de después del txotx en las sidrerías del casco viejo.

Que le voy a hacer si el pecho me arde y me quema tanto corriendo entre tumbas y templos con el Fuji a la espalda como dando la vuelta a Ibarra, si el ego crece lo mismo cuando decido apretar y llego hasta Meguro por la orilla del río Nomigawa que si voy hasta Balmaseda y vuelvo por Otxaran acompañando al Cadagua.

Me olvido del rumbo, me pierdo conmigo mismo porque sé que volvería a emocionarme igual escuchando a Sabina en la plaza de toros de Vista Alegre que cuando vimos juntos la exquisita danza de aquellas geishas en Kyoto. ¿A dónde me voy a soñar mis sueños? ¿dónde elijo despertarme? si devolvería mil veces el préstamo de este idioma que no es el mío, pero sé que no podría no saber decirte lo que me vocea con rabia el corazón y volvería a pasar millones de noches en vela estudiando sólo para volver a ver como destellea tu mirar al escucharme.

Si iría de txozna en txozna por el Arenal y luego pararía para comer takoyaki con una buena Kirin sentado en el suelo hasta que pasasen los que llevan el omikoshi, y después subiría a Kobetas a ver los fuegos artificiales sobre San Mamés para bajar hasta las callejuelas de detrás del Sensoji en Asakusa a encontrarme con Guillermo, Nerea, Xabi, Héctor, Antonio, Rodrigo, Carlos, Ferpi y los demás. Y la resaca la pasaría igual sacando fotos a los rascacielos imposibles de Shinjuku que patinando desde el Euskalduna hasta el casco pasando por el Guggenheim.

Dime, ¿qué hago yo ahora? si mis suspiros ya no saben donde evaporarse, si lloro porque las lágrimas mojan sólo un lugar cada vez.

Si lo único que sé es que quiero que tu estés, que sigas, que no te vayas de mi lado mientras la mitad de las veces mataría por estar allí y la otra mitad moriría por morir aquí.

Dime, si tu lo sabes, ¿qué hago yo ahora?…

Alcohol, sushi y besos por docenas

Era de Osaka la princesa que atinó a birlarme la voluntad sobornándome con besos que de tanto que duraban, hasta me llegué a creer uno o dos de cada doce. Así era la letra pequeña del contrato: si le daba la gana de venir a darlos, lo hacía por docenas.

– Y tu no me llamas, y bajo ningún concepto se te ocurra tener «un crush on me» que no estoy para dramas, que ya sabes que yo aquí voy a durar poco.

Que no me enamorase decía, pídeme que no respire tampoco si ves que así se te sigue sintiendo íntegra la integridad esa tuya que se te tambalea desde lejos. Ahora que las cosas las tenía claras, y nada mejor que achuchar al corazón asumiendo el desengaño desde el principio para que vaya doliendo desde ya mismo y así, cuando acabe, solo haya de escocer.

Dos veces la fuí a buscar a la estación, a partir de la tercera ya se presentaba en casa ella solita y a la que me descuidaba, ya tenía una de mis camisetas por pijama y mi alma a su merced a la que no miraba. Si algo había de respetar, eran mis clases de Karate, después cualquier momento era bueno para aparecerse sin avisar.

Y yo encantado.

La mayoría de las veces traía botellas de alcohol de colores y países que ni sabía que existían; eso sí, rara vez hacíamos prisioneros entre los frutos secos y el sushi de oferta de última hora del súpermercado desde ésta, nuestra trinchera.

No dejaba de hacer preguntas, apenas acababa de responder una cuando ya tenía dos más preparadas que disparaba a bocajarro mezclando inglés y japonés en una proporción directamente proporcional a la distancia que quedase entre la superficie del líquido y el fondo de la botella. Tenía curiosidad por todo lo mío, por mi país, mis costumbres, mi idioma, mi vida… quizás, ahora lo veo un poco más claro, para que no tuviese tiempo yo de hacer pregunta alguna. Cuando ya no nos entendíamos, o las palabras no se querían hacer entender más, pasábamos a los hechos, que según disponía su señoría, solían durar hasta justo justo el inicio de las resacas.

Después desaparecía porque tenía que trabajar, o arreglar la bici, o comprar maquillaje o cualquier carajo que fuese lo que se le ocurriese para evitar enfrentarse con cualquier indicio de que al que se quedaba durmiendo le diese por decir chorradas de esas de amores y quereres.

Huía. Literalmente.

Un día antes de volver a Osaka, si es que de verdad era de allí, me mandó un mensaje de línea y media diciéndome que se iba, que me cuidase mucho y que si alguna vez volvía a Tokyo, me llamaría. Yo le dije que no lo hiciese, alegrándome y entristeciéndome a la vez, con una especie de escozor en el corazón.

やっぱり

Tardé más de un mes en dejar de escuchar entre sueños el timbre de la puerta, ése que anunciaba alcohol, sushi y docenas de docenas de besos.

El sonido de sus zapatos de tacón subiendo las escaleras lo sigo escuchando a veces, aunque ya cada vez menos siento el escalofrío aquél que se me enzarzaba entre las vértebras desde la segunda vez que se presentó sin avisar.

iSad 5-10

Here’s to the crazy ones, the misfits, the rebels, the troublemakers, the round pegs in the square holes… the ones who see things differently — they’re not fond of rules… You can quote them, disagree with them, glorify or vilify them, but the only thing you can’t do is ignore them because they change things… they push the human race forward, and while some may see them as the crazy ones, we see genius, because the ones who are crazy enough to think that they can change the world, are the ones who do.

Aquí para los locos, los inadaptados, los rebeldes, los problemáticos, los palos redondos en los agujeros cuadrados… los que ven las cosas diferentes — los que no se basan en las reglas de siempre… puedes citarles, estar en desacuerdo con ellos, glorificarles o despreciarles, pero lo único que no podrás hacer será ignorarles porque cambian las cosas… empujan a la humanidad hacia adelante y mientras habrá quien los vea como locos, nosotros vemos genios porque sólo los que están suficientemente locos como para creer que pueden cambiar el mundo, son los que lo están cambiando de verdad.

Casi tres veces doce

No sé ni la mitad de lo que quisiera saber de muchísimo, pero sé que hay muchas cosas que me esfuerzo en olvidar y no soy capaz.

Sé que soy la persona que conozco que más rápido escribe delante de un ordenador y que eso hace parecer que programo mejor que otros cuando en realidad lo que ocurre es que pruebo más código en el mismo tiempo.

Sé unas quince katas de Karate Shotokan aunque también sé que no hago perfecta ninguna por mucho que haya pasado noches ensayando delante del espejo, especialmente la Gankaku, que me entusiasma. No me sé ni la mitad de las técnicas que debería, las confundo, si aprobé los exámenes fue porque las practiqué hasta la saciedad la semana anterior, ahora esa parte de los de primer y segundo dan la suspendería.

Sé que al verte se me lustran las pupilas. No sabría no saberte cerca, se me ha olvidado.

Supe hacer integrales, logaritmos, senos y cosenos, ahora no tengo claro que pudiese terminar una división complicada. Saqué el título de ingeniería informática, por lo tanto soy ingeniero, pero no sé prácticamente nada de análisis matemático, estadística o física, eso sí, lo mismo te hago una aplicación para el iPad que un plugin para el WordPress o una tortilla de patatas a la vascoextremeña.

No sé prácticamente nada de videojuegos, ni de mangas o anime y cada vez que voy a Akihabara salgo espantado porque hay algo en ese lugar que me aterra aunque no sé muy bien que es. Sé hablar y defenderme en japonés aunque todavía me queda muchísimo por aprender, soy capaz de llevar a cabo dos versiones diferentes del estilo omosenke de la ceremonia del té y no se me olvida, sin ni siquiera proponérmelo, la coreografía de Yosakoi que me aprendí hace dos o tres años.

No me gusta que se use «japo» o «japa» aunque sé que muchas veces se hace sin ánimo de ofender.

Sé a que sabes aunque tú no sepas que lo sé.

Sé que soy capaz de reaccionar bien ante casi cualquier situación, gracias en parte a que estoy en buena forma, que no me pongo nervioso y actúo la mayoría de las veces con la cabeza fría, aún así siempre me pierdo cuando trato de salir de la estación de Ikebukuro y me paso muchos desvíos con la moto. Soy despistado hasta el absurdo a la hora de orientarme.

Entiendo, sé y asumo que no soy capaz de quedarme tranquilo ante personas que me sacan de quicio con su estupidez, soberbia o egoísmo. Suelo responder y después me arrepiento y lo paso mal.

Sé que tengo cierta soltura a la hora de escribir en castellano, lo que unido a la rapidez con la que escribo delante de un ordenador, me permite tener textos más o menos decentes en poco tiempo. Sin embargo, no tengo ni idea de gramática española, pongo la mayoría de los acentos mecánicamente sin pensar y sería prácticamente imposible que fuese capaz de darte la conjugación correcta de una forma verbal. Desistí de tratar de ganar yenes dando clases de español casi desde que llegué porque sería un horroroso profesor.

Sé que de morirme a tu lado, me moriría menos.

Sé que las fotos que saco no serían nada sin el retoque de después, que es donde realmente he sabido avanzar algo. No sé nada de cámaras, lentes, filtros ni nada por el estilo que no sean la D40, los dos objetivos y el Lightroom de casa. Ignoro hasta el tuétano a los que solo critican asumiendo el rol de fotógrafos expertos cuando sus fotos suelen no decir nada, pero respeto y admiro con pasión a los que no dejan de darme lecciones magistrales cada día con sus trabajos. Este principio lo aplico a las personas de cada contexto en el que estoy metido, sea dentro de un dojo, detrás de un trípode o en una sala llena de entrajetados de reunión.

Sé que desde el domingo me queda un año para las tres docenas de vida y que, con suerte, probablemente no me queden más de otras cuatro. No sé que va a pasar hasta entonces, ni las que de verdad me quedan, pero si sé que seguiré ganando el tiempo siendo feliz.

Sé que el domingo cumplí diez años más de los que siento que tengo cuando estoy contigo.

Buen viaje, emperatriz

Te conocí una noche, diría que era otoño porque viendo ahora las fotos, no llevábamos demasiado ropa de abrigo todavía. Digo que te conocí, porque esa noche no te cuenta como la que me conociste tu a mi. Pero insisto en que coincidimos y recuerdo claramente que me hablaste con familiaridad, con mucha cercanía aunque no tenías claro quién era o qué hacía allí en aquel, ya vuestro bar. Tuve esa rara sensación que pocas veces pasa de encontrarme a gusto con alguien recién conocido, con alguien extraño. Aunque también es cierto que pronto dejaste de serlo, en cuanto te alcancé a tequilas.

Te pregunté si eras argentina, todavía me avergüenza acordarme y casi riéndote de mí me dijiste de donde venías, con gesto de enfado fingido arrugando el hocico. Sólo te faltó un «carajo pinche güey» para dejármelo claro. Ignorante de mi, créeme que nunca se me volverá a pasar un acento como el de los tuyos en la vida, que lo llevo aquí bien adentro entre los pulsos.

Creo que yo también olvidé, sin querer, el resto de la noche aunque fíjate si me dejaste buena impresión que tu no te me borraste.

No recuerdo bien la siguiente vez en que nos volvimos a ver, lo cierto es que no tengo ni la más remota idea porque hace bastante tiempo desde entonces, pero me fascina acordarme de tantas otras, de tantos mágicos momentos que fue una delicia vivir contigo alrededor… porque mira que no hemos parado quietos, ¿eh?. Esta misma noche me decías que todos teníamos mucha energía, yo creo que es cuando estamos todos juntos que es que se entrelazan las que llevamos dentro y nos sale la suma con llevadas. ¡Menudo desperdicio no habernos conocido antes!. Y es que cuando uno va andando adrede los días, no se da cuenta que el camino se convierte en años y a veces duele un poco no haber sido capaz de tomar tal o cual desvío, y claro, al llegar al peaje ya no te dejan hacer un cambio de sentido…

Te me vienes a la memoria entre autobuses nocturnos con nuestros chismes chismosos entre onigiris al whisky, infinitos pasos entre senderos y templos sudando la vida por los poros, noches de mentira con el mundo a oscuras sin dejar de temblar, ferris que atravesaban mares y nos llevaban a montañas mágicas de docemil recovecos donde disimularse entre bambúes y budas, pueblos detenidos en vidas pasadas desafiando ser profanados por eso tan nuestro de las isos y las efes…

Yo creo que me quedo con los momentos más íntimos de la familia Tokyota en tu casa, esa que nunca has dudado en hacer de todos siempre que nos hemos sacado de la manga alguna excusa para juntarnos. Esos son los recuerdos grabados a fuego de mezcal que tendré siempre tan frescos como tu cara de reír. La promesa de ayer también me la guardo aquí del esternón para adentro a mano izquierda, será todo un privilegio contar contigo en Japón, en España o en los dos, no dejo de emocionarme pensándolo.

Y ahí te me vas a inaugurar tu nuevo año de vida a otro país, mira que te ha gustado siempre celebrarlo a lo grande, ¿eh?. Pero bueno, que mira, que nos vemos pronto, no tengo ninguna duda, sea en Japón, España, México, Nueva York o en la luna lunera cascabelera, ¿qué mas da?. De mientras, hágame usted el favor de ser feliz, o por lo menos de reírse de todo lo que pueda, que es de lo que se trata esta copla desde el cabo hasta el fin. ¡Y que se mueran los feos!.

Cuídate mucho pendeja que bien sabes de sobra que se te quiere.


Escaparse…

…y soñar que volamos pero bien agarrados de la mano, así, más arriba, más cerquita de la luna canalla que sé yo que se calla todo lo que sabe que somos. Claro, tanto vigilarnos… escúchame lunera sinvergüenza, ¡como se lo cuentes a alguien!

¡Ven, ven, corre que sale ya! vamos a jugar a piratas y ya puedes tener cuidado que tengo pensado tirarme al abordaje de tu cintura que ha de ser mía antes de arribar a puerto. Cuento hasta tres y voy, que eres mi botín y no te me escapas, ¡por estas que no!

Unoooo….

Y caminar entrelazados entre piedras que arden y que ya ardían desde mucho antes de conocernos. Y avivarnos, el uno al otro, para que juntos por dentro quememos incluso más.

¿El resto? ¡que sigan mirando!

Volver plenos, sabiéndonos con todo pero como si nada, que no se entere nadie. Si acaso, yo iré mirando atrás de vez en cuando para no olvidar la fantasía en que se convierten mis horas contigo.

Oye, prométeme una vez más, pero en serio, esta vez si, de verdad, solo una vez más… lo de que no te me vas a quitar la sonrisa esa que me contagias, que te la vas a dejar puesta. ¡Si ya sabes cual!, esa que ponemos a medias, la que yo llevo tiempo sin poderme aguantar, la de sabernos tan vivos.

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Pero tan tan vivos…

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Funeral

Aquella misma noche me di cuenta de que solo tenía una camisa blanca, la que llevaba puesta, así que paré en una de las tiendas eternamente abiertas de Shibuya a comprar una segunda que llevar en el funeral. Por un momento creí contagiarme del ambiente del lugar y tuve absurdas tentaciones de dejarme llevar por la sombra de alguno de los rincones de esas calles que se saben muchas de las travesuras de mi alma.

Esa noche no me convenía en absoluto tentar a la luna asi que caminé, casi corrí, dirección a mi almohada en cuanto hube pagado la única prenda blanca que me acompañaría al día siguiente.

Me desperté tres o cuatro veces a pesar de no recordar pesadilla alguna y con esos mismos nervios por talante llegué a la misma sala del mismo templo donde solo estaban los familiares más cercanos. Esta vez no había mesas en el medio, sino filas de sillas dispuestas a cada lado de la estancia. Pocas, no más de veinte, lo que me hizo suponer que la ceremonia iba a ser igual de íntima que el velatorio de la noche anterior. El ataúd y el altar seguían en su sitio.

Después de presentar mis respetos, barrita de incienso mediante, me senté en una de las del lado derecho, tal y como se me indicó. Por lo visto estaba ya decidido por donde iba a sentarse cada uno.

No parecía pasar nada en bastante tiempo, aunque tengo la impresión de que no fue más de media hora la que permanecimos allí sentados mientras iban llegando más familiares que iban ocupando sus lugares después de los saludos pertinentes.

«Quiero que salgas tu también a rezar por mi padre» me dijo mi amiga, y sin saber muy bien que tendría que hacer le contesté que por supuesto. Le pedí que hablásemos en privado y ya en el pasillo saqué el sobre con los veintemil yenes que había preparado la noche anterior y que no acerté a escoger entonces el momento de entregar.

– No, por favor, en este funeral no hay dinero de por medio
– Perdona, no sé muy bien como se hacen las cosas aquí
– No te preocupes, normalmente siempre se entrega, pero nosotros no hemos querido hacerlo así. Mi papá siempre quería que viniese gente a mi casa, siempre quería invitar a todos y le gustaba poder ofrecer lo que tuviésemos. Jamás hubiese pedido dinero a cambio, hoy no puede ser una excepción, yo sé que él está feliz de que vengas a despedirle. Por favor, guardátelo. Gracias por tu buena intención, eso es mucho más que todo el dinero del mundo.

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Después de un rato más esperando, nos avisaron que llegaba el monje y se nos pidió que rezásemos en silencio con los ojos cerrados. Cuando los volvimos a abrir, un monje con el pelo rapado y gafas estaba ya en posición de seiza rezando cerca del ataúd. Llevaba un traje tradicional bastante colorido, una especie de rosario, un libro de rezos y algunas cosas más que no supe que eran.

Sin mediar palabra empezó una serie de cánticos siguiendo el libro que portaba, tocando el gong a veces y una especie de tambor de madera otras. No sabría decir cuanto duró aquello, pero si que fue bastante largo mientras nosotros mirábamos en silencio, quizás cerca de una hora en total.

Más o menos sobre la mitad, empezaron a salir los invitados de uno en uno en riguroso orden al centro de la sala mientras el monje seguía con sus cánticos. Hacían una reverencia a la foto del difunto, después a los familiares del lado opuesto y después a los suyos. Tres veces se coge incienso en polvo con los dedos de la mano derecha de un pequeño plato, se levanta a la altura de los ojos ofreciéndolo mirando a la foto del difunto y se deposita en el plato de la izquierda. Luego se reza en silencio con las dos palmas de la mano unidas para finalmente hacer otras tres reverencias, una a la foto del difunto, otra a los familiares del otro lado de la sala y otra a los del mismo lugar. Yo así lo hice también.

Se nos pidió rezar con los ojos cerrados de nuevo mientras el monje salía de la sala y después nos hicieron pasar a otra habitación mientras preparaban el paso siguiente. Cuando volvimos, habían retirado todas las sillas y el ataúd estaba en el medio abierto mostrando al difunto que estaba vestido con un antiguo kimono hecho a medida muchos años atrás, regalo de su mujer.

A continuación, personal del templo pasó con bandejas llenas de flores que todos cogimos y pusimos dentro del ataúd al lado de distintas partes del cuerpo. Habría cuatro tipos distintos de flores y al acabar, casi todo el cuerpo estaba rodeado de ellas. También se metió un paquete de fideos soba y una foto que creo recordar que era de la familia, pero no estoy seguro.

Era el último momento en el que se le iba a ver, así que todo el mundo se despidió de él. Me sorprendió ver que le tocaban la cara, la nariz, las manos y le hablaban con toda naturalidad, no había miedo, no había distancia con aquel cuerpo, sino calor, cercanía en todo momento.

En ese momento se nos pidió que cerrásemos el ataúd y todos debíamos ayudar a bajar la tapa, de manera que cuando se acabó de cerrar, todos teníamos al menos una mano encima. Después sólo los hombres esta vez portamos el ataud hasta el coche fúnebre que esperaba fuera al que escoltaríamos los invitados en un minibus hasta el crematorio. El monje nos acompañó en todo momento.

Allí hubo una pequeña ceremonia dirigida por el monje. Fue, sin duda, el momento más duro, ver como desaparecía el ataúd dentro del horno…

Después nos hicieron pasar a una sala adyacente a esperar. El ambiente cambió, era de nuevo distendido, no había un silencio rotundo ni sollozos, había conversaciones aquí y allá, incluso alguna que otra carcajada quizás nerviosa.

Cuando bajamos de nuevo cerca del horno, el señor del crematorio nos enseñó los huesos que estaban encima de una gran bandeja. Pasaba un imán por encima recogiendo pequeños restos metálicos, quizás de los botones del kimono. Después con unos palillos separó algunos, y fuimos pasando todos por delante para empezar con el Kotsuage. Entre dos personas se cogía uno de los huesos con los palillos de la bandeja y se depositaba en la urna funeraria, yo pude sentir el calor que todavía desprendían cuando me acerqué y me puse muy nervioso temiendo que se me fuese a caer aunque es algo difícil, puesto que cada hueso se coge con dos pares de palillos.

Cuando todos hubimos participado al menos una vez, el señor del crematorio nos fue mostrando uno a uno los huesos que había apartado al principio explicándonos de donde eran cada uno: la nuca, la mandíbula… hasta que llegamos al hueso hioides (舌骨), uno de los más importantes puesto que su forma se asemeja a un Buda sentado. Parece ser que los huesos apartados fueron los de la cabeza, para asegurar que acaban en la parte superior de la urna encima del resto.

Después vuelta al templo donde había preparado un gran banquete con comida de nuevo muy japonesa y mucha bebida.

«Mi padre siempre se ha sentido feliz comiendo y bebiendo con gente, siempre le ha gustado ver y disfrutar con otras personas. Por favor, pasemos un último buen rato junto con él y disfrutemos de la comida y la bebida».

Así lo hicimos. Sin dudarlo.

Velatorio

Por suerte, no me ha tocado asistir a muchos funerales en mi vida. El primero del que tengo recuerdo es el de un amigo de la adolescencia que se nos fué una noche y me costó horrores entender que no iba a volver a estar más mañanas sentado dos pupitres más allá. Ese año dejé de ser el que era, sin duda alguna, creo que la mayoría de aquella clase cambiamos para siempre.

Unos años después, me tocó perder a otra gran amistad que si bien últimamente no estaba tanto a mi lado, odié tener que despedirle, tanto, que fui incapaz de ir al funeral. Todavía hoy me arrepiento de no haber estado allí. Molesta el corazón a veces cuando uno se acuerda de días grises como aquél en que no se supo estar a la altura.

No recuerdo demasiado a los padres de mi madre, pero si a los de mi padre. Adoraba a mis abuelos; me gustaba ir a dormir a su casa y verles pelear a la manera esa de los abuelos, exagerando todo por las mayores tonterías: que si el café quema, que si la tele está muy alta… ahora sé que lo hacían para que me riese todavía más y ver de parte de quién me ponía. Sufrí mucho cuando se fueron y todavía hoy me descubro hablándole de ellos a quien vela mis sueños cuando las noches clarean.

El miércoles pasado se murió el padre de una de las personas más importantes de mi vida y tuve el gran privilegio de asistir a su funeral en un templo de algún lugar al noroeste de Tokyo.

Callando los tiriteos del shock inicial después del obligado pésame, me di cuenta de que no sabía prácticamente nada de la costumbre japonesa al respecto y pedí ayuda, una vez más, a quien sustenta la decisión de seguir aquí un tiempo más. Por razones que no contaré, ella lo tenía bastante claro: camisa blanca, traje, corbata y zapatos negros, un sobre especial con 20.000 yenes y mi nombre y dirección para entregar a la familia. Nada en concreto que decir más allá de lo que dicten los latidos mientras se sepa estar al lado en todo momento. El silencio es igual de bienvenido.

El viernes fue el velatorio en una sala del templo, de siete a nueve y media de la tarde. Me las ingenié para salir antes del trabajo con el traje ya puesto, y llegué sobre las ocho donde ya me estaban esperando desde hacía un rato. Sólo había familiares, unas veinte personas tirando por lo alto, y yo. Se sorprendieron la mayoría y ella les explicó nuestra amistad de tal manera que sólo alguien sin alma pudiese haber desaprobado mi presencia allí, yo contuve las lágrimas porque habría sido descortés que brotasen por mi en lugar de por el difunto.

Era una sala amplia dentro de un edificio adyacente al templo. Muchas mesas alineadas formaban una sola de unos cinco metros de largo repleta de platos de comida muy japonesa: una bandeja de sushi aquí, otra de sashimi allí, tempura y encurtidos entre innumerables pequeños platos para la salsa de soja. Las cantidades eran visiblemente abundantes para el número de personas allí presente. Tampoco faltaban las botellas de cerveza, con y sin alcohol, y de té verde y ulon.

El ataúd, de color blanco, estaba colocado perpendicular a la mesa con los pies hacia la derecha y dos pequeñas pestañas en la parte izquierda que permitían ver la faz del difunto sin necesidad de abrir la tapa. La pared más cercana, que era la del fondo, estaba totalmente cubierta de flores y en la parte superior, a modo de altar, había una foto del hombre presidiendo la estancia. Si bien la calidad de la foto no era buena, era, sin duda, una buena foto, de esas que te arrebatan una pequeña mueca amagando una sonrisa a pesar de las circunstancias.

A la izquierda del ataúd una mesa supletoria sujetaba un cuenco lleno de arroz con dos palillos hincados y un paquete de fideos soba. La mesa principal, con dos velas a cada lado, estaba situada en el centro separando el altar de la hilera de mesas de los invitados. Un gran recipiente con cenizas contenía incienso consumiéndose que iba siendo reemplazado a medida que más personas se acercaban a presentar sus respetos. Cogían una barra, la prendían con una de las velas y después de clavarla en la ceniza, rezaban en silencio juntando las dos manos durante no más de tres o cuatro segundos.

«Ven a ver a mi papá» me dijeron. Me acerqué al ataúd y vi a un hombre muy mayor con los ojos tan cerrados como mi brío en esos momentos. No me extrañó ver que llevaba el gorro de lana con el que se resguardaba del aire acondicionado del hospital y que era ya parte de él por siempre jamás. Dentro del cóctel de sensaciones que le instigan a uno cuando ve a una persona muerta, tengo que decir que sentí algo parecido a paz. Si, inspiraba paz sin duda alguna, más que tristeza.

Tan abrumado estaba que olvidé saludar al resto de familiares conocidos, que sólo eran tres, y así lo hice a mi manera, dando abrazos y besos sin querer acordarme de más protocolos que los que se sinceraban desde mi pecho. Dos de tres lloraron, yo no confesé ni una lágrima.

Por más que quisiese mantenerme serio, el ambiente no lo era. Allí se comía y se bebía mientras conversaciones se turnaban para alzarse unas sobre otras en ambos lados de la mesa. Apuré dos o tres vasos de cerveza entretanto me aferraba a mis escasos conocimientos de keigo tratando de contestar preguntas sobre mi vida tan lejos de los míos. La compostura se mantuvo sola a pesar del alcohol, y sólo se achicó en dos o tres ocasiones en que el sonido de sollozos ajenos se me quiso contagiar.

Entonces la hija del señor de la foto de cara amable habló para todos. Brindamos por él con un 献杯, kenpai, en oposición al kanpai de las celebraciones, y empezó a hablar sobre su padre. Fue un discurso largo del que entendí mucho más de lo esperado. Habló de su infancia, de la manera de ser de aquel hombre que prefería hacer a decir, pero que cuando hablaba se hacía escuchar. Rara vez escuché palabra alguna de su boca, aunque esto tenía más que ver con la fatiga de su edad que con personalidades y maneras. Mi mente viajó por el primer año en que vine a este país con la vida rota y como este señor, de rebote, tuvo tanto que ver en que se me volviese a aliñar de alegría.

Ella, finalmente, repasó sus dos o tres últimos años, sus últimos días y horas y nos agradeció a todos nuestra presencia con una reverencia que secundamos desde nuestros asientos. No perdió su risueña sonrisa en ningún momento, si acaso uno o dos tonos menos de brillo apenas.

Mas por no saber que hacer que por cualquier otro motivo, me quedé hasta el final mientras el resto se iban marchando hasta que nos quedamos los familiares directos y yo. Insisto en que fue todo un honor, y más todavía cuando esa misma noche fui invitado al funeral del día siguiente desde la ceremonia por la mañana hasta el crematorio.

Camino de mis sueños, peregriné entre andenes con una camisa blanca, una corbata negra y un alma a pleno fuelle henchida de sentir.

La chica de la pena perpetua

«Yo quiero que vivamos juntos» fue todo lo que se le ocurrió decir cuando por fin fui capaz de atarle un nudo a mi alma para llorar sólo por dentro diciéndole adios.

Había momentos en que me encantaba estar con ella… como cuando sonreía porque no lo hacía jamás. Me tomaba cada uno de sus escasos atisbos de felicidad como recompensas, regalos de lujo, pan de días de hambre. Pero lo cierto es que casi siempre temblaba de frío al ver su faz eternamente triste y aunque siempre me lo negaba, sé que lloraba a veces en la soledad del cuarto de baño al amparo del sonido de la ducha. Era como si sus pupilas filtrasen cualquier indicio de júbilo que rara vez entraba en su interior condenando esos preciosos ojos a una pesadumbre perpetua imposible de abolir.

Estuvimos juntos un tiempo en el que yo saboreaba increíbles conversaciones entre dos almas de distinta raza pero con semejante manera de pensar. Pasábamos horas barnizándonos el uno al otro capas de costumbres y culturas hasta que los tonos acababan parejos o Tokyo se acababa durmiendo alrededor nuestro, lo que pasara antes.

Pero yo no podía con la culpa. Odiaba sentirme feliz ante quien parecía imposible que lo fuese, aborrecía tener que falsear melancolía. Me horrorizaba pensar que quizás, por aquello de la empatía, yo también podría acabar infestado de amargura sin saber muy bien porqué ni para qué se llora.

Así que antes de que los despertares juntos fuesen a más, decidí ser cobarde y no prolongar aquella semivida con la chica de la infinita tristeza. Paseamos por Yoyogi y ella me cogió de la mano multiplicando por cuatro los ya remordimientos por decirle lo que fuera que fuese que iba a decirle. Ella, sin estar radiante ni haberlo estado nunca, parecía tener más brillo en la mirada ese día, puede que cierta ilusión que yo iba a talar de raíz.

Me sentía miserable. Quizás era el inicio… hacía tiempo que no me pasaba.

Nos sentamos y le dije, todavía cogidos de la mano, que nunca había encontrado a una persona que pensara tan igual a como pensaba yo pero que sentíamos tan distinto que no me era posible seguir con ella. Le callé que no tenía fuerzas para combatir su implícita desdicha, que temía que me arrastrase con ella a una espiral de velos en la mirada y vacío en las entrañas.

Su gesto no cambió en absoluto cuando me contestó «pero yo quiero que vivamos juntos». El mío se desordenó.

«Pero bueno, que le vamos a hacer» dijo después con espantosa calma sin ni siquiera congelarme los ojos con esa mirada gélida hecha suya tiempo ha.

Me soltó la mano, se levantó y se fué.

En el momento en que desapareció de mi vista me derrumbé y lloré, de una vez, todas y cada una de las lágrimas que llevaba aguantándome desde hacía dos meses y tres días asegurándome bien de purgar toda pena que quedase diluida entre venas y arterias.

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Asfalto de por medio, parte 1

Seguía con los ojos entrecerrados cuando empecé con el nudo de la corbata, abrirlos del todo era como si me patearan todavía más las sienes, aunque lo peor había sido lidiar con la camisa del traje cuando con cada mínimo movimiento las costillas me ajaban la piel por dentro. Casi era mejor que estuviesen rotas, así por lo menos alguien me obligaría a estarme quieto «oficialmente» y no me vería en estos berenjenales.

No era, ni de lejos, mi mejor día para una entrevista de trabajo. Súmale una resaca de cojones al dolor del costado y te saldrá que no habría sido un buen día ni para salir a coger billetes de 500 euros ni metiendo a Angelina Jolie en la ecuación.

Por primera vez en mucho tiempo caminé con gafas de sol. No las uso en Tokyo desde que aquella, digamos, secretaria de día, me dijo que eran de gaijin, por muy a halago que ella quisiese que sonase. Tremenda mujer, por cierto, si se pudiesen rebobinar los reflejos de esas gafas ella tendría dos o tres secretos de los que sonrojarse y yo un ego que deshinchar. ¿Habría vuelto por fin a Nagoya? ¿seguiría en Tokyo?… mejor no preguntar que las cosas están muy bien sin que se planteen dejar de estar como están.

Decidí que sería mejor para mi dolor de cabeza quitar la música, aunque sería después de aquella canción que merecía ser escuchada hasta el final. Por alguna razón, un amigo de los que no se tienen tres en esta vida, me viene a la memoria cuando el iPhone decide que ya va tocando volverla a poner. «Escucha bien, mi viejo amigo, si algún día nos volvemos a ver, solo espero que todo sea como ayer… en el límite del bien, en el límite del mal. Te esperaré en el límite del bien y del mal«.

Nos veremos dentro de poco, seguro, por mi parte todo igual, te tocará mover a ti.

La entrevista de trabajo era cerca de Shinjuku, el barrio al que otrora me acercaba cuando no sabía muy bien que hacer con algún que otro domingo de esos que salen mustios y subía al rascacielos del ayuntamiento a buscar un Fuji agazapado entre brumas. El mismo barrio donde estúpidos adolescentes juegan a ser adultos bravucones al abrigo de mafias que nadie ve, como las meigas. De perder el último tren, mejor apagar cámaras que en ciertos lugares nunca se ha de reconocer haber estado. Cualquier testigo es un enemigo y en la noche no se hacen prisioneros.

Quizás me tocase trabajar por allí cerca a partir de entonces. Por lo menos, en ello estábamos.

Cogí aire mientras el ascensor bajaba. De esto que respiras todo el que te entra y lo dejas ahí un rato como si cada segundo que aguantas parase el mundo otro tanto. No más de tres o cuatro esta vez porque el súbito traqueteo del teléfono hizo que pusiese al mundo en marcha de nuevo de un soplido. Teléfono que, para variar, no cogí. Los que me conocen ya saben que rara vez lo hago y aún así siguen cerca, no me merezco a ninguno y temo el día en que se den cuenta porque me quedaré solo. Esta vez y sin que sirva de precedente, tenía excusa. O eso decía mi conciencia para cubrirse las espaldas mientras entraba en aquel cuchitril de mala muerte disimulando no estar muriéndome de dolor.

[continuará]

Regreso

Pensé que no volvería a asustarle nunca más, pero el nuevo calor de la primavera le trajo otra vez al pequeño banco con tejado donde él solía soñar con estar soñando en un futón.

Yo caminaba camino de casa echando en el alma la cuenta de los abrazos que había dejado a deber entre Zalla, Bilbao y Barcelona y ya desde la esquina de la droguería pude distinguir la inconfundible bicicleta medio en medio del camino. Allí estaba de nuevo, tapado con la manta azúl ennegrecida por los bordes que apenas dejaba ver el gorro de lana cómplice del secreto de su calva.

Durmiendo la vida, que vivida sólo a ratos pesa menos.

Me alegré mucho, no entiendo todavía por qué tanto, no tengo ni idea de quien es, pero saberle vivo me desbordó la sonrisa de dientes. Uno cree que tiene problemas hasta que se los relativizan de un tirón. Más que compasión o pena, es humildad, de la buena e inyectada intravenosa. Cortes de luz decían, cuéntaselo a este hombre y de paso añade que no hubo agua embotellada ni gasolina por una semana que con que siga soplando viento sur…

Llegué, me duché y caí rendido un tiempo. Me resistía, todavía me resisto, a divorciarme tan pronto de la que quiso casarse 10 días conmigo entre embarques, metros y camas de prestado y la acompañé hasta casi su casa llevándole la maleta. Muerto de sueño, con las lágrimas discutiendo por no ponerse de acuerdo si salían por pena o por felicidad, volví andando entre andenes cambiando líneas como si nunca hubiese abandonado Tokyo y las cosquillas de Javi de ayer me hubiese imaginado reírlas.

Bajo un cielo de cerezos compinchado con el viento, la vieja bicicleta cargada de paragüas rotos seguía velando las cabezadas de su dueño y yo supe que no podría conciliar las mías de haberme ido sin más. Entré en el combini y compré dos o tres platos de comida para llevar asegurándome de que hubiese bien de carne. También pensé que sería bueno que tuviese frutos secos que comer en cualquier momento, y que le darían sed, así que añadí a la bolsa una botella de agua de dos litros y seis cervezas de las grandes que mi vergüenza y quizás su orgullo no me dejarían compartir con él y sus historias, ojalá no le diesen más resaca de las habituales. La bolsa que planeaba dejarle al lado de la bicicleta se convirtió en dos porque pensé que convendría que tuviese muchos onigiris con arroz y también pan y alguna revista indecente que le adecentase el ojo a la sombra de alguna farola en la comisura del Tokyo que le acogiese esa noche.

Así lo hice.

Dejé las dos bolsas dentro de la cesta de su bici, procurando no hacer ruido y me volví a casa con la sensación de ser más persona que un rato antes pensando que esa noche iba a ser yo el que durmiese a pierna suelta.

No fue así, y dudo que el jetlag tuviese siquiera la mitad de la culpa.

A Zalla

Dos años desde la última vez que pisé Zalla, han cambiado tantas cosas que parece que no sea mi vida la de entonces, hay incluso aspectos pocos claros, como si estuviese tratando de recordar un sueño en vez de algo vivido realmente. No se si esto es bueno o malo, pero es así, quizás es que he elegido olvidarlos.

Tengo la sensación de que era un tipo más inocente, más si cabe, que no acababa de tener muy claro que iba a hacer pero que trataba de disfrutar cada paso del camino a andar, a veces atajando por aquí, a veces perdiéndome por allá reencontrando nuevos destinos que me hacían olvidar a donde iba cuando empecé.

En dos años, me he encontrado la senda con baches, con charcos y con barro, incluso a veces me ha tocado saltar algún que otro árbol que se empeñaba en no dejar pasar y no ha faltado tampoco tener que rectificar volviendo atrás a tomar otro desvío. Todo se ha hecho como tenía que ser: a fuerza de piernas y con el corazón de brújula que mientras siga apuntando donde debe, vamos bien. Él ya sabe lo que me digo, no hace falta que se entere nadie más.

No ha faltado de nada, siempre ha habido algo más que hacer: competiciones y exámenes de Karate, entrevistas y cambios de trabajo, nuevos lugares que visitar, nueva forma de mirar a lugares ya visitados… y el caso es que casi nunca he caminado sólo, aunque tenga la suerte de que pocas veces me doy cuenta de ello. Nos hemos pasado la bota de vino muchas veces al acabar de subir alguna cuesta con amigos, raro es que me haya comido el bocata entero sólo, que no sabe a nada. No estarán en papel esas fotos pero aquí las llevo yo guardadas, recuerdos de mil momentos irrepetibles entre sendas y veredas a la sombra de cerezos y rascacielos. No se me mueran antes que yo, háganme ese favor.

Al hacer noche tampoco ha faltado quien me ha hecho olvidar el rocío de la mañana aunque tengo que reconocer que me ha costado encontrar algo de llama entre amores y amoríos que no hacían mucho más que bulto y ruido. Ya está hecho, no seré yo quien deje de echar leña para que no se apague. No os acerquéis mucho que esto quema, avisados estáis.

Y aunque tengo cogido el ritmo, ya iba siendo hora de llamar a la posada de la familia y darse un festín de abrazos y besos entre los que siempre han estado a las duras y a las maduras. Si pasáis por allí, id avisándoles que se armen de paciencia, porque el caminante llegará con ganas de contar la historia de cada curva, que todas tienen si se sabe mirar. La de que se movió el camino mes y medio atrás me da a mi que será la más contada, que Dios les pille confesados.

Ah, y que no se os olvide decirle a la mesonera que ponga alubias a remojar, que vamos con hambre y ya han pasado demasiadas lunas sin untar pan.

Descansad de mientras, que en diez días, a la vuelta, tiramos por la izquierda.

Aguas y vasos

Cuando empecé el nuevo trabajo, me preocupaba no poder seguir yendo a Karate tanto como quisiera, ese era mi gran dramático problema con el que lidié como pude tratando de que me dejasen entrar y salir antes que el resto de mis compañeros de oficina algún día a la semana. Capoeira se afrontará después, pensaba, y menudo disgusto tenía.

Después vino otro, problema digo, y es que no sabía si me iban a renovar el visado. Tenía esa incertidumbre rondándome la razón y aunque no parecía que hubiese nada que impidiese que me pudiese quedar aquí más tiempo, era mi problema y me preocupaba. No, me preocupaba mucho, le di siete u ocho vueltas más de las que se merecía planteándome alternativas absurdas, involucrando inútilmente a quien me importaba.

Luego vino un terremoto, y un tsunami, y otro terremoto y muchos otros más, y una central nuclear inestable (¿de verdad se podían llamar problemas a lo de antes de esto?). Hubo algunos que me despreciaron por contar mi realidad, curioso que los peores fueron algunos paisanos, por lo de la tierra y el profeta, digo yo. Otros me pusieron en un altar por haberme quedado y yo sólo sentía pena ajeno a tanto disparate ajeno (el doble ajeno va a propósito). Ya casi no me acordaba del visado cuando me lo renovaron.

Siguiendo cada día las noticias sobre radiación entre réplicas y nervios, vino otro problema que ante la que estaba cayendo no era gran cosa, pero era más mío que de nadie: no sabía si iba a seguir en el trabajo que aunque era cuestión de ponerse a buscar otro y sabía que tampoco era tan importante, tuvo la culpa de alguna que otra tarde de caminares nocturnos vista al suelo entre neones apagados, como mi ánimo.

Entonces perdí el teléfono nuevo y aunque apareció al día siguiente, ese problema insignificante me amargó el domingo hasta que me lo cambiaron gratis por uno nuevo la noche del mismo lunes en que me renovaron en el trabajo y me aprobaron las vacaciones para volver a Zalla después de 2 años. Paseando desde Shibuya hasta Shinjuku, de tanto hablar y reírme de ellos con quien me moría por hacerlo, parecía que no hubiese habido ninguno en realidad porque ya estaban solucionados. Borrón y cuenta nueva, absurdo agobio, innecesaria ansiedad, estúpida razón equivocada.

Cuando el jueves me levanté de debajo de aquel coche, el nuevo teléfono, de nuevo roto, fue lo primero que advertí. Me pasé un semáforo justo cuando cambiaba a rojo y un coche decidió salir antes de que el suyo cambiase a verde… aunque no fue para tanto, yo salí peor parado con la moto. Me dolían las costillas, sangraba de las rodillas y de un codo, y la ropa y la moto estaban rotas. El teléfono hacía tiempo que me daba igual cuando me sacaron las radiografías y el doctor me dijo que no tenía nada roto. A pesar de los escandaloso del asunto, comparado con mis locuras con la bici de pequeño, esto no eran más que rasguños.

Mientras decidía a que Apple Store iba a ir esta vez o que iba a hacer con una moto que se caía a cachos, hablé con la policía y me dijeron que el otro decía que el accidente fue culpa mía y que mi seguro no cubría los daños causados al coche. Venía otro problema de los míos, mientras Edano salía bebiendo agua del grifo del Tokyo en la tele y Fukushima se equiparaba al mismo nivel de catástrofe que Chernobyl dándoles algunas portadas más a los ruines medios.

Esta mañana al incorporarme de la cama me ha dolido el costado mientras repasaba lo que está por venir: hablar con el seguro del otro, con mi empresa, con la empresa en la que estoy subcontratado, con la policía una vez más, supongo que me tocará reunir el dinero del coche y apretarme el cinturón una temporada en un Tokyo donde el verano se pinta sin aire acondicionado ni fuegos artificiales.

Y sin embargo ayer fue uno de los días más felices de mi vida aunque no contaré aquí las razones exactas.

Diré que miro hacía atrás, veo mi último mes y medio y no puedo más que pensar en cuanto he relativizado lo que me rodea y a los que me rodean. En como los límites de lo que me afecta se han reducido hasta estar justo donde deberían haber estado desde el principio, en como he aprendido a dejar de preocuparme de lo que sabía que daba igual pero dejaba que me convenciesen de lo contrario. A beberme el vaso del agua donde me quieren ahogar otros, con ellos dentro.

Entendámonos, no es que me de igual tener que pagarle un dineral a un tío al que le sobra el dinero para arreglar su impecable Mercedes Benz híbrido mientras yo me quedo sin moto y sin hacer ejercicio una temporada. Esto va más de entender que va a pasar de todas formas y que a mi no me merece la pena malgastar mi tiempo preocupándome de más. Se le echarán yenes, huevos y lo que haga falta a lo que venga, pero desde ya sin perderme ni una vez más un atardecer por haber dejado de mirar.

Aprendido a hostias: de todo menos agonías. Por estas.

Viernes, 18 de marzo del 2011

Anda, mira tu, viernes otra vez. Hace un par de horas que hizo 7 días del mayor terremoto registrado en Japón y uno de los más grandes de la historia. Una semana ya, y aquí estoy, en el mismo sitio, delante del mismo ordenador. Hay que ver, nadie diría que pasó nada.

Todo parece estar igual, pero mi corazón no, ése no es el mismo, tiene miedo, está más a lo de fuera que a lo suyo, no ha vuelto a ser el tipo tranquilo y campechano que era, veremos si a fuerza de latidos se arregla aunque me da a mi que ya nunca volverá a ser el de siempre.

Yo le digo que tuvimos suerte de vivir el terremoto en el lugar del mundo mejor preparado para que pase tamaña locura. Fíjate, le digo, 9 o por ahí en la escala esa y los daños en Tokyo son de risa… Es igual, no se fía un pelo ya de mi, él prefiere sentir las cosas a su manera, dale tiempo.

No quiero quejarme, es casi al revés. No tengo derecho a quejarme porque en el norte es donde está la verdadera tragedia. No en la central nuclear ni en la falsa escasez de alimentos o gasolina de Tokyo, sino en todas las víctimas de allá arriba, los hogares desaparecidos, el invierno al cuadrado que sufren los que quedan, los trabajadores de la central, sus familiares, los refugiados, los voluntarios…

Lo mío, lo nuestro aquí en Tokyo no ha sido más que un susto, se ponga como se ponga quien se ponga, sean paisanos aquí o periodistas allá. Nunca nos ha faltado de nada y tampoco hemos estado en peligro serio prácticamente en ningún momento desde el viernes. Sustos muchos, por las réplicas, por la confusión e incertidumbre, pero sobretodo por el miedo que nos ha metido en el cuerpo la prensa y la televisión extranjera. Y claro, menudo percal, ponte tu a tranquilizar a una madre, a contarle que no pasa nada mientras que todo el mundo a su alrededor habla de poco menos que Chernobyl, que nadie sabe exactamente lo que pasó allí pero fue horroroso seguro. A una madre no se le vienen con cuentos, una madre quiere que te vayas lo más lejos de lo que sea que fuese que haya, y a poder ser cerca de ella para poder darte besos y decirte cosas de madres, porque es lo suyo, que no andes descalzo, que el suelo de la cocina está frío.

Pocos de mis amigos quedamos en Tokyo una semana después, no por no sentirnos seguros, sino por tranquilizar a familias que se estaban dejando las uñas y las lágrimas al teléfono cada día y que prefieren saber que estás lejos de todo posible peligro, que cuando el río suena, agua lleva. Aquí van mis respetos por todos y cada uno de ellos, sé que la mayoría se han ido contra su voluntad, os espero a la vuelta, traed jamón, pipas y tebeos de Mortadelo. Yo sigo bien, ahora que esto ya lo sabéis de sobra, porque vosotros tambien estabais igual.

Hoy viernes, después de la semana más mentira de mi vida, se vive Tokyo con más normalidad si cabe. Hay colas para echar gasolina, por la tremenda demanda y el cierre de algunas refinerias debido al asunto del tal Richter este, las tiendas siguen cerrando antes y apenas hay farolas encendidas por la noche para seguir ahorrando la energía que Fukushima ya no provee, ni proveerá en mucho tiempo. Sigue habiendo réplicas, temblores a veces fuertes y a veces suaves, pero que dan mucho más miedo que hace 7 días, nunca volverá a ser lo mismo para ningún otro corazón tampoco.

No hay caos, hay compañerismo, hay preocupación que nunca será exagerada por el norte, por la verdadera catástrofe, hay admiración por los trabajadores de la central, por el tal Edano, el portavoz del gobierno que no se sabe si ha dormido en días, hay campañas para ahorrar electricidad, para donar dinero, para ayudar lo que se pueda. Hay un pueblo volcado con los suyos haciendo caso omiso al mundo que se empeña en hundirles todavía más. Ellos no lo sentirán, pero yo si: vergüenza ajena, y de la gorda.

Yo quiero descansar, coger este fin de semana largo de tres días y abrazar a quien aquí se deja que la abrace, y reírme de todo con cervezas al calor de los amigos que queden. Comer mucho y de lo malo, pasear por las pupilas de las gentes del Tokyo que me acogió hace cuatro años y seguir atento a los cerezos que me da a mi que vamos a ser muchos más los que este año lloremos cuando se tornen blancos. Poco les tiene que quedar ya.

Después, con el tiempo, saldrán solas las dos espinas, ahora es mejor no tocarlas, que se infectan:

La de la embajada que no nos contactó, que no movió ficha por casi ninguno de nosotros, que al desaparecer en medio del desastre nos dejó un claro mensaje de ahí os las compongáis solos. Ese gobierno que sólo empezó a tomar medidas muchos días después, cuando algunos medios se hicieron eco de la situación de abandono y poco o nada ya pueden hacer para proveer ayuda real que ya no se necesita.

La de los medios y su absurda y sensacionalista versión de los hechos que, precisamente, hicieron sufrir a nuestras familias tan innecesariamente que no creo que esto deba quedar así. No ha sido bonito veros jugar con el miedo de los míos. Señores: esto es personal.

Pero con esto ya nos pondremos después. Cuando me haya emborrachado tres o cuatro veces y me dejen de durar las resacas.

No llaméis, que no cojo. Amatxu, contigo ya sabes que hablo luego… apaga la tele ya, mujer.

望み

Mientras en España centramos todos los esfuerzos en hacer de la tragedia un disparate, en Japón, una vez más, se da una lección de solidaridad al mundo.

Cabinas telefónicas y wifi gratis, ni se ha planteado la subida del precio de la comida o la bebida, escasa repercusión en el de la gasolina a pesar de la gigantesca demanda inesperada y aunque medio Tokyo está a oscuras por ahorrar electricidad, no hay vandalismo, ni saqueos.

En la televisión tratan de explicar lo que está sucediendo en Fukushima con esquemas, con palabras sencillas para los que no tenemos ni idea de energía nuclear, y no dejan de repetir que, por favor, ahorremos electricidad. Parece que no sólo yo les hago caso, porque casi ninguno de los apagones previstos han sido necesarios, ¿porqué? porque la demanda ha bajado increíblemente.

Ante el vil oportunismo, el alarmismo inútil y el ruido estéril de los necios, cabeza fría, compañerismo y muchas dosis, si, pero de esperanza y optimismo en cada gesto, en cada par de ojos que se me cruzan cada día desde el puto viernes pasado.

Me siento orgulloso de estar aquí.

Tokyo, 11 de Marzo de 2011

El Jueves, el día anterior, me reía sobre el terremoto que al parecer todo el mundo notó pero del que yo ni me enteré. Así de habituales son aquí los temblores, dicen que todos los días hay aunque quizás no tan fuertes como para que nos demos cuenta. De éstos últimos, después de cuatro años aquí, yo diría que uno al mes. No duran nunca más de medio minuto, y suelen tener un momento álgido en el que se mueven un poco más violentamente que el resto del tiempo haciendo crujir la casa de repente. Asustar, asustan todos, pero después de tus cinco o diez primeros, como que ya te dan relativamente igual.

El Viernes, después de comer, empezó como siempre. Paré la música del iPhone, sonaba «Romance de José Etxailarena» de Marea, me quité los auriculares y empecé la ronda de miradas a mis compañeros de oficina esperando el momento en que para y nos colgamos la risa tonta volviendo al trabajo. Pero no paraba, es más: iba a más.

Una chica empezó a medio gritar, dijo «yada yada yada» tres veces muchas veces. «Joder joder joder». Un compañero, decía «dekai» de vez en cuando, en voz baja, como para sí mismo, «dekai», «este es gordo»… hasta que ya alguien gritó «under the table!» y rompió la tensa calma, había que hacer algo y a mi me dio por ponerme de pies y agarrar la chaqueta y el móvil. Muerto de miedo, pero sereno, consciente de la situación.

Como acabábamos de mudarnos a la segunda planta de la nueva oficina, todo estaba pulcramente colocado, no había desorden, no caían libros de las mesas porque no había libros en las mesas todavía. Los inmensos monitores de las salas de reuniones aguantaron en su sitio, no había lámparas que se balanceasen. No era ese tipo de pánico por el caos que se ven en las imágenes de televisión.

Era peor.

El inglés del departamento de diseño lo vio claro y salió corriendo hacia la puerta de emergencia, la gran mayoría hicimos lo mismo, no podíamos aguantar más la falsa balsa de aceite en la que estábamos sumergidos, había que reaccionar. Yo le aguanté la puerta a unos cuantos compañeros más hasta que uno de los filipinos trajo una silla que la mantuviese abierta. Nadie se tambaleaba, no perdíamos el equilibrio, no se nos caía nada encima, pero el suelo se movía y nos sentíamos mareados. De haber sido la octava planta del viejo edificio anterior seguro que habría cambiado el asunto.

Bajamos las escaleras, la primera vez que lo hacía, con orden. Nadie atropella a nadie, nadie se empuja, hay miedo pero no es pánico incontrolado, se mantienen las formas.

El último piso de las escaleras de emergencia da a una valla de rejas que impide la entrada de extraños al edificio… y la salida. Dos chicas de empresas vecinas están ya escalándola torpemente, yo habría podido en ese momento dar dos saltos y pasarlas por encima sin problema, pero no lo hago porque un chico de gafas está quitando el seguro que abrirá la verja. Está muy nervioso, le tiemblan las manos, diría que está llorando, pero logra abrirlo algunos segundos después de que las chicas aterrizan en el otro lado y todos retomamos la carrera hasta encontrarnos en el medio de una calle estrecha en cuesta.

Miramos a nuestro alrededor, el suelo se mueve y la sensación de mareo sigue, aunque no es difícil mantener el equilibrio, es incluso menos que ir de pies en tren. La magnitud de la situación no está en nosotros, está en los edificios que nos rodean, en los rascacielos cercanos que se mueven. No es el movimiento ajetreado que se ve en la televisión, no es un traqueteo, es un balanceo amplio, armónico, cuya suavidad da mucho más miedo. Edificios de más de treinta plantas inclinándose a un lado y al otro, y yo ahí mirándolos con los puños apretados dispuesto a correr donde sea con toda mi alma.

En la carretera cercana los coches están parados, como en esas escenas de las películas en las que los conductores se apoyan en la puerta y miran para arriba. La autopista elevada que recorre media ciudad también se está moviendo, me pregunto si los coches de encima estarán todos apelotonados en una esquina o ni siquiera se habrán movido. Allí arriba están fijos nuestros ojos, de pasar algo gordo en el lugar en el que estamos, todos parece que hemos decidido que será en esa autopista. Las farolas se mueven violentamente, temo que alguna sea arrancada por la vibración y se nos aviente encima. Curiosamente yo me encuentro apoyado en una aquí en el suelo, aferrándome a una falsa estabilidad donde en realidad no hay ninguna.

No sabría decir cuando dejó de temblar el suelo, porque la sensación de que todo sigue moviéndose duró hasta muchas horas después, pero si que pareció normalizarse. Mi primera reacción es llamar a mi novia, pero el teléfono no funciona, paso a mandar un email a su teléfono móvil que si parece llegar aunque no hay confirmación. Ella conduce habitualmente en el trabajo y me da por pensar cosas que no merece la pena pensar, de esas que te nublan la razón y azuzan los nervios. Y me separo del resto para seguir tratando de localizarla desesperadamente, 59 veces pone que lo intenté en el teléfono, ninguna sin éxito.

El mayor momento de tensión fue ese en el que yo supe estar bien pero no sabía si ella lo estaba. Los diez o quince minutos que tardó en llegar su mensaje fueron los peores.

Gracias a internet sé que todos mis amigos están bien y volvemos a la oficina. «Me vuelvo a España mañana» le digo a dos compañeras que me preguntan si estoy bien, y nos reímos exageradamente, demasiado, tanto que casi lloramos de risa los tres soltando tensión y nervios con cada carcajada. Quiero abrazar a una con fuerza, me da igual cual de las dos, pero casi no nos conocemos.

Kiwotsukete ne, tened cuidado.

Todo vuelve a temblar, no es tanto como antes pero ya no dudamos y nos encontramos en la calle de nuevo a la que nos queremos dar cuenta, aunque para cuando bajamos ya ha parado. Miro al cielo, hay nubes extrañas, o me parecen extrañas, el sol pasa a través de ellas dándoles un color entre amarillo y naranja, y no se ve ni un pájaro cuando un momento antes el cielo estaba atestado de ellos. Una chica con una cámara réflex me saca una foto y al ver que la he visto, me hace una reverencia. Alguien me roza el brazo, me giro y una marea de gente se dirige ya hacia la estación de Shibuya, por hoy parece que ya vale de oficina, todos tendrán a los suyos que querer ver.

Subo de nuevo, siempre por las escaleras, y me siento delante del ordenador sin quitarme la chaqueta en ningún momento. Las teles de las salas de reuniones están encendidas y muestran en directo una horrible ola llevándose coches y edificios por delante. Un compañero se ríe cuando un barco choca contra un parking de coches, y se permite seguir haciendo bromas un buen rato. Nadie le ríe ninguna y termina dándose por vendido, después como queriendo rectificar su inmensa estupidez dice «seguro que hay víctimas», en este caso tampoco nadie le concede un atisbo de respuesta, tardará semanas en ganarse cualquier indicio de simpatía.

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Cuatro chicas están llorando, un compañero Australiano dice que dos amigos suyos viven justo donde el tsunami, que en un email uno dice que está bien, que les han evacuado, pero que seguramente no quede nada de su casa, del otro no sabe nada.

Alguien decide que no es bueno seguir viendo aquellas imágenes y apaga las teles.

En una situación dantesca, tratamos de normalizar la tarde y seguimos casi hasta la hora de salir delante del ordenador. Los teléfonos siguen sin funcionar, el país está completamente patas arriba pero nosotros seguimos sentados en nuestros puestos haciendo que trabajamos. Me niego completamente y me dedico a buscar noticias sobre lo ocurrido, a tratar de que alguien contacte con mi familia y les tranquilice sabiendo lo horrible que se pintará el asunto en las televisiones de allí, a tratar de dar el máximo de señales de vida por internet que pueda. Es fácil hoy en día.

«Señales de vida», qué poco de frase hecha y cuanto de verdad.

Las líneas de tren se han suspendido absolutamente todas, el jefe por fin reacciona asimilando un poco la situación y nos dice que nos vayamos a casa como podamos, que guardemos recibos de taxis o autobuses, que nos quedemos a dormir… que lo que haga falta.

Me vuelvo en moto, no marca la velocidad, chirría, se para a veces, pero en ese momento me pareció la mejor moto del mundo. La estampa de Tokyo por la noche es un completo caos ordenado, nadie grita, no hay escenas de pánico, pero las calles están atestadas de gente que incluso anda por el medio de carreteras de coches que no avanzan. Si conducir entre coches no es lo más fácil del mundo, esquivar a personas que aparecen por cualquier lugar hace que tarde el triple del tiempo normal en volver a casa.

Pero puedo volver. Mis amigos lo hacen andando o en bici, hay quien dice que hasta cuatro o cinco horas en una noche de viento que se siente especialmente frío.

Mi casa no está tan mal como pensaba aunque la tele se ha estampado contra el suelo. Es igual, yo lo primero que hago es encender el ordenador y hablar con mi madre via Skype. Estamos nerviosos los dos y se da la ridícula situación de que es ella la que me cuenta lo que ha pasado porque «lo ha visto por la tele», no me deja hablar, no me deja contarle lo que he vivido y yo me muero por contárselo. La dejo hablar y sólo contesto con monosílabos de «si» a sus «¿estás bien?». Finalmente acaba con un «¿para que te has ido tan lejos?», y la emoción nos silencia un rato.

Bajo a la tienda a comprar algo para cenar, pero no queda casi nada. La balda de las botellas de alcohol también está vacía, más que mis vecinos queriendo olvidar, supongo que las estanterías no habrán aguantado los embites.

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Ya en casa rebusco en la nevera mientras otra réplica más me replica el miedo del mediodía.

El pecho se me enfría de repente y esa sensación va subiendo por mi garganta hasta que rompo a llorar allí mismo sentado en un suelo lleno de borra de café con la nevera abierta.

Así me tiro un buen rato: achicando la tensión a fuerza de lágrimas.

Esa noche duermo vestido, de mi cama al refugio de mi barrio le calculo unos 10 minutos corriendo, si ha de pasar que no me pille quitándome el pijama.

Sueños arrastrados

Hay veces, algunas, en que algún sueño decide quedarse a compartir un poco de la mañana que debería haberlo sentenciado y sigue ahí, como queriendo dar a entender que la consciencia no es más que otro poco de un todo no desmadejado del todo. Y así, con la vista espesa y los pensamientos más imaginados que pensados, uno empieza el día compartiendo una realidad que se antoja menos real.

Ayer me costó un café y una ducha convencerme del todo que no estaba en Zalla, y que no había sido mi madre con sus tejemanejes en la cocina la que me había despertado, sino el casero sacando los cubos de basura a la calle principal.

Me desperté, si, pero un buen rato después de levantarme, y la sensación de estar en tiempos de Universidad con mi familia en mi casa me acompañó hasta bastante más tarde. Parecía que en cualquier momento Javi iba a abrir la puerta de la habitación para preguntarme, aburrido, que qué estaba haciendo.

De verdad que si, no me habría extrañado escuchar su voz.

Son días raros, ausentes, emotivos, tristes y al tiempo felices, nostálgicos, diferentes, más de vivir por dentro y pasar el trámite de las horas mientras se desea volver a estar solo.

Uno se mide con uno mismo; razón y corazón imponiendo a hostia limpia pensamiento contra sentimiento hasta dar con algún tipo de respuesta que calme la desazón del alma, que es la que reina en estos días tan vacíos como fundamentales.

Razones que expliquen porque un invierno y diez mil kilómetros me separan del mundo de mi sobrina en el que yo no salgo.

Respuestas que aclaren porque Javi no me tira ya de las orejas en mis cumpleaños, ni paseamos por el pueblo como hacíamos a veces, muchas menos de las que ahora quisiera recordar.

Uno pesa y sopesa los motivos que expliquen cada día no vivido cerca de los míos, trata de buscar que compensen, que cuadren los latidos al final del día y parezca, aunque sea por meros pálpitos, que lo que se está haciendo tiene alguna razón de ser, que merece la pena pasar la gran mayoría de las noches de invierno en una casa donde el que llega siempre es el mismo que la deja vacía cuando se va.

Todo se intensifica. Lo malo es horrible, lo bueno maravilloso. A veces del lado de los ventrículos y otras de las entrañas, pero todo importa porque esos días son tristes y felices a la vez hasta que llega la noche donde sólo puede ser uno de los dos.

En el último sumaron tus ojos que aunque pequeños, son dos, y son ya un poco mas míos que tuyos aunque tu no lo sepas. Tampoco sabes que contó lo chato de tu nariz multiplicado por tu boca, esa con la que me ríes, y que todo se elevó al cuadrado del calor de las manos con las que me haces olvidar el viento de enero.

No te dije nada, no te conté que esa mañana salí llorando de casa. No hizo falta porque, ¿sabes?, se me olvidó…

Akarenga

Pasamos muchos días y un abril juntos hasta que uno de los dos no pudo con el otro. No acababan de cuadrar opiniones que se falseaban demasiado y ése era el problema, que siempre quedábamos bien aún no sintiéndolo. O no, yo que sé, si todavía no tengo claro que fue lo que pasó allí.

Pero el caso es que estuvimos juntos una temporada, y empezamos a querer querernos, creo que tu un poco más que yo, aunque yo tenía más ganas de quererte que tu. Hubo muchas tardes de paseos yendo de la mano y cervezas de yakinikus de esquina, meses de soledad compartida a la sombra de cualquier árbol que quisiera cobijarnos, sin preguntas sobre el pasado ni atisbo de planes de futuro, pero con edredones y sábanas en común. Como si sólo importasen las horas que eran nuestras y no hubiese que pensar más allá… ni más acá, porque estaba poco claro por donde iban a ir ambos. Es lo que es, los dos lo sabemos y ya, ¿para qué liarlo más?. El pijama está bien donde está, que yo te lo lavo para cuando vuelvas.

Un día nos encontraremos, y tendremos el doble de edad, y nos miraremos a los ojos recordando que el ahora fue ayer, y por mucho que te empeñes, no me habrás olvidado, eso te lo he ganado ya
¿Y porqué querría olvidarte?
Porque lo veo en tus ojos, en tus gestos, en la fuerza que pones de menos cuando vamos de la mano y nos cruzamos con alguien que conoces. Esto para mi es un sueño que sé que acabará cuando tu lo decidas
Dices cosas muy raras -mentía yo, acatando sin rechistar lo que los dos sabíamos y sólo ella se atrevía a reconocer.

Parques, templos, bares, paseos, ningún viaje fuera de Tokyo aunque muchos fines de semana dentro, algunos incluso de los de tres noches y tren de ir al trabajo los lunes compartido hasta donde coincidía. Cuatro ojeras para dos desgraciados de oferta, como éramos nosotros dos, con oficio y con beneficio, pero sin una mísera mueca de felicidad por descubrir mientras nos turnábamos ser el roto o el descosido.

El asunto trataba ya de buscar con quién los latidos latiesen juntos más que apañarnos el uno al otro la melancolía del que se sabe sólo, y por primera vez en mi vida, di yo el primer paso de la caminata que me llevaría a volver a sentir el frío del invierno dejando de lado un calor que aunque harto apetecible, se sentía casi siempre frío como el témpano. Pan para hoy y pan para mañana, el hambre vendrá después, a la que no mires.

Y así fue. Adios, hasta luego, hasta siempre, hasta nunca. Hasta cuando sea que cuadre que nos volvamos a sentir solos los dos a un tiempo.

Y no cuadró más.

El sábado pasado, por la noche, llegó un mensaje como respuesta a la llamada perdida de aquél número desconocido que irrumpió en mi teléfono a eso de las cuatro de la tarde.

Hola Oskar, hace tanto tiempo… estaba dando un paseo por Yokohama y me acordé de aquél día contigo, era invierno y hacía frío, como hoy, ¿te acuerdas?… sólo eso. Hasta luego

Y no fuí capaz de contestar.

Segundo dan

Otro hito, otro momento especial a señalar a fuego en alguna neurona para tratar de que su recuerdo siga ardiendo cuando a su alrededor hayan muerto la mitad. Que cuando sea de las últimas en morir, que lo haga echando humo para que se sepa que ahí se forjó algo importante.

No fue especial en el sentido que imaginé. Lo cierto es que a Suzuki Sensei se le olvidó completamente, pero ayer no aguanté más y pregunté por él, por el diploma que certifica que empezando desde cinturón blanco hace tres años y medio logré sacarme el segundo dan de Karate en el cuartel general de la SKIF en Tokyo, con Kanazawa Kancho de examinador.

Con el karategi empapado, un tobillo dolorido y barba de tres días llamé a la puerta de los profesores apenas esbozando un sumimasen en un tono mezcla de vergüenza, respeto y ya impaciencia.

– «Siento ser maleducado, pero es que todavía no tengo el título de segundo dan»
– «Eh, ¿no te lo hemos dado todavía?, ¡ya nos vale!, espera que lo tengo aquí, perdón, perdón»
– «No no, no importa, pero es que tengo muchas ganas de verlo»

Debajo de dos o tres títulos creo ver mi nombre en Katakana, quizás del puño de Kanazawa Kancho. Suzuki Sensei se hace más Sensei, lo coge con las dos manos y me lo da con una reverencia:

– «Enhorabuena. Oss»
– «Arigato gozaimashita. Oss»

Y ahí me quedo un rato, con la cabeza agachada y los brazos adelantados sujetando aquél papel con las dos manos mientras trato de contener las lágrimas. Como ahora. O más porque ahora no hay nadie delante.

– «Ahora a por el tercero»
– «Oss» –alcanzo a contestar y me voy al vestuario. Rápido porque aunque nadie iba a decir nada, mis lágrimas sólo las veo yo desde atrás, no son para enseñar a quien no toca.

Recompongo el gesto mientras me cambio de ropa y empiezo a pensar, de nuevo, en un futuro en el que haya gente que quiera aprender todo lo que me están enseñando. Me pregunto si seguiré delgado y en forma o me habré abandonado al hastío descuidándome y descuidando parte de lo que éste arte significa por culpa de haberlo enrutinado. Pienso que quizás le pondría la misma pasión que Suzuki Sensei o la disciplina de Murakami Sensei o quizás la dureza física de Tanaka Sensei, o una mezcla de todos y ninguno con mi alma por método. Sueño, una vez más, con ser anfitrión de los que ahora son mis profesores a los que apenas devolver la deuda de hospitalidad contraída día tras día, mes tras mes, año tras año, mae-geri tras mae-geri.

Y así, viviendo entre nubes por una noche, regreso a casa a dejar de soñar para empezar a dormir.

Viviendo

Vivo solo desde hace casi cuatro años en el segundo piso de una casa de dos. No es el típico bloque de apartamentos, sino una casa en la que sólo hay cuatro viviendas siendo la mía la más grande de todas, lo que es decir bien poco dado que sólo pasa un par de metros cuadrados de los veinte.

La puerta de la calle da a la cocina donde una puerta corredera descubre la habitación en la que como, duermo, veo la televisión y trabajaba hasta hace apenas unas semanas. Luego también hay un baño, claro, de esos prefabricados de plástico con desagüe en el suelo, con su bañera que uso prácticamente cada día de este alter ego mío que es el invierno.

No es mía, la casa digo, así que no me molesto en tener la alfombra más cara o el mejor sofá que quepa, es más todo lo contrario: mientras sirva su función, me da bastante igual que la mesa donde como haya costado 2000 yenes porque cuando se rompa, compraré otra del mismo precio y de mientras no me preocupo si se raya o dejan marcas los vasos.

Una cosa no quita la otra, y como tengo pánico a las cucarachas que tanto abundan por aquí en cuanto se va el invierno, limpio la casa a fondo prácticamente todos los fines de semana. Tampoco es mucho decir, en pasar la aspiradora no se tardan más de diez minutos ni aposta. De la misma manera, me he rodeado de utensilios que me hacen la vida más fácil como la lavadora-secadora o el cocedero de arroz, el objetivo es tener más tiempo para lo que de verdad me importa minimizando el necesario para, digamos, vivir con dignidad. Podría resumirlo en que nada de lo que tengo, materialmente hablando, me importa de más.

Tengo dos espejos de cuerpo entero y nada en medio de la habitación, esto es porque muchas veces me dedico a dar patadas de Karate o intentar piruetas de Capoeira delante de él y me encanta tener espacio para ello. También tengo muchos libros de Karate desperdigados por el suelo, una pelota de esas de hacer abdominales, pesas, lastres, un pulsómetro y playeras para correr y me niego a comprar sofá, mesas o sillas porque la mayor parte del tiempo que paso delante de la televisión lo hago tirado en el suelo haciendo estiramientos.

En la nevera siempre hay fruta, verdura, tofu y huevos y todas las mañanas saco pechugas de pollo o piezas de salmón del congelador para cenar por la noche. Normalmente la regla es no beber alcohol ni comer nada malo entre semana, regla que se olvida los fines de semana donde todo está permitido. No soy un monje y de vez en cuando cae un McDonalds o me pongo ciego a chocolate un martes, aunque no es lo habitual. Y nunca, nunca, diré que no a una cerveza con amigos, sea jueves o fiesta nacional.

No es raro que desayune un cuenco de arroz, lo raro es que sean tostadas. Sólo bebo un café al día que es el de nada más levantarme, sin leche, porque no me gusta su sabor, y desde hace un año, sin azúcar, digo yo que la edad hace que me gusten más los sabores amargos. Al llegar la noche podré haberme bebido perfectamente diez tazas de té verde. En la oficina siempre hay agua hirviendo disponible en una máquina y me levanto de media dos veces cada hora a la cocina a hacerme uno.

Desde que me compré la moto, me he olvidado de trenes y de la hora y pico que tardaba antes, ahora en veinte minutos estoy en la oficina. El dueño me deja aparcarla en el mismo edificio por 2000 yenes al mes, y si le sumamos a la cuenta que llenarla una vez por semana cuesta unos 800 yenes, podemos decir que la cosa ha salido redonda. La moto es bastante cutre y últimamente no marca la velocidad, pero aplicamos la ley de la mesa de 2000 yenes de casa.

Evito a la gente que no me aporta nada, que me cansa, que siempre ve el lado negativo de todo, que se está siempre quejando. No aguanto a los que creen saber de todo, a los que no escuchan, a los vagos que no hacen nada, a los que centran su vida en compararla con las de los demás, no soporto a los que se dedican a criticar todo y a todos sin prácticamente saber nada ni conocer a nadie. Me caen mal los que sólo son capaces de ver los errores de otros sin reconocer ni uno de sus logros, sea la proporción cual sea.

Desde que vivo en Tokyo no me gusta hablar por teléfono, me da pereza, quizá verguenza, me siento mucho más cómodo comunicándome con mensajes o por email, esto hace que tenga el teléfono lleno de llamadas perdidas que supongo que provocarán malentendidos entre mis amigos, no es mi intención, pero no lo puedo evitar.

Un día me planteé reírme de todo lo que es reíble, y descubrí que lo es la gran mayoría de lo que compone mis días, empezando por mi mismo. Duró poco, lo de reírme queriendo, y ahora ya me río de verdad y creo que eso ha hecho que sea un poco más feliz adrede. Como todo el mundo, tengo preocupaciones y he tenido problemas serios, pero he sabido reírme de ellos aún tomando las medidas adecuadas en cada momento. No ser serio no significa no ser responsable.

Muchas veces me olvido de que soy extranjero porque la mayor parte de lo que hago es rodeado de japoneses. No me gusta hacer cosas de extranjeros ni ir donde van ellos, tampoco me gusta que hagan distinciones por serlo, aunque es inevitable dado el envoltorio.

Me gusta decir lo bueno de lo que siento sobre otras personas, lo malo me lo callo y muchas veces desearía no hacerlo, evito todos los enfrentamientos que puedo, quizás soy un cobarde, o puede que simplemente me den igual.

Lloro más que antes, mucho, demasiado, a veces creo que no es normal aunque la mayoría de las veces no es de pena, me emociono muy fácilmente.

Envidio a algunas parejas, matrimonios de amigos muy cercanos, me gusta la relación que tienen, cómo se tratan delante de mí, la amistad que destilan entre ellos y con los demás, como si se multiplicase una con otra.

A mis 34 años veo bien, no necesito gafas, tampco me duele nada, no tengo ningún dolor que se repita como el típico de la espalda o las rodillas o del estilo. Lo curioso es que unos años antes si los tenía, supongo que mantenerme activo físicamente me los ha quitado.

Aunque no me preocupan demasiado, tengo entradas que trato de tapar dejándome el pelo largo, y tengo más pelo en el cuerpo del que me gustaría. Hace unos años odiaba ser bajo, ahora me gusta, me siento más ágil y rápido.

Alguien me preguntó hace poco sobre mi vida aquí y esto me ha salido, poco más se me ocurre. Poco más hay que añadir, excepto una reflexión de última hora, y es que sé que Tokyo me ha cambiado mucho, pero también sé que de volver a Bilbao no creo que mi vida cambiase casi nada.

Otra Navidad

El año que más mentira me parece que sea Navidad, quizás porque no se parece en nada a ninguna de las anteriores. Para bien y para mal.

Para bien porque no estoy solo, creo que casi no lo he estado desde que llegué aún sintiéndome así muchas veces porque poco tardaron en adoptarme. Y últimamente no me siento así casi nunca, a pesar del frío.

Para mal porque mi familia está lejos y sólo conozco a mi sobrina de dos años por pixeles que a veces vienen en colores a enseñarme a quien se parece, y otras en forma de letras que su padre junta para contarme cosas de ella que me suenan a cuento, a fábula que odio no estar viviendo.

Para bien porque aquí la vida no se para, y el día de Navidad tengo el examen de segundo dan de Karate con Hirokazu Kanazawa lo que hará que si apruebo, sea, como poco, el día de Navidad más especial y original de mi vida.

Para mal porque nochebuena no se sentirá como tal, ni yo aquí, ni mi familia allí. Y ya van tres.

Para bien porque tengo la agenda llena de noches a compartir con gente de aquí a año nuevo, todas las noches con personas distintas, todos amigos de los de llamar amigo.

Para mal porque no hay paga extra, ni chocolate con churros, ni turrón de Suchard.

Para bien porque tengo con quien comerme las uvas una a una, mano a mano hasta doce, beso a beso hasta mil.

Para mal porque no podré quitárselas a Javi mientras se las come él y me perderé sus carcajadas.

Para bien porque estoy feliz, porque quiero a los míos más que nunca a pesar de la distancia y ya hay planes para volver a verles, porque me salen los sueños y la mayoría de las veces siento que estoy jugando a vivir meciéndome por los meses, riéndome con cada hora.

Para mal porque tardaré un poco más en conocer a Beñat y me pasaré otro año sin volver a ver tantas caras que querría ver, tantas… que sería de mal gusto nombrar sólo algunas.

Para bien porque yo venía a escribir sólo un párrafo para enseñar un vídeo que grabé sobre un espectáculo de luces y música que tienen aquí montado, y me ha salido todo esto que ya el vídeo da igual.

Para mejor porque no se me ocurren más para males.

Arriando

Izo velas, todas, y tremenda ilusión por bandera y con viento favorable de alegría poniente, parto a casa de Michiko con la noble misión de darle los abrazos que le llevo debiendo desde la última vez que solté amarras en su presencia. Es familia, así que no hacen falta ni avisos ni excusas para arribar a su malecón, ni siquiera mapas, basta con mirar al cielo y seguir el brillo de hospitalidad de su faro para no perderse ni entre la más opaca de las nieblas.

No hacen falta excusas, pero yo tengo una: ayer fue su cumpleaños, así que llevo la bodega cargada con presentes que no veo el momento de entregar. Y setecientas historias que contar entre sueños saldados y deudas cumplidas. De corazón a corazón, como desde hace ya años, sin secretos en la guantera ni vergüenzas escondidas en el trastero.

Navego por el océano de estaciones de Tokyo con un puño apretado dentro de la gabardina, no vaya a ser que aparezca algún pirata, que dicen que los hay con muy mala baba, y fondeo en el puerto más cercano donde con el aire arrogante que me da el ser extranjero de allende los mares, recorro y tuerzo calles y esquinas exagerando andares, por si a alguien le diese por girar la cabeza a mi paso. Que se sepa lo que hay, que hoy pintan bastos.

Dejo el parking de bicicletas a la izquierda, avanzo hasta la farmacia y al pasar la peluquería me meto por la calle estrecha de la derecha hasta que el restaurante de tempura me da la bienvenida al vecindario, a mi otra casa, la que queda a muchos nudos dirección noroeste, más allá del bien y del mal donde naufragar está bien visto sin preguntas de por medio.

Haaaai, está abierto, pasa, sube! – se oye desde la cocina del segundo piso cuando llamo. Ya lo sabía, pero es de los pocos gestos corteses que aún conservo por alguna razón, aunque hace años que dejaron de hacer falta.

Abro la puerta, y me descalzo. Huele a tatami y protección, a café y a cariño, a cobijo.

Se me templa el pecho con una buena sensación, ¿será felicidad?, seguro que se le parece.

Subo las escaleras buscando sus ojos, y los encuentro allá por el penúltimo escalón. Son la mitad de los míos pero brillan el doble, aunque los pierdo de vista pronto porque el hola en esta casa se dice con un abrazo de los de apretar.

¡Muchas felicidades Michiko, que ganas tenía de verte y felicitarte!
Gracias, pero no me felicites, que me hago vieja, no es algo para celebrar. Celebramos que nos hemos juntado otra vez más, pero del cumpleaños no se habla hoy, ¿eh? -y se ríe, casi carcajea mientras sigue preparando algo entre una tortilla y lasagna.

Entonces empieza lo que nunca parece que vaya a acabar: hablamos y hablamos sin parar, de mi nuevo trabajo, de su nueva vida, de mi miedo al invierno, de su rutina, de todo a la vez, de nada por separado.

Ya nos hemos puesto al día cuando llega su madre del hospital, y me habla en japonés, despacio, sin prisa pero con convicción y yo la entiendo a medias, pero no le suelto la mano porque me recuerda a mi abuela, y yo quería mucho a mi abuela aunque no se acordase de mi. Me cuenta como está su marido, nos habla de las enfermeras que le han visitado hoy, y de repente se acuerda del día que fueron a Hakone juntos y vieron el Fuji hace ya más de cuarenta años, y se va para volver con fotos en blanco y negro tan antiguas como los surcos de su frente o el poso de sus palabras. Me cuenta lo que se acuerda de ese día hasta que se cansa y con disculpas y reverencias se va a su habitación, la única que queda con tatami en la casa, digo yo que a dormir un poco la edad.

Entonces le doy la caja con los regalos a Michiko, pero no los abre, nunca los abre si estoy delante. Me da las gracias, y la deja encima del sofá, después seguimos desgranando las horas pasadas durante horas hasta que vuelve su madre y llega su hija, y todos juntos nos vamos al restaurante de yakiniku de al lado de la estación.

Arropado.

Menos solo.

Así está la cosa por dentro.

Cuando llega la hora de pagar, saco la cartera, no por invitar sino por pagar mi parte, pero su madre se enfada un poco pretendiendo un mucho.

¿Has venido hasta aquí y todavía quieres pagar?, no señor, esto lo pago yo en agradecimiento por poder verte
Si, déjala que pague, que tiene mucho dinero -bromea Michiko

Y a mi, que tengo los ojos a punto de desbordarse, sólo se me ocurre agachar la cabeza e imitar sus reverencias.

Y darle las gracias.

De corazón.

Con toda mi alma, que yo vine vendido.

Cuando camino de casa, el móvil encuentra cobertura en alguna estación, recibo un mensaje:

Me ha encantado volverte a ver, ojalá que podamos juntarnos aunque sea una vez al mes siempre. Muchas gracias por los regalos, los guardaré toda mi vida para acordarme siempre de ti. No te digo que te quiero porque ya lo sabes de sobra, pero por favor, cuídate mucho y sigue bien. Muchos besos.
Michiko

Y yo no acierto a escribir siquiera un arigato en todo el trayecto porque no soy capaz de dejar de llorar.

Se abre el telón

Yo no tenía estas ojeras antes… ni esto que está entre un lunar y una mancha que me ha salido debajo del ojo derecho, como si fuese una lágrima negra que llorase el alma por añorar la juventud.

Pero me siento bien. Ahora que casi siempre me siento bien, tampoco viene de nuevas, es como si hubiese aprendido a que de de verdad igual lo que se sabe que da igual.

… por la ciudad camino, no preguntéis a donde, busco, acaso, un encuentro que me ilumine el día y no hallo más que puertas que niegan lo que esconden…

Con Sabina sonando en el cada vez más maltrecho iPhone que se desgañita por hacerse oir entre grifos y duchas, me vuelvo a mirar al espejo con la cara medio blanca esta vez, y cuchilla cual goma de borrar en mano, elimino todo rastro de sombra de la faz del de enfrente. La máquina de afeitar parece un quitanieves abriendo la autopista entre la oreja y la barbilla, tomando ahora el desvío al sur que lleva a la nuez, desbloqueando la rotonda que bordea los labios…

I have climbed the highest mountains, I have run through the fields, only to be with you… only to be with you…

Toca traje. Toca volver a coger tarjetas de visita con las dos manos, pintan reverencias de corbatas colgando. La cosa va de que se abra el telón y a uno le de por decir cosas en idiomas de otros, de repetir la historia de uno maquillando esto o lo otro según quien haga de público. Que presuntuoso, que prepotente es pretender que es posible que se llegue siquiera a intuir a una persona con apenas una hora de compartir oxígeno.

Besos, ternura, ¡que derroche de amor!, ¡cuanta locura!

Una señora con un carrito me habla mientras voy camino de la estación. Me suena su cara, creo que no es la primera vez que la veo por el barrio. Me quito los auriculares y digo adios a Ana Belén por un rato, y trato de entender a esta personita con la cara llena de arrugas que me habla, risueña, sin darse quizás cuenta de que vengo de lejos. Y que mas dará si ahora estamos aquí los dos.

Buenos días, mira, tengo aquí a Pichan, es muy pequeñito, lo estoy cuidando -creo entender en el idioma de las abuelas, ese que se habla despacito, haciéndose querer, como si todos fuésemos nietos por decreto.
Buenos días -contesto con mi mayor sonrisa que no le llega ni a la mitad a la suya- ¿Pichan? ¿es un perro?
Mira mira -dice, y por la manera de decirlo intuyo a la niña de la que viene esta mujer- es Pichan, lo encontré ayer en el suelo y no puede casi moverse.

Retira la manta del carrito y unos ojos casi sin abrir me miran desde allí dentro. Es un pájaro, un bebé recién nacido que sólo sabe volar lo que duran los saltitos que logra dar, como si todavía nadie le hubiese enseñado que si mueve las alas entremedias, no hace falta volver a caer tan pronto. Alargo la mano para tocarle, porque dan ganas de hacerlo, pero la niña se vuelve anciana de repente y se hace respetar de nuevo poniendo la manta entre mi mano y Pichan.

Lo estoy cuidando yo -repite, muy seria esta vez, y sigue andando dando por terminada la conversación con una reverencia.

Sigo mi camino pero no igual, el corazón pesa menos, se ha reblandecido, está un poquito más tierno y aunque Ana Belén hace tiempo que se fué, Robe me hace compañía el rato que queda entre Pichan y la estación.

Quedamos cerca del suelo, a la altura de tu cintura… quedamos cerca del suelo, donde se refleje la luna…

Repaso mentalmente lo que está por venir y me descubro pensando en inglés. Preparo las coplas que voy a cantar aunque la mayoría serán verdades a cachos, mentiras con que regalar los oídos de los que se pondrán delante que oirán lo que más o menos esperan que diga. El tren es mi camerino, y en un rato se subirá el telón. No hay pánico escénico, de momento.

You only get one shot, do not miss your chance to blow, this opportunity comes once in a lifetime…

Sigo instrucciones. Salida este, Starbucks a la derecha, Family Mart a la izquierda, recto un par de bloques. Una chica me sonríe y sus hoyuelos me agujerean el corazón ese que ya venía a punto de nieve desde hace un rato, le devuelvo la sonrisa sin hoyuelos, con ojeras, pero con gratitud. A tus pies, preciosa.

Como siempre que se cambian los papeles, voy a quedarme dormido en tu cintura…

Acaba el primer acto, no ha pintado demasiado bien… un público difícil tenemos este lunes, bueno, perder tampoco hemos perdido nada, es más, de no haber madrugado no habríamos conocido a Pichan, ni a la chica de los hoyuelos. Es lo que importa, lo demás sólo da igual. Es así como he reaprendido a vivir de un tiempo a esta parte, flotando de la mitad del vaso para arriba, que por debajo no hay aire.

Que dulce era hablar si te hacía sonreír, sentados en cualquier bar… tuve que marchar porque soy un músico loco…

En algo parecido a una cafetería me hago fuerte. Bueno en realidad no soy yo del todo, sólo una copia venida a más a base de traje y zapatos. Así que pongamos que esta versión seria del que no soy es el que se sienta en una mesa y le arranca una sonrisa a la chica del mostrador al señalar el plato de pasta diciendo «kore» pretendiendo ser todavía más extranjero de lo que ya se siente. Saco el ordenador, creo que es la primera vez que lo saco de casa desde que lo compré, y abro el entorno de programación…

Pero no lo toco porque tengo el alma tocada. Yo lo que necesito es desahogarme, achicar sentimientos, endurecer de nuevo el corazón para afrontar el siguiente acto un poco más entero. Y así vuelvo a empezar, mientras borro líneas, escribo párrafos y me seco las lágrimas en la manga del traje de Zara que me traje de Bilbao. El nudo de la garganta bloquea el arigato que le quería dar a la camarera cuando me rellena el vaso de agua, y mientras carraspeo para el siguiente me doy cuenta que más vale que me vaya acercando a la estación, que la comedia está por volver a empezar y el protagonista sigue sin llegar.

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