El Jueves, el día anterior, me reía sobre el terremoto que al parecer todo el mundo notó pero del que yo ni me enteré. Así de habituales son aquí los temblores, dicen que todos los días hay aunque quizás no tan fuertes como para que nos demos cuenta. De éstos últimos, después de cuatro años aquí, yo diría que uno al mes. No duran nunca más de medio minuto, y suelen tener un momento álgido en el que se mueven un poco más violentamente que el resto del tiempo haciendo crujir la casa de repente. Asustar, asustan todos, pero después de tus cinco o diez primeros, como que ya te dan relativamente igual.
El Viernes, después de comer, empezó como siempre. Paré la música del iPhone, sonaba «Romance de José Etxailarena» de Marea, me quité los auriculares y empecé la ronda de miradas a mis compañeros de oficina esperando el momento en que para y nos colgamos la risa tonta volviendo al trabajo. Pero no paraba, es más: iba a más.
Una chica empezó a medio gritar, dijo «yada yada yada» tres veces muchas veces. «Joder joder joder». Un compañero, decía «dekai» de vez en cuando, en voz baja, como para sí mismo, «dekai», «este es gordo»… hasta que ya alguien gritó «under the table!» y rompió la tensa calma, había que hacer algo y a mi me dio por ponerme de pies y agarrar la chaqueta y el móvil. Muerto de miedo, pero sereno, consciente de la situación.
Como acabábamos de mudarnos a la segunda planta de la nueva oficina, todo estaba pulcramente colocado, no había desorden, no caían libros de las mesas porque no había libros en las mesas todavía. Los inmensos monitores de las salas de reuniones aguantaron en su sitio, no había lámparas que se balanceasen. No era ese tipo de pánico por el caos que se ven en las imágenes de televisión.
Era peor.
El inglés del departamento de diseño lo vio claro y salió corriendo hacia la puerta de emergencia, la gran mayoría hicimos lo mismo, no podíamos aguantar más la falsa balsa de aceite en la que estábamos sumergidos, había que reaccionar. Yo le aguanté la puerta a unos cuantos compañeros más hasta que uno de los filipinos trajo una silla que la mantuviese abierta. Nadie se tambaleaba, no perdíamos el equilibrio, no se nos caía nada encima, pero el suelo se movía y nos sentíamos mareados. De haber sido la octava planta del viejo edificio anterior seguro que habría cambiado el asunto.
Bajamos las escaleras, la primera vez que lo hacía, con orden. Nadie atropella a nadie, nadie se empuja, hay miedo pero no es pánico incontrolado, se mantienen las formas.
El último piso de las escaleras de emergencia da a una valla de rejas que impide la entrada de extraños al edificio… y la salida. Dos chicas de empresas vecinas están ya escalándola torpemente, yo habría podido en ese momento dar dos saltos y pasarlas por encima sin problema, pero no lo hago porque un chico de gafas está quitando el seguro que abrirá la verja. Está muy nervioso, le tiemblan las manos, diría que está llorando, pero logra abrirlo algunos segundos después de que las chicas aterrizan en el otro lado y todos retomamos la carrera hasta encontrarnos en el medio de una calle estrecha en cuesta.
Miramos a nuestro alrededor, el suelo se mueve y la sensación de mareo sigue, aunque no es difícil mantener el equilibrio, es incluso menos que ir de pies en tren. La magnitud de la situación no está en nosotros, está en los edificios que nos rodean, en los rascacielos cercanos que se mueven. No es el movimiento ajetreado que se ve en la televisión, no es un traqueteo, es un balanceo amplio, armónico, cuya suavidad da mucho más miedo. Edificios de más de treinta plantas inclinándose a un lado y al otro, y yo ahí mirándolos con los puños apretados dispuesto a correr donde sea con toda mi alma.
En la carretera cercana los coches están parados, como en esas escenas de las películas en las que los conductores se apoyan en la puerta y miran para arriba. La autopista elevada que recorre media ciudad también se está moviendo, me pregunto si los coches de encima estarán todos apelotonados en una esquina o ni siquiera se habrán movido. Allí arriba están fijos nuestros ojos, de pasar algo gordo en el lugar en el que estamos, todos parece que hemos decidido que será en esa autopista. Las farolas se mueven violentamente, temo que alguna sea arrancada por la vibración y se nos aviente encima. Curiosamente yo me encuentro apoyado en una aquí en el suelo, aferrándome a una falsa estabilidad donde en realidad no hay ninguna.
No sabría decir cuando dejó de temblar el suelo, porque la sensación de que todo sigue moviéndose duró hasta muchas horas después, pero si que pareció normalizarse. Mi primera reacción es llamar a mi novia, pero el teléfono no funciona, paso a mandar un email a su teléfono móvil que si parece llegar aunque no hay confirmación. Ella conduce habitualmente en el trabajo y me da por pensar cosas que no merece la pena pensar, de esas que te nublan la razón y azuzan los nervios. Y me separo del resto para seguir tratando de localizarla desesperadamente, 59 veces pone que lo intenté en el teléfono, ninguna sin éxito.
El mayor momento de tensión fue ese en el que yo supe estar bien pero no sabía si ella lo estaba. Los diez o quince minutos que tardó en llegar su mensaje fueron los peores.
Gracias a internet sé que todos mis amigos están bien y volvemos a la oficina. «Me vuelvo a España mañana» le digo a dos compañeras que me preguntan si estoy bien, y nos reímos exageradamente, demasiado, tanto que casi lloramos de risa los tres soltando tensión y nervios con cada carcajada. Quiero abrazar a una con fuerza, me da igual cual de las dos, pero casi no nos conocemos.
Kiwotsukete ne, tened cuidado.
Todo vuelve a temblar, no es tanto como antes pero ya no dudamos y nos encontramos en la calle de nuevo a la que nos queremos dar cuenta, aunque para cuando bajamos ya ha parado. Miro al cielo, hay nubes extrañas, o me parecen extrañas, el sol pasa a través de ellas dándoles un color entre amarillo y naranja, y no se ve ni un pájaro cuando un momento antes el cielo estaba atestado de ellos. Una chica con una cámara réflex me saca una foto y al ver que la he visto, me hace una reverencia. Alguien me roza el brazo, me giro y una marea de gente se dirige ya hacia la estación de Shibuya, por hoy parece que ya vale de oficina, todos tendrán a los suyos que querer ver.
Subo de nuevo, siempre por las escaleras, y me siento delante del ordenador sin quitarme la chaqueta en ningún momento. Las teles de las salas de reuniones están encendidas y muestran en directo una horrible ola llevándose coches y edificios por delante. Un compañero se ríe cuando un barco choca contra un parking de coches, y se permite seguir haciendo bromas un buen rato. Nadie le ríe ninguna y termina dándose por vendido, después como queriendo rectificar su inmensa estupidez dice «seguro que hay víctimas», en este caso tampoco nadie le concede un atisbo de respuesta, tardará semanas en ganarse cualquier indicio de simpatía.
Cuatro chicas están llorando, un compañero Australiano dice que dos amigos suyos viven justo donde el tsunami, que en un email uno dice que está bien, que les han evacuado, pero que seguramente no quede nada de su casa, del otro no sabe nada.
Alguien decide que no es bueno seguir viendo aquellas imágenes y apaga las teles.
En una situación dantesca, tratamos de normalizar la tarde y seguimos casi hasta la hora de salir delante del ordenador. Los teléfonos siguen sin funcionar, el país está completamente patas arriba pero nosotros seguimos sentados en nuestros puestos haciendo que trabajamos. Me niego completamente y me dedico a buscar noticias sobre lo ocurrido, a tratar de que alguien contacte con mi familia y les tranquilice sabiendo lo horrible que se pintará el asunto en las televisiones de allí, a tratar de dar el máximo de señales de vida por internet que pueda. Es fácil hoy en día.
«Señales de vida», qué poco de frase hecha y cuanto de verdad.
Las líneas de tren se han suspendido absolutamente todas, el jefe por fin reacciona asimilando un poco la situación y nos dice que nos vayamos a casa como podamos, que guardemos recibos de taxis o autobuses, que nos quedemos a dormir… que lo que haga falta.
Me vuelvo en moto, no marca la velocidad, chirría, se para a veces, pero en ese momento me pareció la mejor moto del mundo. La estampa de Tokyo por la noche es un completo caos ordenado, nadie grita, no hay escenas de pánico, pero las calles están atestadas de gente que incluso anda por el medio de carreteras de coches que no avanzan. Si conducir entre coches no es lo más fácil del mundo, esquivar a personas que aparecen por cualquier lugar hace que tarde el triple del tiempo normal en volver a casa.
Pero puedo volver. Mis amigos lo hacen andando o en bici, hay quien dice que hasta cuatro o cinco horas en una noche de viento que se siente especialmente frío.
Mi casa no está tan mal como pensaba aunque la tele se ha estampado contra el suelo. Es igual, yo lo primero que hago es encender el ordenador y hablar con mi madre via Skype. Estamos nerviosos los dos y se da la ridícula situación de que es ella la que me cuenta lo que ha pasado porque «lo ha visto por la tele», no me deja hablar, no me deja contarle lo que he vivido y yo me muero por contárselo. La dejo hablar y sólo contesto con monosílabos de «si» a sus «¿estás bien?». Finalmente acaba con un «¿para que te has ido tan lejos?», y la emoción nos silencia un rato.
Bajo a la tienda a comprar algo para cenar, pero no queda casi nada. La balda de las botellas de alcohol también está vacía, más que mis vecinos queriendo olvidar, supongo que las estanterías no habrán aguantado los embites.
Ya en casa rebusco en la nevera mientras otra réplica más me replica el miedo del mediodía.
El pecho se me enfría de repente y esa sensación va subiendo por mi garganta hasta que rompo a llorar allí mismo sentado en un suelo lleno de borra de café con la nevera abierta.
Así me tiro un buen rato: achicando la tensión a fuerza de lágrimas.
Esa noche duermo vestido, de mi cama al refugio de mi barrio le calculo unos 10 minutos corriendo, si ha de pasar que no me pille quitándome el pijama.