Si la noche anterior fue un flashback continuo, aquella noche fue al revés: no recuerdo los momentos en los que dormí, si es que lo hice. Chiaki no hacía más que dar paseos por la habitación, parándose cuando tocaban las contracciones fuertes que se pasaban en poco tiempo, pero que tenían pinta ya de doler muchísimo. Yo le daba masajes en la espalda, como me había enseñado la impasible sin sonreír en ningún momento, y cuando se le pasaba volvía ella al paseo y yo al sofá.
Así hasta que ya por fin por la mañana nos llevaron de nuevo a… la sala….
Yo pensaba que la cosa iba a ir rápido, pero no fue así. En el purgatorio estuvimos cuatro horas en total en las que Chiaki era, en esta ocasión, de las que más dolores tenía ya asustando, supongo, a las que acabasen de llegar como nos pasó a nosotros el día anterior. La revoluciones venía, a toda hostia, de vez en cuando a mirar el papel lleno de rayas en el que se veían las pulsaciones de Kota y la intensidad de las contracciones de Chiaki. Si me hubiesen enchufado ese chisme a mi, seguro que hubiesen salido también los Pirineos porque aquello me tenía a mi en un sinvivir.
La vírgen.
La madre de Chiaki se vino allá por el mediodía, lo que me permitió distraerme un poco haciendo viajes a la máquina expendedora a por zumos o tés. He de decir que es ver una cajica de zumo de moras como la de esa máquina y todavía me pongo nervioso… Mi suegra le hablaba a su hija, pero su hija ni contestaba. Estaba sentada en una especie de cómoda balancín que le hacía estar inclinada hacia delante, lo que, por lo visto, era bueno para la situación en la que nos encontrábamos. Entonces vino el médico y se la llevó, como pudo, a una sala que había al lado. Yo me quedé solo con mi suegra. Ese fue uno de los momentos más emotivos, con el permiso del nacimiento de Kota, de esos días. A mi suegra, supongo que por la emoción del momento, le dio por decirme un montón de cosas bonicas sobre que me hubiese casado con su hija y lo que significaba para ella tener un nieto y que fuese conmigo y…. me dijo un montón de cosas que nos tuvo a los dos llorando un rato largo. Nunca se me olvidarán sus palabras… muchas gracias Tokuko, de corazón, como bien sabes.
Cuando volvió Chiaki y nos vio llorando se empezó a reír. ¿Qué está pasando aquí? alcanzó a decir justo antes de que una contracción acallase del todo su voz. Y ahí fue cuando el médico volvió, de nuevo, y dijo que se la llevaba otra vez a la sala, que era mejor por no sé qué razón que no entendí. Lo que si supe cuando volvió es que había roto aguas ya y que el parto era inminente. Que si quería estar presente, me dijeron. Por supuesto, dije yo millones de veces muerto de miedo mientras se la llevaban en silla de ruedas.
Entré en el quirófano un rato después que ella con una bata de esas que se atan por detrás y un gorro para el pelo. Ella estaba en una camilla iluminada por unos focos enormes que, sin embargo, no alcanzaban a deslumbrar. A mi me subieron en un taburete que quedaba en la cabecera de manera que la veía del revés pero no lo que estaba pasando por ahí debajo porque una sábana hacía de telón.
Bendita sábana.
Entonces empezó a empujar ya con cada contracción. Yo le secaba el sudor y le alcanzaba la botella de té verde a la que le habíamos puesto una pajita para poder beber mejor. Se me ocurrió la broma de que parecía el entrenador de Rocky Balboa ahí con la toallita y que solo faltaba el cubo para que escupiera, y tuve la absurda idea de contársela a ella que no le hizo, por supuesto, ni un poco así de gracia. Me quedé calladito unas cuantas contracciones más. Básicamente el proceso se repetía: ella empujaba, la enfermera decía que ya se le veía la cabeza, pero no acababa de salir. Tampoco te creas que a la enfermera aquella parecía importarle mucho el asunto.
Después de una hora y media así, decidieron que era mejor un descanso y le pusieron una inyección para parar las contracciones un poco. Yo me moría de pena por ver a mi mujer pasándolo tan tan mal y en ese momento empecé a pensar que igual le tenían que hacer la cesárea porque Kota no parecía tenerlo fácil para salir.
Entonces llegó la revoluciones y fue acojonante. Cual señor Lobo, llegó a toda hostia, apartó a la enfermera aquella que tenía la mitad de sangre y se puso los dos guantes de látex. Mientras se echaba un chorro de yodo en uno de ellos, ojeaba el asunto y dijo un «Wakarimashita», «ah, vale, ya lo entiendo». Acto seguido empezó a decirle un montón de cosas a Chiaki en japonés que no tengo yo muy claro que las hubiese entendido ni ella: a mi me parecía que era Ozores con bata el que hablaba. Después pegó cuatro gritos a las enfermeras que había por allí al lado: tu llama al doctor no se quién, tu alcánzame no se cual, tu llama a no se qué enfermera y tu apaga eso de los latidos que me está volviendo loca («¿más? pensé yo, por Dios que alguien lo apague o sale volando). En aquella situación, la revoluciones causó el efecto contrario: en vez de poner nervioso a todo Cristo, nosotros nos sentimos tremendamente arropados por ver que alguien en la sala parecía saberse lo que se hacía.
Llegó el médico que había pedido que se puso a los mandos inmediatamente y llegó la enfermera que había pedido, que resultó ser una tía más bruta que un bocadillo de bellotas con cecina. El médico, por orden de la revoluciones, cortó por allí abajo. La aldeana con gorro de enfermera se subió de rodillas en la camilla y apoyó todo su peso en la tripa de Chiaki que a su vez empujó más que nunca hasta que, de repente, Kota apareció ante nosotros de color morado. Chiaki no dejaba de apretarme el brazo con la mayor fuerza que le he sabido nunca mientras los dos llorábamos al unísono. «Ya está» decía yo en perfecto castellano, «ya está Chiaki, gracias gracias gracias» y seguía llorando aunque lo que yo quería era ver llorar a mi hijo porque, como en las películas, uno cree que hasta que no llora no sabes que está bien.
Y lloró, vaya si lloró…
La revoluciones, que no podía parar en ningún momento, limpió a Kota en dos o tres décimas de segundo y ya lo tenía Chiaki puesto en su pecho. Después me dejaron cogerle en brazos y recuerdo que estaba completamente sereno y me miraba, aunque por lo visto no veía todavía, y que estornudó. Y luego la bocata bellotas se lo llevó a una pequeña incubadora que había allí para hacerle todo tipo de animaladas como meterle un tubo por la garganta y por la nariz para aspirar la sangre que quedase. No entiendo de partos, pero me dieron ganas de decirle cuatro cosas porque aunque sé que era necesario y por el bien de Kota, me pareció que hacía todo sin ninguna delicadeza, ¡menudos meneos le metía la vacaburra!.
Total, que a Kota se lo llevaron y nosotros nos quedamos un rato más con el médico que se aseguraba de que Chiaki estuviese bien. Yo la veía y estaba exhausta, pero había recuperado la sonrisa y con ella yo a mi Chiaki y de propina me llevo a su hijo que también es mío.
Kota, en efecto, ya había llegado.
¡Eh! ¡y para quedarse!, total, ya que estaba… とりあえず。。。