Conclusión de «Mi maratón de Tokyo«
Juro por Dios, por toda mi vida que los diez primeros kilómetros los corrí sin darme cuenta que estaba corriendo. Eran tantos los estímulos que no era sólo que uno no sabía donde mirar, sino que uno no sabía qué era lo que se sentía con tanta intensidad.
Ganas de llorar y de saltar, de reír y gritar con todas las fuerzas. Ganas de acabar para poder contarlo, ganas de que no se acabe nunca.
Yo quería chocar todas las manos de todos los que estaban allí animándonos, quería parar y retroceder unos metros para volver a pasar por donde aquella chica que me gritó «fight» y que me lo volviese a decir siete veces más, quería darle mil besos, a ella y a la de al lado, y a la otra… quería seguir volando y no aterrizar por jamás de los jamases.
Cruzamos el Tocho de Shinjuku entre aplausos. Recuerdo estar rodeado de personas por todos los lados, de no poder seguir el mismo ritmo durante más de uno o dos minutos porque había alguien más lento que esquivar o porque no dejaban de pasar más rápido a los lados. Recuerdo pasar cerca de la Tokyo Tower cuando parecía que sólo habían pasado cinco minutos desde que salimos, y los muros del palacio imperial y la larga recta que tanto temía sobre el mapa: la que nos llevaba hasta Shinagawa para dar un giro de 180 grados y volver sobre nuestros pasos. Planeé la música a propósito para que las mejores canciones sonasen durante esos en apariencia tediosos kilómetros, pero no recuerdo haber escuchado lo de nos sobrarán las ganas de volar de Maldita Nerea, ni a Fito empezar su casa por el tejado ni a Robe gritando aquello de salir, beber, el rollo de siempre… no recuerdo ni una sola de las canciones.
Retrasé el momento de ir al baño muchas veces porque había colas interminables de gente y no quería parar, pero no me quedó más remedio, el botellín de agua de antes de salir pasaba factura. Comprobé tres o cuatro baños y seguí adelante esperando que el del kilómetro siguiente estuviese más vacío, pero nunca ocurrió. Tuve que parar y calculo más de diez minutos allí esperando mientras se me llevaban los diablos por poder seguir. Yo no quería estar quieto, yo quería seguir jugando a pillar con miles de personas fantaseando con que si me paraba, me pillarían a mi.
El giro de Shinagawa llegó cuando ya empecé a notar las piernas un poco cargadas aunque no excesivamente para llevar cerca de veinte kilómetros si tomo como referencia los entrenamientos. El pecho no se resentía, podría haber mantenido una conversación sin problema, no me sentía sin aliento y lo cierto es que no me sentí así en toda la carrera.
No hubo ni un sólo metro sin gente animando, y estamos hablando de cerca de cuarenta y dos mil doscientos en total. No había corrido ninguna carrera nunca, así que no tengo para comparar, pero si que puedo contar que en la maratón de Tokyo uno no puede aburrirse; es como si hubiesen querido condensar toda la cultura de un país a los lados de un camino para deleitarnos a los que allí vamos tratando de seguir avanzando hasta el final: espectáculos de Yosakoi que hacen que aminores el paso para no perder detalle, orquestas de música, bailes de cheerleaders, coreografías, taikos, tambores que hacen que te retumben los huesos del mismo cráneo y miles, millones de personas. No estaban sólo allí mirando, estaban ilusionadas, nos gritaban, nos aplaudían, ponían las manos para que palmeásemos, establecían contacto visual contigo y saltaban gritándote «ganbatte!! fight!!!» cuando les mirabas, no eran simples espectadores, era toda una ciudad totalmente entregada. La próxima vez que vuelva a leer eso de «los japoneses son fríos» juro por Dios que voy a por el escritor.
Allá por la mitad, sobre el kilómetro 24 me esperaba una sorpresa que no dejó de serlo aunque lo supiese de antemano: Guillermo y Fernando, el Lorco y el Chiqui le echaron cuatro huevos entre los dos y saltaron a la pista para correr conmigo justo en el tramo en que el temido muro te acecha, y vaya si me acechó. Dicen que hay un momento en que el cuerpo no puede más, que de repente se queda sin fuerza, que se rinde porque no tiene de donde sacar para seguir y estadísticamente es a partir del kilómetro 30. Por eso, estos dos figuras decidieron acompañarme sobre esa distancia.
Cuando les vi, el corazón se me aceleró, no pensé que me iba a alegrar tanto de llegar hasta allí y verles saltar al ruedo. Corrimos juntos durante hora y media donde pude compartir siquiera una pizca de aquella tremenda experiencia ya inolvidable aún sin haber acabado. Me reí mucho con ellos, me sentí un privilegiado por tener amigos como aquellos dos artistas que me escoltaban sin parar de hablar para distraerme de las ampollas y el dolor. Nunca lo confesaré, pero me dieron ganas más de dos y tres veces de darles un abrazo de los de vaciar pulmones.
El momento más especial de toda la carrera, con permiso de la llegada a la meta, fue con ellos: entramos en Asakusa encontrándonos de frente con la puerta Kaminarimon entre gritos y aplausos bajo la atenta mirada de la nueva Sky Tree. Fue precioso haber vivido aquello con semejantes personas: el murciano, el albaceteño y el vasco echando carreras cual chiquillos en uno de los lugares más emblemáticos del Tokyo de los libros.
Calculo cinco kilómetros corriendo juntos cuando las piernas dijeron que no podían más. Estaban tan cargadas que simplemente no podía seguir, no me mantenían. No me faltaba el aire, no estaba exhausto, era simplemente que las piernas no funcionaban. Ni siquiera en los entrenamientos me había pasado algo así. Iba con ellos y tuve que parar y andar a ratos, venga, vamos hasta aquella curva y después hasta el siguiente kilómetro seguimos corriendo, venga… así tres o cuatro veces hasta que por fin me paré y me tiré en la acera a estirar y tratar de recuperar, incluso andar se antojaba imposible. Rabia infinita, de la mala. Impotencia. No podía estar pasando, no puede ser que haya llegado hasta aquí y no pueda seguir. Aunque sea a rastras, yo llego…
Después de estirar, parece que recuperé y ya seguimos corriendo un rato más hasta que me dejaron ya camino del final de Ginza enfilando el desvío hacia Odaiba justo en el momento en que el iPhone decidió morir. Pude seguir corriendo a un ritmo muy muy lento hasta el kilómetro 37 donde ya no pude más. No me paré más, pero tuve que seguir andando dos o tres kilómetros hasta que vi la señal de que quedaban los dos últimos para acabar. A veces trataba de correr, pero no lograba seguir más de cien metros, incluso hubo una vez en que perdí el control de las piernas y casi me caí al suelo.
Los dos últimos kilómetros, los de las cuestas, los hice corriendo todavía no sé como. Entré en Odaiba muriéndome dos veces por metro, y me dí cuenta que llevaba llorando un rato largo cuando pasé por el arco de meta. Lloré de dolor y de alegría, de emoción y de alivio. Lloré porque acababa de vivir la experiencia física más increíble de mi vida a pesar de haber tardado casi seis horas en acabar algo que cualquiera medianamente preparado hace en cuatro. Lloré tanto y con tantas ganas porque desde que salí no había parado de estar midiendo fuerzas contra mi propia alma, peleándome contra las piernas a base de corazón y huevos… lloré porque me sentí vivo con rabia a rabiar y ya no podía más.
Cuando recuperé el equipaje y pude cargar la batería del móvil, recibí una llamada de Carlos diciéndome que me esperaban fuera. Apenas pude, me levanté y fui a su encuentro. Todavía no podía casi ni andar, pero cuando les vi esperándome con la lata de cerveza, se me olvidaron todos los males. Más que por la cerveza, por sentirme arropado con amigos como estos que fueron capaces de desafiar al frío esperándome horas y horas en la llegada sin saber muy bien ni siquiera si iba a llegar.
Para alguien que corre regularmente, una marca de cerca de seis horas no es una marca de la que estar orgulloso. Yo tenía cuatro meses para prepararme con el único objetivo de llegar a la meta. Me lo tomé tan en serio, que los entrenamientos anularon cualquier otra faceta de mi vida: no bebí alcohol, cuidé mi alimentación al máximo, no dejé pasar ni uno sólo de los entrenamientos programados. Como no estaba acostumbrado a las largas distancias, las agujetas y el cansancio me condenaban a prácticamente fallecer en el sofá el resto del fin de semana. Al principio no podía correr apenas más de 5 kilómetros, en los últimos entrenamientos ya corría cerca de 30. Me desafié a mi mismo, sufrí y disfruté con cada nueva marca cada semana.
La aparente ausencia de significado de lo que estaba haciendo, los ánimos perdidos por el estrés que el entrenamiento causó a mi vida desaparecieron el día de la maratón. Con mucha mejor base y con tiempo, el año que viene repito con más ganas, con más fuerza, con más lágrimas que voy a ir guardando desde ya para soltarlas todas en la meta si tengo la inmensa suerte de que me vuelvan a coger.
De momento, vayamos tachando de la lista que ya hice una cosa más.