Te tengo que pedir perdón porque miento cuando digo que soy de Bilbao, y tú sabes que no es verdad mejor que nadie. Porque tuyas son las calles que he ido pisando con cada nuevo número de pie que iba estrenando.
Porque aunque no te lo creas, me acuerdo del día en que un vecino me dejó su bici y fui capaz de dar muchos pedales antes de caerme al suelo, y corrí escaleras arriba a decirle a mi madre que me quitase las dos ruedas pequeñas de atrás de la mía, porque ya me había hecho mayor y no las necesitaba. Y sé que tu me has guardado el secreto de todas las veces que me caí por no querer admitir que había sido demasiado pronto.
También sé que sabes que ponía clavos en las vías del tren para hacerme navajas con mis amigos, y después íbamos al jardín de la casa abandonada, el «chalet», para cortar ramas de los árboles pequeños y hacernos flechas. Y, como a la mayoría de los que jugábamos donde ahora tienes el ayuntamiento, me has visto caerme a la vieja piscina y tratar de salir entre sapos, musgo y lágrimas.
Cuando por fin mi madre se pudo sacar el carnet de conducir, el R7 de la familia eras tu el que lo vigilabas, y nos dejabas salir de vez en cuando para ir a la playa de Castro Urdiales en viajes de mil curvas y mareos, y cintas de música, de noventa, para no tener que darles la vuelta más de un par de veces.
La mitad de mis amigos iban a la otra escuela que albergabas, y ellos empezaron a estudiar inglés unos años antes que yo, así que seguro que te reiste cuando César me puso aquel mote de «Koki» porque aquél día estudiaron cómo se decía «galleta» en inglés y el sonido le pareció lo suficientemente gracioso como para adjudicármelo de nombre. Recuerdo como algunos amigos llamaban y preguntaban por Koki en vez de por Oskar, y mi madre decía que allí no vivía nadie con ese nombre, y Javi se reía.
Quizás no sepas que cuando volví a verte en navidades, todavía hubo gente que me llamó así después de 20 años.
Sabrás que Mari Carmen y Maribel, las chicas de la librería de al lado del portal de casa, me guardaban los tebeos de Goku que recogía cada viernes, y llevaban la cuenta que, en teoría, yo pagaba a fin de mes aunque muchas veces lo hacía mi madre, lo que tampoco importaba mucho porque el dinero de mi paga venía del mismo sudor.
Y seguro que sonreirás con la misma ternura con la que lo hago yo, cuando te hable de la tableta de chocolate que mi padre siempre dejaba en la vieja caja de galletas María recortada de dentro del armario, y que yo me comía a escondidas, y él reponía. Y ninguno decíamos nada.
Acabé de estudiar en tu escuela quizás demasiado pronto porque quisieron que me hiciese adulto de golpe al llegar al instituto mientras yo trataba de encontrar el equilibrio entre sentirme tan mayor, tan hombre… y otras veces con tanto miedo o más que cuando era niño sin importar los cumpleaños que íbamos celebrando juntos.
Casi todas mis primeras veces fueron contigo: ver la nieve, aprender a nadar, mis amores, los desengaños, las amistades…
Recuerdo noches comiendo pipas con el Pirri en el banco de al lado del Batzoki planificando amoríos. Me vienen a la mente paseos hasta casa de mis abuelos, la niebla más espesa que haya visto nunca, viajes interminables en tren, tardes yendo a la piscina con César, el que me puso Koki, y cenas de palmeras de chocolate. Charlas con Borja y con Dani al salir de karate lo que hacía que mi madre, resignada, dejara la cena metida en el microondas sabiendo que tendría que recalentarla de todas maneras.
Aunque ahora me parece mentira, me acabo de acordar que hice la mili en la Cruz Roja donde aprendí junto con Gorka, Chema e Iñaki la teoría sobre cómo reanimar a una persona, aunque lo que más hacíamos era jugar a la playstation.
Esté donde esté, sé que tengo un lugar al que volver, que eres tu. Así que, Zalla, te tengo que pedir perdón por decir que soy de Bilbao, ¿pero sabes que pasa?, que aquí nadie te conoce y es más fácil no tener que andar con explicaciones.
Al fin y al cabo tu esperaste a que me fuera para poner un cine, así que estamos en paz.