El otro día mi jefe me invitó a que fuese a su casa. Es una de esas «invitaciones» que no puedes declinar tan a la ligera, y por eso me tuve que ir pronto cuando estaba en lo mejor de la conversación con Aran y Nora.
Mi jefe es una de esas personas que sabe escuchar y que trata siempre de buscar una solución a los problemas sin buscar culpables. Así que tuvimos una de esas charlas en las que se pone cada cosa en su sitio, y al acabar me dijo que me daba unas cuantas cosas para mi casa entre las que se encontraban una estantería y un par de estufas.
Esto requería un taxi, así que paramos uno y le llenamos el maletero. Como siempre que cojo uno, me vi enseñándole al taxista el papel que siempre llevo en la cartera y que tiene mi dirección escrita en japonés. Normalmente lo meten directamente en el GPS y ahí se acaba la conversación hasta la hora de pagar la carrerita.
Esta vez fue muy diferente. El taxista, un señor de unos sesenta y muchos años, no tenía GPS y no tenía ni idea de por donde caía lo que ponía en el papelote aquel. El hombre, lejos de avergonzarse o enfadarse, se partía de la risa y a mi me entró una risa floja que todavía me dura. ¡Era super gracioso el señor!. Total, que le empecé a contar cómo ir a mi casa, porque más o menos me sabía el camino.
Seguro que yo sonaba a algo así en japonés:
– Mi casa, estación a la derecha, por favor.
– Esa calle no, la otra a la izquierda jao
– Mi fumar en pipa
Y el hombre en vez de disimular que mi japonés era bueno, como te suelen decir aunque uno sabe que es mentira cochina, se descojonaba más. Y no paraba de repetir «si es que ya me dice mi mujer que me tenía que comprar un GPS, pero yo es que no entiendo esos cacharros». Yo me moría de risa.
Además, cada vez que paraba en un semáforo, se dedicaba a buscar por todos los recovecos del taxi un mapa de Tokyo que él pensaba que tenía: sacaba las cosas de la guantera, se descojonaba, miraba debajo del asiento, se partía… os juro que el hombre era graciosísimo!.
Pero yo de repente vi la luz, la del seven eleven de al lado de la oficina para ser más exactos, y desde ahí ya me sabía el camino, con lo que le seguí explicando en mi indio-japonés cómo ir, y él no podía hacer nada por aguantarse la risa.
Yo le conté por donde volvía yo en bici, pero resulta que una de las calles es en dirección prohibida y no se podía pasar con el coche. Entonces el taxista dice «ayayay», pone marcha atrás, y retrocede hasta el cruce donde puede rectificar, pero en vez de hacerlo, se para y se empieza a reir. Yo hacía un rato que lloraba ya.
Cuando llegamos, por fin, a mi casa, me da las vueltas mal, añadiendo cinco mil yenes de más. Se lo digo, y entonces se pone serio por primera vez (quizás en su vida), y me da las gracias, y mil yenes menos. Le digo que me faltan mil yenes, y más serio que nunca, me pide mil perdones y se pone nervioso no acertando a sacar el billete.
Finalmente, me ayuda a descargar las cosas, le doy las gracias y se va. Yo subo la estantería por las escaleras mientras me doy cuenta que hacía mucho tiempo que no lloraba de la risa.