Fue mi primera quedada con el resto de españoles que estaban viviendo por aquí. Algunos siguen, los de siempre, aunque la mayoría ya volvieron a sus vidas anteriores con mil anécdotas que contar.
Me doy cuenta que es algo por lo que yo ya he pasado, y que lo volveré a vivir algún día quizás no demasiado lejano aunque mis anécdotas ya se han convertido en rutina y la mayor parte de las historias que tengo que contar, ya están contadas. Era impensable, entonces, adivinar que lo iba a hacer a través de la radio, o que algún japonés las iba a poder leer porque alguien creyó que eran lo suficientemente interesantes como para traducirlas y publicarlas. El alma se airea, se refresca con momentos como esos.
En aquél bar, un quinto piso de uno de tantos edificios de Shibuya, había gente famosa. Puse cara a las personas que estaban detrás de todos esos blogs con los que soñaba, por un momento, que estaba de nuevo en Japón. Luego habrá quién diga que la vida no da vueltas.
Héctor, Kirai, lo organizaba y es cierto que me impuso verle en persona. Flapy, Un Español en Japón, derrochó simpatía a todo aquel que se cruzó con él, y, sorpresa, se acordaba de mi: aquel chico con aires de empresario que casi le suplicó un enlace al Ikusuki de los viajes en su blog. Hasta me dió un abrazo y todo.
Alejandro, Ale/Pepino, vino con su gameboy y el resto quedábamos un poco en segundo plano quizás eclipsados por los veteranos que sabían pedirle al camarero sin tener que señalar ninguna foto.
Muchas copas y risas después fuimos a un bar en el que se podía estar en la calle, lo que equivalía a sentirnos, más o menos, como en cualquiera de nuestras ciudades. Y ya para acabar, nos metimos en una de las discotecas más famosas de Shibuya. Creo recordar que Ale rodó por el suelo alguna que otra vez mientras bailaba, y viendo las fotos me doy cuenta de que las cervezas que bebíamos eran Heineken y que venían en lata.
Cambiamos varias veces de planta, y con ello, de ambiente. Y finalmente nos quedamos en una. Me hizo gracia ver que alguno había conseguido ligar, aunque yo me acabé apalancando en una silla pensando más en la hora del primer tren que en establecer relaciones internacionales.
Uno de los que ligó vino donde mi y me dijo que él tenía novia y que no quería tener que arrepentirse de nada, pero que la chica parecía insistir, así que se le ocurrió que yo podía ser su sustituto. Y me la presentó, y ella se puso a bailar delante de mi, y yo, con más pena que gloria, trataba de encontrarle significado a la situación. Así que mientras ella buscaba al otro chico que parecía haberse disipado, yo decidí que allí no pintaba nada y que mejor me iba a mi casa a dormir que uno tiene ya una edad para andar jugando a ser lo que no es.
En la entrada de la discoteca me advirtieron que si salía no podía volver a entrar, decisión que no me tuve que pensar demasiado. Ya en la calle intenté contactar con algunos de dentro, pero los teléfonos no tenían cobertura, así que decidí irme sin más y ya daríamos las explicaciones otro día.
Cuando iba camino de la estación me encontré a la chica de antes sentada en una acera, la cabeza sujeta entre sus manos y con pintas de estar más muerta que viva. Le compré un botellín de agua y se lo dejé al lado de los zapatos, y sin mediar palabra seguí mi camino hasta la estación. Allí, cerca de las cinco de la mañana, había mucha gente esperando para volver a sus casas, y yo me uní a ellos. Pensé que estaba viviendo algo muy diferente al Tokyo que yo conocía de tiendas, excursiones y templos, y recuerdo que tenía una extraña sensación de satisfacción, como si ya pudiese tachar de la lista que una noche volví a casa en el primer tren, aunque el espectáculo que tenía delante no casaba demasiado.
Entonces ella vino, la chica de antes, con el botellín en la mano. Y señalándolo me dio las gracias. Se notaba que estaba esforzándose por parecer menos borracha de lo que estaba, que era mucho, y poniéndose muy seria se sentó a mi lado y empezó una retahíla de frases en japonés que a veces sonaban a enfado, a veces a tristeza y alguna que otra vez a niña de 6 años. Siempre parando, de vez en cuando, para dar pequeños sorbos de agua hasta que mi botellín quedó vacío. En ese rato pareció serenarse, como si hubiese echado fuera todo el alcohol de su cuerpo a la par que sus palabras.
Se levantó, me cogió de la mano y tiró de mí hasta que consiguió que yo también me levantase. Y, siempre en japonés, me dijo que fuésemos hasta Ebisu andando, que no estaba muy lejos y que como estaba amaneciendo, que sería un paseo agradable. Era la siguiente estación y tampoco es que tuviese nada que hacer, así que para allá que nos fuimos.
No calló en todo el camino, me contó mil cosas de las que entendí veinte y contesté a siete con mi japonés artificial de libro que estaba recién estrenado. Y cuando no se le ocurría qué más contar, inclinaba la cabeza y me soltaba un «yasashii» que viene a ser algo así como decirme que qué majo era, supongo que porque yo no paraba de sonreir que era lo único que se me ocurría al no entender casi nada.
Al de una media hora andando, hablando y escuchando, llegamos a Ebisu. Nos intercambiamos los teléfonos, y nos dijimos adios mientras cada uno cogía su tren. Al día siguiente intenté llamarla para intentar preguntar qué tal estaba, pero no me cogió, ni tampoco lo hizo al de dos días, así que no lo intenté más.
Después de aquello, de vez en cuando, aparece una llamada perdida en mi teléfono que sé que es de ella. A veces tengo el teléfono delante cuando ocurre: no deja sonar más que un tono y cuelga. Es como si aquella noche ya me hubiese contado todo lo que me tendría que contar y no hubiese más que añadir, pero que se sigue acordando. La última creo que fue hace tres meses, antes de verano.
Lo que ella no sabe es que ahora, después de un año, hubiese entendido un poco más de todo lo que me contó y no me hubiese quedado sólo con que era de Okinawa y que, creo, vino a Tokyo de vacaciones.