No supe dar la cara

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Yo quería ir a Karate con mi hijo Kota y finalmente lo conseguí.

Gracias a la amistad que nos une con los padres de antiguos compañeros, primero de guardería y ahora de escuela de mi hijo, nos enteramos de las clases que se daban dos veces por semana en el centro cultural que queda no demasiado lejos de casa, digamos que a sudada y media en bici de batería.

Se anunciaban siempre un par de días de prueba al mes donde podías ir sin ningún compromiso. No hacía falta nada más que un chándal y tus ganas de ver cómo y qué se pegaba allí. Y aunque el estilo no era Shotokan, que es el que Kanazawa me inyectó a perpetuidad entre los tendones, seguía siendo Karate y seguía siendo con mi hijo.

¿Qué mas puedo yo pedir?

Así que después de muchas tentativas, de hablarlo más que hacerlo, decidimos callarnos de una vez y hacerlo ya por todas y nos juntamos en la entrada de aquel polideportivo venido a menos con los padres de este otro chaval que os contaba antes, que también quería probar y cuyo nombre, Shuya, sé que jamás pronunciaré bien.

Y allí que entramos las dos familias, porque June en casa no se iba a quedar sola tampoco.

A mi se me achicó la médula al ver allí en medio de aquella sala a un señor muy mayor que hacía, solitario, estiramientos con su karategi y su cinturón negro desgastado. No era Kanazawa pero bien podía serlo y os juro que se me fugaron algunas lágrimas de estraperlo que disimulé entre sorbidos de un supuesto resfriado repentino que me sobrevino a ojos de los demás.

Trescientos mil millones de recuerdos de tatami, tantos que no hubiese descartado agujetas al día siguiente de simplemente hacer memoria.

Nos presentamos al profesor y empezamos la clase.

Enseguida destaqué, juro que sin pretenderlo. Y eso que iba con chándal, pero me resultó imposible disimular que era yo mucho más flexible que la mayoría de los que allí vestían de blanco y que, salvando las diferencias de estilo, sabía moverme prácticamente como si hubiese estado haciendo aquello toda la vida.

Que es que llevaba haciendo aquello toda la vida. Las cosas como son.

Kota y Shuya, su amigo desde la guardería, que seguro que ni el nombre bien sé escribir, iban siguiendo la clase como buenamente podían pero en seguida empezaron a preguntar que cuánto quedaba y a quejarse y es que aquello, aún sin ser nada del otro mundo, era demasiado tute para alguien que nunca se había visto en una semejante.

Que lo estaban pasando mal ni cotizaba, pero al menos podían intentar disimularlo. Me iba a costar convencerle a Kota de volver, me lo venía viendo desde el primer gyaku zuki. Y más teniendo en cuenta que el profesor enseñaba a la antigua usanza: a grito pelado, echando broncas, mofándose de los que lo hacían mal con cierto aire de menosprecio al esfuerzo ajeno.

También he de decir que no debe ser fácil dar una clase a la vez para adultos y niños, lo que aburre a unos es demasiado para los otros y viceversa. Pero, vamos, que aquel señor definitivamente no era Kanazawa al que jamás le escuche una mala palabra.

Recuerdo una vez que el fundador de la SKIF nos sacó a mi y a otro chico y nos explicó una técnica que teníamos que repetir delante de los alumnos que habían venido de todas partes del mundo en uno de tantos seminarios internacionales que había y no fui capaz de hacerlo bien ni una vez. Y lo intenté más de diez mientras el resto miraba hasta que me acabó sustituyendo por otro. Quizás por eso, porque todos estaban mirando no di pie con puño.

Pero le faltó tiempo para, una vez acabada la clase, llevarme a un rincón y no salir de allí hasta que fui capaz de hacerlo bien. Kanazawa, aparte de ser una leyenda del Karate moderno, era una persona excepcional. Al menos los años que yo le conocí. Si no fuera porque es imposible, diría que nunca se enfadó en su vida.

Bueno, total, que aunque las comparaciones son odiosas, no pude evitar hacerla y aquél buen hombre no tenía la paciencia a la que yo estaba acostumbrado y no era raro escucharle palabras mal sonantes, cuando no gritos, si algo no se hacía como él quería que se hiciese.

Pero yo insistía en tratar de «meterle» el Karate a Kota y, muy a su pesar, le medio obligaba a ir a las clases. Encargamos un karategi y su primer cinturón blanco, el que yo pensaba que recordaría algún día con nostalgia como lo hago yo ahora, como el inicio de algo grande que significaría parte de su vida como lo fue de la mía.

Yo, sin embargo, no tuve que comprar nuevo karategi porque el profesor me dejaba ir con el mío de siempre aunque tuviese bordado «SKIF» y «Kugahara», la federación y el dojo principal de Kanazawa en el que yo invertí tantas horas de mi vida.

Un par de meses después, las clases no acababan de cambiar… seguían los gritos, los enfados, quizás fingidos pero que afectaban de más, como es normal por otra parte, a los chavales, Kota incluido. Era curioso, sin embargo, que en los descansos, el profesor me hablaba mucho, se interesaba por mis clases en Kugahara, incluso me contó que conocía y tenía cierta amistad con algunos de mis profesores de la SKIF, hasta me trajo alguna foto con ellos en eventos conjuntos de Karate, fotos que yo correspondí con las mías de competiciones y clases con Murakami sensei o el mismo soke.

Hubo una vez que me olvidé el cinturón en casa y él me dejó el suyo; un cinturón negro desgastadísimo por tantísimos años de práctica. Ese fue un gesto con el que demostró que me apreciaba, que me respetaba, como yo también lo hice desde aquel momento.

Pero las clases seguían siendo de la misma manera, a una usanza tan tradicional que era vieja, y a mi cada vez me costaba más justificar esto ante Kota, que lo pasaba mal desde la noche anterior.

Así que decidí dejar de obligarle a hacer algo que estaba claro que no quería. Desenchufé ese cable y dejé de proyectar en él mi vida.

Porque no sé cómo podría inculcarle mi pasión por este arte marcial, pero seguro que así no.

Y dejamos de ir los dos.

Chiaki me insistía en que debería volver un día a hablar con el profesor para decirle esto mismo, que lo dejábamos de momento y, sobre todo, darle las gracias por todas las clases. Pasarme a saludar, aunque fuese una última vez, tampoco hacía falta que viniese Kota conmigo. Era cuestión de educación y respeto.

Pero no acabó de pasar, no acababa de ir. Por vergüenza o porque soy como soy, muy a mi pesar, y lo fui dejando hasta que el trajín de la rutina hizo que no volviésemos a hablar de ello y ya esa conversación cayó en el más profundo de los olvidos.

Como si no se hubiese tanteado nunca aquel intento de que Kota se convirtiese en aquél chaval que se moría porque llegase el día que tocaba Karate en aquel gimnasio de Zalla desde el que se veía la plaza y el ambulatorio, donde entraba de día y uno se olvidaba, a patada pura, de que se salía de noche la mitad de los días.

Al de poco, Kota empezó a jugar a fútbol y yo me aficioné a ir a verle entrenar y jugar en los campeonatos los fines de semana. Él iba, sigue yendo, contento, ilusionado y yo no puedo ni debo más que compartir su felicidad por verle hacer algo que disfruta como el que más, a pesar de no ser lo que yo habría querido.

Va, además, con muchos de sus compañeros de escuela.

Shuya, sin embargo, siguió yendo a las clases de Karate y fue así como nos enteramos poco más de un año después que el profesor había muerto.

Aquel hombre que nos echaba la bronca, que nos medio gritaba pero que a la vez venía, entre descansos a contarme alguna que otra historia, amagando un inicio de amistad que no supe yo cultivar, ya no iba a estar allí más. El sensei, por algunos meses, que no dudó en dejarme su cinturón negro, ya casi blanco, cuando se me olvidó aquella vez y que venía siempre con alguna anécdota de España con la que, ahora lo veo claro, entablar conversación y reforzar algo que podría haber sido mejor.

El profesor del que nunca me despedí, había muerto.

Y supe, mucho después, que ya estaba enfermo cuando mi hijo y yo decidimos entrar en su dojo y siguió enfermo cuando, quizás, se empezó a preguntar por qué aquel extranjero y su hijo dejaron de aparecer por la puerta cuando tocaba dar las clases en aquél centro cívico de Sengawa.

Hasta que fue él el que no volvió más.

No supe despedirme por no volver a sus clases, no di la cara, no fui capaz de tener la decencia y la educación de hablar con él.

Y no hay día en que no me mortifique por ello.

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11 comentarios en “No supe dar la cara

  1. Una historia muy profunda… no todo lo hacemos bien en la vida, y estos pequeños resquemores son los qu enos hacen avanzar y, quiero pensar, mejorar.

    Por otro lado, felicitarte por priorizar la felicidad de tu hijo, a tus anhelos. No todos son capaces… aunque es lo que se debería hacer.

    un abrazo

    1. No tenía sentido ya obligarle a hacer algo que no quería, estaba muy claro… solo intenté darle un margen y que no lo dejase al primer mes, pero iban pasando las semanas y la situación empeoraba, así que no quedó otra.

      Ahora lo del profesor si que no me lo vi venir… buff…

  2. Una historia muy bonita. Que supieras parar a tiempo el deseo de proyectar tu pasión en tu hijo demuestra una vez mas lo buen padre que eres.

    Un saludo.

  3. Yo creo que hiciste bien porque pusiste por delante el bienestar de Kota. Había que probarlo, la cosa no cuajó y no pasa nada. Igual hasta lo retoma!

  4. Te entiendo con lo del Karate, mi peque ha pasado por lo mismo, demasiado aguantó hasta cinturon azul el año pasado…el sensei y sus maneras hacen mucho para que ellos se enamoren o no.

    De lo otro, recuerda que siempre habra una vez que será la última vez que hiciste algo… Y no lo sabías. Desde grabar un cd a despedirte de un amigo. Y como no sabías que iba a ser la última vez es normal que luego a uno le pese el no haberle dado la importancia a esa última vez que le habrías dado de haberlo sabido

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