El chaval que siempre grita

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Visto lo visto, que tengo dos hijos, un trabajo y mucha, pero que mucha tontería, lo raro es que no esté yo siempre en modo ansia viva intentando hacer todo lo que me dejen con el poco tiempo que se me concede.

Quiero decir que siempre quiero hacer cosas. Que aunque todos los días tenga que atender mis obligaciones como padre primero y rascatecleador oficial de mi empresa después, siempre le busco la cuarta pata al gato, esa que si no la enganchas al vuelo, ya se te ha pasado el día y no has hecho nada.

Nada que no te obliguen a hacer. Porque parar, no paro. No sé si se me entiende. Que no me he sentado en todo el día, que diría una madre.

¡Que quiero hacer muchas cosas pero no me dejan entre unos y otros, coño!.

Que si no tuviese hijos probablemente hubiese escrito ya trece libros, sería youtuber (y me haríais más caso y me invitarían a los eventos a los que no me invitan en Tokio porque no tengo likes) y aparte de ponerme mucho más cachas, tendría ya el sexto dan de Karate y hasta haría los panes de masa madre de tres en tres.

Y unas fotos que flipas. Te lo digo ya

Pero tampoco sería tan feliz como soy ahora cuando les veo.

Esto es así.

La escala es totalmente diferente. Los que tengáis hijos me entenderéis. Los criptobros de los lambos no tenéis pero ni reputísima idea de lo que es la felicidad.

Total, que cuando puedo, me doy un paseo largo por las mañanas y siempre suele ser el mismo recorrido. Es como la vuelta a Ibarra que hacía en mi Zalla natal, que vas por una carretera y vuelves por otra, pero por Tokio y sin comer pipas. Y en ese paseo matutino, más quisiera yo que fuese diario, me suelo encontrar con las mismas personas que también han sabido quitarle un gajo a la mandarina de las horas para engullírselo ellos solos.

Algunos son conocidos, como el padre de los gemelos compañeros de clase de Kota. Gemelos que son ya más altos que yo los cabrones y a cuyo progenitor le apodamos en casa «el de la resaca» porque el pobre un día vino a ver un partido de fútbol de los críos y no podía con su alma por culpa de un nomikai de su empresa. No me puede caer mejor este hombre, por cierto, destila buenapersonez desde que lo ves asomar por la esquina del Famima. Nos descojonamos cada vez que nos vemos, a modo de saludo.

Bueno, pues también me suelo cruzar con un chico que me recuerda mucho al chico del chándal azul. Tiene los mismos, no sé cómo llamarlos, ¿tics? ¿maneras?… su cuerpo va a su aire aquí y allá. Que a lo mejor él va andando y tiene claro hacia donde, pero su cuerpo recurrentemente se trastabilla consigo mismo y da una especie de salto de repente o sus brazos se levantan, por lo que sea, y a la vez pega un grito o sonríe estruéndosamente, pero siguiendo siempre su camino como si nada.

Quizás porque para él es así, que no ha pasado nada. Igual es que ni es consciente.

No sé si habéis compartido habitación y dormido con vuestra pareja o algún hermano o con hijos y os ha pasado que os movéis, o hacéis algún ruido y de repente esa persona que está profundamente dormida reacciona al segundo y pega un grito o se pone a hablar como verbalizando lo que está soñando en ese momento. Esto me pasaba mucho con mi hermano, sobretodo cuando tenía exámenes que estaba como regullío todo el rato, y me pasa ahora también de vez en cuando con mi hijo. Que te das la vuelta en la cama y te sale por bulerías.

Menudos sustos me daba yo con mi hermano, por cierto, la vírgen qué sinvivir era aquello. Rezando estaba porque se pasasen los exámenes.

Bueno, pues yo tengo la teoría de que a este chico le pasa esto mismo, que de repente ve algo que le chirría lo que es su realidad y su cuerpo reacciona a su manera. El otro día, sin ir más lejos, pasó una moto muy ruidosa a su lado y él imitó el ruido de la moto a gritos. Fue algo totalmente instintivo, un acto reflejo; le salió tan rápido que no tuvo tiempo de pensarlo. Es como si sus tímpanos se sobrecargasen con el estímulo y ese excedente en los nervios se desaguó por la garganta a todo lo que da.

Y a funcionar. El que quiera mirar que mire, que ya queda menos para llegar a la estación.

No tiene nada que ver, pero tengo que decirlo también: es muy guapo el cabrón; alto, delgado, con pelazo, con buenas hechuras. Encima es que va vestido muy bien siempre, llamaría la atención por su presencia si no la llamase por lo que la llama.

Por cierto que nunca he visto que nadie le mirase raro más allá de la reacción lógica de escuchar un grito de repente: miras, entiendes al instante lo que ocurre y sigues con lo tuyo para no incomodar a la persona, aunque si te fijas, me da a mi que tres cojones le importa a él, y bien que hace.

Bueno, pues ya me he cruzado unas cuantas veces con él. Y no puede ser, macho… no se acostumbra a mi de ninguna de las maneras. Todas y cada unas de las veces que me ve, pega un grito que me deja temblando. Si además pasa que está mirando a otro lado y se da cuenta que soy yo cuando estoy casi casi a su vera, levanta los dos brazos y da un salto hacia atrás como si hubiese visto al mismísimo Jack Torrance afilando el hacha.

Mi cara de gaijin le buggea el Matrix y no acaba de parchear esa movida, no se acostumbra y ya va bien, que nos cruzamos casi siempre.

Joder, y yo tampoco me hago a esto, coño, que a veces tampoco lo he visto yo y ya van un par de ocasiones que he gritado yo también del susto.

El otro día nevó un poquejo en Tokio. Fue más aguanieve que otra cosa; los coches aparcados amanecieron blancos pero no cuajó aunque había muchos charcos y estaba un poco liada la cosa.

Cuando estaba ya casi llegando a la mitad del paseo, cerca de la estación Kokuryo, le vi aparecer doblando la esquina del Seven Eleven. Pensé en cambiarme de acera para ahorrarnos los sustos, pero había muchos coches

bueno, como llevo el paraguas igual no me vé —pensé yo….

Y efectivamente, no me vio, pero justo cuando me crucé con él, hizo una finta de las suyas y pisó raro el borde de la acera cayéndose al suelo de culo.

El paraguas salió volando y fue a aterrizar cerca de mi que lo recogí enseguida como enseguida fui a ayudarle a levantarse y preguntarle si estaba bien en mi perfecto japonés con acento de Bilbao.

Él ya estaba de pies. Concretamente de pies mirándome con una cara de mala hostia de las certificadas: no se fiaba un pelo de que ese paraguas se le iba a devolver. No me quitaba el ojo de encima.

Pero el caso es que no gritaba.

Yo, por supuesto, le devolví el paraguas preguntándole si estaba bien una vez más.

Y ya superado el bloqueo que le impuso la situación, ya con el paraguas en su mano, supe que sí, que estaba todo en su sitio al dedicarme, a mi y a media prefectura, algo entre un aullido y un gruñido que se escuchó hasta en el Parco de Chofu. Ríete tú de los irrintzis.

Yo, que ya me lo veía venir, ni me inmuté. Casi hasta me alegré, te lo digo también.

Él cogió el paraguas, casi me lo quitó de una hostia, lo sacudió un par de veces riéndose en alto sin parar y se fue sin ni siquiera un amago de reverencia. Allí no había pasado nada y mucho menos con ningún gaijin.

Y el caso es que esta mañana me lo he vuelto a cruzar.

Y no ha dicho ni MÚ.

3 comentarios en “El chaval que siempre grita

  1. Igual el tipo tiene algún tipo de esquizofrenia no muy grave y no logra controlar su reacción a según qué estímulos… :flipader:

    A ver si sigue la racha de no gritar cuando te ve!

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