Hoy hace una semana que un chico llamado Tomohiro Kato decidió que la vida que tenía no era lo bastante buena como para seguir viviéndola, y para ponerle remedio no se le ocurrió otra cosa que alquilar un camión de dos toneladas y llevárselo a uno de los barrios donde coincide más gente un fin de semana en Tokyo.
Una vez allí cuentan los telediarios que se lanzó contra la multitud a unos cien kilómetros por hora llevándose por delante a tanta gente como pudo y que, no contento con eso, se bajó del camión y, cuchillo en mano, se dedicó a apuñalar a todo aquel que tuvo la puta mala suerte de cruzarse con él.
«Me he cansado de vivir» dicen que dijo.
Y yo no puedo dejar de pensar todos mis sueños e ilusiones.
Y mientras camino, sin quererlo, me hago mentalmente una lista con todo lo que este señor ha conseguido arrebatar a siete personas que el domingo pasado decidieron darse una vuelta por Akihabara: besos, abrazos, amigos, hijos, padres, desilusiones, enemigos, esperanzas, planes, lugares, deseos, enfermedades, derrotas, lágrimas, sonrisas, trabajos, experiencias, nubes, sol, lluvia, viento, sabores, olores, emociones, victorias… vidas.
Sueños que ya no serán soñados.
Y hoy, una semana después, he decidido ir porque suponía que habría algún tipo de homenaje por las víctimas. Y, la verdad es que no me he podido quedar a verlo, he sacado algunas fotos y me he ido de allí tan rápido como he podido.
Todavía siento pena, rabia y, en cierto modo, también miedo. Así que, haciendo caso a la policía, he dejado de hacer fotos por respeto a lo ocurrido. Pero antes de llegar a la estación he sacado de nuevo la cámara para sacar una última: