Archivo por meses: enero 2016

Asiento de puerta de emergencia

La tercera vez que volví a España el año pasado lo hice solo. Fue una decisión de última hora que, sin embargo, no podría haberse tomado de ninguna otra manera, era impensable no volver. El caso es que miré billetes de una semana para otra y acabé comprándolos a través de una web de una agencia de viajes japonesa donde no tenía yo todas conmigo de que no fuese a acabar en Caracas en vez de en Barajas, menudo Cristo, nunca me acabaré de acostumbrar a las webs japonesas (y eso que trabajo haciendo una, no te lo pierdas).

Metí la tarjeta de crédito y traté de elegir los asientos que quedan en la puerta de emergencia, pero el applet o la mierda que tenían ahí montada en la web no funcionaba en condiciones y no quedó claro que eso se hubiese conseguido.

All entrar en el avión parece que, efectivamente, conseguí hacer la reserva en la puerta de emergencia, aunque en vez de ser en el de ventanilla que pensaba que había elegido, quedé enchuzao en medio de los tres asientos que hay con dos personas desconocidas a mi lado: una señora francesa medio hippy a la derecha y una moza casadera japonesa a la izquierda.

La señora francesa, que cuando se agachaba a coger cosas de debajo del asiento se le veía la hucha, se hizo la picha un lío para sacar la pantallica esa que en estos sitios está metida dentro de uno de los reposabrazos y allí estuvimos entre los dos uno tirando y la otra apretando el botón ese a todo lo que daba hasta que por fin desencajamos el curruño ese. La chica de la izquierda, sin embargo, se había traído su propio iPad y ahí estaba echándose unas partidas a algo parecido al juego ese de la huerta de los tomates y las cabras pastando. Bien ventresca estaba la doncella, todo hay que decirlo.

Yo saqué el ordenador y me lié a intentar avanzar todo lo que pudiese de la web del Chiqui aprovechando ese rato hasta que termina de embarcar todo Dios y se prepara el cacharro para despegar.

Rascatecleando con primor estaba cuando vi a dos tíos más largos que la hostia bendita. Era un señor mayor y su hijo, dos pedazo de pepináceos que no medían menos de dos metros fijo. El mostrenco tenía una pachorra digna de ver, es el típico que ve un mosquito posado en un brazo y para cuando le da la hostia, le ha chupado tres litros de sangre ya. El padre, sin embargo, era el que no callaba ni un poco así. Estaban lejos, así que no tenía muy claro lo que decían, pero de vez en cuando señalaban más o menos a donde estábamos nosotros sentados. El azafato con el que hablaban ponía cara de circunstancia y negaba afligido con la cabeza como diciendo que no podía hacer nada. Finalmente, los dos menhires, resignados, se volvieron a sus sitios.

La situación se entendió perfectamente: semejante viaje para esos dos bichos palo en esteroides iba a ser el infierno más horroroso y probablemente estaban pidiéndole al azafato calvo aquel si les podía cambiar a asiento de salida de emergencia donde poder estirar esas cachabas interminables, pero claro, esos asientos los teníamos nosotros asignados y seguramente no podría ni siquiera plantear la movida.

… Yo miraba a los lados y como ni la franchuta ni la granjera 2.0 se daban por aludidas, pensé que igual me estaba yo montando solo mi película de vaqueros…

Pero la tesitura tenía que ser muy jodida para esas dos sotas de bastos… no me pude estar quieto, me levanté y pasé andando por donde estaban ellos sentados, así con disimulo. Resulta que el padre iba sentado aparte y no estaba ahí, pero el panorama era chato: el chaval, que era el faro de Finisterre, tenía las rodillas literalmente incrustadas contra el asiento de delante, rodillas que le quedaban prácticamente a la altura de los hombros. La madre, que resultó ser la señora que estaba sentada a la izquierda, trataba de poner la manta que te dan entre las rodillas del muchacho y el asiento porque supongo que le tenían que estar doliendo bastante.

Yo me volví a sentar, volví a mirar a la franchuta y a la japonesa que llevaba ya por lo menos veinte tomates recolectados, y me volví a levantar porque, coño, ¡¡¡pobre hombre!!.

Vamos, que fui y le dije al chaval que le cambiaba el asiento, que a mi me daba igual. Yo se lo casqué en inglés, pero resultaron ser franceses. La madre me dio las gracias infinitas veces, el chaval se sentó entre la recolectora de pepinos y la hippy, quienes, por cierto, se hicieron las longuis como si no fuese con ellas el asunto y yo me senté al lado de la madre del chaval. Total, cambié una franchuta por otra; si perdía algo era a la japonesica primorosa, que uno está casado, pero si se puede elegir a quien tener al lado tantas horas, mejor un bonico gatete que un cochino jabalín.

Hablé un poco con la madre, que me ofrecía hasta dinero para compensarme del cambio y otras chorradas del estilo que por supuesto rechacé y al de poco llegó el azafato calvo, que resultó ser el sobrecargo o como se llame al jefe azafatero, y me llamó por mi nombre:

– «Mr Díaz, what you did was a nice thing, sir, let me come back to you later»

La madre me contó que el padre había hecho la reserva, como siempre, de los asientos de la salida de emergencia, pero que por alguna razón no había funcionado el tinglado. Yo le conté lo de la web japonesa y que no tenía claro que hubiese funcionado tampoco, menudo sistema de mis huevos. Y así hablando de esto y lo otro y lo de mas allá acabamos despegando no sin rechazar otras tres o cuatro veces el dinero que me quería dar.

No pasaron ni cinco minutos desde que se apagó la lucecica del cinturón de seguridad cuando apareció el sobrecarguer apelil de nuevo, me estrechó la mano y me dio una botella de licor de porcelana más mona que ni sé que tenía forma de casa típica de Holanda (volaba con KLM). Me dijo que era una muy pequeña parte del detalle que yo había tenido con el mostrenco aquel quien, por cierto, llevaba un rato más feliz que la hostia (no sé si por la plantapimientos que estaba bien buena, por poder estirar las piernas o por las dos cosas, qué cabrón). La botellica aquella estaba metida en una bolsa de esas «al vacío» por el tema de seguridad de líquidos de los aviones y me dijo que no me preocupase porque en el aeropuerto ya sabían que llegaba yo y que me lo habían dado en el avión. La madre me presentó a su marido el pertiga, que no consiguió que nadie le cediese el asiento a pesar de ser la pieza larga del tetris, y después a su hija, que resultó ser una francesica de veintitres años que estaba más buena que la japonesa todavía y me plantó tres besacos enfilando más para los labios que para la mejilla que me dejó temblando.

Después durante el viaje todo fueron detalles: me daban dos postres, me traían bombones y pataticas de vez en cuando, pedí una cerveza y cuando me la estaba acabando vino el tío y me llenó el vaso otra vez con otra… todo así, sin decir yo ni chispún. La madre, una señora muy maja a pesar de haber nacido donde nació, tampoco escatimaba en detalles: me recogía la bandeja cuando acababa de comer, me ofrecía chicles, caramelos…lo mismo me dijo siete veces que si quería ir al baño para dejarme pasar y hasta me ofreció su hombro para dormir, no te lo pierdas, como si yo fuese un hijo más (lo que tendría guasa dada mi escatimada estatura, que desde donde yo miro no se ve el Fuji).

Me dolía el cuello un huevo porque es verdad que en un asiento de esos se duerme de puto culo, las piernas las tenía ya que no sabía ni donde meterlas porque encima la chica gordaca que se sentaba delante estuvo con el asiento reclinado prácticamente todo el viaje, la muy ballena. No quiero ni imaginar como habría viajado la estaca de bares en aquel sitio, menos mal que le cambié.

Al aterrizar, me tuve que esperar un rato largo a que bajase todo el mundo porque resulta que mi equipaje seguía encima del asiento anterior, así que fui de los últimos pero al salir me estaba esperando toda la familia que se despidieron de una manera muy cariñosa, besos-más-bien-picos de la francesica incluidos.

Tenía muy poco tiempo para el trasbordo y el haber salido de los últimos no ayudó demasiado con lo que en el control de equipajes con las prisas puse la botellica de licor en una bandeja y mi maleta en otra y cuando fui a subir al avión para Madrid me di cuenta que me había dejado esa otra bandeja allí… vamos que no tengo la botellica porque me la olvidé y no le puedo sacar foto que acredite que esta historia es cierta… ¡vosotros, como Chiaki, me tendréis que creer también!

¡Buen fin de semana!
:cebolleter:



Mi infancia y la de Kota

Han pasado muchas cosas desde finales del 2014 hasta hace muy poco, algunas, como supongo que se intuyen, muy malas, horribles. Ya dije alguna vez que no hablaré de ello; no ahora al menos y de nuevo os pido que, por favor, no me preguntéis jamás, pasemos tres o cuatro páginas para delante.

Comienzo este 2016 con muy pocas fuerzas, y sin embargo muchas ganas. Raro, pero es verdad; tengo tantas tantas ganas, pero tantas ahí escondidas por detrás del alma que he decidido que ya va tocando quitarse del medio de una puta vez y que puedan salir aunque sea de a pocas a pocas.

Escribir, como algunas otras cosas, es algo que nunca pensé que dejaría de lado. Haré por que no vuelva a pasar e intentaré que este blog vuelva a asemejarse siquiera una migaja al que fue.

Me pongo ya a ello con una reflexión que llevo tiempo haciéndome y que finalmente he despedazado y recopilado para publicarlo al fin.

Vamos, pues, con:

Diferencias entre mi infancia y la de Kota

El caso es que no puedo dejar de acordarme de lo que me acuerdo de mi niñez cada vez que veo a Kota corretear con el turbo puesto por el pasillo camino del comedor como si allí fuese a estar, yo que sé, el chupete sabor fresa eterna o algo así. Últimamente me ha dado por pensar en lo diferente que es y va a ser su infancia con respecto a la mía, no ya solo por la cultura y el país, sino por que es otra época totalmente distinta.

Para empezar no hay una cadena de música con su correspondiente armario repleto de cintas de casette con canciones grabadas de la radio que se cortaban justo justo cuando al dichoso locutor le daba por hablar. Cintas con nombres tan originales como «marchosas» o «verano del 89». También llegaron después un huevo de CDs, yo tenía una increíble colección hecha a base de pedidos a la Discoplay y visitas al mercado de los miércoles de la plaza de Zalla. Tenía el CD doble de Duncan Dhu «Autobiografía», no te lo pierdas, menudo tesoro, ¿donde habrán ido a parar?… ¿seguirán en Zalla? ¿se seguirán escuchando?. La música en mi casa ahora es un iPhone, el que esté más a mano y menos maltrecho de todos los que hay por ahí tirados, que se conecta a un altavoz bluetooth de los dos que hay en casa: o el del salón o el del baño, que es donde le pongo a Kota canciones infantiles de mis tiempos mozos. Últimamente con Apple Music, así que ni sincronizar con el ordenador me hace falta ya, un grito al Siri: «oye Siri, ponme canciones de Sabina» y ala.

En cuanto al tema cinematográfico, en casa tampoco hay un vídeo como tampoco existe un armario lleno de películas y programas grabados de la tele estilo aquellos especiales de Martes y 13 que tantas y tantas veces habré visto con mi hermano Javi los sábados por la mañana donde poco más había que hacer entre cafés y migas. Ver la televisión, con todos sus anuncios y horarios, ahora es una perdida de tiempo acojonante.

Lo que tenemos es una AppleTV conectada a una tele el triple de grande y delgadica que la de que teníamos nosotros, tele que le compré a un tipo en Meguro a través de Craigslist, un tío sin cejas más raro que su プタ母 que decía que se iba del país a escape después de todo el Cristo de Fukushima y que me la dejó tirada de precio. Esa AppleTV, que está pirateada, se enchufa a la TimeCapsule que a su vez está enchufada a un disco duro externo de la hostia de gigas, ni sé cuantos, donde están todas las películas que he ido recopilando estos años de vida en Japón, películas que alguna vez espero ver con Kota en castellano: «Los Goonies», «Cazafantasmas», «La princesa prometida»… Las series que voy viendo como Juego de tronos, Los Soprano, Family Guy, poco duran ahí metidas: capítulo que veo, capítulo que borro al momento, la única que ha sobrevivido es Dragon Ball que conseguí íntegramente en japonés y que conservo desde el primer al último capítulo. Toda esta movida se controla también con el primer iPhone al que se llegue porque el mando a distancia desapareció hace meses (fijo que Kota sabe donde está). Las series que veo con Chiaki, como Walking Dead, es a través de Hulu porque ella no pilla el inglés y en Hulu Japan vienen con subtítulos. Hulu también fona con la AppleTV, habrá que echarle un ojo a Netflix ahora que también va.

Pero mira por donde que si que echo de menos un vídeo: que la AppleTV pudiese grabar cosas de la tele. Hay veces que nos enganchamos a algún dorama de estos pero nos caemos de sueño, molaría poder grabarlo para verlo después. La tele japonesa normalmente es un pestuño, pero hay series que están muy bien y que son muy dificiles de conseguir por internet porque aquí no se lleva eso del pirateo y casi nadie sube ni comparte ná. Otras veces hay programas sobre España o de Karate que ve Chiaki y que me grabaría si pudiese.

Otra bien gorda: aquí es de noche a las cuatro y media de la tarde, en verano la cosa no va mucho más alla de las seis o seis y media. Esto traducido al tema que nos ocupa significa que yo salía de la escuela a las cinco y ahí teníamos al menos cuatro horas para andar de parranda sin que fuese de noche: partidos de futbito, coger la bici, incluso había tiempo y sol para ir a la piscina. Aquí olvídate: amanece a eso de las cinco y media de la mañana, lo que es un disparate inaprovechable en todo caso y después de la escuela si eres un niño pequeño no te queda otra que volverte a casa. Yo intentaré ir con Kota a clases de Karate, pero irá conmigo porque no le dejaré ir solo de noche hasta que sea mayor. En Extremadura había niños pequeños en el parque jugando hasta prácticamente las diez de la noche, eso mola.

Podría contar con los dedos de una mano las veces que me monto al año en un coche aquí en Tokio. A la oficina voy en bici, a Kota le llevo a la guardería en bici, los fines de semana si vamos a algún lado lo hacemos en tren o, en muy raras ocasiones, en autobus. No es de extrañar, pues, que Kota devolviese al de cinco minutos de montarnos en aquel coche que alquilamos en Madrid para ir a Badajoz. No estaba, no está, acostumbrado de ninguna de las maneras. Si salimos de Tokio para conocer algún sitio de Japón más allá de la capital o nos vamos en el Shinkansen o en avión. Todo lo que conlleva tener o ir en coche, es muy probable que Kota no lo viva en su infancia: las caravanas, cantar durante el viaje, preparar y llevar el maletero hasta arriba, parar para estirar las piernas y tomarse un café en Fonda Cadiós, montarse en esa sauna después de dejarlo aparcado al sol… No descarto comprarme un coche algún día si las cosas siguen yendo bien, sobretodo cuando lleguen los otros dos hermanos que tengo apalabrados con Chiaki, pero de momento no hace falta ni se echa de menos.

Los domingos y los fines de semana, especialmente en verano, eran nulos: se paraba todo en España y para los críos más. Son los típicos días para pasar en familia y si no hay plan pues estamos arreglados. Aquí también es más familiar porque es cuando los padres no trabajamos, pero con la diferencia de que Tokyo un domingo es exactamente igual a un miércoles: sigue funcionando todo normalmente, sigue habiendo las mismas cosas, sigue habiendo centros comerciales abiertos, gimnasios, piscinas, tiendas. Es más: suele haber eventos especiales para motivarte a hacer más cosas como las clases de Karate de los domingos por la mañana orientadas a competir que tenemos nosotros y que luego dejan el dojo abierto para que hagas lo que quieras. Esto es tremendamente positivo si haces alguna actividad porque tu decides cuando descansar; en agosto me acuerdo que en Zalla, aparte de que no había ni Dios, te morías de asco y al volver oxidado a Karate después de tres meses se te había olvidado todo y las agujetas te duraban otros tres meses.

En Tokio hay muchos restaurantes, bueno, en esta ciudad hay mucho de todo porque entre otras cosas hay más gente que en el Primark de rebajas con buen tiempo. Pero a lo que voy es que hay muchos restaurantes en los que puedes comer mucho más que bien por unos 1000 yenes. Es comida muy decente y sale muy muy barato comer fuera, así que no es raro que los fines de semana comamos o cenemos allá donde estemos sin mirar la cartera dos veces. Kota ha estado ya en mas restaurantes en sus dos años de vida, que yo cuando tenía treinta, pero seguro además (y en más países también). Así que Kota cuando se suelte un poco más hablando podrá decir que ha probado comida india, coreana, japonesa, española, china, italiana, tailandesa, francesa… buff, ni sé ya.

Y siguiendo con el tema de comida: aquí en Tokio no se encuentra fácil embutido y el pan es caro, tampoco hay casi tiendas de chuches sin rebuscar mucho. La conclusión es que la comida del recreo o las meriendas de Kota no van a ser bocatas de chorizo de Pamplona ni un paquete de gusanitos. De momento lo que come en plan amaiketako son galletas de arroz que venden para críos sin sal u onigiris (las bolas de arroz) que le suele preparar Chiaki con algas, semillas de sésamo o trozos de pollo o atún dentro. Esto es una ventaja, yo devoraba paquetes de mierdas hasta límites absurdos de dolor de tripas. Lo que come y comerá Kota, de momento, es infinitamente más sano por lo menos mientras decidamos nosotros; cuando le demos la paga si decide irse a un McDonalds de vez en cuando será cosa suya (aunque le miraré de malas maneras fijo, también te lo digo).

Las actividades extraescolares, otra movida. Yo en mis tiempos mozos y hasta que empecé karate, jugué a futbito, estuve apuntado a un club de ajedrez, a ciclismo y hasta a fútbol fui a entrenar un día y al ir a darle de cabeza a un balón me caí al suelo medio desmayado… no volví más. Aquí también hay futbito y baloncesto y tal, pero estamos hablando de que seguramente Kota jugará a beisbol, el deporte más popular de cuyas reglas no tengo pero es que ni idea, algún arte marcial o imagínate si se pone a hacer shodo, caligrafía japonesa, o la ceremonia del té… ¡anda que no va a molar el tío!

La comunicación. Es que te cagas: en mi infancia no había internet y el primer móvil yo creo que lo tuve allá por los 20 años. Chiaki y yo nos comunicamos por Line, que es el Whatsapp de aquí, yo creo que en los años que llevamos juntos habremos hablado por teléfono diez veces contadas. Con Kota pasará igual, cuando sea un poco más mayor tendrá un smartphone y podré mandarle en cualquier momento un mensaje que recibirá al instante, incluso podré saber donde está con alguna aplicación de esas de familia. Algo impensable en mis tiempos, aunque también es verdad que viviendo en Zalla o estabas en la plaza o en el banco de al lado del Batzoki, tampoco había mucho margen de maniobrer.

Siguiendo con el punto anterior de internet, que es una diferencia acojonante, yo recuerdo que en la universidad te peleabas con los libros que había y era muy muy difícil encontrar ayuda más allá de esos libros. Ahora te vas a internet y encuentras cinco mil páginas con, pongamos, mil ejemplos y explicaciones de ese problema de física que no entendías ni pa Dios, seguro que lo acababas entendiendo de una manera o de otra. Yo me imagino estudiar ahora con el ordenador o el iPad al lado, en realidad es que creo que no hacen falta ni libros, no deberían existir ya, como mucho imprimir lo que toque esa semana y fuera. Y de la misma manera: si querías profundizar en algo, o había alguien que supiese y pudieses preguntarle o comprabas algún libro… ahora puedes aprender cualquier cosa por tu cuenta, a Kota solo le hará falta la voluntad porque material ya tiene de sobra: lenguajes de programación, katas, recetas y vídeos de cocina…

¿Y que me decís de la vida entre dos mundos? Mi familia está en España y es mi deber que Kota les vea cuantas veces sea posible, no quiero arrepentirme de no haberlo intentado lo suficiente cuando ya no pueda ser. Kota estará acostumbrado a coger aviones, a vivir un tiempo al año en otro país cuyo idioma y constumbres deberá conocer, por mis huevos morenos, otro país que también es el suyo aún sin vivir allí. Esta diversidad cultural, este ensanchamiento a todo lo que den las miras, esta lección de perspectiva es algo que yo no pude ni intuir hasta que vine aquí por primera vez con mis bonicos 25 años. Creedme si os digo que a uno le moldea las entendederas conocer otros lugares, otros países, otras gentes, sobretodo si son de culturas tan diferentes. Por no hablar de que en mi casa hay cena de nochebuena, se comen las uvas, Kota tendrá regalos de reyes y a la vez se vestirá de kimono cuando haga tres años, le tirará semillas de soja a un tío vestido de demonio en febrero y se sentará con sus colegas debajo de un cerezo cuando le toque.

Y aquí lo dejo de momento.

Pasad un muy buen fin de semana,
¡hacedme el favor!
:gustico: