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Crisis de los cuarenta

La movida empezó con el nacimiento de Kota. No sé si se podría llamar al asunto crisis de los cuarenta, o crisis del padre primerizo, pero el caso es que todo a la vez ha hecho que mi vida sea totalmente distinta. Eh, anda que no cambia la cosa cuando te aproximas a los treinta y todos y encima teniendo un guacho dándote botes encima!

Es cierto que piensas en que ya llevas la mitad en el mejor de los casos, que es verdad que esto se va a acabar, que la vida va más en serio de lo que iba hasta entonces. Empiezas a darte cuenta que a lo mejor no tienes ya todo ese tiempo del mundo que siempre había sobrado para hacer todos esos planes que tu subsconciente y tu habíais apuntado en el cuaderno de sueños pendientes.

Te quieres poner en forma ya mismo. Quieres estudiar lo que siempre habías dejado para después, te pones a comer aguacates a media tarde porque has leído que son buenos para el colesterol y en el armario de la cocina hay un rincón con movidas raras y superfoods de esos que saben a folio rebozao con alpiste pero que van a hacer que tu hipotenusa siga elevándose al cuadrado de siempre.

En mi caso llevo encima una crisis de los cuarenta de la hostia, pero del copón de la baraja. Acojonao estoy.

A ver si soy capaz de explicarme.

Bueno, vaya por delante que estoy guay, que estoy bien, no preocuparse, que lo llevo estupendamente. Es más, diría que me gustaría haberla padecido antes, tampoco demasiado pronto, pero como cinco años antes habría estado más que fenomenal para haber guiado mis pasos hasta donde estoy, si, pero por algún que otro atajo.

La cosa no va por comprarse un Ferrari último modelo, teñirse el pelo de rubio y dar acelerones por la gran vía, o por el cruce de Shibuya en mi caso. El síndrome se ha manifestado de manera muy distinta: a mi me ha dado por pensar, por pensar muchísimo, por darle vueltas a todo lo que me rodea, no más que antes pero si a otro nivel, un poco más arriba, darle una «metapensada» a la vida y priorizar, priorizar hasta niveles de locura.

Me voy a morir, ese es el eje. Permitidme la crudeza.

Sabiendo que ese siempre de siempre está más cerca que nunca cada vez, todo se relativiza.

Todo.

Empecé por el trabajo: decidí que no iba a meter ninguna hora de más porque esa hora es una hora que nunca va a volver, una hora en la que podría haber estado jugando con mi hijo, enseñándole a contar en castellano o dándole todos los besos que pueda a la tía más guapa que hay, que es mi mujer y de momento me deja. Una hora de las limitadas que me quedan, que espero que sean muchísimas todavía, ojo. Así que si viene algo «urgente», rara vez será tan urgente como para olvidarme de que el tiempo que paso en la oficina es el apalabrado, el resto no es ni más ni menos que mi vida, esa que se va acabando, lentamente, pero sin tregua pactable posible. El tiempo es lo más preciado que tenemos, se mire como se mire. Por eso mismo no cojo nunca el teléfono, por ejemplo, es mil veces más rápido y efectivo el email, no me compensa.

Si excepcionalmente, pero muy excepcionalmente, me tengo que quedar para arreglar algo que se ha roto, me voy exactamente ese tiempo antes al día siguiente, es algo que he hablado, muy seriamente, con mi jefe y a lo que ha accedido.

El otro día le escuché a Iñaki Gabilondo en una entrevista decir que solo se arrepentía de una cosa: no haber pasado más tiempo con sus hijos cuando estos eran pequeños. Esto lo dice un señor de los pies a la cabeza hasta donde yo sé, que pasó una enfermedad muy grave; yo no quiero tener que llegar a ese extremo para darme cuenta.

Después pasé a otro nivel, pasé a relativizar la sociedad. Coño, ya os había dicho que llevo una crisis cuarentona encima de cojones, ¿no?. Pues eso, dadme cancha que despego. La sociedad, japonesa o no, estaba ahí cuando yo nací y seguirá ahí cuando yo me pire a fertilizar sakuras o cipreses o lo que quede encima de mi ombligo. Una sociedad con una serie de normas, de costumbres que deberían hacer más fácil la convivencia a la vez que asegurar y estabilizar la velocidad de progreso como humanidad. Esto es así, es innegable: ya no nos morimos por enfermedades de hace cien años, tenemos agua caliente, chorrillos en el ojete en mi caso, internet, aviones, jodé, yo que sé. Pues yo relativizo esta historia: todo me importa lo justo, las convenciones sociales, el sistema este que tenemos montado es una herencia, sin más, algo que va cambiando con los días según interesa a grandes empresas o gobiernos o… pocas cosas hay auténticas mires por donde mires, pocas cosas no son cuestionables, no hay porqué comer tres veces al día, yo entre semana comeré como cinco veces cosas ligeras porque así optimizo el tiempo, porque me conviene, tampoco hay porqué tomarse un café por las mañanas ni tumbarse a tostarse al sol en verano.

Pero voy más allá: los valores de este teatro se resumen en uno: se basan en tener más o menos dinero sin el cual no podrás hacer prácticamente nada y contra este concepto no hay ética que no se pueda doblegar; los supermercados venden comidas que son un disparate, incluso etiquetadas para niños, prima vender el máximo posible en cualquier lugar al que mires, no hay sentido común, solo tratar de ganar más pasta a toda costa.

Pero yo sé de primera mano que tener o no dinero es circunstancial, lo dice uno que ha pasado ya por casi diez empresas de todo tipo entre España y Japón. No me enorgullezco de ello precisamente, pero tampoco me importa: ha habido momentos duros y momentos mejores, como el actual, pero yo he sido siempre constante. Yo como persona: lo que pienso, lo que hago, mi potencial independientemente de la pasta, mi salud, mi cuerpo, mi mente. Eso es auténtico, es lo que hay y lo que queda en última instancia, el único patrimonio verdadero en Bilbao, en Japón o en Alpedrete, con o sin panoja para gastar, en esta o en aquella sociedad, quitándome los zapatos al entrar a un restaurante o zampando pintxos en la calle. Por eso me primo a mi mismo: estudio y no dejo de aprender, por eso hago todo el ejercicio que puedo, por eso trato de tener la mejor salud posible, porque vaya donde vaya, yo sigo siendo la constante, lo poco que se antoja real. Parece sensato invertir tiempo en mi más que en teatros ajenos.

Bajo este mismo concepto entrarían ahora Chiaki y Kota y por supuesto mi familia. El tiempo con ellos es aprovechado a todo lo que da cada segundo, el tiempo que no estoy con ellos, ni he vendido a una empresa a cambio del dinero asquerosamente necesario, lo dedico a mi cuerpo y a mi mente. El resto importa, pero muchísimo menos, muchísimo muchísimo muchísimo menos, tanto que siento que la mayor parte del día estoy representando una farsa fingiendo que me importa lo que hago cuando en realidad estoy deseando que acabe para tirar con lo mío.

Por ejemplo cuando viene uno del banco a hablarme de tal o cual hipoteca, me da exactamente igual, es su juego no el mío, yo de este invento participo exactamente lo justo que me permita vivir en una casa que considero mía, un trámite por el que he tenido que pasar, el resto me sobra, es más: hago todo lo posible porque ni me rocen estas historias. Soy el que más pasión pongo en las reuniones de empresa, pero en el fondo sé, soy consciente de que me importan prácticamente nada.

Son inmensa mayoría los conceptos «heredados» que me dan exactamente igual: religiones, divisas, fronteras, visados, política… me hace especial gracia ver a gente de mi edad defendiendo hasta la muerte ciertas ideas como la independencia de Euskalherria o el caso opuesto: España una y grande… ¿en serio? vosotros nacisteis con este tinglado ya montado, ¿en serio os importa tanto? ¿tan poco tenéis que hacer?. Lo que no quita para que me alegre cuando gana el Athletic o me alegraré cuando se quite del medio a tanto inútil que está en el poder en España a finales de año, no vivo insensible y ajeno a todo, pero es otro nivel de alegría nada comparable a escucharle a Kota aporrear la puerta del baño gritando «papá» para que salga ya de ahí, deje de hacer lo que sea que era tan urgente y me ponga a jugar con él ya mismo. Eso es lo importante, mucho más que el paso a producción del jueves 23, no hay, ni de lejos, color.

Así que con esto estoy últimamente: no me creo nada de lo que me rodea, solo creo en lo mío y lo de los míos, con ello me quedo y a ello me debo, no es que me canse el resto, es que me da igual.

Crisis pero de las jodidas, ¿eh?.

Ya veremos cuando llegue a los cuarenta de verdad…

El día que le di una hostia a un señor semicalvo

Yo juro que fue sin querer, en serio.

Volvía a casa en bici, lo que no es ninguna novedad: ya me manejo por Tokio en bici entre la oficina y mi casa prácticamente siempre. Lo que si es nuevo es que ese día salí un poco antes porque Kota estaba enfermo y al no tener que llevarle a la guardería, entré a la oficina bastante antes y apliqué, a rajatabla, lo del horario flexible. Ni cinco minutos más, en serio, mi vida no se regala más de lo pactado ni a Cristo bendito, no hay excusa suficientemente buena.

En verano los días también son más largos en Japón, pero tampoco demasiado, a eso de las siete y media ya es totalmente de noche. Aquí no se cambia la hora, algo de lo que siempre se quejan por las Españas, pero que joder, anda que no daría gustete salir siempre de día, no sabéis lo que tenéis. Bueno, el caso es que como salí un poco antes todavía aguantaba un poco el solete aunque se puso a ponerse a anochecer cada vez un poco más conforme iba zampándome kilómetros a golpe de pedal. Iba yo ya por la mitad del banquete ya prácticamente de noche cuando de repente salió de yo que sé donde un señor medio calvo con bolsas que me cené sin pan ni ná.

El bonito suceso tuvo lugar exactamente en el medio de la mitad del centro de ninguna parte: la misma carretera de siempre pero por el tramo quizás más estrecho y poco iluminado de los quince kilómetros que ella y yo compartimos a pachas.

Yo iba bien, por mi carril, no demasiado rápido y verse, se me veía de sobra: a las luces obligatorias de delante y de atras, en modo parpadeo que te pones nervioso al tercero o así, yo le sumo un led que está atado en un radio de la rueda y que se activa con el movimiento… a aquel gaijinaco lo ve hasta el obispo de Burgos desde la torre mayor.

Pero es que el pavo se había puesto a cruzar sin mirar por el santo medio: ni semáforos ni pasos de cebra, nada, pero además sin mirar ni a los lados ni absolutamente a nada, a lo puto loco.

Grité un «¡cojones, cuidado!» de los míos en perfecto castellano y a pesar del frenazo y de los tres cuartos de rueda que dejé derrapando, me lo zampé de frente y acabamos los dos en el suelo. Yo de alguna manera caí prácticamente de cuclillas, no me hice absolutamente nada.

Lo primero que hice fue apartar la bici del medio de la carretera e ir a ayudarle al señor preguntándole si estaba bien, si se había hecho algo. Lo hacía mientras le ayudaba a incorporarse y trataba de recoger la compra del súpermercado que se había esparcido por el suelo para meterlo en la única bolsa que quedó más o menos usable, la otra se había rajado de lado a lado.

El tío, de repente, me quitó la bolsa de malas maneras y empezó a gritar movidas con una mala hostia acojonante. Yo le decía que tranquilo, que se me tranquilizase el señor miura, que había sido un accidente y ya, que menos mal que parecía estar bien, pero él insistía en echarme a mi la culpa que yo no tenía: que si no miraba, que a ver que coño iba haciendo, que no debería ir con la bici por la carretera… con esto último me entró la risa tonta y le dije que claro, mejor por la acera para evitar pillar a tarados como él que prefieren ir por el puto medio de la carretera de noche sin mirar.

Se mosqueó más, empezó a gritarme más y yo trataba de tranquilizarle pero sin darle la razón y cuando hizo una pausa, aproveché para meter baza en su monólogo diciéndole que imaginase que en vez de haberse encontrado conmigo, se hubiese topado un coche, que a ver si en la escuela no le habían enseñado a mirar a los dos lados antes de mirar.

Entonces me gritó un «¿¡¿que coño dices!?!?» y me pegó un empujón en el pecho al que yo reaccioné, juro que sin querer y quizás presa de la tensión del momento, pegándole una hostia en la jeta.

Fue una hostia de Bilbao homologada que acabo convirtiéndose en más curiosidad que otra cosa: mi subsconciente había enfilado un perfecto y óptimo puñetazo a su fenomenal melón semicubierto semidescubierto estilo ahora pelo ahora calva, pero a mitad parece que me lo pensé mejor, frené el asunto lo que pude y abrí la mano con lo que lo que se llevó en vez de la ondonada que se merecía en la puta cara, fue un semitortazo descafeinado.

Sonó guay.

…plas…

Suave, pero marcando terreno, empezó firme pero acabo sutil.

Lo que es seguro es que no creo que el pescozón le doliese casi ná pero sin embargo, tuvo un efecto educador imprevisible: nos quedamos los dos de piedra por lo que acababa de ocurrir; yo ya tenía los puños apretados por si la íbamos a tener más gorda y había que batirse en duelo con el tío vinagres, que por otra parte no tenía ni la mitad de una media hostia, pero lo que él hizo fue repetir en un tono mucho más bajo su «…qué coño dices…», darse la vuelta y desaparecer por donde había aparecido de tan inesperada manera a paso ligero.

Yo recogí la bici, enderecé la luz que se había quedado apuntando a Tudela, y seguí mi camino mirando por el espejillo no fuese a ser que a mi amigo Manolete le diese por tirarme una piedra o algo desde detrás de un árbol, que tenía pintas de estar igual de cuerdo que un saco lemmings agitao.

No le volví a ver y mira que sigo pasando por el mismo sitio dos veces al día, cinco veces por semana.

Juro que yo no quería haberle adoctrinado de aquella manera aunque se lo merecía, juro que yo iba bien, que iba atento, ni música llevaba esa vez, tampoco iba rápido. Y juro que en vez de ponerme yo a echarle la bronca, traté de ayudarle todo lo que pude hasta que vi el percal, momento en el que debería haber cogido la bici y pirarme según estaba sin hacerle caso después de comprobar que estaba bien.

En lugar de eso le di una hostia y fue él el que se marchó primero, farfullando mierdas, eso si.

Tiene huevos.

Doburokku

Aquí van otros que siguen estando de moda aunque estuvieron en su punto álgido hace ya algunos meses, allá por navidades del año pasado más o menos. Como en los otros sketches, son un par de dos, una pareja que cantan canciones chorras entre las que destaca siempre la de «Moshikashite dakedo», que viene a significar algo así como «¿Coño, ver si es que va a ser…?». En las canciones siempre se ponen en situaciones cotidianas y lo que ellos piensan sobre lo que está pasando, la gracia es que siempre piensan en guarradacas con chicas, en barbaridades que te descojonas!!!

Traducido, como siempre, con criterio Toscano totalmente random, aquí van los Doburokku con una de las versiones de «Moshikashite dakedo», ¿coño, a ver si va a ser…?


Hay muchos otros vídeos con muchas otras situaciones, por ejemplo hay una en la que cuentan que están en un bar y entran al baño él al de chicos y una chica que no conocen de nada al de chicas, pero que salen y entran a la vez…. ¿coño, a ver si es que va a ser que quería escuchar cómo meaba yo?… jajaja, todo barbaridades del estilo!!

¡¡Opiniones quiero!!