Después de unos meses yendo a Karate, empezó a venir un par de veces por semana un chico en chandal. Es una persona especial: hace ruidos con la boca, habla sólo y en su cara siempre hay una mueca que yo definiría como una sonrisa triste.
Las clases duran hora y media, pero él sólo está los primeros 45 minutos, justo justo hasta el descanso. Nunca le oirás un «oss», ni tampoco le verás saludar a nadie. Él sólo llega con su chandal azul, se quita la chaqueta y hace lo que buenamente puede mientras sonríe y habla en voz baja sin parar.
Sin parar… Esto es precisamente lo que quieren conseguir con él, que se pueda parar quieto. De alguna manera, su cuerpo se está siempre moviendo, es una especie de tic nervioso que se concentra especialmente en su brazo derecho.
Todo el mundo le tiene un gran respeto, menos una vez que unos niños se rieron de él de esa inconsciente forma que sólo ellos saben. Aunque él los ignoró, como nos ignora al resto.
Mientras nosotros tratamos de ser más rápidos, de hacer las cosas mejor, de levantar más la pierna, él sólo anda para alante y para atrás. Sigue nuestros pasos, más por quitarse del medio que por tener ningún interés en aprender Karate. Se nota a la legua que viene obligado, seguramente sus padres hayan hablado con los profesores y hayan llegado a la acertada conclusión de que esto le viene bien.
Y cuando el profesor anuncia el descanso, la mayoría entra en el vestuario a beber un poco de agua, o a secarse el sudor. Yo me quedo, porque me emociona ver lo que pasa: el profesor obliga al chico a ponerse delante del espejo, y, con voz firme, le ordena hacer una serie de movimientos básicos. Él sonríe más, aunque no es porque esté pasando un buen rato, sino de nervios, y hace lo que puede. Pero la parte más dura es cuando el profesor le ordena estarse quieto mirando al espejo. Él no puede, su brazo tiembla, sus ojos se van al reloj que está encima de la pared, al suelo, a cualquier lugar. «Mírate a los ojos» le grita el profesor, y él lo intenta durante algunos segundos, hasta que se le olvida.
Sé que la firmeza y las maneras del sensei son fingidas y estoy seguro de que les cuesta actuar así, pero de no hacerlo, sería imposible mantener su atención.
Hoy, después de muchos meses, me he dado cuenta de que ha conseguido estarse quieto como medio minuto. A nadie le ha parecido importar, pero yo lo he visto y el profesor también. Me habría encantado comentarlo con alguien en el vestuario, pero por alguna extraña razón, nadie habla nunca de él.
En ese pacto entre sus padres y los profesores, están intentando que su cuerpo vaya un poco menos por libre.
Y me alegro en el alma de que lo esté consiguiendo.
