Añoro el tiempo de los blogs

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Pues la verdad que sí.

Ahora que June, mi hija pequeña, ya no lo es tanto como para seguir reclamando cada segundo de cada minuto de la docena de cuartos de hora que me quedan entre trabajar y dormir. Ahora que Kota, mi hijo mayor, ya está más con otros que con nosotros. Ahora que vuelvo a ejercer mi derecho a ser el dueño real de mi tiempo, me he dado cuenta de que añoro el tiempo de los blogs.

Echo de menos levantarme por las mañanas con la cosa de ver qué me contabais de lo que se me había ocurrido por la noche. La diferencia horaria jugaba a ese juego; la mayoría de los que «escuchaban» lo que yo escribía, lo hacían mientras yo dormía.

Recuerdo que los mil grados centígrados del té mañanero y mi lengua se reconciliaban antes si esperaba leyendo y contestando a vuestros comentarios, qué coño, incluso borrando y bloqueando algún que otro trol que se pasaba a molestar, porque, supongo, cuando aquello, Twitter no era tan ciénaga como para ser el hábitat natural que necesitaban y es ahora.

¡Hostia!, hubo alguno increíblemente obsesionado con cada cosa que yo decía o hacía. Ahora que me acuerdo… ¡si hasta me medio reclamaron la paternidad de un chiquillo!.

Madre mía, aquella fue tremenda y me asustó de verdad hasta el punto de llegar hasta a dudar.

Menos mal que pasó pronto. :ikukin:

Pero a pesar de toda la soledad que llevaba encima, añoro llegar por las noches a esa casa vacía después de kárate, o de zarandearme la melancolía a puro trote por cien mil callejuelas de Tokio, y sentarme a escribir lo que se me había ocurrido o me había pasado ese o cualquier otro día. Y reescribirlo una y otra vez hasta llorar de lo bonito que yo pensaba que quedaba.

Y echarme a dormir con los ojos hinchados por pena y alegría a partes no siempre tan iguales.

Intenté, con cierto éxito, repetir la experiencia con los vídeos en Youtube, con los cortos en Instagram o TikTok, pero no es lo mismo. Siempre me ha gustado más escribir; me es más fácil, aunque no tenga mucho que contar la mitad de las veces. Es otra cosa, es más sincero, más real.

O que estoy mayor y no tengo el higo para chochins, que también puede ser.

Pero hoy parece que estos tiempos quedaron atrás. Hoy todo son vídeos, a poder ser cortos, con música a tope que capten tu atención por un rato antes de pasar al siguiente vídeo, y al otro, y al de después, y cuando te quieres dar cuenta, ya llevas una hora pegado al móvil y no te acuerdas ni de lo que has visto. Y tampoco importa mucho porque la mayoría de lo que sale ahí está absurdamente exagerado o es directamente mentira.

Pues me resisto, mira tu. Ahora que vienen más cambios en mi vida, he decidido que retomo el blog, que me niego a dejar de escribir.

Aunque no vuelva a ser lo mismo, aunque, permíteme, Cifu, ya no quede casi nadie de los de antes y los que hay hayamos cambiado. La mayoría somos padres, otros ikigaean y hay quien se ha vuelto más facha que los calcetines de Abascal, pero todos hemos coincidido en tener el blog con más telarañas que la decencia de Mazón.

Pues a mi no me sale de los cojones. Desde aquí reivindico que vuelvan los blogs y lo hago retomando el mío.

Volváis vosotros o no.

Okinawa 2024

Okinawa 2024

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Efectivamente, cogimos un avión en Haneda y volamos hasta Miyakojima los cuatro.

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He de decir que el vuelo fue fenomenal, por experiencia propia ya te digo que el trato y el servicio que dan ANA o JAL está muy por encima del resto de compañías. Esto es así: más majos no pueden ser, todo el rato atentos con los críos, trayéndonos juguetes y paquetes de cosas para tenerlos entretenidos… un 10, si señor.

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Luego pues nos dedicamos a ir con el coche de alquiler de acá para allá sacándole fotos a la fantasía de playas que tienen por esos lares.

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El hotel, quitando el momento cucarachaca asquerosa que apareció ahí a traición detrás de una maleta, pues una gozada también. Yo me quedo con el buffet y el miyakosoba que desayuné prácticamente todos los días.

Si les preguntas a mis hijos no te oirán, porque siguen en la piscina metidos…

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Y excursiones para acá y para allá según el plan de Chiaki. Por cierto, es curioso porque todos los sitios que visitamos los sacó de Instagram, cómo ha cambiado la película. En vez de buscar por Google, simplemente poner el lugar en el que estábamos en Insta y ahí salían fotos de gente haciendo cosas y de esa manera se hizo el viaje. Y no es el primero que hacemos así, es lo más fácil y efectivo, te lo digo ya.

Y así por ejemplo nos colamos en una cafetería al aire libre donde la premisa es que hay un gato que a veces viene donde los clientes y a veces no, pues a lo gato que van a su aire. En nuestro caso hubo suerte, pero lo que más me sorprendió a mi fue el café… creo que es el mejor que me he tomado yo en mi vida, ¡estaba buenísimo!

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Pero para mi la excursión estrella, tanto que repetimos al día siguiente, fue la de la playa Aragusuku donde, según San Instagram Tadeo, si te bañabas más bien por el lado izquierdo, es bastante probable que veas tortugas marinas. ¡Hostias Pedrín que si vimos!, ¡que venían ahí como si nada las tías!. Y el caso es que es donde no cubre, no te tienes que ir mar adentro ni mucho menos. A June le compramos una colchoneta con un lado transparente de manera que podía verlas ella también y Kota con sus gafas de la piscina normalillas, y ahí que las vimos. La pena es que no tengo fotos entre que no quería meter el teléfono en el mar y que tampoco quería perder de vista a los críos, no hubo manera.

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Y la segunda triunfada fue lo de hacer shisas de barro. Esto ya lo hicimos la primera vez que fuimos Chiaki y yo solos y Kota siempre estaba con la cosa de querer enfangarse él también así que allí que nos plantamos y echamos un rato muy bueno. Kota y yo hicimos shisas y June y Chiaki colorearon otros porque June todavía es muy pequeña para estas movidas.

Básicamente te enseñan unos cuantos modelos del que eliges uno y después el profesor te va contando paso a paso como hacerlo:

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El profesor menudo máquina, por cierto, los hacía en un titá…

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A quién no le va a gustá un shisa de barrico Okinawense, a quién no le va gustaaaaa

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Luego en un par de meses te los mandan a casa después de cocerlos. A nosotros nos quedó un muy buen recuerdo, si señor, y conseguimos salir de allí sin que June se zampase un cacho de barro ni nada, ojo.

El lugar además es muy bonito, está como en una pequeña colina y todo alrededor esta lleno de shisas medio escondidos ahí, tiene un aire Ghibli muy bonico la historia.

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Y nada, que también nos pasamos por la tienda de helados Blue Seal, que es una marca de Okinawa, y que es muy pero que muy rebonica por dentro:

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Y estuvimos también en el Mango Café, que es una cafetería que está al lado de unos invernaderos donde tienen mangos y hacen postres allí directamente. Había hasta cola para entrar, aunque las colas de Okinawa son de risa comparadas con las de Tokio, también te digo, no esperamos ni cinco minutos.

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Y el caso es que tienen una tortuga también allí que es muy gracioso porque se escapa del sitio donde la tienen metida y sale «corriendo» hasta que la pilla alguien de la cafetería y la vuelve a meter dentro de la caja aquella.

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Me hizo gracia, por cierto, la pegatina que tenía un coche de los que estaban aparcados allí que ponía «Esta conduciendo un gaijin», en plan para avisar a los demás conductores que un gaijin narigudo estaba al volante y que tuviesen paciencia con ese tarado. Tiene huevos la cosa.

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Lo de la cena en el restaurante de shabu-shabu ya os lo sabéis, creo.

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Y nada, yo qué sé, Okinawa siempre es un lugar amable, un sitio al que volver siempre que se pueda, una muy buena fuente de recuerdos que espero que se queden siempre con Kota y con June al menos tanto como los tenemos nosotros grabados por entre las sienes. Me faltó tiempo para ver y clasificar las fotos y ahí fue donde apareció el señor del shabu-shabu que me hizo añorar los tiempos estos del blog donde pasé tantas horas y tantos buenos ratos… y pensé, ¿y por qué no retomarlo?.

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Ojalá se acuerden de este y de todos los viajes que hicimos juntos. Ojalá…

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El señor del shabu-shabu

El señor del shabu-shabu

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Tengo, siempre he tenido, especial cuidado con las fotos. Rasco muchos cuartos de hora al día para organizarlas en álbumes que están dentro de carpetas que a su vez están en carpetas más grandes. Ahí, en esos 26,118 ficheros están décadas de mi vida, desde cuando no salía yo porque no había nadie que me sacase, hasta ayer mismo que conseguí que mis dos hijos se estuviesen quietos un momento y logré robarles un par de jpgs antes de cenar.

Copio, subo, comprimo, duplico esas fotos con el objetivo de no perderlas nunca. Están en todos los ordenadores de la casa, desde la tarjeta de memoria de una vieja Raspberry Pi, pasando por teléfonos tremendamente lentos, pero con el almacenamiento igual de válido que el primer día hasta el par de iPads a los que mis hijos le dan el uso que jamás se le ocurrió a Steve Jobs: ver Youtube a todo lo que da. Menuda panda de taraos hay ahí en el Youtube japonés también, por cierto, que el que no habla a berrido puro, explota a sus hijos recién nacidos por los likes.

En fin, a lo que iba, que me lío. El caso es que mi mujer y yo hemos estado en Okinawa dos veces; la primera cuando estaba embarazada de nuestro primer hijo Kota y la segunda cuando éste tenía ya como unos cinco años, así que las fotos que tenemos son en playas paradisiacas donde a veces sale mi mujer con una barriga de las de no verse, no ya los zapatos, sino media acera, y otras veces sale un Kota de la edad de mi hija June de ahora con una sonrisa de oreja a oreja chapoteando entre cangrejos y aguas de color mentira.

Las fotos que os contaba también están en iCloud y de vez en cuando salen algunas de Okinawa por la tele a través de la Apple TV y el caso es que a mi hija June le da mucha rabia no salir. Esto es muy curioso, porque, simplemente por lógica temporal, tenemos muchas mas fotos en las que solo estamos tres y no cuatro, y a ella no le gusta esto un pelo. Siempre pregunta que dónde estaba ella y no es raro toparte con un berrinche al contestarle que no había nacido todavía. Como si, en cierto modo, la hubiésemos traicionado por hacer tal o cual viaje sin contar con ella.

Pobrecita mía también, coño. Kota ahí bañándose en el mar de las fotos de los catálogos y June, pandemia de por medio, con cuatro viajes a Shinjuku mal contados.

Así que decidimos ponerle remedio y nos fuimos a Okinawa este verano.

Los cuatro, por supuesto, faltaría más.

Fue un viaje muy cansado pero muy bonito. Alquilamos un coche, como es habitual si se quiere salir del hotel y moverse uno por la isla, y, gracias a Chiaki que lo organizó todo, visitamos un montón de sitios de Miyakojima a cada cual más bonito. Amortizamos playas, piscinas, hicimos figuras de barro e incluso buceamos con tortugas que se te acercaban como si fuese el perro del vecino que te conoce de toda la vida.

El último día lo teníamos reservado en un restaurante de shabu-shabu del que no sabíamos mucho más que que tenía actuaciones de música de Okinawa en vivo y que nos dejaban un hueco para aparcar el coche en la mismísima puerta.

Y allí que nos fuimos.

Nada más entrar nos recibió un señor que tenía una sonrisa que le engullía la cara, estoy seguro de que podrías oírle sonreír si cerrabas los ojos. Ahora que si los abrieses, también verías que era calvo como él solo. Debajo de una cinta que le tapaba la frente, quizás hacía décadas aquello era flequillo, había dos ojos que si fuesen más pequeños daría igual que estuviesen o no. Y qué energía, macho, le sobraron dos de los primeros cinco segundos desde que entramos para coger a June en brazos y llevarnos hasta la mesa entre canturreos y pasos medio garbosos, como entre bailando y andando.

Ojalá tener a alguien así en mi vida. Ojalá convertirme yo en ese señor.

Empezó a traernos platos y a contarnos cosas de cada uno metiendo bromas entre medias del estilo de «esta vaca la maté yo mismo», que le dijo a Kota mientras señalaba un filete y ya se estaba aguantando la risa desde la primera palabra. O las setas que eran de su huerto, esto pintaba a verdad, o la pasta miso que la hacían en su pueblo y que teníamos que probar sí o también sí… Esto pica, esto no, esta carne con esta salsa, esto con esto otro…

Y en lo que estábamos caldeando ya el estómago, aparecieron dos chavales jóvenes, quizás pareja, y empezaron a montar los instrumentos musicales. Él un piano electrónico, ella un shamisen de esos de Okinawa de piel de serpiente.

Y empezaron a cantar. Y el señor del shabu-shabu apareció de repente con unas castañuelas y se puso a bailar por entre las mesas. Y cantaba, y a June le tocó la nariz y a Kota le tiró de una oreja, y a otros niños de otras mesas alguna perrería parecida que no hacía sino elevar cada vez más las comisuras de nuestros labios.

Allí no había niño ni adulto que no se estuviese riendo con el buen señor que era el que reía más que nadie.

Después fue mesa por mesa con un par de castañuelas y otros instrumentos varios que les daba a los niños para que acompañasen las canciones. Les cogía en brazos, les sentaba en sus rodillas y les enseñaba a tocarlos y el caso es que los críos se dejaban hacer como si aquel señor fuese el abuelo que, en nuestro caso, nunca volverán a tener.

Nunca dejó de preparar comida, estaba muy atento a todas las mesas y en seguida aparecía otro plato apenas hubieses acabado el anterior. Había dos camareros más, pero si tenías la suerte de que te lo trajese él, te llevarías, además, una historia de aperitivo. Siempre contaba algo, siempre te sorprendía con alguna cosa que te la cascaba como si te conociese de toda la vida, con la confianza de saber que te tiene ganado desde el principio.

Llegó el momento de pedir la cuenta e irnos, pero no nos dejó hasta que consiguió que Kota y June, soborno de bolsa de golosinas mediante, se sacasen una foto con él. Y, con el restaurante a rebosar, todavía le sobró tiempo para contarnos un par de recetas a hacer con la pasta de miso que nos recomendó y explicarnos cómo salir con el coche, que no era tan fácil como parecía por el sentido de las calles.

Sin prisa, sin presiones, sin ningún tipo de agobios. Como si estuvieses en su casa en vez de en su restaurante.

June lloraba porque no se quería ir. Kota no dejaba de decir que teníamos que volver.

Y yo… yo quise ser ese señor. Quise imaginarme haciendo todos los días algo que hiciese feliz a los demás de esa manera. Anhelé poder tener tanta pasión por mi trabajo que se contagiase por los poros, que me gustase tanto lo que hago, que lo disfrutase tanto que solo con verme, se le fuese relajando la mandíbula a la gente de tal manera que acabasen soltándose las risas solas.

Porque eso sí es pura vida, de la que se siente y se contagia.

Esa misma noche decidí que iba a dejar mi mierda de trabajo y que iba a intentarlo.

Se me pasó pronto, en cuanto vi el recibo de la hipoteca.

Pero, mira, al menos he vuelto a escribir. Y de vez en cuando sigo soñando en ser como aquél señor calvo.

Calvo, pero como él solo.

Y la persona más feliz que he conocido en mi vida.

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