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La mañana empezó agitada. Bueno, lo cierto es que con un niño de tres años en casa, tampoco puede uno pretender ponerse a desbloquear los chakras impares con el café contemplando las nubes en silencio.

Ni pa Dios: es un puto disparate.

Sabrás de lo que hablo si alguna vez has tenido que vestir a un crío que solo se está quieto, y tampoco demasiado, cuando duerme. Raro es el día que no consigue escaparse y salir corriendo con el culo al aire pasillo abajo gritando cosas como oshiri o chinchín a todo lo que dan las cuerdas vocales.

Un disparate de cojones, y eso que solo es uno, cuando vengan los otros dos que tengo planeados, verás tu la que preparamos, no va haber hashtag que describa eso (el de para cuando se entere Chiaki de mis planes, será algo así como #tusMuertos, seguramente).

Pero especialmente esa mañana estaba cantado que iba a haber mucho trajín que trajinar: tocaba ir a inmigración a renovar el visado. Nos cogimos el día libre los dos, dejamos a Kota en la guardería y nos dirigimos al quinto coño de Tokio donde está la única oficina de inmigración de la ciudad. Bueno, miento, no es el quinto coño, ya me vale a mi también, en realidad es el sexto: está a tomar por culo de la estación de Shinagawa, pegado al mar y a donde solo se puede acceder en autobús.

Un solo centro para una ciudad de 13 millones de personas. Tócate los huevos, Hirohito, los pachinkos que no falten, eso si.

Pero mira tu que aunque llegamos muy pronto, aquello estaba ya hasta la bandera de gaijines a los que solo nos queda suplicar que nos dejen seguir viviendo en el país de lo melonpanes. Seis horas nos tiramos allí dormitando por las esquinas, todo para diez minutos, si llegaron, en los que nos revisaron las dos solicitudes: la de renovación del visado y la de residencia permanente.

Y ya después de semejante ultracoñazo nos fuimos a comer juntos los dos solos como cuando éramos novios, la Chiaki y el Toscano mano a mano en un restaurante, y sin que nadie grite o llore en el peor de los destiempos entre plato y plato.

Curiosa sensación: meses deseando estar un poco en calma y a los dos minutos echando de menos a Kota a rabiar… ¿de verdad que no estuvo siempre con nosotros?, ¿qué hostias hacíamos antes?.

Ayer justo llegó la postal esa que te meten en el buzón diciéndote que vuelvas otra vez a donde Buda se tiró un cuesco de natto a recoger tu flamante nuevo visado que será, quizás, de tres años otra vez aunque tenemos fé en la residencia permanente, si no por llevar ya diez años aquí, casado y con un crío, que sea por la hipoteca, que aunque me quisiese ir del país no sé si el Sumitomo iba a estar muy de acuerdo con la movida.

En serio: diez años en Japón, habrá que joderse, yo que venía para un par y aquí sigo con más onigiris en el cuerpo que bocadillos de jamón serrano ya.

Esta década ha sido tremenda, muchas esquinas he doblado, muchos trenes cogidos hasta llegar a la pedazo midlife crisis en la que me encuentro actualmente. Jodida esa, ¿eh?, no hay medicina que la cure, esto no tiene vuelta atrás, amigos, cualquier día me tiño el pelo de rubio o me apunto a piano.

Dejadme que recopile algunas historias de cada una de las etapas vividas, más por mi que por vosotros, por aquello de la nostalgia, esa que a veces aparece maquinando por la espalda chuleándote suspiros.

Los primeros años aquí fueron una segunda adolescencia, o quizás la que nunca tuve: en mi pueblo estuve trabajando desde muy joven de pinchadiscos en un bar los fines de semana, lo que me dejaba poco margen de maniobra para ejercer mi derecho al botellón y posterior ritual de emparejamiento. Bueno, eso y que era bastante tolai, que no espabilaba nada. Luego ya cuando dejé ese trabajo y empecé la universidad, me eché novia y al poco de dejarlo me vine aquí donde lidié con mi miseria tratando de pasármelo lo mejor posible, sobretodo por las noches.

Viví, en Tokio, los dieciocho a los treinta. No te lo pierdas.

Esa fue el primer capítulo, la primera fase, una especie de Erasmus cambiando universidad por oficina. Hice muy buenos amigos precisamente en el trabajo y no era raro que quedásemos después del currele para liar alguna; que fuese debajo de un cerezo o en un izakaya daba igual mientras hubiese cerveza de por medio.

Las ganas las poníamos cada uno desde casa.

Recuerdo más de una vez que se nos hizo de día en un karaoke, bueno, más de una y más de veinte; lo raro era que no acabásemos en uno. Digamos que a ciertas horas uno tiene que elegir por donde tirar: si un club, un karaoke o cada mochuelo a su correspondiente olivo sobrepagado con key moneys y mas mierdas inventadas por la mafia de las inmobiliarias y los propietarios japoneses.

Siempre solía ganar la del medio: los clubs son para lo que son, al fin y al cabo, que es intentar hacer un +1. Los karaokes, al igual que los izakayas, sin embargo, son idóneos para pasárselo bien entre amigos mientras bebes, comes y cantas independientemente de que estés en uno u otro; además suelen ser bastante más baratos y esa época yo no es que tuviese precisamente dinero que malgastar, o más bien malgastaba lo poco que ganaba, que total me da lo mismo que me da igual.

Decía que quería contar, al menos, que aquella noche fue curiosa. Akira, el grande del grupo, huyó en pos del último tren; al de Yokohama no le quedó más remedio que dejarnos solos a Roxanna, Eri, Josh y a un servidor precisamente en aquel mugriento karaoke de Shinjuku. Muy a su pesar, porque todo lo que tenía de grande, lo tenía de fiestero: le gustaba más un chuhai que a Rato un datáfono.

No haría ni media hora que Eric y Noriko habían desaparecido. Otros que tal bailan, qué sospechosos, esto había que decirlo también: siempre supe que aquellos dos estaban liados a pesar de que ella tenía novio formal. El presuntamente cornamentado chaval tenía la mayor cara de soso a este lado del río Meguro, daba pereza verle desde lejos, el Facebook seguramente le pondría: «¿es este tu novio el sosaínas? ¿te lo etiqueto ya?» cuando subía ella fotos de los dos. Nunca entendí cómo Noriko, que, aparte de ser de las chicas más guapas que he conocido nunca, era el encanto personificado, pudiese resignarse a estar con semejante desaborío. No parecía mal chaval, ojo, probablemente fuese un buen tío, pero, joder, no salía una palabra de él ni pegándole, era más sieso que un obispo a dieta, si me lo hubiese encontrado atendiendo en inmigración o en un banco, no me habría extrañado lo más mínimo. Menuda cara de palo que tenía. Hablando un poco a lo Inda, diría que de primeras, no estaban al mismo nivel ni de lejos. Ella era casi un diez y él no llegaba ni a la mitad de los dedos de una mano, siendo generosos.

Continuó