Dormí de un tirón, como hacía tiempo que no pasaba, me di una ducha rápida y baje al comedor del hotel. Me recibieron como el extranjero que soy, es un hotel en el que están acostumbrados a tratarnos. De alguna manera, me siento incómodo cuando me hablan en inglés y siempre tiendo a contestar en japonés. Mi conversación todavía no es muy buena, pero nunca mejorará si no me obligo a intentarlo allá donde voy.
El desayuno fue caro, pero mereció la pena. Por las ventanas del comedor entraba un sol radiante que me hacía soñar con que, quizás, hoy iba a ser el día en el que iba a ver el Fuji de una vez por todas. Ya estuve aquí y ni siquiera lo pude imaginar, así que se de lo que hablo.
Pasé rápido el trámite de recoger la habitación y pagar la factura. Con una sonrisa, pasé por delante de la cafetería con baños gratuitos para pies, y cogí el tren que me iba a llevar al telesférico.
De día apetecía menos meter los pies en el agua… pero es un detalle de todas maneras.
La sensación está entre miedo y emoción.
Del suelo de la montaña salía humo y un olor a huevos podridos típico del azufre Nos subimos en el vagón y de repente estábamos volando en dirección a la cima de la montaña. Un niño no paraba de repetir el color de los vagones con los que nos cruzábamos, y un chico no paraba de hablar en voz muy alta. Yo observaba, con la cámara en una mano y la mochila entre mis pies.
Entonces llegamos a la cima y el monte Fuji cubierto de nieve apareció ante mi. En el vagón todo eran gritos de sorpresa y admiración. Yo callaba. No podía creérmelo. El enorme volcán tantas veces visto en películas y postales, de repente estaba allí pero de verdad.
Todavía no me acabo de creer que esta foto la saqué yo… No podía dejar de mirarlo y todo lo demás pasó a un segundo plano. Alguien me tocaba el brazo, miré y era mi compañero de viaje que me señalaba la mochila, que se había caido. Quizás llevaba un rato intentando avisarme.
Y en la cima de la montaña vendían los huevos negros que os conté ayer. Hello Kitty los anunciaba Y entonces llegamos a la otra ladera de la montaña. El Fuji se ocultó tras los montes, y yo me dispuse a hacer el viaje en barco a través del lago que baña el valle. Un barco, que bien pudiera ser de la armada española, me llevó hasta otro lugar. En la misma hora había viajado en tren, funicular y barco. De alguna manera, el capitán del barco hizo que el Fuji apareciese de nuevo.
Hubiese ganado mucho si el barco fuese de estilo Japonés Tenía hasta cañones Este fue el absoluto protagonista del día, sin lugar a dudas En la oficina me dicen que está bastante lejos de Hakone. Tiene que ser impresionante verlo de cerca Y, quizás demasiado pronto, el viaje se acabó
Así que ya iba siendo hora de andar un poco. Y lo hice siguiendo dos o tres kilómetros del antiguo camino Tokaido, que unía la antigua capital de Japón con la nueva. De Kyoto a Tokyo a pie en tiempos de samurais y geishas, de shogunes, katanas y ninjas.
Como me lo imaginaba, entre árboles… Y llegué al punto de control que unas cuantas décadas antes se estableció en la zona. Los libros dicen que el shogún no permitía salir a ninguna de las familias de los señores feudales de Edo, la antigüa Tokyo, y aquí es uno de los lugares donde se aseguraban de que esto no ocurría.
La puerta por el lado de Tokyo, o Edo en aquella época El puesto de la colina, por si acaso Entonces me reencontré con algo que ya había visto siete años atrás, y compré lo que ya había comprado antes y pedí a alguien que me sacase unas fotos.
El Ikusamurai! La ikugeisha! El iku… ¿pescador? Y un señor de una tienda cercana se me acercó y me preguntó si no me importaría que me grabasen para un anuncio de productos de Hakone. Ultimamente me estoy acostumbrando a que una cámara me vigile desde cerca, y tampoco tenía nada que perder, así que accedí.
El anuncio pretende anunciar los productos de madera de Hakone que son muy característicos, así que yo me limité a recorrer la tienda deteniéndome en cada producto y manteniendo una pequeña charla entre japonés e inglés con la chica de la cámara.
Al acabar, me dieron un sobre con un regalo, y me fui por donde había venido sin acabar de creerme que quizás salga en un anuncio de la televisión promocionando productos de este increible lugar.
Volví en autobus hasta la estación de tren y opté por coger el Shinkansen, el AVE de aquí, que me ahorraba cuarenta minutos de viaje a costa de pagar el triple.
Una vez en casa, descargué las 243 fotos en el ordenador y las fui viendo una por una hasta que se me cerraban los ojos.
Y me metí en el futón. Por primera vez en 8 días, puse la alarma para ir a trabajar al día siguiente.
Y soñé que jugaba entre la nieve.