Somnolencia…
Sentado en el tren camino de Kugahara me sueño cabeceando o cabeceo soñando, no sabría decir. Algo me toca la pierna y me asusto asustando a la señora de mi derecha que me había rozado con su bolso. Ambos acertamos a duras penas a pedirnos perdón mutuamente por lo que fuera que fuese.
Despiértate… despiértate…
Subo el volumen y paso dos o tres canciones hasta que suena Estopa con Rosario, y con ellos me quedo el resto de paradas hasta llegar a la estación de Tokyo en cuyo subsuelo se enseña el Karate de hace más de 100 años a todo aquél que se atreva a atreverse.
A mi me suena el runrun de mi corazón, que a mi me gusta que se escuche bien…
Un súpermercado, unos baños públicos, un pachinko y una droguería después hago un quiebro a la pereza y bajo las escaleras dejando de ser yo, o siéndolo más que nunca.
Murakami sensei, quizás el profesor más acostumbrado a enseñar en el extranjero nos da la clase este lunes, aunque yo he dejado de ser extranjero hace muchos meses. Lo sé porque hoy tenemos a un chico que está de visita, uno de esos de paso que ahorran para cumplir su sueño de entrenar en el dojo de Hirokazu Kanazawa, aunque sólo sea por dos semanas. Y tantos vecinos que pasan de largo… hay quien dice que los campos de fuera siempre se ven más verdes.
Él es el protagonista de la clase, como lo fuí yo hace casi tres años atrás.
Los ojos rasgados de Murakami están clavados en sus pies, en sus manos, en el cuerpo del chico rubio de ojos azules que habla con extraño acento y sonríe serio. Y le hace repetir los movimientos el doble de veces que a los demás, le pule, le hace enfadar, le grita mucho y le halaga a veces… le motiva a su manera, a la manera del Karate de aquí, del nuestro. Pocas bromas que esto es serio. El doble de serio vivido en japonés.
Él hace reverencias muchas más veces de lo necesario y dice Oss, y exagera el protocolo porque quizás es lo que desde el extranjero pensamos de Japón y eso del honor de las películas. Pero se nota desde que entró por la puerta que es un buen chico, que le honra su sobreactuado comportamiento por dejar bien claro que mejor humilde que altanero. Y más pisando el suelo que estamos pisando, y sabiendo quién lo ha pisado antes.
A mi ya no se me habla en inglés, ya no se me halaga por halagar, ya no se me grita de más ni tampoco de menos. Lo mío me ha costado.
Nos pone juntos, quizás porque los dos somos extranjeros o quizás no, ¿qué mas da?. Y hacemos técnicas por parejas, a veces él lo hace mejor, a veces yo aunque juego con ventaja porque lo he hecho más veces. Pero el profesor sólo le grita a él, y él hace reverencias. Y dice Oss. Y se enfada por dentro y suda por los dos.
Llegamos al descanso y el chico del chándal, gris esta vez, se esfuerza por levantar la rodilla por encima de la espada de Kendo que el profesor Murakami le pone delante. Ahora le grita a él, pero suena de otra manera, con un deje de ternura que se le escapa. El chico a veces lo hace bien y muchas veces no, pero logra quedarse totalmente inmóvil delante del espejo los dos minutos que le obligan. Qué bonito es verlo, el corazón se me pone a la misma temperatura que la piel y suelto una lágrima por cada uno de los minutos de semejante hazaña allí mismo sentado en seiza, rodeado de ocho japoneses y un extranjero que hace reverencias de más.
Se acabó el descanso, no hay más lágrimas que valgan, al menos no en la media hora que sigue, si acaso hay que exhibir algo, que sea rabia. Repetimos movimientos mil veces repetidos que salen distintos cada vez, creo entender un poco más de cada uno cada vez que olvido un poco de cómo los aprendí. Me miro en el espejo y me siento orgulloso de estar ahí, de que me duelan tanto las piernas que tiemblan solas aún estando quieto. Y grito, y levanto la pierna a alturas impensables tiempo atrás, y giro y paro un golpe imaginario al que contraataco con todo mi ser expulsando en el último momento cada centímetro cúbico del oxígeno que había guardado exactamente para ese instante. Esto soy yo, no hay más que pueda dar. Ni menos.
Y se acaba la clase, y en línea saludamos al dojo, al profesor y a los compañeros, y recitamos en japonés frases que se escribieron en Okinawa, a un par de horas de avión de mi casa.
El profesor se retira dejando reverencias a su paso, y nos quedamos sólos con nosotros mismos. Yo estiro y observo en silencio al chico extranjero, que lo es tanto como yo, y le veo practicar delante del espejo algunos de los movimientos de la clase. Entonces el señor mayor va donde él y le echa la bronca por algo en un japonés rudo que suena a cinco veces por encima del pobre chico que sólo acierta a hacer reverencias y pedir perdón sin entender porqué.
Gomen nasai. Shitsureishimashita
El señor le da la espalda sin contestar mientras al chico se le va el alma con cada reverencia. Y yo, testigo mudo de mí mismo no hace mucho tiempo atrás, me siento, de repente y por medio segundo, casi orgulloso de haberle fracturado el orgullo a semejante indeseable.
Entonces me levanto y me pongo entre la espalda de uno y las reverencias del otro, y le ofrezco mi mano, y con ella, todos mis respetos:
Nice to meet you, I’m Oskar from Spain, where are you from?
Y lo que haga falta.