Llueve.
El verano parecía haberse hecho fuerte ahí fuera y ya llevaba reinando más tiempo de lo debido. Aún así no se fue a su exilio sin pelear y nos dejó un último día de calor tropical a finales de septiembre. Poesía pura la del sol, ya me lo va demostrando unas cuantas veces este año.
Pero ya no. De un día para otro ya no es verano y es casi invierno. Hace frío, llueve y los pantalones cortos y camisetas tienen ya esa mirada entre miedo y resignación por saber que van a ser reemplazados por sus hermanos los mayores que se toman su trabajo en serio a base de pana y lana. A las baldas, fíjate, como que se las nota contentas por el cambio de inquilinos.
Eso si, nos iremos olvidando de ver minifaldas. Y hay quien dice que odia el verano, lo que tiene que escuchar uno.
Pues eso, que entre veranos tropicales y preinviernos, amanezco yo un sábado 25 de septiembre en el que la mayor sensación que me envuelve es la de tener que estar haciendo algo, que se me acumula el trabajo, que no me puedo permitir pararme a paladear respiraciones.
Que poco me gusta estar de esta manera. Con o sin sol.
Aunque no es así, es decir, tiempo tampoco tengo tan poco. Hay una absurda pegatina en mi pasaporte que se hace eco del no menos absurdo concepto del visado, la fecha de caducidad como ciudadano bienvenido y bien hallado, aunque de prestado, en país ajeno. Visados, pasaportes, fronteras, banderas… nunca entenderé sus significados más allá de preservar la propia identidad de uno mismo, ¿no es una sinrazón dibujarle líneas al planeta?.
En fin. Las cosas son así. Tendrá su lógica, aunque prefiero no saberla porque en mi mente de niño el mundo es de todos y las personas que nacemos en un sitio determinado tenemos la misión de cuidarlo y tenerlo bonito para cuando vengan a visitarnos personas que nacieron en otros lugares porque ellos están esperando a que nos pasemos por allí. Las aduanas y los pasaportes no son más que libros de visita para que alguien sepa que nos dimos un paseo una vez por aquellas tierras visitando a sus gentes.
Hace viento, pero no es el mismo del lunes, éste viene con mala baba a cortarme los labios en cuanto salga por la puerta, que lo sé yo.
Hoy cumplo 34 años y se me acumula el trabajo. Trato de terminar el proyecto actual mientras busco nuevas vidas entre oficinas y compañeros todavía sin cara. Me disfrazo de salary man recorriendo estaciones de metro, curriculum en mano, hasta llegar a mesas con personas delante que osan preguntar cosas sobre mi vida que casi tenía olvidadas en idiomas que nunca serán del todo míos. Es un duelo a muerte, porque esto es muy serio, así que suelto mini discursos ensayados delante del espejo en la soledad de mi habitación, y los encadeno para que parezcan espontáneos en el idioma alquilado para la ocasión.
Sin éxito, por el momento, pero no me desanimo, llevo poco tiempo intentándolo, apenas dos semanas y ya he hecho casi media docena de entrevistas. A este ritmo algo tiene que salir, seguro, es matemática pura.
Malditos cuervos, ni bajo la lluvia son capaces de callarse
Trabajo acumulado. Esa es la sensación. Coger el lego y construir, pieza a pieza, una rutina en la que haya estabilidad, que las facturas dejen de esperar su turno temerosas de ser olvidadas, que con cada nuevo paso esté más cerca de que en esta casa sean sólo los yogures los que tengan fecha de caducidad, que si se posponen planes sea por tener otros, que a parte de todos los besos que me quedan, te pueda regalar la luna pintada del color que tu me pidas.
34 años cumplidos en medio de una guerra. Yo disfrazado de entrajetado contra todos los entrajetados de Tokyo. La gano fijo, por mis huevos, por mucho invierno con el que contraataquen.
De mientras, a seguir forrado, que el dinero y demás pequeños trámites insípidos ya vendrán solos.
Tío Tosca: ¡felicidades! si es que todavía te caben más…