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De como Kota llegó para quedarse (parte 3)

Como si de un flashback se tratase, recuerdo aquella noche por flashes. Yo estaba tumbado en un sofá en el que solo entraba entero si doblaba las rodillas tapado con la manta más fina de todo el hospital y de vez en cuando entreabría los ojos cuando algún ruido interrumpía algo parecido al intento de dormir en semejante situación. Veía, entonces, a Chiaki que estaba con los ojos abiertos prácticamente cada vez, que me miraba, que miraba al techo y recuerdo que yo quería levantarme y hablarle para que sobrellevase la situación un poco mejor pero entonces me volvía a dormir y me volvía a despertar sin yo quererlo. Era ese estado en el que no sabes muy bien si está pasando lo que crees que está pasando o en realidad no has abierto los ojos nunca.

Por la mañana ella me confirmó que las contracciones eran cada vez más fuertes, que no había podido dormir. Cuando la impasible entró por la puerta, por supuesto que sin llamar, nos hizo bajar a la siguiente fase de aquella historia: la sala.

Madre mía.

¿Como describir la sala?. Imaginemos una habitación muy grande que se dividía en muchas habitaciones pequeñas gracias a correr o descorrer cortinas que pendían de una autopista de raíles instalada en el techo. Para describir lo grande que era, pongamos que cada habitación albergaba, sin demasiadas estrecheces, una cama, un pequeño sofá y una máquina de esas de hacer ecografías. Y pongamos, ya puestos a poner, pues, que habría como veinte habitaciones de estas de quita y pon. Si las contracciones llegaban a un punto tal que no había más remedio que hacerles caso, te bajaban allí y te enchufaban a la máquina que monitorizaba el grado de dolor a la vez que se aseguraba que el latido del niño seguía siendo regular. Digamos, también, que las contracciones, por lo visto, vienen y van haciendo que cuando están, la inminente madre las vaya notando reaccionando según su intensidad para descansar un momento después. Era, pues, una cadena sin fin de dolores intermitentes a destiempo.

La sala, señores.

Veinte camas con veinte embarazadas a punto ya de dar a luz gritando cada dos o tres minutos según le tocaba a cada una. Por supuesto, las hay cuyas contracciones son ya tan dolorosas que no pueden contener el dolor y chillan literalmente de dolor para después recuperar el aliento al minuto siguiente. Pongamos a veinte maridos, como el que les ocupa, muertos de miedo escuchando aquel concierto de gritos y lamentos sin poder hacer más que tratar de aliviar, vía masajes en la espalda, semejante disparate. Maridos totalmente inútiles cuya presencia es anecdótica, maridos que solo sabían decir «ganbatte ganbatte» con voz grave pero que en realidad estábamos acojonaditos perdidos, que cuando estás ya un poco recuperado de los gritos de la de la cortina de la derecha, resulta que ya le toca a la de la izquierda desgañitarse a grito pelado.

Si yo lo pasé mal, no quiero ni pensar en ellas. Madres del mundo: tenéis todo mi respeto hoy y por siempre. Chiaki: te quiero.

Hoy, echando la vista atrás, no llego a entender la función de aquella sala. Cuando las contracciones son todavía débiles, no creo que sea precisamente motivante que te lleven a un sitio donde la que tienes al lado está retorciéndose de dolor anunciándote que poco te queda a ti para estar así también. Tampoco digo que te lo pinten de color de rosa cuando no va a ser así, pero es que aquello es el purgatorio.

La sala. Buff.

Las contracciones de Chiaki todavía no eran de chillar: como venían se iban. La revisión del médico nos confirmó lo que nos parecía: que todavía no, que íbamos a tener que pasar otra noche más en el hospital y que nos fuésemos pensando en la posibilidad de una inyección para acelerar el proceso porque ya era el segundo día allí metidos. Yo, la verdad es que pensaba que menos volver al purgatorio lo que hiciese falta, pero Chiaki se negaba rotundamente. Ella se tomó el embarazo muy en serio, tanto es así que, por ejemplo, se aguantó todos los dolores de cabeza sin tomar ninguna medicina por si le hacían daño a Kota. Así que no: ni inyecciones, ni epidural ni ochos ni cuartos. Ole sus huevos.

Pues en esas quedamos con la revoluciones: mientras ella hacía la cama en cuatro segundos tres decimas, yo me hacía a la idea de que la noche del martes volvía a tocar sofá y seguramente dosis de purgatorio…

Continuará…

De como Kota llegó para quedarse (parte 2)

En aquella habitación llamaba la atención una pequeña cuna vacía colocada junto a la cama en la que reposaba ya la que iba a ser la madre de mi hijo de todas todas me pusiese como me pusiese. Esa casi diminuta cuna de plástico decía muchas cosas; no solo que allí mi hijo se iba a echar sus primeras siestas… anunciaba que todo estaba preparado, que era verdad que Kota estaba ahí dentro y que no saldría de aquella habitación de otra manera que estando llorando ya fuera, en el mundo, en nuestro mundo.

Yo que todavía pensaba que todo esto era un sueño…

En el hospital lo tenían todo perfectamente planificado y no faltaba la visita de la enfermera tres veces al día para monitorizar las pulsaciones de Kota, las contracciones y que Chiaki estuviese comiendo lo que tenía que comer porque parece ser bastante fácil descuidarse cuando empiezan los dolores fuertes. Todavía no era el caso, ella estaba allí como en un hotel: viendo la tele, dejándose hacer cuando tocaban chequeos y más bien pasando el rato que de parto. Tenía dolores, pero no demasiados, las contracciones eran muy débiles todavía así que no había prisa. La prisa la tenía yo por dentro; prisa por saber que todo iba a salir bien, por comprobar de una vez que mi hijo estuviese sano cuando nos saludase llorando a pleno pulmón, por saber que a Chiaki no le iba a pasar nada, por que todo pasase lo más rápido y mejor posible y poder enviarles a mis padres una foto con los tres posando ya sonrientes porque no había habido problema alguno.

Lo que hubiese dado por que mi madre estuviese en aquel hospital con nosotros… lo que creo que hubiese dado ella…

Como no había mucho movimiento por allí dentro, salí del hospital para cenar algo y al volver me dejaron quedarme a dormir en el estrecho sofá de la habitación en vez de hacerme salir con el fin del horario de visitas. Por supuesto no dormí nada, pero me alegró saber que Chiaki sí pudo descansar. Al día siguiente las contracciones eran más fuertes y cada vez menos espaciadas a la vez que los controles de las enfermeras. Yo me entretenía poniéndoles motes: estaba la abuelica, que nos hablaba con ese ritmo lento tan tierno con el que le empiezan a hablar a los hijos de sus hijos y cuando se quieren dar cuenta lo están haciendo con todo el mundo. Le costaba ver el termómetro por lo que siempre nos lo daba a uno de los dos para que le dijésemos la temperatura a apuntar en el cuaderno aquel del que no se separaba nunca. Nada que ver con la revoluciones, una chica así a ojo con más o menos la misma edad que yo pero con el pulso trescientas veces más rápido: no paraba nunca, ni de hablar ni de moverse ni de hacer cosas. Era como si su mente ya hubiese acabado cinco minutos atrás lo que estaba haciendo en ese preciso momento y ya tenía encoladas diez cosas más que debía haber hecho hace tres. Me pidió que le pasase el cuaderno de la mesita y cuando contesté «¿eh?» a su vertiginoso japonés ya lo había cogido y tenía apuntado medio Quijote.

Daban ganas de pegarle para que se estuviese quieta, ahora que aciértale.

Cuando Chiaki bajó a la consulta del médico y yo entré en el cuarto de baño es cuando conocí a la impasible. Estaba en pleno acto meandero cuando abrió la puerta de par en par preguntando por Chiaki. No te creas que se cortó al ver el Belén, no, ella siguió hablando en japonés mientras me miraba taparme como podía. «Chiaki ya ha bajado, yo me he quedado en la habitación a esperarla» dije yo sin poder cortar el asunto. «Vale, gracias» contestó el ser menos expresivo del planeta tierra con permiso de Tommy Lee Jones. Era la primera vez que me veían la chorra y no había reacción alguna: ni risas ni admiración, ¡nada!. Aquel día prometía, ya tenía una historia que contarle a Kota en su cumpleaños si fuese el caso.

Pero no iba a ser el caso: no venían las aguas revueltas todavía, el cielo no anunciaba tormenta, el pájaro seguía en su nido, no sonaban tambores de guerra, alfa charli delta plus… vamos, que Kota pasaba de todos nosotros. Yo, viendo que me iba a quedar una segunda noche, salí en busca de un Uniqlo donde comprarme ropa un poco más cómoda y sobretodo con menos aroma varonil no fuese a ser que a la impasible le diese por entrar a preguntar la hora en actos íntimos menos aguados.

Aquella noche ya si; aquella noche Chiaki no durmió nada por culpa de las contracciones y yo ya estaba que le daba cuarenta vueltas a la revoluciones.

Continuará

De como Kota llegó para quedarse (parte 1)

Era un domingo soleado, hasta caluroso cuando terciaba que por donde se paseaba no había nada interponiéndose entre uno y el sol. Y hay que precisar que uno, a partir de octubre, no está para desperdiciar rayo alguno que le caldee acaso un par de grados la melancolía inherente al hecho de que no quede otra que esperar a que nazca el invierno. O que malnazca porque no hay invierno que no sea un malnacido.

Chiaki cargaba a Kota pero Kota, como el invierno, tampoco había nacido. Siempre he pensado que el embarazo, a pesar de todo, le ha sentado de maravilla. A mi, por lo menos, me parecía que estaba guapísima sobretodo cuando trataba de andar con prisa y no conseguía más que avanzar casi anecdóticamente mientras se balanceaba hacia los lados con las dos manos tanteando aliviar la carga de la parte baja de la espalda que parecía dolerle siempre. Yo no tenía muy claro si era así o no porque no dejó de iluminar la casa nunca con esa sonrisa suya tan, eso, suya.

Ya tenía contracciones, pero a pesar de ello quiso que diésemos un paseo por la zona. Acabamos en la universidad de chicas que queda al lado de casa donde se celebraba un festival para recaudar fondos para, la verdad sea dicha, no tengo ni idea de qué causa. Vimos un espectáculo de cheerleaders a lo japonés, comimos chocolate con algo que de churros solo tenía el nombre y tomamos prestado un poco del sol los tres en un banco mientras analizábamos las técnicas de ligoteo de los chicos que se habían acercado a ver que se podían llevar de aquel, en teoría, paraíso terrenal. Que fuese una universidad católica no quitaba para que el bajo de las faldas se distrayese bastante más arriba de las rodillas y, como no podía ser de otra manera, allí no había más que grupos de adolescentes al acecho de muslos de piernas de veinte metros las más cortas. Yo habría sido el callado romanticón de al lado del árbol que, seguramente, no se habría comido un rosco pero se habría enamorado de una distinta siete u ocho veces por hora. Otro gallo cantaría si ahora supiese o fuese lo que sé o lo que soy ahora, probablemente me habría seguido enamorando y volviéndome a casa en ayunas, pero con alegría porque no me habría callado ni un poco así.

Total, que Chiaki salía de cuentas el lunes, el día siguiente y a la vez tenía cita en el hospital para la revisión rutinaria semanal, así que nos volvimos más o menos cuando ya no había nadie allá arriba que caldease hueso alguno.

Poco tardamos en dormirnos adrede para soñar con la cara de Kota, como cada noche.

Cuando el despertador dijo basta, yo me vine a la oficina y a eso del mediodía me llegó un mensaje en el que Chiaki me contaba que habían decidido ingresarla, que aunque todavía las contracciones no eran fuertes, mejor estar allí por si acaso. Y que no me preocupase, que con que a la noche al salir de trabajar le llevase la bolsa con la ropa que había preparado, ya valía. Cinco minutos más tarde ya iba con la bici como un loco camino de casa. No pensaba perderme ni una contracción más. No podía concebir que naciese mi hijo y yo no estuviese allí, creo que los cuarenta minutos de pedaleo los trituré y prensé hasta que quedaron en menos de media hora y casi una hora después de aquel mensaje ya estaba con mi mujer en la habitación de un hospital esperando a que naciese mi hijo. Si ella hubiese querido que Kota naciese en Korea, yo ya tendría metido el bicarbonato en la maleta para contrarestar el kimchi. Allá donde fuesen ellos dos, estaría yo sin duda, esto es algo que no me pasará más de dos o tres veces en la vida en el mejor de los casos, ¿cómo me lo iba a perder?, ¿cómo no iba a estar allí?, Dios santo, ¿qué otra cosa pudiese haber más importante? ¿un trabajo?!? ¿una oficina?!?

Continuará

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Los reproches y los consejos

Es curioso que con tantas cosas buenas que están pasando aparezcan de repente personas que vengan a emborronar la partitura de la música que uno sólo trata de degustar. No siempre ha sido así, ni mucho menos, ni siempre va a ser así tampoco: que pasen cosas buenas es una parte que a veces toca, como lo es también que la vida te venga a meter una hostia otras veces. Lo importante, creo yo, es saber recuperarse de esos bofetones lo antes posible y sobretodo saber disfrutar cuando vienen derechas.

Así que si cuento las cicatrices que me quedan, creo firmemente que me lo he ganado. Coño, y con creces: me he ganado de sobra disfrutar de lo bueno ahora que viene porque cuando venga lo malo también me tocará joderme como tantas y tantas veces.

Este año 2013 en el que me han pasado tantas cosas buenas: desde casarme hasta sacar un libro y ahora tener un hijo, me han llegado diversos mensajes, sin importar el medio, que he llegado a la conclusión de que se pueden clasificar en dos categorías: reproches y consejos. No he dejado de darle vueltas y eso ha empañado, como decía, los momentos de felicidad que ahora trato de disfrutar como sé que debe ser así. Tampoco mucho, quiero decir que no es que uno aprenda con los años, sino que lo que importa y lo que no se acaba sintiendo por dentro sin hacer falta de darle muchos giros más a las vueltas.

He llegado a la conclusión de que esto de reprochar y aconsejar son dos privilegios.

Me explico: por supuesto que cualquiera es libre de aconsejar lo que crea conveniente o de reprocharle a alguien lo que tenga a bien, pero tal y como lo veo yo, que un consejo o un reproche tenga valor será algo que el reprochado o aconsejado tendrá que decidir por mucho énfasis que le quiera poner el dolido reprochante o el sobrado aconsejante. Un ejemplo que se viene repitiendo en mi caso desde hace años: gente que no conozco de nada me dice cómo tengo que sacar mis fotografías. Yo a esas personas no les he pedido que me aconsejen y en la inmensa mayoría de los casos no veo que las fotografías que ellos sacan destaquen demasiado. Dicho con palabras distintas: no se han ganado el derecho a que puedan aconsejarme, no les he otorgado ese privilegio. Si tus fotos no me dicen nada, ya puedes hablarme de exposiciones y de lo que te salga del ciruelo, que seguiré haciendo lo que yo crea porque no me has demostrado nada más allá de tus palabras, que además vienen con el tufillo a prepotencia inherente al hecho de creer que debes dar consejos sin que te los hayan pedido. Y más a desconocidos.

Tengo amigos que tienen ese derecho. Primero porque son amigos y segundo porque sé, porque me han demostrado que saben de lo que hablan si hablan de lo que yo sé que saben.

El caso de los reproches es un caso paralelo. Antes comentaba que lo que importa y lo que no se acaba sintiendo por dentro, es una especie de selección natural: estando donde estás haciendo lo que haces rodeado de la gente con la que lo haces sientes de alguna manera qué es lo importante, estableces por dentro tu escala de relevancia que suma o resta posiciones dependiendo de lo que te aporten o sustraigan durante los días. Un ejemplo: si la chica de la cafetería de al lado todos los días te sirve café con una sonrisa y quizás intercambia un par de palabras amables contigo, acabas sabiendo que es una constante que va a aportar algo bueno a tus días: simpatía, candidez, buen rollo. Aparecerá en esa escala y seguramente inconscientemente te dejarás aparecer por allí. No será decisivo cuando llegue la noche, pero si que habrá importado, como dejarás de pasarte por una tienda si el dependiente es gilipollas.

Otro ejemplo mucho más relevante: una persona, un amigo de la infancia o de tiempos pasados, alguien que no forma parte de tu «vida física» actual, que te escribe sin venir a cuento, no tiene porqué ser a diario ni mucho menos. Te escribe para preguntarte simplemente cómo estás y quizás te cuenta algo sobre su vida. Te hace sonreír, quizás te viene a felicitar en los momentos buenos y cuando se entera de que te ha pasado algo malo lo primero que hace es ofrecerte su ayuda, inconscientemente también acabarás queriendo celebrar con esa persona tus logros como también le desahogarás tus penas y, por supuesto, estarás siempre ahí disponible para el caso recíproco. Pero esto es algo que no se piensa, que sale solo porque es de sentido común. Si tu le cuentas tu vida a alguien y te responde tres líneas forzadas te está dando a entender que le importa un cojón; es sólo cuestión de tiempo que dejes de escribir y quien dice escribir, dice quedar para tomar un café o lo que sea. Tampoco será algo que pienses o decidas en un momento dado, sino que te saldrá solo: si te digo un montón de cosas pero ni siquiera me contestas o lo haces a desgana al de un mes, no esperes que te escriba una segunda vez. Si cada vez que quedo contigo me voy para casa con malas sensaciones, no creo que acabe llamándote yo para quedar. No soy yo el bueno ni tu el malo, ni al revés, es simplemente que no cuadramos por alguna razón, lo que a mi me importa a ti no y por el propio concepto el caso contrario.

La primera persona podría reprocharte que un día te pasó algo bueno y no se lo contaste o que le pasó algo malo y no fue capaz de encontrarte. Está en su derecho, tiene ese privilegio, se lo ha ganado con creces. La segunda persona puede venirte a reprochar lo que le de la gana, pero seré yo el que valore diversos parámetros como el grado de justicia, relevancia e importancia de lo que se dice. A partir de ahí se harán oídos sordos o se tratará de arreglar la situación dependiendo del resultado de la ecuación en la que la variable del número de reproches tiene un peso importante. Porque también los hay que tienen por costumbre echarte cosas en cara a la mínima oportunidad sean cuales sean y por ahí, señores, si que no: está revocado el privilegio irreversiblemente.

Lo curioso es que en esto de reprochar y aconsejar tengo una lista bastante grande de personas con los dos derechos y los dos privilegios otorgados desde hace tiempo, pero ¿sabéis que problema tengo?, pues que no lo ejercen. Soy yo el que les pido consejos sobre lo que saben hacer porque nunca los suelen dar, y soy yo el que me preocupo por no darles ningún motivo que puedan reprocharme porque aunque sé que tampoco lo iban hacer, el que iba a salir perdiendo sin ninguna duda iba a ser yo porque me conviene que sigan a mi lado.


Un domingo de mierda

El domingo no hubo más que miserable lluvia regando las horas de no refugiarse debajo de una sábana; Tokyo no dejó de estar cada vez más mojado en ningún momento.

Yo me levanté junto a mi mujer y después de un desayuno remolón con cafeína entre sofás y cojines, me puse a cocinar unas lentejas. El domingo venía a comer el propietario del restaurante español que tiene la mejor tortilla de patatas de todo Tokyo: un japonés de cerca de cuarenta años, bonachón tanto en figura como en habla… tiene cierto aire a Akira, mi inseparable compañero de ventas de la empresa con la que vine a Tokyo por segunda vez, y eso ya le da puntos de simpatía.

Preparé lentejas, pimientos rellenos, aguacates con salmón ahumado y pintxos de tortilla de anchoas del cantábrico y espinacas. Entre plato y plato iba declinando con besos y mucho tacto la ayuda que Chiaki me ofrecía cada vez. Su trabajo de estar ultimando a Kota es millones de veces más importante y mucho más ahora que prácticamente le duele algo por ahí dentro haciendo ver que en cualquier momento se nos presenta a saludar.

Cuando llegaron mis invitados un rato más tarde de lo previsto, hacía tiempo que estaba todo preparado, aliñado, salpimentado y calentado. Me gustó hacer de anfitrión en mi casa nueva, nada que ver con el piso de alquiler de antes. No sé, fue distinto por estar quizás orgulloso de haberlo podido conseguir aún pareciendo que teníamos todo en nuestra contra.

Es bonito conseguir cosas pero es más bonito poder compartirlas.

Después llegaron más invitados, algunos sorpresa pero de las gratas, de las que no te haces a la idea hasta que llegan y después no puedes más que agradecer que hayan venido. Y aunque sobraron lentejas, también lo hicieron las risas.

Me sentí orgulloso también de Chiaki una vez más. De como es capaz de pasárselo bien siempre con quien sea en el idioma que sea, demostrando que con ganas y disposición todos en este mundo podríamos entendernos sin prácticamente decirnos nada. Es como si no tuviese la capacidad de buscarle nada malo nunca a ninguna situación… que se encuentra al gato de los tres pies sin buscarle y sólo se le ocurre acariciarle… y yo tengo el privilegio de despertarme, llueva o no, con alguien así cada día… ¿qué mas me darán a mi los paraguas?.

Cuando la fabulosa velada llegó a su fin, me tocó, besos y declinaciones mediante, fregar los platos y recoger el tinglado. Lo hice, como siempre, con música hasta que me di cuenta que Chiaki se había quedado dormida en el sofá y decidí tararearme para adentro los vasos que quedaban por secar. Después, todo lo en silencio que supe, que no fue demasiado, monté la cuna de alquiler que nos habían enviado esa misma mañana y esperé pacientemente sin decir nada a que ella se despertarse y entrase en la habitación.

Ya sabía que le iba a gustar, pero no que me provocaría mi llanto ver el suyo.

Después consulté el ordenador y confirmé lo que había visto un poco antes mientras todavía estaban nuestros amigos en casa: 275 personas que no conozco en su mayoría me han regalado más de un millón y medio de pesetas con la condición, entre otras, de que saque un libro que un día se me ocurrió escribir y se lo envíe, que lo quieren leer, dicen.

Cuando nos metimos por fin a dormir, yo sólo podía pensar en lo asqueroso, oscuro y mojado domingo de mierda que había amanecido.

Y en lo agradecido que estoy por todo lo que me está pasando.

Querido hijo

Querido hijo:

No sé cuando leerás esto, ¿a qué edad aprenden los niños a leer?. Bueno, lo cierto es que no sé si serás capaz de leer en castellano aunque yo espero que si, por lo menos yo pondré todo mi empeño en que lo hables. Es que aunque vivas en Tokyo, aunque seas japonés, para mi es muy importante que seas capaz de sentirte también del país de tu padre. Que no se te olvide nunca que tus abuelos son del sur de España, que tu padre es del norte y que acabó en Tokyo después de dar tumbos aquí y allá hasta que por fin conoció a tu madre y ya todo cobró el sentido perdido, sobretodo cuando llegaste tu.

Es importante que hables castellano, bastante duro es que no pueda ver a mis padres todo lo que quisiéramos como para que cuando lo hagamos, no puedan entenderse contigo. Debemos hacer ese esfuerzo juntos aunque sea difícil estando en Tokyo, aunque nadie más que tu padre te hable en ese idioma, debes aprenderlo, hijo mío, debe ser así. Si a estas alturas puedes leer esta carta, sabrás ya que podría haberte contestado todas esas veces que me hablabas en japonés, pero fue por tu bien o más bien por nuestro bien, por poder compartirte. No te contesté en japonés porque debíamos hacer que hablases siempre conmigo en castellano, debía ser así.

Gomen ne, Kota. Otsukare.

Tengo muchas ganas de verte, de conocerte. Todavía quedan dos meses y no puedo dejar de imaginarte con los ojos de tu madre, cierto aire a mi nariz y, espero, mucha mucha alegría en tu cara. Porque igual que seré estricto a la hora de hacer que aprendas a poder entenderte con mis padres, también te diré que mi misión en esta vida es que tu seas feliz, que te rías la mayor parte del tiempo que es más o menos lo que tu madre ha hecho conmigo porque ella parece ser feliz por naturaleza y eso, Kota, se contagia. Tu lo llevarás en los genes, así que no te será difícil. También te diré que en tus genes puede que esté lo de emocionarse por pequeñas cosas, que quizás el baremo de sentir lo tengas también trastocado como el de tu padre y te encuentres de repente con los ojos desbordados por cosas en apariencia simples, sin importancia. No es algo malo, no te preocupes, te acostumbrarás y ojalá sepas saber ver de más donde la gente sólo mira de reojo.

No sé si cuando leas esta carta, ya sabrás sobre tu tío Javi. Ya sabes que vive con tus abuelos y que es el que tiene todas esas películas de dibujos animados y tebeos que siempre le coges cuando vamos a visitarles. También sabes que no le gusta mucho que le anden en sus cosas, así que intenta pedirle permiso cuando quieras algo que seguro que te lo dejará quizás con cierto aire de condescendencia pero tremendamente contento por poder ejercer del hermano mayor que es, del tío más viejo que tienes a pesar de todo. Y cuando vayáis a jugar, tienes que tener mucho cuidado con él porque es fácil que se tropiece aquí y allá o que le de algún ataque de esos que le evaporan la fuerza del cuerpo… se le pasan pronto, pero nosotros tenemos que intentar que también se le olviden pronto, ¿vale?. Ojalá que os llevéis bien y que juguéis mucho juntos. Con Javi y con tus dos primas, una tiene la misma edad que tu pero me pregunto si el que crezcáis y os eduquéis en países tan distintos uno del otro será obstáculo para que conectéis. ¿Podría ser que culturalmente seáis muy diferentes?… no creo que importe tanto, tu prima la mayor se llevó muy bien con tu madre y no entendían prácticamente nada de lo que ambas se decían. Creo que no es tan difícil entenderse sin palabras, no pasa demasiado a menudo, pero hay personas que de alguna manera parecen estar conectadas, que piensan igual aún haciéndolo en otro idioma como hay tantas otras que hablan el mismo idioma pero son tan tan diferentes.

Pero tu si te entenderás con ellos, porque es importante que lo hagas. Debe ser así, Kota. Onegai.

Tu abuelo es la viva imagen de mi abuelo, su padre. Contigo era ya difícil, pero muchas veces pienso en lo maravilloso que hubiese sido que tu madre hubiese conocido al padre de tu abuelo, que era mi abuelo… me encantaba quedarme a dormir en su casa y que me contara cuentos que se inventaba en ese momento, me lo pasaba tan tan bien… Por eso yo estoy seguro de que te caerá bien tu abuelo porque cada vez se parece más a su padre. Me pregunto cómo le llamarás… ¿ojiichan? ¿abuelito?. Dará igual porque él es un pedazo de pan. Tu mamá le llamó papá aquella vez que vinieron a la boda y se le saltaron las lágrimas, hasta nos hizo una poesía que no se atrevió a leer en la boda donde decía algo así como que me había casado con una chica oriental a la que ya quería como a su hija… hay veces en que les echo tanto de menos a los tres… tenemos que ir a verles mucho, tenemos que hacer que os conozcáis, no puede ser que seáis ajenos cada vez que os volváis a ver. Ahorraré lo que tenga que ahorrar para poder volver al menos una vez al año a España contigo y tu mamá. Porque, ¿sabes Kota?, tu ojiichan y tu obaachan de España te quieren mucho desde ya a pesar de la distancia y de no hayas nacido todavía. ¿Te he contado sobre el paquete que envió tu abuela con toda esa ropa hecha por ella para ti?. Ahora te dará vergüenza hasta ver las fotos que seguro que sacaré, pero no veas las ganas que tenemos ya de ponértela. Tenías que ver a tu madre cómo lloraba cuando abrimos aquella caja de cartón y empezamos a sacar chaquetas y patucos… yo escondí alguna que otra lágrima por hacerme el fuerte, pero es que es algo tan bonito. Recordé, de repente, todas aquellas tardes en el sofá en Zalla viendo la tele mientras ella no paraba de hacer punto. Les echo de menos, si, a veces hasta doler. Echo de menos mucho hablar con tu abuela porque aunque la mayoría de las veces sólo hable ella, me renueva las ganas de ser el niño que sigo siendo.

Kota, de verdad, debemos hacer que os conozcáis y os entendáis. Es importante, hijo, muy importante. Ganbatte. Hontoni ganbatte.

Estoy asustado, esto también tengo que decírtelo. Tengo miedo porque estoy viviendo en un país que no es el mío y ya la locura, la aventura no me afecta sólo a mi. Tengo miedo porque voy a ser padre aquí sin ser capaz, todavía, de dominar el idioma. Tengo miedo de defraudarte, de avergonzarte, de que sea yo el único extranjero en las reuniones de padres de la escuela, de que no sea capaz de leer o escribir mientras todos los demás padres lo hacen sin problema. Me atormenta la idea de que te sientas mal por mi culpa, por ser yo diferente en tu país como a mi me avergonzaba el acento del sur de mi madre en mi pueblo en el norte. Así que si tu has tenido tu tarea con mi idioma, a partir de ahora seré yo el que pondré todo mi corazón en que no seas capaz de darte cuenta que tu padre no sabía leer ni escribir en japonés con normalidad dos meses antes de que tu nacieras. No te preocupes, hijo mío, que seré capaz de ayudarte con los deberes aunque tenga que pasar noches en vela repitiendo mil veces cada kanji, cada frase, cada ejercicio. Porque sin haber nacido siquiera, ya has puesto patas arriba mi mundo y sólo puedo pensar en que tu eres lo más importante y lo serás siempre.

Me pregunto qué pensarán tus abuelos en realidad de que yo viva aquí tan lejos… me pregunto dónde acabarás viviendo tu y cuanto me dolerá a mi…

No hay día en que le de vueltas al tipo de persona que serás: si serás un vago redomado de esos a los que no le importa nada o si por el contrario encontrarás pronto qué es lo que quieres hacer con tu tiempo. Yo intentaré contarte lo que yo pienso de la vida, pero ojalá que seas tu el que encuentres pronto tu camino y veas las cosas a tu manera. Eres nuestro hijo, pero no somos tus dueños. Trataré de que practiques Karate, pero serás tu el que decidas si quieres o no seguir, no seré yo el que te fuerce a seguir tal o cual vereda mientras no vea que vayas directo a ningún acantilado. Seguramente te tropezarás muchas veces y te romperán el corazón otras tantas… eso es así y no lo podemos evitar, pero siempre estaremos para agarrarte de la mano y tirar hasta que te levantes de nuevo, para escucharte y apoyarte siempre aunque la mitad de las veces no nos cuentes nada, como yo tampoco lo hacía con mis padres.

Querido hijo: me aterra convertirme en tu padre y a la vez siento desde lo más profundo de mi corazón que es lo más bonito que me va a pasar nunca.

Kota… nada más que contarte de momento… sólo que muero de ganas de conocerte y que te quiero desde ya mismo hasta siempre jamás. ¿Sabes? tu madre está tan guapa contigo dentro, tan preciosa, se la ve y se la siente tan feliz que imagínate cómo puedo estar yo.

No tardes demasiado en llegar, hijo mío.

No tardes.

お父さんより

Mi vida de casado

Casi va a hacer un año desde que Pikatxu certificase nuestra unión. Un año viviendo con una chica japonesa nueve años menor que yo en un barrio a media hora de Shibuya, en Tokyo. Resulta que soy un arafo, que en japonés significa «cerca de los cuarenta» (del inglés «around forty»), que duerme y se levanta junto a la misma mujer, que es la mía, encima de una cama de Ikea que montamos entre los dos cuando todavía no habíamos ni pensado en ser más de un par.

La vida es fácil. Muy fácil. Con Chiaki todo es fácil, hasta los problemas no lo son tanto. Alguno me decía que esa es la mentalidad japonesa y yo le contestaba contándole la historia de Eri, una novia que tuve algunos años atrás con la que algo tan en apariencia divertido como ir a cenar a un restaurante, se convertía en un auténtico suplicio por tantas pegas que le podía encontrar a prácticamente todo. Odio a esa gente cuya misión es buscarle las cosquillas a todo sin saber, quizás sin poder, disfrutar de absolutamente nada. Y era japonesa de pura cepa. Así que no vengamos con estas gaitas, que no.

Pero con ella es fácil. Una vez me puse a cocinar y estaba friendo pimientos de piquillo parecidos a los de mi pueblo que encontré en el súpermercado. A la vez estaba haciendo una paella a la que se le había acabado el agua y con las prisas de querer echarle más, le di con el brazo al mango de la sartén que sobresalía y los pimientos salieron volando junto con aceite hirviendo que salpiqué por entre las paredes y el suelo. Suelo que, por cierto, nunca ha vuelto a ser el mismo: tiene unos bonitos manchurrones fruto de semejante alarde de habilidad sin igual… chamuscado totalmente.

Total, que monté un Cristo de cojones, me ve Chicote y me pega una hostia a rodrabrazo.

Chiaki, que estaba en el sofá, vino a la cocina sobresaltada por la escandalera y cuando vio los tres pimientos que se quedaron pegados en la pared se empezó a reír como si no hubiese amanecer. A descojonarse. Viva. Se partía y mientras me ayudaba a limpiar el tinglado, se seguía descojonando pero hasta no poder más. Al dia siguiente decía que tenía agujetas de reírse, y todavía hoy suele contar de vez en cuando aquella anécdota en plan «¿te acuerdas de la que liaste en la cocina aquella tarde?».

Por eso digo que es fácil. No conozco a ninguna otra persona, incluyéndome a mi, que hubiese reaccionado de esa manera. Es cierto que no se podía hacer mucho más, el daño ya estaba hecho y nada de lo que pudiese decir iba a arreglar la situación. Pero lo normal, lo que hace una madre cuando se te cae un vaso al suelo, es chillarte y decirte que pongas cuidado. Como si tu, que a pocas te cortas con los cristales, no te lo hubieses aprendido ya de primera mano.

Ese es un ejemplo de cómo de fácil es vivir con ella. Es su forma de ver la vida, de no ver problemas donde en realidad no los había. Lo que no significa que si hay algo que no está bien o que no funciona, se hable. Como cuando destrocé la segunda moto rompiéndome el brazo por el camino, que igual si que era la hora de ir dejando las motos. Porque vivir conmigo no sé si será fácil, pero no es algo que yo recomendase a quien quisiese tener una vida tranquila: cuando no aparezco con el brazo roto, se me cae la bici en la cabeza, me quemo media pierna jugando a futbito o me marcho a correr media maratón a la ladera del Fuji el fin de semana de más frío de todo el invierno cuando probablemente no era el mejor plan que ella tenía en mente.

Así que mi vida es fácil, y como me lo ponen fácil, me doy cuenta que la cosa es recíproca aún sin proponérmelo porque no puede ser de otra manera. Si a ella no le importó irse a un hotel en la peor época del embarazo para que mi familia estuviese en nuestra casa, a mi me resulta imposible siquiera pensar en encontrar la más mínima pega cuando me propone visitar a su familia en el templo, por ejemplo. Y así con todo.

Un típico día de mi nueva vida empieza cuando suena la alarma de mi móvil. Yo me levanto antes porque voy en bici hasta Shibuya y ella trabaja a una estación de casa. Café en mano, me recorro las noticias de mi país por internet hasta que media hora después ella ya está en el sofá haciendo lo propio con un tazón de cereales y la tele. Normalmente comentamos las noticias de Japón, pocas veces le suelo yo contar las últimas andanzas de Bárcenas. Una ducha después ya estamos cada uno camino de la oficina. A ella le tocará visitar clientes y supervisar que las obras se estén haciendo bien, a mi me tocará rascateclear al lado de un tipo que tiene los mofletes como el icono del Chrome. Entre medias, compartimos algún que otro mensaje con el Line sobre qué vamos a cenar esa noche, qué vamos a hacer el fin de semana… en japonés, porque es el único idioma que habla ella aunque yo creo que entiende más castellano del que dice.

Al volver suele estar a los fogones porque llega antes. Pone la música que está dentro de mi viejo iPhone, con lo que no es raro que esté cocinando okonomiyaki a ritmo de Platero y Tú o Extremoduro. Dice que le gusta escuchar lo que yo escucho aunque no entienda lo que dicen. Yo me ofrezco siempre para echarle una mano, y siempre me dice que no a no ser que haya que bajar algún plato de la estantería de arriba. Así que paso a la fase de recoger la ropa tendida o poner la lavadora o lo que vea que se puede hacer mientras comentamos el día. Últimamente la conversación es sobre nuestro hijo, claro, tenemos algún que otro nombre pensado pero nada definitivo. Ah, y que parece que se mueve mucho.

Cenamos viendo la tele, a veces algo de Hulu porque es fácil que haya series en inglés con subtítulos en japonés. Ya no tengo problema para entender más o menos todo en inglés, pero todavía el porcentaje no es, digamos, cómodo en japonés. Aún así no es raro que veamos también lo que estén dando en la tele en ese momento… los programas de humor japoneses son fáciles de entender porque se basan, mayormente, en gente haciendo el ridículo o dándose de hostias.

Después estudio japonés un rato mientras ella sigue viendo la tele u hojea publicidad de algún piso que estén construyendo en Tokyo porque esto de vivir de alquiler seguramente dure poco. Entre kanji y kanji, le leo alguna nueva frase que he aprendido y ella me corrige y normalmente se descojona. Después me toca fregar los platos y recoger la cocina. Ya que ella prepara la cena, es lo mínimo que puedo hacer. Pero la base de todo esto es que yo nunca le pediría que hiciese la cena como ella tampoco me pide nunca que recoja los platos. Lo hacemos porque queremos y darnos las gracias sale solo.

Siempre hay un rato para hablar sin televisiones ni interferencias, normalmente es antes de dormir. Hablamos mucho, hacemos muchos planes de futuro: que si tenemos que hacer algún viaje, que a ver cuando volvemos a España con el niño, si se atreverían a venir nuestros padres de nuevo… últimamente estamos pensando en donde vamos a vivir y el dinero que haría falta para comprar un piso en según qué parte de esta inmensa ciudad.

Total que nunca imaginé que mi vida de casado fuese de esta manera. Nunca pensé que iba a ser en Japón, para empezar, pero nunca habría pensado que estar compartiendo la vida con otra persona podía ser tan fácil.

Y tan bonito.

En estos raticos…

Cada vez pasan más rápido. Los raticos digo. Estos espacios de tiempo en los que uno se para un poco quizás a atarse los cordones y allí mismo, con una rodilla hincada en el suelo, se da cuenta de que, jodo, que anda que no están pasando cosas últimamente. Creo firmemente que es bueno esto de ajustarse el nudo con calma, subirse los calcetines un poco para que no hagan arruga por donde el talón y robarle dos o tres bocanadas profundas al viento para continuar la caminata con mejor facha.

Y así, mientras estiro un poco los cuadriceps, maduro tantos y tantos pensamientos que me tienen la mente distraída entre horas de un tiempo a esta parte y es que ya iba llegando el momento de ponerlos en vereda. Y me doy recuenta de que ayer supe que voy a tener un hijo varón, un pequeño Toscanito que no solo podrá ser del Athletic sino que tendrá los ojos rasgados y quizás el dedo gordo un poco más separado del resto que los demás. Que para finales de Octubre mi vida cambiará radicalmente, de nuevo, y que tendré, tengo desde ya, como única misión que ese niño sea el más feliz de todos los niños. Que haré todo lo posible para que mientras aprende japonés de su madre y castellano del tarado de su padre, se esté riendo el mayor tiempo posible, cosa que no será difícil teniendo la madre que tiene porque lo llevará en los genes. Juró que nunca me oirá discutir con su madre, entre otras cosas porque soy tan privilegiado de poder decir que nunca ha pasado antes. Que tendrá a su familia paterna lejos, pero que estará arropado por un montón de tíos y tías postizos, tantos como amigos nos rodean. Ojalá que se le pegue un poco de cada uno y me salga soltando algo en Osaka-ben con un acento entre manchego-vasco-lorqueño-madrileño.

Claro que cambia las cosas. Tanto que apenas importa lo demás que tengo entre manos. Pero como no puedo hacer que octubre venga en junio, pues también ando entretenido con más de mis locuras. La última es que aprovechando que tengo un gimnasio a dos minutos de mi trabajo al que voy a diario de lunes a sábado, me he planteado algunos retos que le dan vidilla a mis días de oficina:

Bajar hasta el 10% de grasa corporal
Esto es una chorrada como otra cualquiera que no me obsesiona en absoluto, simplemente quiero saber si soy capaz y ver qué cambia en mi cuerpo si consigo llegar hasta ese número. Llevo tres meses y he conseguido llegar a un 12-13%. Lo estoy consiguiendo gracias a que recorro los 12km que separan mi casa de Shibuya en bici dos veces al día y que además llevo una estricta dieta a la hora del desayuno y la comida. En cuanto puedo, además, me escapo a correr un rato de cara a no perder la forma por si este año caen las maratones de Tokyo y la del Fuji de nuevo. El resultado es que soy más rápido tanto en Karate como esprintando y ahora se me notan bulticos en la tripera. En cuanto llegue a 10, que no sé si lo lograré, cambiaré de reto, por ejemplo tengo en mente llegar a hacer 15 dominadas. Chorradas de este estilo me dan la vida.

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Abrirme de piernas
Pero en serio. Llevo estirando prácticamente desde los quince años que empecé Karate en mi pueblo pero nunca me lo he tomado como una actividad en si misma, siempre ha sido algo complementario al deporte que hiciese en ese momento. Pues bien, llegó la hora: me he planteado abrirme de piernas tanto de frente (que ya lo hago) como lateralmente. Estoy siguiendo las indicaciones de un libro en el que explican la técnica de los estiramientos isométricos, que no es más que hacer fuerza en el lado contrario al que estiras para lograr cansar el músculo y que ceda antes. Tres días a la semana, media hora al día los dedico exclusivamente a esto. Los resultados: me abro de piernas verticalmente prácticamente sin problemas, y estoy ganando bastante lateralmente lo que hace que en Karate me cuesten menos las patadas circulares a la altura de la cabeza.

Todo esto sin descuidar los 3000 puntos que me he propuesto alcanzar a diario con la Nike Fuel Band que me compré hace otro par de meses y que consigo gracias a jugar partidos de futbito con los amigos, por ejemplo.

Cambiar radicalmente de profesión
Esta es una quimera que cada vez tiene más y más pintas de poder hacerse realidad. La Feria de Abril me enseñó que era perfectamente posible llevar un bar y que, en efecto, era mucho trabajo pero increíblemente gratificante. Con esto en mente, lo de jubilar de una vez los ordenadores, se me cruzó por delante una oferta de trabajo que me convertiría en profesor de distintas actividades para niños. Pues bien, hice una entrevista con muy buenas sensaciones y esta semana estoy esperando el resultado. Muy malas deberían ser las condiciones económicas para que no aceptase al minuto uno si me ofreciesen el puesto. Y de mientras, estoy apuntado a listas de castings (a punto he estado de salir en una película famosa japonesa que se estrenará el año que viene) y me recorro a diario las listas de empleos lejos de pantallas en Tokyo, os sorprendería saber lo que se puede encontrar aquí…

Acabar el ikulibro
Queda menos que nunca. Quitar a las editoriales del medio ha sido una decisión no sé si acertada o no, pero que me ha permitido enfocar el tiempo libre que me queda en acabar el libro. Os diré que quedan tres cosas: la portada, un índice, y una historia que me falta por escribir. Bueno, eso para acabar de tenerlo, claro, luego habrá que ver cómo financiamos la autoimpresión. Ideas como crowfunding suenan mucho últimamente… me pregunto qué respuesta tendría…

Porlosegao
Sigo metiendo cromos prácticamente a diario y lo que es más importante, descojonándome mientras lo hago.

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Y con mi luna de miel en mente a Okinawa a finales de Julio, creo que más o menos he repasado todos y cada uno de los líos en los que ando metido. Ah y que no se me olvide felicitar a mi madre mañana, que es su cumpleaños. Y poco más… ¿no?… bien, pues sigamos caminando, que el tren no espera.

Los Tosca en TokyoTV

Cuando fuimos a buscar a mis padres al aeropuerto de Narita, andaban ahí los de la tele al sopesquete para pillar a extranjeros y preguntarles porqué venían a Japón. A mi hermano le trincaron por banda y cuando les dijo que venían a mi boda, se pusieron a grabarnos y acabaron preguntándonos si podían venir al templo a grabar la ceremonia y hacer un reportaje.

Resulta que salió el domingo por la tele, pero nosotros nos enteramos por twitter, lo que son las cosas.

Los Tosca en Tokyo from ikusuki on Vimeo.

Al principio nos hizo gracia la idea de que viniesen a grabar, pero después cuando llamaron los de la tele para concretar hora y lugar les acabamos diciendo que era algo muy privado y que no queríamos que se convirtiese en un circo…

Pero lo que a mi me hace mucha mucha gracia es ver a mi padre hablando en la tele japonesa, jajajaja, más majo que ni sé!!! los Tosca a conquistar el mundo!!

:triki:

The way you make me feel

Esto cantaba Michael Jackson en aquellos años añejos perdidos ya entre la memoria adolescente que yo suelo dar ya por olvidada demasiado a menudo ahora que mi vida es tan diferente.

La manera en que me haces sentir.

Ahora que mi vida se antoja más seria que nunca, que parece que importa más lo que uno hace quizás por estar cada vez más lejos de los treinta, me he dado cuenta que muchos de los sentimientos que surfean la linde entre mi piel y mis venas están causados por la presencia o ausencia de las distintas personas que disfruto o padezco a lo largo de las horas que estoy despierto. Cómo me hacen sentir es algo que suma y resta en la cuenta de la felicidad diaria que a su vez acumula llevadas en el resultado final.

Y es algo que no puedo cambiar por mucho que lo intente. Importa poco si es trabajo, hobby o tiempo entre medias de los dos. Son las personas que están las que deciden cómo me siento. Curiosamente.

Mi padre: la persona más sencilla del mundo, un señor de pelo blanco, alma de poeta y dos o tres halagos en los bolsillos del chaleco que sacará y te soltará a la que coincidas un rato delante de él. El hijo pródigo que es un calco de su padre, que era mi abuelo, con sus historietas, sus manías, sus tretas y sus vicios imposibles de cambiar. Verle fumando en la puerta del todo a cien de al lado de mi casa en Tokyo con una lata de café caliente en la mano comunicándose por gestos y ademanes con los compañeros ocasionales de caladas y cenizas dijo todo de él. Si algo no le gustó, si tuvo jetlag no le oí quejarse en absoluto, sólo le escuché historias de lo que había visto o hecho en sus paseos matutinos diarios por el vecindario y palabras amables sobre mi familia política. Por eso, aunque no está a mi lado, basta acordarme de él para hacerme sentir bien, contento, con ganas de verle de nuevo. Sonrío y es de verdad.

El dependiente de barbas del supermercado: una persona arisca, seca, con una mueca de estas que parecen decir que el mundo huele mal en todo momento. Un chico con el que sólo tengo que coincidir una o dos veces por semana cuando no me queda más remedio que pasar por su caja y ver cómo, de mala gana y peores maneras, va pasando mi compra por su escáner para gruñirme algo parecido al precio. Un señor con el que no quiero compartir tiempo y espacio porque me hace sentir hastío, me cansa, me incomoda.

La señora mayor de Karate: alguien más cerca de los ochenta que de los setenta que siempre me espera a la salida de las clases para darme un botellín de agua y algo que ha comprado y que, dice, le recuerda a mi: una lata de anchoas de España, un paquete de café italiano porque al fin y al cabo todo «está a mano en Europa», una revista en perfecto japonés con un reportaje sobre flamenco… Alguien que no estaba en mi vida hasta hace nada, una perfecta desconocida con quien, sin embargo, quise compartir que me iba a casar cuando me iba a casar, que iba a tener un hijo cuando supe que iba a tener un hijo. Una señora japonesa a la que he visto más tiempo con un karategui blanco y un cinturón negro que con ropa de calle, una compañera de patadas y puñetazos a la que echo en falta si un día no puede venir porque le toca cuidar a su nieto. Alguien que a veces no está y que no me gusta que no esté. Me pregunto si alguien echará en falta que yo no esté en su día cuando no estoy.

Un compañero de trabajo que siempre llega tarde, que siempre está enfermo. Un tipo que suele llevar la misma ropa a diario, que no responde a los saludos ni saluda, que gruñe y tose más que habla aunque no por ello deja de fumar, que golpea el teclado con fuerza como si estuviese sólo en la oficina. Es una persona triste pero no porque esté triste, sino porque no tiene la capacidad de darse cuenta de cómo es. O no le importa, no sé qué será peor. Un fulano con el que me ha tocado trabajar y contra el que tengo una coraza con la que trato de hacer mi trabajo sin dejar que su atmósfera entre en la mía, que ha de ser hermética. Casi nunca lo consigo porque no le respeto y me acaba contaminando. No entiendo ni aguanto su forma de ser… verle entrar por la puerta hace que a veces me quede súbitamente sin fuerzas, que se me quiten las ganas de todo. Aunque no hable con él en todo el día.

La monitora del gimnasio, una chica extremadamente jovial que me preparó ejercicios específicos para volver a coger fuerza en la muñeca izquierda, que siempre que le toca empezar el turno, va persona por persona dando los buenos días reverencia mediante. Alguien que se sabe mi nombre aunque yo no me sé el suyo, que aguanta todas mis historias: que si me he caído con la moto, que si tengo competición de Karate, que si hoy he venido corriendo desde casa… y me sonríe y hace por que le cuente más y que parezca que de verdad le interesa. Siempre sonríe. Aunque sea su trabajo. Y por eso yo sonrío cuando la veo o cuando me acuerdo de ella.

Yo soy de ésta manera. Me ha tocado ser así y no lo puedo cambiar aunque lo he intentado: las personas me afectan, lo que hacen, sus gestos, sus palabras… todo me afecta para bien y para mal. Hay gente a la que le da igual que le contesten o traten mal y sin embargo a mi no se me olvidará nunca, como tampoco dejaré nunca de recordar una palabra o un gesto amable. Soy un rencoroso y a la vez tremendamente agradecido. Soy capaz de perdonar y mi mente de olvidar, pero mi corazón nunca lo hace y siente a su manera.

Odio a los egoístas que sólo piensan en sí mismos, a los que se quejan por todo y no saben apreciar nada de lo bueno que les rodea, a los que discuten sin sentido, a los que desprecian, ignoran o ningunean a los demás. Me hacen sentir mal, triste, consumido, exhausto… incluso a veces, aunque no vaya conmigo directamente, me afecta tanto que lloro las situaciones por mi cuenta cuando nadie es testigo del semejante disparate que es verter lágrimas por motivos ajenos.

Y sin embargo quiero con locura a la gente sencilla, a los que no tratan de aparentar nada más de lo que saben que son, a los que les das un vaso con agua y se la han bebido antes de preocuparse si estaba de la mitad para arriba o para abajo nada más que porque se lo has dado tu. Soy entusiasta, fan, hincha de los que contagian felicidad y navegan por la vida con una cara amable por bandera y las maneras por timón teniendo bien en cuenta que no están solos en este mar de locos.

Así que ahora, un cacho más cerca de ser padre, con los cuarenta veranos esperándome en el horizonte, he decidido que mi objetivo es eliminar de la ecuación cualquier sustraendo triste o ruín divisor. Que no tengo más remedio que tratar de rodearme de quien me haga, sin saberlo, el favor de sumar o multiplicar para que al llegar la noche mi corazón esté lo más lejos posible de estar en números rojos, que no debe quedar absolutamente ni un alma en el debe.

Y sin embargo, que tenga que haber las que tenga que haber en el haber.

El día de mi boda

El día de mi boda pasaron muchas cosas. Yo creo que por mucho que uno lo planee nunca en la vida va a salir como uno se imagina, aunque la situación en nuestro caso distaba bastante de ser normal: nos casaba mi cuñado, que es monje, en el templo de mi mujer en las afueras de Tokyo.

Y olé.

Mis padres lo más lejos que habían salido de España es a Portugal y solo se habían montado en un avión una vez para ir a Barcelona. Os podéis imaginar lo que supuso para mi verles salir por aquella puerta en el aeropuerto de Narita con mi hermano Javi. Fue emocionante que mi familia viniese y he de confesar que no contaba con ello por lo aparatoso del viaje y la comprensible preocupación por si a mi hermano le pasaba algo en pleno vuelo. Mira por donde que Javi fue el que mejor viaje tuvo con diferencia, o eso parecía porque no calló en todo el camino a casa en el autobús… era verdad, ya estaban aquí.

En Tokyo.

Ya era especial, pasase lo que pasase.

Vinieron también muchos amigos de Bilbao que estaban todos alojados en el mismo hotel, pero nosotros pensamos que era más fácil que mis padres, mis hermanos, mi cuñada y mi sobrina se quedasen en mi casa y que nosotros dos nos fuésemos a un hotel cercano. Al final ellos eran cinco personas y una niña pequeña así que pensamos que sería mejor si pudiesen disponer de la cocina, la lavadora, un salón donde tumbarse a ver la tele… vamos, que estuviesen como en su casa en vez de andar preocupándose de servicios de habitaciones, lavanderías, facturas, checkouts e historias.

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Así que esa mañana, la de nuestra boda, salimos del hotel, cogimos un tren, fuimos a buscarles a nuestra casa y de allí cogimos unos cuantos trenes hasta llegar a la estación donde está el templo de mi mujer. Salimos con bastante tiempo porque íbamos cogiendo trenes locales para que al menos Javi pudiese sentarse y habíamos quedado con las dos señoras de la tienda de kimonos que venían a vestirnos a Chiaki y su madre, a mi sobrina y a mi madre y a mi.

Al principio, estuvimos repasando con mi cuñado un poco los pasos de la ceremonia para que no se nos olvidase nada.


Sabíamos que el resto de la familia iba a estar esperando bastante tiempo, pero no podíamos hacerlo de otra manera: una boda japonesa lleva mucho tiempo de preparación aunque yo creo que tuvo su recompensa, porque ver a mi madre con kimono es algo que al menos yo recordaré siempre.

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Lo que más tardó fue vestir y peinar a la novia, claro. Yo podría haber esperado tres semanas más allí sentado si hubiese sido necesario nada más que por verla. Menuda preciosidad… eh, y toda para mi!

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Unas horas más tarde llegaron los invitados: los amigos que habían venido de Bilbao y unos pocos de Tokyo que se vinieron al templo, ojalá hubiesen podido venir todos pero no había sitio de ninguna de las maneras por mucho que sentásemos a los flacos delante y a los gordos detrás, no se cabía. Por cierto, que viniesen desde Bilbao tantos amigos a la boda es algo que tampoco olvidaré nunca, menudos momentos chulos pasamos, fue como estar en Pozas tomando algo pero estando en Shibuya!!

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Como cualquier quedada en Tokyo, ellos quedaron en Hachiko en Shibuya, pero con Michiko ésta vez que se encargó de traerlos hasta el templo con cuidado de que no se quedase nadie sacando bebidas de café de las máquinas. Allí estaban a la hora prevista y también les tocó esperar un rato a que acabasen de preparar a la novia antes de que empezase la ceremonia.

Al principio se sentaron todos en seiza como mandan los cánones, pero me da a mi que duraron poco… la boda fue muy larga y la mayor parte del rito se hace con rezos que parece que no se van a acabar nunca. Yo creo que aunque se hiciese largo, a la gente le debió al menos llamar la atención ver cómo es una boda budista. Eso si, a mi hermano Javi ya le escuché bostezar un par de veces, jajaja.

Podría resumirlo en que se reza mucho, los novios tomamos tres veces sake, el monje lee algo que ha preparado personalmente y con antelación (en nuestro caso más, claro, al ser el hermano de mi mujer) y finalmente se brinda todos juntos para pasar a sacarnos las fotos de rigor. Yo hubo un momento de flaqueza en el que me vine abajo y me puse a llorar como un chiquillo… no sé, fue ver a Chiaki vestida así al lado de mi familia, de Javi, la sonrisa de mi suegra, muchos de mis amigos allí… no me quedó otra que echar mano de mi padre y darle un abrazo ahí mientras me desahogaba como podía y mi madre me decía que parase o que ella no iba a poder parar tampoco.

Ahora que tampoco fue la última vez que lloré, ni mucho menos…

Aprovechando que teníamos los kimonos, nos tomamos bastante tiempo en sacarnos fotos: nosotros solos, la familia sola, todos juntos, con amigos, sin amigos, aquí, allí, en este lado… he de reconocer que aunque resultó pesado estar todo el rato posando como nos decían, las fotos valieron mucho la pena. Tenías que ver a los de la tienda de kimonos: que si cierra el puño, que si girate un poco a la derecha, un poco menos, que si sonríe, que si no sonrías, que si un paso aquí, que si esto que si lo otro… no quedaba ni un resquicio así a la improvisación.

¡Pero quedaron muy chulas, si señor!

Luego tocó cambiarnos de ropa otra vez. Chiaki de blanco y yo de smoking que era lo mismo que estaba haciendo mi padre a la que podía.

A mi me vistieron en cinco minutos trece segundos, pero no quedó otra que esperar a la novia de nuevo, como debe ser. Los invitados fueron a comprarse algo a un combini cercano, volvieron y seguíamos esperando.

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Llegó el autobús que alquilamos y que nos llevaría hasta el Roppongi Hills y seguíamos esperando…

Se montaron los invitados en el autobús y seguíamos esperando, hasta que por fin, salió de nuevo…

Dos meses esperaría de pies si pudiese volver a verla así de nuevo. Madre mía.

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Después nos montamos en el autobús y llegamos al restaurante tarde porque había bastante atasco. Fue un viaje muy largo, de nervios por la hora, por los invitados que estarían hasta la corbata de tanto esperar, por los que ya estaban en el restaurante deseando entrar… pero llegamos, por fin llegamos y nos metimos a una sala a esperar mientras el Chiqui y la Hamano nos ayudaban en la puerta con la lista de gente que venía. Quisimos que la boda fuese algo entre amigos así que cada uno se pagaba su menú y nos dejábamos de regalos de sobres con dinero a lo Bárcenas e historias, que esto no es un negocio.

Por fin ya entramos al ritmo del All you need is love de los Beatles que medio se escuchaba por los altavoces, y nos sentamos en la mesa reservada para nosotros. El asunto era de pies, es decir, había para sentarse pero la gente no tenía su mesa como en las bodas tradicionales; fue como alquilar un restaurante para nosotros en el que sacaban comida y había barra libre, quisimos hacerlo así para que los invitados hablasen entre ellos y se conociesen aunque fuese por un rato.

Y también porque el asunto debía ser dinámico: había bastantes sorpresas reservadas.

Lo primero que íbamos a hacer era partir el barril de sake que habíamos encargado, pero por lo visto alguno de mis amigos (no queda claro todavía quién, jaja, ¡confesad malditos!), se apoyó y lo rompió, así que esa parte descartada aunque me consta que no quedó líquido dentro por beber!

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Lo siguiente es que James, un americano de mi nueva familia que es cantante de Jazz, nos dedicó un par de canciones en directo allí mismo. Hay que ver qué bien canta este hombre… qué pena que no haya podido conseguir ningún vídeo de ese momento.

¡¡¡Muchas gracias James!!


Entre medias hubo un par de brindis, cortamos también la tarta y vimos que si, que efectivamente todo el mundo parecía estar pasándoselo bien, que al final es para lo que estábamos allí!

Después mis amigos pusieron un vídeo que habían preparado para la ocasión… la familia Tokyota al completo, incluso los que no están en Tokyo ya aparecieron allí: Sara, Jairo, Xavi… en ese momento no pude escuchar bien lo que decían pero me emocionó muchísimo verles, ahí es cuando ya empecé a llorar y no pude parar hasta horas después de que se había ido todo el mundo. En casa lo hemos visto luego con más calma un montón de veces, hay que ver qué bonico, coño!

¡¡¡Muchas gracias señores !!

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Lo siguiente fue la canción de Ale y Ai con la aparición estelar de Marina. Cantaron la canción de «Nos hemos casado», pero adaptada, es decir que ponían nuestros nombres en vez de los suyos. A mitad de la canción Marina hizo un freestyle y se piró para la otra parte del restaurante hasta que vino un camarero corriendo a traerla de nuevo, jajaja, estuvo genial!. Que tampoco haya vídeo de esto, ¡qué rabia!.

¡¡¡Muchas gracias Ale, Ai y Marina!!!

Y aunque yo ya lo sabía, Ale se quedó allí delante y entró mi hermano Ceto. Resulta que se había preparado un discurso y Ale lo había traducido a japonés, para que así todo el mundo en la boda lo entendiese. Dijo muchas cosas que me sorprendieron muchísimo y me emocionaron. Poco más puedo decir, ese discurso se quedará conmigo para siempre. Después cogió la guitarra que me consiguió el Chiqui (y que pertenece a Chema, al que conoceréis como «el niño cagao») y cantó la canción de «Noches de boda» de Sabina. Fue muy emocionante, sobretodo cuando la gente cantaba el estribillo con él.

¡¡¡ Muchas gracias Ceto !!!
¡¡¡ Muchas gracias Ale !!!
¡¡¡ Muchas gracias Chiqui y Chema !!!

Ahí entre medias y no sé de dónde, apareció Antonio con un jamón de 7kg que nos habían comprado entre todos. Un pedazo de jamón ibérico en Tokyo.

Señores, lo vuelvo a poner, que no hemos asumido la magnitud de la afirmación:

UN JA-MÓN I-BÉ-RI-CO.

EN TO-KI-O.

La hostia en haiku…

¡¡¡ Muchas gracias a todo el mundo implicado !!!

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Y ya lo último, la sorpresa del final, que esa nos la reservamos para nosotros. Cogimos a nuestras madres y las pusimos delante del todo para que no se perdiesen detalle. Pusimos el vídeo y lo único que recuerdo es que Guille no hacía más que pasarme botellines de cerveza que yo me encargaba de vacíar y que la gente no hacía más que reírse, aplaudir y después llorar. No sé cuantos abrazos y besos dimos después a todo el mundo…

¡¡¡¡ Muchas gracias a todos por verlo !!!!

A la salida no tengo muy claro a dónde se fue todo el mundo, sólo sé que nosotros nos preocupamos por buscarles taxis a mi familia porque nosotros nos íbamos a pasar la noche al Ritz Carlton de Tokyo que está allí al lado. Imaginaos la escena: Chiaki con vestido de boda y tacones, embarazada, recorriéndose el Roppongi Hills buscando taxis. Dentro del grupo, un tío con smoking que se descojonaba de Medina, uno de los invitados, que le llevaba un jamón de 7kg por los pasillos…

El hotel, pues que puedo yo decir, en la vida he estado en un sitio así y no tengo claro que vuelva a pasar. Ahí va un poquico.

Ni en mis mejores sueños me habría imaginado yo así mi noche de bodas y mucho menos con la mujer que tenía al lado que además está esperando mi hijo, un hijo buscado y soñado tantas veces que todavía no puedo hacerme a la idea de que vaya a pasar. Una mujer que tiene nauseas y dolores de cabeza que a veces le hacen llorar pero que no ha dudado ni un momento en irse de su casa y desvivirse porque mi familia tuviese la mejor estancia posible poniendo la comodidad y el bienestar de todos a cinco kilómetros por delante del suyo propio con una sonrisa en la cara tan radiante como el sol de verano en todo momento.

Una mujer que quiero como pensaba que no se podía querer a nadie y que sin embargo me descubro queriéndola con más rabia cada día que me regala despertarse a mi lado, que resulta, mira por donde, que son todos.

…muchas gracias Chiaki…

El señor de la tienda de zapatos

No sabría la razón. A veces es el invierno que de tanto sentir frío no deja apenas margen para sentir nada más. Otras veces simplemente es despertarse torcido, como si se hubiese dormido a medias el rato que se estaba durmiendo.

Pero toca.

Por lo menos dos o tres días al mes, uno se siente cansado, molido, desorientado… concluyamos que sin ganas de hacer mucho más que tratar de llegar a la cama para dormir la otra mitad que nos falta.

Así fue la cosa ayer: preparé la bolsa de karate y me levanté una hora antes para poder llegar a la oficina y salir también sesenta minutos menos tarde. Estaba tremendamente motivado por la clase del viernes con el especial aliciente de poder ya hacer deporte sin escayola y prácticamente con el 100% de movilidad en la muñeca izquierda. No hay nada como que te quiten algo de una hostia para aprender a apreciarlo con toda tu alma. Es horroroso quedarse sin algo con lo que siempre has contado, ojalá no me pase nunca más.

Pero ayer no tocaba que tocase karate, tocaba un día de los de sentirse cansado, molido, desorientado… sin ganas de tener ganas de ganar.

Así que me despedí de los compañeros de trabajo pidiéndoles perdón por irme antes y cogí el tren, pero no el que me suele llevar a ese lugar secreto donde me dejan soñar dos o tres veces por semana con patadas imposibles, sino en el que me lleva a mi casa.

En el vagón íbamos un ciento de personas, mis remordimientos y yo. Remordimientos que aun a sabiendas de que ayer era imposible, volvieron con su férrea disciplina a pasar lista y sembrar quizás todavía más pesadumbre al ya de por si mohíno día.

En el móvil, Chiaki me avisaba que iba a llegar tarde a casa y a mi tampoco me acababa de agradar la idea de estar sentado en un sofá de dos sin uno, así que me bajé una estación antes y enfilé con paso mustio hacía la tienda de zapatos del centro comercial más por alargar la hora de meter la llave en la cerradura que por querer comprar ningún zapato. Es una de esas tiendas que tanto abundan por Tokyo en las que tienen cientos de carteles de oferta puestos prácticamente en cada artículo, anulando así el propio concepto. Había cuatro dependientes varones, jóvenes, de esos de pelos imposibles y cuellos camiseros alzados a lo arrogante.

No me fijé hasta un rato después en un quinto: era un señor que doblaba la edad de cualquiera de los demás. Llevaba una camisa de cuadros un par de tallas más grande lo que le daba un aspecto desaliñado, diría que andrajoso al lado de cualquiera de sus compañeros de tienda. Noté algo extraño en sus andares aunque no le dí mayor importancia. Es cuando decidió hablarme cuando confirmé que algo había en él que era distinto a los demás:

– Ese zapato está de oferta y yo creo que te quedaría muy bien, -me dijo risueño- a los extranjeros siempre os queda bien la ropa, mejor que a los japoneses que somos más pequeños, aunque es verdad que tu tampoco eres muy grande. Seguro que tu número de pie no pasa del 25.

No fue sólo que tuviese cierto incoherente compás al andar, sino que también ligaba frases saltándose palabras haciendo que se le entendiese, y no del todo, aproximadamente hacia el momento en que tocarían los puntos y seguido. Supe al instante que tenía algo que no teníamos los demás, comprendí, al igual que con mi hermano, que todo lo que saliese de su boca iba a estar teñido de tierna inocencia y extrema bondad. Me sentí inmediatamente vinculado con él, diría sin duda que incluso aprecio y sobretodo orgullo por ver que estaba desempeñando un trabajo normal igual o mejor que cualquiera de los demás.

Dos de sus compañeros vigilaban la escena desde lejos. En sus ojos también intuí cierta ternura aunque era claro que estaban atentos a mis maneras o a mi reacción por si fuese de rechazo o quizás confusión… al fin y al cabo, a este mundo le sobran personas con sentimientos por sentir y almas por albergar.

– Jajaja, es verdad, soy pequeñico y encima has acertado con el número, sólo un pelín más grande, es 25.5. ¿Sabes?, en España tendría un número 40, pero aquí usáis números distintos, menudo lío, ¿verdad?, yo no sabía al principio…
– ¿Te lo traigo? ¿te traigo el zapato de tu número?, no me cuesta nada, ¿te lo traigo? -me interrumpió visiblemente contento por tener el dato que le faltaba para seguir con su trabajo.
– Claro, por favor, me encantará probármelo.

Sin mediar palabra desapareció por la puerta naranja que quedaba a la derecha de las zapatillas deportivas de mujer. Uno de los dependientes entró detrás de él, puede que para echarle una mano si hiciese falta. Estaba claro que allí a todos nos sonaban las pulsaciones con tonos parejos.

No pude más que sentarme en el banco a esperar que aquél señor me trajese un zapato que seguramente no habría elegido por mi cuenta.

– No quedan 25, sólo queda un 26, pero ¿porqué no te lo pruebas?, pruebátelo que lo mismo te queda bien. A veces un número no hace tanta diferencia, además como eres extranjero… los extranjeros sois más grandes. Aunque tu no eres tan grande pero creo que no importa, ¿te lo pruebas?, como ya te lo he traído…
– Claro que me lo pruebo, faltaría más.

Abrió la caja y sacó el derecho. No sabría decir si eran sus manos o sus dedos, pero no acababa de tener la movilidad que tenemos los demás. Lo que le sobraba era destreza: con las dos muñecas dobladas hacia adentro sujetaba un zapato al que fue capaz de ajustarle los cordones sin saber yo cómo y dejármelo después al lado de mi pie ya descalzo. No dijo una palabra porque estaba concentrado en hacer algo que a él le cuesta más que a tí, por lo que a tí te da mucho más igual que a él.

– Me queda perfecto -mentí por verle sonreír- ¿sabes?, me lo llevo. Y también si no te importa, me gustaría probarme esas zapatillas que tenéis ahí de oferta, ¿te importaría…

Tampoco me dejó acabar. Había vuelto a desaparecer y apenas me acababa de desatar los cordones de aquél zapato un número más grande que el mío cuando ya estaba de nuevo extremadamente concentrado en otros cordones que ajustar de otro pie derecho de otro par de zapatillas.

– También me quedan bien, me llevo los dos si no te importa, ¿me pones los dos?.
– ¿De verdad? muchas gracias, gracias, muchas gracias. Gracias. Gracias

Seguía dando las gracias aleatoriamente mientras íbamos hacia la caja registradora. El mismo compañero que entró al almacén con él ya estaba allí supervisando la operación mientras simulaba estar limpiando el mostrador con un trapo. Me gustó que tuviese el tacto de no mediar palabra, de simplemente estar allí sabiendo que no iba a haber problema alguno, pero con el detalle de estar a mano por si hubiese algo que en ese momento se torciese.

Quise ser su amigo. Quise contarle que encontrarme con él fue como si alguien le hubiese dado un empujón a la línea del día que volvió a ser recta de nuevo, que me encantó haberle conocido y que en ese momento echaba de menos a mi hermano más que nada.

En lugar de eso dejé que me acompañase hasta los límites de la tienda con el pasillo del centro comercial y me despedí de él dándole las vueltas una o dos veces de las veinte o treinta reverencias con que me pagó.

Esa noche llegué a casa un poco antes que Chiaki con unas zapatillas de oferta, un par de zapatos que me bailan en el pie y el alma tres o cuatro números más grande.

Hasta aquí

Ésta mañana el tren ha frenado de repente. El sonido estridente de la alarma de emergencia ha avisado sólo con uno o dos segundos de antelación en los que no quedaba de todas maneras nada claro qué era lo que anunciaba con tanta premura. Nos hemos enterado de golpe al salir disparados bruscamente hacia adelante sin remedio empujándonos unos a otros hasta que hemos conseguido recuperar la estabilidad. En mi caso la inercia ha quedado totalmente neutralizada contra una de las barras metálicas que hay al lado de los asientos. No ha sido demasiado fuerte, pero he tenido la mala suerte de darme con el brazo roto.

Al dolor del brazo se le ha sumado un dolor de cabeza que no parece tener ganas de dejarme en paz y todo junto hace que hoy esté especialmente sensible, quizás susceptible, quisquilloso.

No es mi mejor día.

Tampoco es el peor.

Hoy, una vez más, tampoco tengo las respuestas esperadas en el buzón. Hoy por ser hoy, está más vacío que lo vacío que estaba ayer. Hoy me ha importado mucho más que cualquier otro día. Hoy me duele el brazo y la media escayola que tengo puesta me pesa más. Hoy me duele la cabeza.

Hoy estoy quisquillosa y susceptiblemente hasta los cojones.

Se acabó. No espero más. Es hora de actuar.

He escrito un libro en el que he recopilado los seis últimos años de mi vida. Un libro que no sólo lleva mi alma dentro, sino que contiene además mi hígado y mis entrañas. Escritos que cuentan que una vez me dolía la soledad más que ahora el brazo, textos que desvisten aquel huraño corazón que una vez latía a desgana sin ritmo ni rumbo, retazos de felicidades de pega, encuentros más adrede sin querer que fortuitos aposta, personas que me destellearon las pupilas por dentro, utópicos amores que nunca me habían querido, lágrimas que salpicaron las miras e ilusiones del iluso con entradas que se asoma a mis espejos, que se refleja en los escaparates donde mira ese que queda por fuera de mi.

Un libro que he escrito, que he sentido yo.

Así que se acabó esperar a que un señor de una editorial me diga lo que le parece. Un señor al que no conozco de nada, un señor que no me conoce de nada y cuya opinión, por tanto, carece de valor, de sentido. Un fulano que tan poco tiene que ver con esto que es incluso de mal gusto que pueda tener el poder de decidir sobre algo tan personal, tan mío.

Yo lo que quiero es tener este libro, esta agenda, este diario en mis manos. Quiero que envejezca, que se manche, que se estropee. Quiero que se arrugue, que se moje si toca llorar un capítulo, quiero doblar una esquina para saber por donde iba al día siguiente. Yo quiero coger este libro, envolverlo y regalárselo a mi madre con una nota en la primera página que ponga que ahí está recogido todo lo que me ha pasado desde que decidí irme tan lejos de su lado. Que me perdone por haberme ido y que gracias por entenderme.

Y que la quiero. Que la quiero tanto o más que hasta ese día y que será así para siempre esté donde esté con quien esté.

¿Qué coño pinta un señor de una editorial en todo esto? ¿Porque tengo yo que esperar a nadie para hacer esto?

El libro sale. El libro sale porque hoy tengo un día en el que la rabia lleva masticándome las neuronas toda la mañana y acabo de decidir que lo imprimo por mi cuenta. Que hoy empiezo a pedir presupuestos en imprentas y si la tirada tiene que ser de cinco libros, de cinco libros será. Que me da igual que salga caro, que no esté en las tiendas, que no aparezca en ningún ranking de ninguna editorial. Porque será mucho más especial que todo eso: será un libro que no ha revisado un editor que no me conoce, sino cuatro de mis amigos más cercanos que además tienen el detalle de escribir algo a su vez. No tendrá el diseño comercial que me impongan, sino el que ha hecho Fran a medida de lo que sabe de mi, que no es poco. No habrá colas en tiendas para que lo firme, pero sabré los nombres de todos y cada uno de los que lo han leído.

Hoy no es mi mejor día. Pero la decisión si que creo que es de las mejores que he podido tomar. Lo que no sé es porque he tenido que esperar al frenazo de un tren para tomarla.


Una semana y algunos días

Cuatro, exactamente, desde que me pusieron la escayola. Once noches tratando de no dar demasiadas vueltas debajo del edredón para minimizar las punzadas de dolor con las que me despierto a veces por una postura no reglamentaria para las condiciones del juego. El dolor es lo de menos, lo peor sin duda son las sobremesas, las tardes, mis horas que son todas mías cuando se baja el telón de la oficina y ya acabó mi actuación.

El viernes me descubrí en el descanso del mediodía paseando con mi brazo en cabestrillo por Shibuya con una canción sonando una y otra vez en el maltrecho iPhone que tampoco salió ileso del accidente. En el estribillo, gritan «demo akiramenai kara, akirametakunai kara»… pero no me rindo, no me quiero rendir… Hago mías sus palabras que me calan bien adentro y una vez más, aprovechando que estaba solo entre un montón de desconocidos, me dio por llorar. Porque resulta que yo lloro mucho, bueno o lo normal o… no sé, lloro lo que tengo que llorar porque siento que siento y espero que eso nunca cambie. Pero el caso es que apenas veinte minutos más tarde, cuando subía de nuevo la cuesta que separa la estación de mi oficina, lo hacía con una sonrisa desparramándose por las mejillas y el ánimo allá por el piso cuarenta de cualquiera de los rascacielos que me rodean.

¿Sabes que pasa?, que es que últimamente tengo mucho tiempo libre. Ya no voy al gimnasio a la hora de comer, ya no vuelvo corriendo de casa a la oficina ni voy a clases de Karate por las tardes. Ahora me estoy quieto y cojo trenes y me da por pensar que hace tiempo que no me daba por pensar, que eran tantas las cosas que hacía a diario que no era capaz de verme con una perspectiva un poco más allá que la de los kilómetros que me faltan para llegar o aquel kata que se me resiste.

Atrás queda la desorientación de los primeros días en los me sentía tan vendido que parecía que estaba por estar en cualquier situación y lugar, la desidia, la desgana, la inmensa rabia de querer seguir haciendo tanto y no poder hacer nada. Pero es curioso que poco a poco, junto con el dolor, el grado de irritación ha ido disminuyendo hasta toparme de morros con la tesitura de encontrarme conmigo mismo: un tipo que ha esperado a estar cerca de los 40 para partirse un brazo y agrietarse la crisma un par de veces.

Pero también el mismo tipo que ya no vive solo, que se ríe del invierno porque ya no le da miedo su frío. Un fulano que no puede atarse los cordones en condiciones, pero que es capaz todavía de llorar al darse cuenta de que lleva quedando desde hace tiempo todas las noches para soñar a pachas con la chica que nunca deja de sonreír y que ya queda mucho menos para la boda. El mismo gachó que ya no pide hamburguesas porque no se las puede comer con una sola mano y se seca las lágrimas y se ríe, cuesta arriba, pensando en la cara que pondrán sus padres que se vienen a bendecir la boda, cuando vean los rascacielos de Shinjuku o los templos de Kamakura, en cómo se quedarán Javi y su sobrina cuando se los lleve a Disneylandia, en que por fin podrán convencerse los suyos en primera persona de que su hijo está lejos, si, pero también, de lejos, mejor que nunca.

El mismo sujeto que teclea a duras penas en la oficina con un cojín bajo el brazo, que se pone el pijama de verano porque a la manga izquierda del otro no le entra la escayola, el mismo elemento que a nada que le obligaron a estarse quieto, se puso a pensar y se dio cuenta de que a parte de un par de huesos sanos, a su vida no le falta absolutamente nada.

Si acaso, un par de críos armando jaleo alrededor.

Miyajima

Tu sabías que noviembre me venía guerrero, que me tocaría batirme a patadas y puñetazos una vez más contra otros de blanco. Que después aparcaría los entrenamientos de Karate y el plan del tercer dan para que las agujetas de las piernas fuesen por carreras entre calles de Tokyo. Sudor del de correr con ganas, que me permitiese hacer un buen papel en las medias maratones del Fuji y Yokohama. Sabías que en todo esto mi archienemigo el puto frío del invierno estaría enfrente para doblegarme la voluntad, marchitarme las ganas y lacerarme el ánimo, pero también sabías, quizás mejor que yo, que rendirse no venía en la carta, que no se podía ni pedir ni plantear, que eso es más de otros.

Lo que yo no sabía es que ese fin de semana que quedaba libre apenas unos dias antes de empezar con todo lo que se me venía encima, lo tenías tu ya pensado: un viaje, los dos solos, para recuperar fuerzas que todavía no se habían ido, para olvidarse de lo que todavía no había pasado, para ser menos unos y más los dos.

Y a Hiroshima, ni más ni menos. Anda que se te olvidan a ti las cosas… sólo hizo falta mencionarlo una vez antes de ni siquiera empezar a pensar en que quizás algún día íbamos a estar casados, así de pasada, que todavía no había ido y me gustaría mucho estar en semejante lugar. Y no se te olvidó, aunque a veces no sepas donde has puesto las llaves, aunque te dejes el móvil en casa la mitad de las veces. Pero no, señorita mía, parece que te llevabas acordando desde hace mucho y te encargaste de maquinar que todo cuadrase en el mejor de los momentos.

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A mi.. qué decir. A mi si que nunca se me olvidará que cuando montamos en aquél ferry por la noche y vimos los primeros ciervos, tu te me abrazaste porque de noche te daban miedo. No te lo dije, pero a mi un poco también, sobretodo cuando aquél empezó a bramar, o lo que sea que hagan, mientras nos miraba fijamente como desafiándonos. Y bien frío que hacía, ¿eh?. Pero tampoco me acuerdo mucho porque pasear entre ciervos bajo millones de estrellas con las olas del mar de fondo le calienta el alma a cualquiera.

Eso si, me tienes que perdonar porque no supe qué decir en aquél momento, si, mujer, ya sabes cual, cuando la puerta torii apareció imponente en medio del mar y me quedé sin habla. Claro, tu ya la habías visto más veces, pero yo sólo en fotografías y nunca de noche y… por supuesto, ni en sueños con alguien como tu de la mano.

¿Te acuerdas que tuvimos que volver corriendo porque salía el último ferry? y nosotros sin saberlo, aunque claro, bastante raro era que prácticamente no hubiese nadie por la calle en semejante lugar. Y todo lo que no dije una hora antes lo solté con propina en el tren camino del hotel en Hiroshima, seguro que de eso no te olvidas tu. Estaba tan contento, tan feliz… que te tuve que poner la cabeza como un bombo.

¿Y la vuelta al día siguiente?, no pude casi ni dormir, hasta el servicio del hotel me pareció lento. Yo sólo quería acabar de desayunar para soñar de día cuanto antes el sueño de la noche anterior, ¿de verdad habíamos estado allí?, hasta que no volviese no me lo creería del todo. Ya dentro del barco pensé en que no había apenas nubes en ese cielo que una docena de horas antes estaba tamizado de luces, ¿también de esto te habías encargado tu?, no me extrañaría nada, ahora que claro, tu tienes enchufe con el que me manda ahí arriba con esto de ser de templo.

Y qué más puedo decir… sólo se me ocurre pedirte perdón por todo el tiempo que estuve sin estar contigo por sacar fotos. Y darte las gracias, una vez más. Gracias, gracias, gracias gracias.

Gracias.





Ruido

Uno trata de caminar con cadencia, de silbarle a las nubes para que el paseo de vivir tenga cierta melodía, cierto ritmo. Pero es difícil aislarse del ruido porque siempre está ahí, de fondo, ensuciando cualquier situación y lugar.

Ruido que emiten los que siempre se están quejando de todo y de todos. Esos mismos que son incapaces de prensar los segundos para sacarle un poco de caldo a la vida que se les escapa entre quejas y lamentos. Si es verano porque hace calor, si es otoño porque hace frío. Es un escándalo continuo el que llevan por dentro, jarana tal que no les deja no sólo escuchar, sino casi ni ver. Así están, que se pierden el sonido de las gotas de lluvia o del viento, el color del cielo de antes de anochecer… ni siquiera son capaces de verse brillo en los ojos porque los tienen empañados de envidia por el brillo de los ojos del de al lado.

Follón montan también los que te zumban al oído un reproche tras otro. Da igual cómo y qué, ellos siempre tendrán algo que echarte en cara: lo que hiciste o lo que no hiciste, lo que dijiste o lo que dejaste de decir. Harán mucho ruido porque ellos son las víctimas y el resto verdugos sin escrúpulos que solo están ahí, estamos ahí, para hundirles todavía más porque somos la culpa de todos y cada uno de sus males y así nos lo harán saber en todo momento. Están más a lo que haces tu que a su propia composición. Tratarán, con su retahíla, de que lo pasemos mal porque ellos lo están pasando mal, de que tengamos remordimientos, de chantajearnos emocionalmente, a traición y sin testigos. Eso si, no moverán un dedo para cambiar nada de lo que les aqueja porque, claro, la culpa no es suya, sino tuya, o de Rajoy, o de los chinos.

Incómodo y engreído sonsonete el de los sabios necios, aquellos que se autoproclaman expertos en alguna materia y no descansarán hasta hacértelo saber. Te aullarán consejos a la que te descuidas, porque ellos son los que saben y tu no, ni nunca sabrás. Muchas opiniones chirriantes, muchas recomendaciones con soniquete perturbarán tus tímpanos si les dejas. Gente que dista mucho de demostrar saber escribir y sin embargo critica al milímetro tus escritos, diestros fotógrafos cuyas diestras fotos estoy todavía por ver y expertos sociópatas más solos que la una harán que necesites tapones para poder seguir a lo tuyo sin sus estruéndosas interferencias que nunca has pedido y estás lejos de querer sintonizar.

Quizás el mayor alboroto, el que retumba más adentro, sea el que forman los que están ahí sólamente porque tu estás delante y eres el objetivo del empozoñamiento de su alma. Gente ruín que te atacará sin pensárselo dos veces, que se lanzará a por tu yugular sin haberse molestado no ya en compartir unas palabras contigo para ver como eres, sino en siquiera conocerte para tener, al menos, una base sobre la que lanzarte su estridente infamia. Simplemente te has cruzado en su camino, con eso vale para hacerse sonar, seguramente si no fueras tu, sería otro. Es su misión: distorsionar y tratar de malograr toda acústica ajena para que desafines.

Los hay también que se empeñarán en decirte qué notas puedes poner en tu pentagrama y lo que es más importante: cuáles no. Su caduca copla es la correcta y tu te estás saliendo de la escala establecida. No dudarán en pararte en medio de un concierto para desenchufarte el micrófono y quitarte de la cabeza esa idea de hacer lo que no hacen los demás, de probar corcheas diferentes que ellos ni sabían que existían, así que no conciben que tu lo intentes. Como no les cuadran tus agudos, te tocarán los bajos todo lo que puedan.

Yo me quedo con la melodía de los que saben soñar las horas, con aquellos que sólo con mirarlos ya se sabe que por dentro son de colores, con los acordes de los míos que componen sus piezas en mi mayor conmigo. Bailo al ritmo de las carcajadas de los que saben reírse desde el alba, tarareo, canturreo, aplaudo todo acorde que sale del corazón con el único objetivo de ser feliz sin dar crédito a ninguno de todos los ruídos que se empeñan en sonar de fondo.

Porque no los he pedido, porque me sobran, porque me hastían, porque yo quiero seguir componiendo mi tiempo a mi manera con la banda que yo elija sin cansinos tontos del culo que me emborronen la partitura con sus gilipolleces.

Javi

Sabemos que va a cumplir 43, pero no nos lo creemos y da igual porque a él le da igual y para nosotros siempre tendrá doce o trece años aunque a veces nos haga dudar cuando habla como si de verdad fuese camino de los cincuenta.

Sé que lo pasó muy mal, que mis padres lo pasaron muy mal, que está vivo de dos o tres milagros encadenados después de quince o veinte desgracias seguidas. Que empezó con dolores de cabeza y que después de que intentaran quitárselos sin saber muy bien como ni de donde, se quedó dormido durante semanas. Sé, porque me lo han contado los que después se atrevieron a que yo naciese, que cuando despertó, su cerebro decidió estancarse poco más allá de los cuatro años que tenía y que por eso es el más dulce de los señores mayores de cuarenta. Digo yo que también será por eso por lo que te da besos sin pensar y no se ríe con la garganta como tu y como yo, sino con el alma, redefiniendo el concepto de ser feliz quizás hasta límites que nosotros nunca sabremos.

Lo mismo si te ve, te pregunta por tu nombre y seguramente te cuente algo que ha visto en la televisión ese día o que ha leído en tal o cual tebeo. Y le caerás bien a nada que le prestes dos o tres segundos de tu tiempo y le escuches, no te digo nada si encima le sonríes… serás su amigo para siempre. Después se irá en cualquier momento, no se lo tomes a mal; es que se habrá acordado de algo que tenía por hacer: acabar de colorear aquél dibujo, el puzzle de Toy Story o la película que dejó a mitad en el DVD. Pero nunca se olvidará de tu nombre si se lo has dicho. Nunca. Como nunca se olvida de ninguna fecha de ninguno de los cumpleaños de mis amigos, que yo olvidé al minuto de saberlos, como nunca se olvida de mil millones de detalles, como el de reír.

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Dice mi madre que era un niño muy listo, que no es justo que le pasase lo que le pasó. Yo no lo sé porque no había nacido y mi hermano Javi siempre ha sido tal y como yo le he conocido: mi hermano el mayor, mi eterno hermano pequeño que me daba la paga cuando empezó a cobrar en el taller, que se sentaba a mi lado cuando hacía los deberes del instituto y cantábamos juntos canciones de Sabina escondiéndonos de mi madre que hacía por estar buscándonos. El señor Don Francisco Javier, Javono, Javoneta, Javi, mi Javi, el primero por el que pregunto cuando se le desluce a uno la vida y busca la calidez de una voz familiar que te recuerde que hay quien se acuerda de ti al otro lado del teléfono.

Abundante pelo castaño, ojos del color del cielo de verano, gafas que se sostendrían en dos rollizos mofletes de no tener esa nariz chata debajo. Cicatrices aquí y allá que le recuerdan lo que le pasó, torpeza al andar, panza cervecera de cocacolas, candor en la mirada, negada mano izquierda, gesto infinitamente risueño, ilusión en cada recodo de la cara. A veces su cuerpo tiembla y se le apaga el gesto por un momento mientras retoma el aliento y se enfada, se enrabieta consigo mismo, con esos ataques traidores que le sobrevienen entretanto a nosotros se nos cae el alma a los pies y lloramos por dentro de verlo sufrir aunque no tarda en recomponerse y reír como si no hubiese pasado nunca.

A nosotros… a nosotros nos cuesta bastante más recuperarnos y volver a enfocar con claridad. Javitxu, ¿estás mejor?, no te levantes todavía, descansa un poco más…

Raro será pasear con él y que no se paren a saludarle, poco importa que sea Euskadi que Extremadura, igual pasaría en Estocolmo porque hace amigos a la que te descuidas. «¿Dónde vas Javi?», «¡hasta luego chaval!», «¿este es tu hermano?» y él, condescendiente, contará que soy el pequeño, el canijo que se ha ido a vivir a Japón, el pequeñajo que le mangaba dinero a mis padres para ir a jugar a las maquinitas y que ahora le da por pegar patadas de Karate. El enano saltarín que se tiraba desde la cuna y caía de cabeza. El hermano pequeño de él, el hermano mayor de los tres, el cuarentón que no quiere novias porque le aburren.

Regresé con Chiaki a España con la intención de contarles que me iba a casar con ella. No podía dejar de mirarle cuando intentaba hacerse entender siguiendo su táctica: la de repetir lo mismo dos o tres veces hablando cada vez más alto. Me reí cuando le daba besos de repente llamándola guapa y soñé conmigo de niño cuando le contaba historias de mi que ni yo mismo sabía o si las supe alguna vez, se me olvidaron hace mucho. A él no, ni se le olvidarán. Me odié por estar aquí y no estar más tiempo con él y a la vez me sentí un privilegiado por tener la inmensa suerte de que mi hermano el mayor sea a la vez el mejor hermano pequeño del mundo que además lo será para siempre.

Cuando partió el autobús de Badajoz y los dejamos atrás, descubrí que Chiaki hacia rato que me acompañaba en lo de soltar lágrimas por tener que pasar por el horroroso trago de la despedida, doblemente amargo por lo escaso del tiempo compartido. Supe que él tenía mucho que ver y a la vez confirmé que quería que aquellos preciosos pequeños ojos que me miraban húmedos estuviesen conmigo hasta el fin de mis días por aprender a querer a Javi y saber echarle de menos en una semana tanto como yo en cinco años.

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El casamiento

He de confesar que siempre me ha emocionado la canción de Ale y Ai, la de «Nos hemos casao» con su versión en japonés y todo «Mitsuketa yo». La escuché por primera vez cuando la cantaron en su boda y me encantó. Recuerdo estar sentado en el suelo al lado de sus padres, y que su madre me dijo algo así como «hay que ver que loco está mi hijo», y a mi simplemente me parecía todo genial porque no podía parar de reír. La habré escuchado muchas veces desde entonces y es de las pocas que recuerdo que sonaron en el iPhone cuando corrí la maratón. No sé que será… creo que es el concepto el que me emociona más que la propia música: que dos personas de países tan lejanos se casen y que les de por cantar en su boda juntos medio disfrazados en el comedor de un ryokan con el objetivo de que los que allí estábamos nos lo pasásemos todavía mejor sin importar si veníamos de las Hispanias o de los Japones.

Nada que ver con otras bodas en las que he estado. Desde entonces siempre he pensado en que si yo me casase, me gustaría que fuese así: entre amigos sentados en cualquier lado haciendo lo que a cada uno le apeteciese sin normas de etiqueta, ni sobres con dinero, ni caducas costumbres de otros tiempos que nada tienen que ver conmigo, con nosotros.

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Y mira por donde que me he casado, y con una japonesa también. Hay que ver. Ojalá salga la cosa la mitad de bien que les está saliendo a estos dos.

El caso es que todavía no ha habido boda como tal, por varias razones. Sin duda, la más importante es que mi familia no está aquí y no es algo que se pueda remediar de un día para otro porque necesita de cierta planificación eso de venirse una o dos semanas a Tokyo a atender al chalado del hijo pequeño que menudas lía siempre. Pero no queríamos esperar más, porque ya no tenía ningún sentido, así que nos casamos por lo civil, que es, al fin y al cabo, lo que quería contar yo hoy aquí: cómo se casa uno en Japón.

La principal historia es que necesitas que tu embajada te de un papel y la verdad es que todo se centra en eso: una vez que tienes ese papel, el gobierno japonés no te pone absolutamente ninguna pega y todo va como la seda (mucho más si te firma de testigo ni más ni menos que el Sr. Picachu, eso aquí otorga privilegios!).

Aquí va una lista de lo que te piden en la embajada de España en Japón:

– Certificado literal de nacimiento
– Certificado de empadronamiento
– Fotocopia del DNI o pasaporte

Esto para los dos, pero, ojo: hay que enviar el asunto en castellano. Es decir, que en mi caso el certificado de empadronamiento me lo dan en japonés porque estoy aquí y por supuesto, los papeles de ella están todos en perfecto japonés del Japón, así que traducción al canto que tienes que hacer por tu cuenta. Siendo éste como es uno de los pocos trámites que la embajada provee, no acabo de entender porque no lo hacen ellos mismos, por cierto.

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Gracias a Mireia y Yuta, que son los que nos han ayudado desde el primer día a asustarnos un poco menos con todo el papeleo (¡¡gracias Mirea y Yuta, todavía os debemos esa cena!!), pudimos traducir todo más o menos decentemente y así lo enviamos por correo. Llegados a este punto he de decir que toda comunicación con la embajada fue por email con una persona encantadora que además contestaba a los mensajes en el mismo día facilitando todo tipo de información. Y digo «he de decir», porque había oído todo tipo de quejas de los servicios de la embajada, y no ha sido el caso, ni de lejos (la nula presencia cuando el terremoto y la crisis de Fukushima es otro cantar).

Una vez enviados y comprobados los papeles, recibimos un email en el que nos dicen que se «publican los edictos» por un plazo de 15 días. A mi palabras como «edicto» me dan urticaria porque no las entiendo, pero mayormente esto venía a decir que mandaban documentación a España, comprobaban que yo no era ya patriarca de una familia con siete hijos allí y que pinchaban un folio en el tablón de anuncios de la embajada anunciando que el menda y su futura planeaban casarse, así que si a alguien se le ocurría algún impedimento totalmente falso e infundado, tendría un par de semanas para ladrarlo o callarse para el mayor jamás de los jamases.


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Pasadas las dos semanas, vuelta a los emails para concertar la entrevista con el «Encargado del Registro Civil». Este era el trago más temido de todos: que alguien que no me conocía de nada se atreva a juzgar si Chiaki o yo estamos juntos más por papeleos que por amoríos me chamuscaba las venas. Más, si cabe, después de que un buen amigo que también se casó hace poco me contase su experiencia con un viejo amargado que hizo poco más que perdonarle la vida. Mucho más de lo que yo estaba dispuesto a tolerar, cuántas veces me imaginé la escena: «mira, tu trabajas para mi, estás a mi servicio así que vamos a dejarnos de gilipolleces que no estoy dispuesto a tragar y haz tu trabajo que bastante tengo yo con tener que aguantar que un don nadie como tu tenga que formar parte de algo tan íntimo e importante para mi y los míos».

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No fue el caso. Pero ni de lejos. El señor Eduardo, el que nos hizo la entrevista en la embajada es un tío majísimo con el que el trámite se convirtió en una charla amigable sobre cualquier cosa menos juzgar lo que Chiaki y yo estábamos a un par de horas de hacer. Tanto fue así que le confesé que venía a la defensiva y que de verdad había sido un placer hablar con él. Ojalá coincidamos en otra situación con alguna que otra cerveza de por medio, así de bien me cayó.

Después pasó Chiaki mientras yo esperaba fuera desde donde sólo pude escuchar sus carcajadas. Coño, así si, menudo alivio firmar los papeles con alguien tan simpático. Y finalmente recibimos una hoja en japonés donde la embajada certificaba que todo estaba bien por mi parte, hoja con la cual nos fuimos al ayuntamiento de la zona donde vivimos en Tokyo. Allí nos esperaban Carlos y Fernando, el Cads y el Chiqui, que nos hicieron el inmenso favor y a la vez honor de ser los testigos y a los que tuvimos esperando más tiempo del que deberían… no calculamos demasiado bien los viajes en tren, gomen ne.

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Y en el ayuntamiento poco más que añadir: un formulario que rellenar, cuatro o cinco veces que aclarar qué es el Toscano que sigue al Oskar Díaz, y la firma de los dos que se confirmó con la de los otros dos, cuatro rúbricas que quedarán estampadas para siempre en un papel escondido en algún oscuro cajón del ayuntamiento de Chofu en Tokyo.

Después nos fuimos a ver Batman al cine y a cenar en un rascacielos de Ebisu desde donde se puede mirar hasta donde ya no se ve Tokyo, ¿qué te parece la cosa?.

Mientras escribo esto pienso en que nos quedan todavía dos o tres trámites más: Chiaki va a cambiar su apellido por el mío, tengo que avisar en la oficina, tenemos que abrir una cuenta conjunta en el banco… Ba, sin prisa, yo ahora aquí estoy, sentado en un sofá de Ikea que montaron entre Chiaki y su hermano mientras yo hacía lo propio con la estantería de la cocina. Sofá que uso poco, porque le he cogido gusto a sentarme en el tatami de la habitación. Un peluche de Totoro preside la sala, un Totoro vasco porque lleva una txapela que me traje del casco viejo de Bilbao. Shiina Ringo suele ponerle la banda sonora a la hora de preparar la cena si ella ha salido antes de trabajar que yo, o Sabina y quizás alguna canción de Gatibu en el caso en que yo haya fichado antes. El olor será distinto también alternándose entre aceite de oliva, salsa de soja, vinagreta, sésamo… habrá pan o arroz y palillos o tenedores según se tercie. Seguramente el aire acondicionado esté a tope y yo estaré con manga larga muriéndome de frío mientras trato de escribir tal o cual kanji bajo la atenta mirada y eterna sonrisa de mi mejor amiga con la que ahora sincronizo sueños y a la que a veces me encuentro dormida en el sofá cuando vuelvo tarde de Karate.

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Y con tiempo e ilusión ya estamos preparando la celebración del año que viene, allá por abril. A ver si conseguimos convencer a los míos de que vengan, de una vez, a Tokyo a ver cómo de bien estoy por aquí. Ojalá vengan todos. Más que una boda, será una reunión entre amigos donde sería genial que todos se animasen a hacer algo: un vídeo, cantar, bailar, un monólogo, hacer el pino puente… ¡lo que sea!, porque no se me ocurre mejor manera de celebrar lo genial que es que todos nos hemos conocido que reírnos juntos hasta mas no poder.

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Tokyo, 13 de Julio del 2012

Hola,

¿Cómo te van las cosas? ¿te acuerdas de mi?, hace ya tanto tiempo que no me extrañaría que te hubieses olvidado, no del todo, pero seguramente no pienses en mi ya tan a menudo como hace unos años. Espero que no sea demasiado poco… yo todavía me acuerdo de ti aunque no sea siempre. Es curioso, me vienes súbitamente a la memoria, de repente, como si esos momentos fuesen hechos para ser vividos los dos juntos y el universo no tolerase que estemos separados… o algo así. No me hagas mucho caso, se me ocurren muchas cosas raras desde que vivo solo, será que tengo mucho tiempo para pensar. El otro día pensé que a veces las personas estamos conectadas, que nos conocemos aunque no nos hayamos conocido nunca. ¿No te ha pasado nunca?, a mi me pasa a veces. Hablo con alguien que acabo de conocer y me da la impresión de que hemos jugado de pequeño juntos o que nos hemos peleado o incluso me ha pasado que creo saber el sabor de sus labios como si hubiésemos sido amantes en otro tiempo y lugar. Y todo esto nada más vernos por primera vez. ¿Me estaré volviendo loco? un poco seguro que llevo estándolo desde hace tiempo, pero no le des demasiada importancia, son tonterías que se me ocurren.

Últimamente las cosas me van bien, te escribía para contarte esto mismo, porque de alguna manera me gustaría que lo supieras, quería compartir este momento contigo, esta vez aposta. Ya sabes que llevo en Japón unos años, más de los que se sienten en realidad, vivir aquí es tan fácil… Seguramente no te podrás imaginar cuanto porque no has estado nunca y a eso tenemos que ponerle remedio cuando antes. ¿Te conté que me mudé?, ahora tengo dos habitaciones y sitio más que de sobra para que me visites siempre que quieras, ni que decir tiene que te recibiré con los brazos abiertos porque siempre ha sido algo muy bueno verte y seguro que lo será sentirte cerca de nuevo como en los viejos tiempos.

Además que tienes que conocer a Chiaki. No sabría decirte cómo me ha cambiado la vida desde que la conocí porque es probable que no sea plenamente consciente. Solo sé que ahora me preocupo por dejar de sonreír queriendo porque resulta que siempre lo estoy haciendo y parezco mucho más tonto de lo que creo que soy, que mi corazón parece que lata sólo para contar lo que falta hasta que vuelva a ver a esos ojos mirándome desde tan adentro. ¿Ya sabes que nos vamos a casar?, ojalá puedas venir a la boda el año que viene. Ahora estamos con el papeleo, ¿te quieres creer que tengo una entrevista en la embajada?, una de esas en las que se aseguran que el matrimonio no es de conveniencia. Entiendo que tengan que hacerlo, pero me parece tan humillante, tan insultante que alguien que no sabe absolutamente nada de nosotros tenga que juzgarnos… Si fuese por mi, les sacaba de dudas pronto porque claro que me conviene tenerla a ella cerca, por lo menos por lo menos hasta que me muera. La quiero tanto…

Últimamente, además, no dejo de pensar en cómo serán nuestros hijos. Ojalá que se parezcan lo más posible a su madre, pero si pudiese elegir, me gustaría que tuviesen algo de mi hermano Javi, una pizca de esa ingenua y preciosa felicidad que a veces se le escapa cuando rie. También me pregunto que idioma hablarán, si seré capaz de enseñarles castellano a la vez que aprenden japonés e inglés… quizás sería bueno que yo le hablase siempre en mi idioma y Chiaki en el suyo, y así los tres aprenderíamos. No dejo de emocionarme viviendo ya esta vida que parece que pronto será la mía. Me siento tan privilegiado… bueno, que te voy a contar a ti que ya llevas casado algunos años.

También hemos casi acabado de escribir el libro. Bueno, yo lo he acabado de escribir y Fran de diseñar, ahora estamos revisando cosas aquí y allá. Te sonará a otra ñoñería de las mías, pero ese libro es lo más cerca que he estado y estaré nunca de airear mi alma abriendo las ventanas tan de par en par: melancolía de la buena y de la mala, amor, resignación, odio, muchas lágrimas, amagos de felicidad desleída en ríos de tristeza… ahora diría que ternura en cada una de las páginas que parecen tamizar lo que me tocó sentir desde que aterricé en Tokyo aquella fría mañana de febrero. Tenía tanto miedo de que no me volviesen a abrazar nunca más… Pero mira, ahora han cambiado mucho las tornas, fíjate que iba a titularlo «Un sueño desafinado» porque pensé que venir aquí era algo así como cumplir un sueño pero que al hacerlo sabiendo que huía de mi yo de antes era como empezar a soñarlo ya de malas… parecía un sueño que no podía acabar bien de ninguna manera. Ahora la cosa es distinta, lo voy a titular «Afinando un sueño», porque al final he sabido pintar los colores que le faltaban a mi vida y lo que ha quedado es una cálida melodía que escuchar cada día de estas horas en las que siento que ahora si, que ya soy feliz casi del todo.

«Afinando un sueño»… si, creo que le pega bastante bien… ojalá la editorial a la que lo enviamos nos responda pronto y pueda salir adelante, eso si que sería algo que resoñar muchas noches.

Yo ya te imaginarás que sigo con lo mío: trabajo, karate, fotos… aunque se me cruzan aventuras por delante, porque al final no dejan de ser locuras que estoy viviendo a mis treinta y cinco, como escribir y contar un monólogo junto a Ernesto Sevilla y Joaquín Reyes. ¿Te has enterado?, de esto hace ya una semana, pero ha sido el mayor disparate quizás de mi vida y encima salió bien. Ha sido genial conocerles, son gente tan maja, tan normal. Joaquín no dejaba de decir «ay que majica Chiaki, ay que majica», jaja, y Ernesto, el gañán que tantas veces he visto por la televisión, me felicitaba por mi monólogo. Que especial ha sido todo, que increíble.

No sé que más contarte… sólo se me ocurre sacarme este sentimiento de culpa y pedirte perdón por no escribirte más a menudo. Uno se deja llevar por los días y aunque se acuerda a veces de los que están lejos, se olvida al de un rato, encima yo, que me distraigo con cualquier cosa. Bueno, me despido ya, espero que sigas bien y ojalá que vengas pronto. Te mando un abrazo de los de que te pongas morado de no poder respirar, me encantaría dártelo en persona pero no va a poder ser de momento.

Hazme el favor de cuidarte y que nunca se te olvide que no me olvido de tí. Aunque lo parezca la mayoría de las veces.

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Tomomi-chan

– Me llamo Tomomi, hoy estoy a vuestro servicio y mi misión hasta que se haga de noche es que seáis felices. No importa lo que tenga que hacer, pero no pararé hasta veros reír con el corazón. 心から笑っていただいてほしいです。

En aquella habitación de aquel ryokan, una señora nos hablaba sentada en seiza con tanta pasión que resultaba difícil no sentir siquiera ganas de sonreírle a su sonrisa aunque no se entendiese japonés. Tenía tantas arrugas que se le rebosaban por los ojos como si hubiese querido reírse de todas y cada una de las horas de los días de su vida. De alguna manera le hacían juego con aquél precioso kimono verde. Sus arrugas o el moño, o el exagerado maquillaje de sus labios… todo a la vez sumaba y la cuenta le salía favorable. Seguro que de joven había robado más de un giro de más de una cabeza.

– ¿Pero tu que haces ahí sentado?, no no, ¿sabes?, en Japón el hombre es la figura importante de la pareja, el samurai. Tu tienes que sentarte aquí y dejar que nosotras las mujeres cuidemos de ti mientras tu descansas.

Incluso con esa caduca manera de pensar, o quizás por eso, uno tenía la sensación de ser un privilegiado por escucharla. Era como vivir dentro de una de tantas películas de épocas pasadas; no me habría extrañado si de repente el mundo se hubiese tornado en blanco y negro.

Por supuesto que me dejé hacer, uno no tiene siempre la oportunidad, ni la necesidad ni las ganas, de sentirse el shogún del lugar. Me levanté de al lado de Chiaki y me senté en el lugar que se suponía que me correspondía. Poco tardó ella en servirnos un té de los de preparar despacio mientras nos preguntaba por nuestra historia. Pareció que a nadie nunca le había importado como a aquella buena señora el cómo nos conocimos y el porqué decidimos no seguir separados. O seguramente es que se tomó a pecho la promesa aquella del principio de tratar de hacernos feliz y consiguió hacernos creer que de verdad daba un duro por saber cómo aquél chico del norte de España acabó con aquella chica de templo de Saitama. Nos regaló escucharnos con tanta atención que daban ganas de no acabar nunca de hablar.

– ¿Y no conocéis a ningún señor de mi edad para que me haga de novio?, sólo por un rato, no me hace falta para mucho. Seguro que tu tienes algún amigo que presentarme. Ni aprender español hace falta, porque en la cama todos nos entendemos. Huy lo que he dicho, que sois mis clientes, no se lo vayais a decir a mi jefe que me despide y a ver que hago luego, habráse visto Tomomi que no eres capaz de estarte callada!

Y como sabía de sobra que nos tenía ganados, siguió contándonos momentos de días pasados de sus años vividos.

– Yo vivía y trabajaba en Tokyo, pero me volví para Dougashima cuando me jubilé. Al principio no hacía nada más que dar paseos como los viejos, pero me moría de aburrimiento. Así que decidí hablar con el jefe del ryokan y pedirle trabajo, aunque sea temporal. Me dijo que tenía que llevar kimono, y yo encantada porque me gustan mucho los kimonos, ¿a que me queda bien?

– Estás mas guapa que guapa, yo porque tengo novia, que si no…

Sus carcajadas, y afortunadamente las de Chiaki, sólo fueron interrumpidas cuando uno de los muchos aguiluchos que sobrevolaban el lugar decidió sentar las alas en la barandilla de nuestro balcón y graznar quizás a modo de suspiro.

– ¿Miralo el aguilucho donde se ha ido a poner?. Eso es que sois buena gente, los animales saben de lejos de quien se pueden fiar y si es del lugar, este a mi ya me conoce, así que si se ha posado ahí es que le gustáis. ¡A mi también me gustáis! Da gusto ver una pareja tan joven como vosotros, que vais dando envidia.

Envidia me daba ella a mi, ojalá yo a sus años fuese, si acaso, una cuarta parte de encantador. Seguro que la adoran sus nietos, y todos los amigos de éstos.

– Pues si os digo la verdad, esto para mi no es un trabajo. Si no me pagasen me daría igual, porque sólo con poder ver todos los días las increíbles vistas de las que disfruto estando aquí ya me considero pagada. Porque vosotros habéis venido para uno o dos días, pero yo veo esto siempre. Cada anochecer, cada amanecer… por eso me fui de Tokyo, por eso volví aquí, porque seguramente no me queden muchos años más, pero los que me queden quiero sentir lo que siento cuando veo cómo el sol se esconde en el mar. Si esperais algo así como una hora, lo veréis vosotros también, yo os recomiendo que no salgáis de la habitación, que lo veáis desde aquí.

No apartó la mirada del mar en todo ese rato en que sus labios hablaron desde un corazón que se sentía latir desde lejos. Y allí se quedó un rato más, con las pupilas fijas en el agua y la mente a muchos kilómetros y años de aquella habitación con tatami. Me pareció que se le escaparon una o dos lágrimas en lo que logró volver.

– Y ahora me voy y os dejo solos, porque ya llevo sobrando desde hace mucho. Sé que os gustará lo que vais a ver porque yo soy como el aguilucho aquél, el aguilucho Tomomi. Y de sobra sé que sois de los míos.

しつれいします

Y ya sólo nos quedó soñar con aquella mentira deseando no despertar nunca porque entonces, entre legañas, nos íbamos a dar cuenta de que dejaría de ser verdad.


Por lo menos más que nunca

¿tu eres feliz? ¿consideras que eres feliz ahora mismo, Oskar?

Esta mañana un buen amigo me ha hecho esta pregunta. Así, de sopetón.

Que si soy feliz.

Le he contestado enseguida, le he dicho que no sé si soy feliz, pero que sé que estoy mejor que nunca. Podría decirse, quizás, que soy más feliz que antes, que cualquier otro antes de mi vida. Que el Oskar de ahora es la mejor versión, que ningún Oskar de antes es capaz de superarle… ni siquiera el veinteañero, sin entradas, que se comía el mundo con el piercing en la ceja y década y media menos de viejo.

Antes de que nadie diga nada, no creo que vivir en Japón sea tampoco decisivo a este respecto, estoy convencido de que sería parecido viviendo en cualquier otra parte del mundo porque esta sensación, esta manera de mirar la llevo yo por dentro.

El trabajo me motiva, me entusiasma, me reta. A la vez, estoy en la mejor forma de mi vida gracias al entrenamiento para la maratón, me siento fuerte, ágil, capaz. Sigo teniendo ilusión por hacer cosas, sigo con la agenda llena de cuentos en los que salgo yo de una u otra manera en algún capítulo. Cuentos, fábulas, historias por escribir cuyos hipotéticos desenlaces me siguen teniendo en vilo cada mañana: ¿cómo saldrá la clase de cocina? ¿qué pasará en Karate hoy, de que país nos visitarán? ¿se me olvidará el monólogo delante de tanta gente?. Me meto en lo que sea menos quemar mi vida metido en casa delante de una pantalla, sea de televisión o de ordenador.

Y seguramente seguirá siendo así en cualquier otro lugar del mundo.

El baremo es totalmente distinto. Los valores que me guían poco tienen que ver con los de antes. Por ejemplo: tengo tres veces menos tiempo libre que el que tenía en Bilbao y he llegado a estar mucho mejor económicamente… hasta tenía coche y un piso de tres habitaciones frente a la única habitación de veinte metros en la que vivo ahora.

Pero no importa, o importa poco, o en su justa medida que es que da más o menos igual.

Apenas tengo bienes materiales más allá de los cuatro caprichos que me facilitan la vida: ordenador, iPad, la scooter… Pero si no los tuviese daría igual, quiero decir que no sería mucho menos feliz, no me importan tanto, antes me importaban mucho más. Vivir en un piso tan pequeño hace que no acumules nada; no lo hago: tiro lo que no uso o no me vale para nada empezando por ropa y acabando por libros que ya leí. No guardo nada, no tengo más que antes, no quiero tener como tenía antes. Si hubiese un incendio y se quemase todo lo que hay en mi casa, no me iba a durar la pataleta mucho: no tengo nada aquí dentro que considere imprescindible, ni siquiera que se acerque a ese concepto. Si el ordenador explota y me quedo sin fotos, ya sacaré otras mejores. Si la moto deja de andar, pues cojo el tren. Y de corazón digo que no me llevaría ningún disgusto de más.

Yo lo que quiero es ver más a mi familia porque les echo de menos a morir. El resto es simplemente perfecto.

Pero si. Sin duda soy más feliz que antes. Que sea poco o mucho decir será otra cosa.

Puede que el hecho de que me case el mes que viene tenga también algo que ver…

Mi maratón de Tokyo

El día anterior dejé todo preparado diez o doce veces: la camiseta del Athletic con el dorsal prendido con imperdibles, los calcetines con silicona por debajo para que no salgan ampollas, las mallas, la licra, los guantes… y vuelta a empezar: el dorsal, la camiseta… Si había de fallar algo, que no fuese por falta de preparación.

El domingo tenía que estar en Shinjuku alrededor de las siete de la mañana y era imprescindible un desayuno titánico, así que poner la alarma por lo menos a las cinco parecía ser algo más que una buena idea.

Cuando me desperté eran cerca de las seis y media. Resulta que había cambiado la hora de la alarma «de entre semana» de la oficina, y estábamos en domingo. Empecé el día corriendo, literalmente: mientras se cocía la pasta, pasaba por la ducha y me ponía ya el uniforme de faena. Comí de pies quemándome por no poder esperar a que se enfriasen aquellos macarrones y cuando me quise dar cuenta ya iba camino de Shinjuku con las Nike que estrené dos meses antes y la camiseta de Etxeberría que me trajeron Arantzazu, Alex y Nahia.

La idea de correr la maratón por fin aquella mañana no me puso nervioso en absoluto. Uno se pone nervioso cuando tiene que salir a hablar delante de gente o cuando te toca pegarte con alguien que no conoces en un combate de Karate, ahí si merece la pena tener nervios porque debes responder ante otros. Aquella mañana yo no estaba nervioso, estaba tremendamente ilusionado, emocionado como nunca; con ganas de empezar a poner un pie delante del otro ya de una vez porque la cosa iba conmigo mismo: si abandonaba sería cosa mía, si llegaba al final también… era yo peleando contra mi, así que todo quedaba conmigo.

En la maratón de Tokyo te dan una bolsa bastante grande donde puedes meter todo lo que necesites, y ellos se encargan de llevártela a la meta. Yo llevaba esa bolsa con orgullo mientras iba camino de la estación, como queriendo fardar de lo que me proponía hacer, como un niño que aprende a andar en bici: quería que todos mis vecinos lo supiesen. Estaba de verdad ilusionado, como hacía tiempo.

Ya en el tren pude distinguir a muchos que como yo llevaban el chip puesto en una de las zapatillas. Gracias a él, la organización sabe que has hecho todo el recorrido como debes hacerlo: sin atajos de por medio, y también cualquiera podría saber por donde ibas a través de la web oficial. Cruzamos muchas miradas sin llegar a sonreírnos abiertamente porque las caras eran de seriedad, de concentración. «Ganbatte kudasai» me dijeron más de una vez, «ganbatte kudasai» respondía yo con el corazón a pleno pulmón.

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A pesar del intento frustrado de madrugón, llegué con bastante tiempo y empecé a calentar junto a cientos, miles de locos que me rodeaban a las siete y algo de la mañana entre ráfagas de viento helado. Menuda lección de contraste era sentir el frío de fuera y el calor de dentro.

Me resistí casi hasta el límite de la hora para entregar la bolsa-mochila porque no quería dejar la chaqueta… me costó decidir si salía a correr con ella o no y si descartaba la riñonera repleta de gelatinas energéticas. Al final hice lo que ya sabía: metí la chaqueta en la bolsa, cargué con la riñonera que oculté debajo de la camiseta del Athletic, me puse los guantes y entregué el equipaje. Ya no había vuelta atrás, mis cosas estaban ahí y no podría recuperarlas hasta Odaiba.

Y estaba en Shinjuku.

Me morí de frío siete veces y resucité ocho. Estiré, calenté corriendo ligeramente por la zona, y finalmente me dirigí al bloque J que me asignaron. Salíamos los últimos aunque daba igual, como también daría igual llegar en este lugar. Esto va de uno consigo mismo, insisto, te ganas a tí mismo. Pierdes contigo mismo.

Fuimos apilándonos según nos iban indicando por megafonía. A un lado tenía a un señor que poco debía faltar para que me doblase la edad, a la derecha uno más joven, un poco más atrás un grupo de extranjeros también de distintas edades. En el cielo dos helicópteros, enfrente un semáforo que cambió, sin sentido, millones de veces de colores a pesar de que esa mañana el asfalto seguía perteneciendo a goma, si, pero de las suelas de nuestras zapatillas. Zapatillas encima de las cuales había ilusiones, sueños, escalofríos intermitentes en los huesos, miedo diluido en la médula, chispas entre los dedos de los pies. Miles de almas contenidas gritando querer salir ya. De una maldita vez, carajo, de una maldita vez, ¡que no aguantamos más!.

Se oyen fuegos artificiales a lo lejos aunque el rascacielos más grande de Tokyo sólo nos deja imaginarlos, dicen que soltaron globos pero tampoco los vimos. El grupo A ya debía estar corriendo, a nosotros nos quedaban diez minutos más aunque ya empezamos a tomar posiciones andando hacía la salida. En un balcón cercano un señor con un niño grita «ganbatteeeee» y el silencio solemne que nos unía se convierte en un grito ensordecedor. Estábamos dormidos y nos acaban de despertar. Gritamos con todas nuestras fuerzas, aplaudimos, reímos y si no volamos es porque sería trampa.

Nunca olvidaré ese momento en mi vida.

Llegamos por fin a la línea de salida, la gente descarta las últimas prendas en el espacio designado para ello: chubasqueros, jerseys… botellas vacías de bebidas isotónicas y cáscaras de plátanos se acumulan en las esquinas. Me llena el depósito que salgo ya, póngame de los de pintitas negras, que esos son los mejores.

Salgo ya. Madre mía, esto es real… está pasando

Continuará…


Cosa de dos

Aquella noche fue mentira.

Por alguna razón decidí abrir la botella de vino que guardaba para compartir a la sombra de alguna que quisiera taparme la luz de la vela que compré a la par. No se dio el caso, y hacía tiempo… ya no aguanté más. Descorché ese Rioja Siglo Saco y el alcohol desinfectó heridas que empezaban a hacer nido en el corazón, ese del que uno no hace cuenta hasta que de repente late a cañonazos gritando que como siga estando solo, va a reventar.

Cuando logré dejar de apiadarme de mi maldita estampa, estaba tan borracho que no podía ni andar.

No recuerdo demasiado el final de aquella noche, pero si sé que me dio rabia estar así, que lloré muchas veces recordando que acordarse duele cuando lo que se quiere es olvidar.

Me metí en la ducha y estuve un buen rato bajo una docena de pequeños chorros de agua fría que me horadaron las malas ideas y me enjuagaron la morriña hasta que me espabilé lo suficiente como para no dar por acabada aquella madrugada de verano tirado en el futón esperando a morirme de resaca.

Cogí la cámara de fotos y me fui al templo de al lado de mi casa.

El camino de entre cinco y diez minutos lo hice en más de media hora. Me paré a sacar fotos a todo, como si hubiese decidido que no iba a seguir aquí más y esa fuese la última vez que peregrinase a verme el ombligo por dentro entre tumbas, pagodas y cerezos. Como si ya no hubiese más que rascar y ya tocase mudarse de vida de nuevo por aquello de dejar de seguir intentando reír, porque ya saldría solo.

Cuando por fin llegué, me senté en las escaleras y miré hacia la derecha instintivamente. Desde allí se ve el monte Fuji en días claros… se me olvidó el pequeño detalle de que eran algo así como las dos de la mañana. Apoyé la cabeza en la pequeña columna de la parte superior, y empecé a revisar las veinte o treinta fotos que acababa de sacar. Borré todas, no se veían más que sombras negras entre las que asomaban tímidamente luces de alguna farola cercana. Sombras negras entre las que asoman, a veces, luces… ¿a quien me recuerda?

Cerré los ojos y me quedé dormido un rato imposible de medir, lo mismo podría haber sido un minuto que dos horas. Cuando me desperté, ya con dolor de cabeza, vi a un gato negro y blanco …negro con luces… allí sentado como a dos metros de mi. Me miraba fijamente y yo le hice gestos para que viniese, aunque no lo hizo. Sin levantarme, traté de hacerle fotos con la cámara pero cuando logré acertar a quitar la tapa del objetivo, ya se había alejado unos metros. Le seguí un buen rato tratando de no hacer ningún movimiento brusco que provocase que volviese al mundo de mentiras del que había venido, hasta que se paró justo delante del edificio principal del templo. Decidí sentarme a dos o tres metros de él, a veces le sacaba alguna foto aunque la mayoría del tiempo sólo le miraba.

Él, o ella, no se movía más que para rascarse la cabeza como dudando si se fiaba del único ser vivo cercano más grande que él.

Finalmente vino y me rodeo un par de veces antes de decidir sentarse a mi lado. Se dejó acariciar e incluso parecía querer contarme su vida de gato de templo soltando maullidos a modo de charleta desconsolada.

Agradecí su compañía, me gustó hablar con el.

Desperté al día siguiente en mi casa con un dolor de cabeza horrible. No recuerdo muy bien el camino de vuelta pero a juzgar por la laguna de recuerdos, parece que la ducha no logró contrarrestar ni de lejos los grados del Rioja.

Incluso dudé que había salido la noche anterior… hasta que vi las fotos que me contaron que aquella madrugada de verano fuimos dos los que nos lamimos las heridas.