Archivo por meses: octubre 2015

Me prestó diez trenes

Últimamente lloro mucho. No es como antes que a veces sabía porqué y otras no había más motivo que que tocaba. Ahora sé bien la razón, diría que razones, de sobra. Probablemente si vosotros las sabríais, seguro que os haría llorar también a la gran mayoría. No las contaré. No me preguntéis por ello nunca, por favor. Todo bien hasta cierto punto, no os preocupéis.

Que llore no es un problema; no creo que lo sea… no, no lo creo. No sé. Es normal, supongo. No sería humano ser consciente de ciertas cosas y que al alma no se le refrigeren un par de grados. Quizá haya quien sea así… ojalá a mi nunca me pase.

El problema es que lo hago a destiempo, lo de llorar digo. A veces pasa volviendo a casa en bici que es cuando cede la bisagra y los pensamientos, entre presos y reclusos, salen dando más pedales que mis piernas. Y si a uno o dos se le dan una o dos vueltas de más, entonces hay que buscar un arbol en el que apoyar la bici hasta acabar de desaguarse. Otras veces me veo en el baño de la oficina o caminando… siempre estando solo, que curioso. Creo que no sé llorarme a otros, quizás me haría bien según con quién.

El otro día no volví en bici a casa: tenía las piernas muy cargadas la noche anterior y decidí aparcarla para poder rendir en condiciones en la clase de karate. Fue otra de esas en las que me sentí un privilegiado de nuevo, ojalá no me acostumbre nunca para no dejar nunca de valorar donde he sabido escabullirme a nunca dejar de aprender de los que prácticamente lo inventaron. Muchos nuncas en la misma frase y todos tan sólidos como contundentes.

Pero ojo, que yo sé bien que de raro no tiene nada que después de un alto venga un bajo. Y a la excitación del momento le llegó su final, ese en el que de repente uno baja la cuesta sin frenos y acaba en la otra punta de la gráfica. Del cielo al infierno, como del amor al odio, no hay apenas frontera. Ya puedes presentar el más válido de tus argumentos que es el corazón el que dicta cuando le toca, como el déspota que siempre será. Sea para bien o para mal.

Y me puse a llorar allí de pies un viernes por la noche en medio de aquel vagón lleno hasta los topes de gente. La mochila con el karategi la sujetaba entre las piernas, con una mano me sujetaba a mi y con la otra hacía que me rascaba pero en realidad, cabeza gacha, me afanaba en secarme las lágrimas.

Creo que me importa una mierda que desconocidos me vean llorar, pero por lo visto no fue así en ese momento.

Algo más calmado, llegué a la estación en la que tocaba transbordo. Me bajé en Shibuya y antes de ir al siguiente tren de los dos que quedaban, paré a recomponerme un poco. Compré una botella de té verde y me senté en el banco más alejado que encontré de los pocos que hay dentro de la estación. Al poco ya estaba otra vez, no fue raro, esto va así.

Lo extraño fue que se sentó al lado una señora muy mayor que no había visto en mi vida. Eran algo así como las diez y media de la noche en Shibuya, no pegaba nada aquella mujer allí. Inmediatamente me habló:

– ¿Estás bien? ¿te ha pasado algo?

Yo le dije que no, que todo bien, que gracias.

– ¿Te han robado? ¿te has perdido? -insistió

Y, todavía no sé por qué, después de contestarle dos veces que no, le conté a aquella señora todo empezando por un «la verdad es que…».

Acabé llorando encogido sobre mi mismo, a moco tendido, con el brazo por encima del hombro de una señora que no conocía absolutamente de nada. En aquella docena de trenes que perdió por mi, le conté tantas cosas, le enseñé tantas fotos, le dije tanto, pero tanto…

Conservo su pañuelo, esa pequeña toalla japonesa que prácticamente todos llevamos aquí y que me llevé sin querer aunque intuyo que me la habría regalado de todas maneras. Conservo también su cara, sus arrugas, el tono de su voz, su tentar en mi hombro, su olor, sus ojos de escuchar.

Y quitando ahora, que estoy escribiendo esto y no cuenta, no he vuelto a llorar más.