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Veteranos y expertos

Cada vez tengo menos paciencia.

Con la gente. Cada vez tengo menos paciencia con la gente, quería decir, bueno, con cierto tipo de gente.

Que uno ya tiene el culo pelado de payasadas, vaya.

Puede que me haya vuelto un vinagres, como le llamábamos a un amigo mío que era incapaz de ver nada bueno en toda situación y lugar (a juzgar por su muro de Facebook, la cosa sigue igual). Afortunadamente creo que no es el caso porque siempre me he creído optimista por naturaleza y siempre trato de buscarle las cosquillas que me permitan reírme de las horas.

Pero es que últimamente me tocan con más asiduidad e intensidad los huevos ciertos comportamientos de ciertas personas. Son patrones que se repiten, que son totalmente previsibles y que me darían igual de no ser porque se vienen a pisar mi huerto donde tengo yo ahí plantado mi tiempo y mis esperanzas. Es decir, que por mi tu puedes ser el mayor drama queen de la historia, el que todo lo sabe, un quejica amargado o el tío calaveras mientras no me afecte ni a mi ni a los míos. Pero, ay amigo, si resulta que eres una interferencia, si tus movidas se cruzan con las mías, ahí es cuando ya mis tragaderas se saturan y no me queda otra, más quisiera yo, que mandarte a la mierda que quede más a desmano, en línea recta, de donde estemos yo y mis posaderas.

En esta ocasión esta bonita entrada viene motivada por ese tipo de persona que lleva más tiempo que tu haciendo lo que sea que tu hayas empezado, bien sea un nuevo trabajo, un nuevo deporte o cualquier actividad. Les llamaré «los veteranos» por no llamarles «los tocacojones» que queda un poco feo a estas horas de la mañana así sin cervezas de por medio.

Son esa gente que se empeña en que te enteres de que, efectivamente, tu eres el nuevo y, por tanto, no sabes nada ni serás capaz nunca de llegar a su nivel. Se preocupan más por demostrarte esto que por hacer bien lo suyo: están atentos a lo que tu haces y se reirán cuando, lógicamente, no atines en tu empeño, lo que es perfectamente normal en todo proceso de aprendizaje que se precie. Después, condescendientes, tratarán de decirte como lo debes hacer aunque ellos no destaquen precisamente por su maestría; es más, suele ocurrir todo lo contrario: tan inútiles como ruidosos.

Me pasó cuando empecé el blog, cuando empecé a sacar fotos, me ha pasado en antiguos trabajos con parlapuñados que no sabían hacer la O con un canuto, en gimnasios con elementos con el pecho tan desproporcionado como sus barrigacas y últimamente en Karate con dos personas mayores que llevan practicándolo toda la vida, con el mismo nivel de patosidad que de arrogancia.

En todos los casos pasamos por las mismas fases: ninguneo, falta de respeto, de interés por el nuevo, negando incluso el saludo. No existes, eres un intruso en su terreno. Cuando el profesor o algún otro alumno destaca algún evidente progreso tuyo, es cuando entran en juego ellos. Ahí es cuando empezarán con su ironía, con su sonrisa de medio pelo a tratar de perdonarte la vida no vaya a ser que te crezcas, porque tu llevas dos días y ellos no. Porque da igual que quizás tu hagas las cosas mejor, nunca te lo reconocerán porque sería cuestionar su supremacía. Porque tu acabas de llegar y no tienes puesto en el escalafón.

Es acojonante. Tanta tontería ya, coño.

Estos dos individuos en cuestión son muy torpes, aparte de que no saben que no es que yo sea nuevo, sino que he estado casi un año sin ir a las clases por ocuparme de Kota aunque yo no me preocupo en que lo sepan porque me importa un cojón. Se saben muchos más katas que yo, pero tendría delito no hacerlo después de tantos años. Como los hacen ya será otro cantar. Por eso contraataco yo. Por eso me pongo el doble de serio cuando toca técnica por parejas con alguno de estos enfrente, por eso no les río ninguna de las gracias ni doy cancha a ninguna de sus excusas por sus innumerables fallos. Reverencia y en guardia, sin dar tregua ni en ataques ni en paradas aunque llegue a casa con los antebrazos en carne viva.

No dejo pasar ni una. Serio. Muy serio. Encabronado. Modo tío vinagres.

Ni una.

Demostrando quien soy con hechos y no con palabras y nunca, en ningún caso, prestándole ni una migaja así del respeto que no se ganan con su actitud. Mi respeto es para los que sé que saben porque solo hay que verles para saberlo. Esos no te vienen con tonterías, con payasadas, no te vendrán con la media risita indulgente del necio arrogante, estos si que respetarán cada uno de tus pasos porque ellos saben y valoran lo que les costó cuando los dieron ellos. Si te tienen que corregir algo, lo harán sin vacías parafernalias y será a ellos a los que deberás escuchar porque, como digo, es evidente que saben lo que se hacen con solo verles.

Porque no hacen ruido, no montan la verbena, no necesitan inventarse el personaje, no ha lugar a farsa alguna que enmascare su inutilidad suprema, no necesitan demostrar nada a nadie; ellos hacen lo suyo lo mejor que saben con la más noble de las pretensiones: mejorar por y para ellos, que no deja de ser el primer, último y más ilustre de los motivos.

Porque que lleves mucho tiempo haciendo algo no significa que seas experto, sino veterano, y no te da, ni mucho menos, derecho a que me toques los cojones. Déjame en paz, déjame seguir con lo mío que hace muchos años ya que decidí dejar de desperdiciar mi cada vez más valioso tiempo en bufonadas ajenas.

Copón ya.

Pero no creo que llegue

Fue un día largo que acabó pronto, como lo son prácticamente todos desde que Kota está con nosotros: se abren cajas cerca de las seis de la mañana y se echa el cerrojo apenas dadas las nueve de la noche. Bueno, si echamos cuentas, tampoco cambia mucho la cosa: levantarse a las diez y ensobrarse después del deadline de la Cenicienta viene a ser prácticamente lo mismo; con el agravante a nuestro favor de que el país del sol naciente lleva implícito también el sobrenombre del país de la rauda luna. A las cinco es tan de noche que asusta.

Lo que no es lo mismo es lo del medio. No es lo mismo pero ni de lejos.

Se acabó eso de vaguear, de desayunar leyendo las noticias por internet taza de té en la zurda mientras la diestra afila uñas ya para el rascamiento del nalgamen adyacente, como mandan las tradiciones mañaneras. Ahora no. Ahora te tomas tu té cuando el monarca Kota Toscano III tenga a bien concederte un tiempo que le lleva perteneciendo a él desde que empezaron a asomar por abajo los títulos de crédito con tu nombre del último sueño que te inventaste esa madrugada.

Y bien a gusto, no os penséis.

El pecho se le empatana a uno cuando, al notar tirones en la pernera del pantalón, se descubre que hay un bebé ahí abajo exigiendo que le eleves a la categoría vertical que se merece, que le cojas en brazos pero ya mismo y que eso de estar a otra cosa no se vuelva a repetir. Mirada seria, tenaz, bien acorde con la gravedad de su meta, con su ineludible propósito.

Esa mirada es golosina por definición, no puede ser más dulce. No hace mucho leí que uno estaba obligado a ponerse al teléfono de juguete de un niño si te lo pasa y contestar como si fuese la llamada más importante del mundo. Pues por ahí van los tiros.

Hay cosas que no deben ni pueden ser de otra manera.

La cuestión es que no recuerdo a donde fuimos aunque si que fue bastante más lejos de la habitual vuelta al barrio con parada y fonda en algún menú del día, la sala de lactancia del centro comercial y el avituallamiento obligado en la cafetería del matrimonio que hace donuts caseros. Ese día tocaron andenes y pintaron trenes con Kota colgando de mi pecho. En Tokio llevar un carrito de bebé implica tardar media hora más en salir de cada estación, y eso cuando no te toca cargar carrito más bebé escaleras arriba desde varios pisos sumidos en el subsuelo. Por eso nunca solemos usarlo y le llevamos colgando sobre nosotros. Eso si, a la que te sientas, Kota ejerce su derecho soberano de revolverse hasta que le sacas de su prisión pechera para dar voces y prácticamente no estarse quieto ni medio pestañeo.

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Eso mismo pasó a la vuelta mientras íbamos sentados en la zona del vagón reservada para minusválidos, embarazadas, ancianos y personas con bebés. Estábamos homologados completamente, no me miréis mal que además yo soy de los que se levanta a la mínima cana que asoma por la puerta.

Total, Kota estaba ya de pies encima de mis muslos entretenido entre señalar a la señora que quedaba a las tres y gritarle un «EEE» claramente reprochante vaya usted a saber a santo de qué, y tratar de engancharle la corbata, y descojonándose con cada intento, al salary man que dormía de pies justo delante de nosotros. Entre reverencias y disculpas por nuestra parte, se nos sentó un anciano al lado, exactamente a la derecha de mi derecha y poco tardó Kota en decretar que ese sombrero blanco pertenecía a su reino y que le debía ser entregado a modo de arancel.

– Sumimasen -solté por enésima vez en aquél vagón. Kota, esto no es tuyo, no puedes coger lo que te de la gana, chato. Dame dame.

– ¿Como has dicho que se llama? -dijo el anciano mientras le ponía el sombrero a Kota, pero la cabeza de Kota no alcanzaba a hacer base ni poniéndose de lado así que acabó inmerso ahí dentro con el sombrero tapándole hasta la barbilla. Kota se revolvió pero en vez de llorar se empezó a reír a carcajada limpia entre aspamientos.

– Se llama Kota -dijimos a la vez Chiaki y yo mientras le devolvíamos el sombrero esquivando los embites del monarca que no iba a dejar que se le arrebatara su nueva corona sin ofrecer fiera batalla. Cuando el hombre se lo volvió a poner, Kota no le quitaba ojo, a nada que entrase en zona neutra, para el botín real que volvía.

– ¿Cuantos años tiene?, hay que ver qué pedazo de ojos tiene, como se nota que es half, ¿le habláis en inglés?, ¿de donde eres? -preguntó de corrido y sin embargo con ritmo lento, diría que igual de entrañable que su aspecto. Así me gustaría envejecer a mi, con esa elegancia y esa simpatía. Mientras le contestábamos a una u otra pregunta a veces yo, a veces Chiaki, él le hacía carantoñas a Kota cuyo objetivo sombreril permanecía intacto.

– Anda, España, menos mal porque yo pensaba que habías hablado en inglés y estaba todo triste porque no te había entendido nada, ¡tantas clases y tan poco resultado!, pues si que estamos buenos. Una de mis hijas está casada con un holandés -aquí dijo el nombre pero no logro acordarme- y mi nieto también es half y habla inglés y japonés perfectamente, tenéis que aprovechar eso, los niños son mucho más listos que nosotros que nos hacemos tontos además de viejos.

– Jajaja, pues sí, yo le hablo en castellano siempre y ella en japonés, de momento cuando le digo cosas como «ven» o le saludo, actúa en consecuencia, vamos, que lo entiende de más. Como todavía no habla, pues no sabemos por donde saldrá.

– Pero tampoco seáis muy duros, ¿eh?, un niño es un niño y su deber es jugar y reírse, no le riñáis demasiado.

Se hizo el silencio. Se acordó, quizás, de alguna riña a alguno de sus nietos con él delante y pude intuir cierta congoja, cierta pena por la situación vivida que escapaba a su control. De ser cierto, sin ninguna duda que este hombre, a parte del más elegante del vagón, debía haber sido un gran padre. Permanecí atento porque destilaba lecciones de humanidad con cada gesto.

– Yo estoy estudiando inglés -retomó- porque soy un viejo y los viejos tenemos mucho tiempo libre. Me he apuntado para voluntario en las olimpiadas del 2020, quiero ayudar a todos los extranjeros que vengan porque el japonés es muy difícil. ¿Verdad que es difícil? -preguntó y prosiguió sin esperar a mi asentimiento- Estoy estudiando inglés todos los días por mi cuenta, un poco cada mañana, y los sábados nos dan clases en el centro cívico del barrio.

De nuevo volvió el silencio que esta vez fue más largo incluso. Silencio solo interrumpido por balbuceos de victoria de Kota al conseguir tirar de la corbata que colgaba, tentadora y desafiante, justo delante de sus ojos. Silencio largo que pausamos con una ración más de nuestras ya rutinarias disculpas por las acciones del monarca. Silencio al que finalmente hirió de muerte, un par de minutos antes de que llegase su parada, el menudo y elegante anciano que permanecía extremadamente pensativo a nuestro lado.

– Pues si, estoy estudiando inglés para ayudar en las olimpiadas -insistió- pero no creo que llegue.

Presentación del ikulibro en el Instituto Cervantes de Tokio

El sábado 4 de octubre, hace justo un mes, presenté el libro en el instituto Cervantes de Tokio. La idea venía acechándome desde hace tiempo, pensé que quizás no sería tan raro tratar de dar a conocer el libro aquí y me decidí a proponérselo a Teresa, responsable del Cervantes y además amiga. Poco tardó ella en hacerme un hueco y a la que me quise dar cuenta, ¡ya tenía fecha y hora puesta!, ¡iba a presentar mi libro en semejante lugar!.

Tenía que preparármelo bien. Lo primero que pensé fue en hacer lo mismo que en Zalla: contar mi historia, las pistas, las señales que acabaron guiándome a aquel avión de solo ida que me dejó en Tokio a mala baba debatiéndome, a dentelladas, con la razón y el corazón. Lo cierto es que el libro va de eso, de aquel Toscano, del tipo que trataba de buscarle las cosquillas a los días porque a él no le acababa de salir aquella milonga ya olvidada de reír.

Pero también quise hacer algo distinto. Quise involucrar a mis amigos, meter en el ajo a los míos de aquí y les propuse que cada uno de ellos eligiese un capítulo del libro para leerlo delante de todos. No había más condición que que no fuese el de «La chica de Enoshima» porque se haría demasiado largo. Y aunque sé que no es fácil plantarse a leer delante de gente, poco tardaron ellos también en decirme que si y meterse en faena.

La presentación empezó con Manolo, del instituto Cervantes, introduciendo al tipo aquel con entradas y camisa de cuadros que levantaba, nervioso, poco más de metro y medio en aquella esquina de la sala. Manolo, por cierto, junto a Teresa, se desvivió porque aquel día saliese lo mejor posible y fue un auténtico honor recibir el pie de su mano.

Algunas palabras mías después, empezó Guillermo con la lectura de «La señora de los paraguas«, el verdadero origen del libro, la historia de aquella anciana que acumulaba paraguas puede que sin saber para qué, pero que sonreía por si acaso. La madre y abuela de alguien, de espalda arqueada, mente difusa, canas infinitas, piernas menudas que acababan en zapatillas de andar por casa. Y siempre siempre, media docena de paraguas a su alrededor.

Me sorprendí al darme cuenta de que era la primera vez que escuchaba por boca de otro mis palabras.

Y me emocioné.

Gracias, Guillermo.

Con aquella primera historia empezó la idea del libro y por eso se leyó nada más empezar. Las lecturas debían cuadrar con la presentación y traté de que casaran con lo que yo iba contando, de darles un contexto, un fondo para que los que allí las escuchasen supiesen por donde nos andábamos sin tener porqué saber nada de mí. Así que cuando Dani me dijo que iba a leer «La casita de madera» reviví de manera muy nítida aquellos días en los que no hacía sino pensar encima de lo ya pensado sobre cualquier cosa que me encontraba y así lo conté. Le daba trescientas vueltas a todo y ahora sé que era por tratar de buscar retazos de felicidad, de calma y quietud entre una incertidumbre que se me antojaba ya demasiado grosera. Acababa de llegar al Tokio más monstruoso que recuerdo y ver aquella pequeña casa entre tanto rascacielos, escuchar aquella música antigua, ver aquel pequeño refugio en el que escabullirse del vertiginoso mundo de fuera me hizo darme cuenta de que, acaso, sentirse feliz no es un estado continuo sino la suma de todos los momentos en que lo fuimos por las más pequeñas cosas y que quizás el secreto era saber sentirlas.

Gracias, Dani, me hiciste volver a aquella ya inexistente oficina de Gotanda por un rato. Qué perdido estaba.

Chiqui pensó en darle otro tono a su lectura y eligió «Kawaii«, la historia de uno de tantos encuentros «semifortuitos adrede» con personas de las que no sabía absolutamente nada y que sin embargo llegué a conocer mejor que a muchas que llevaban tiempo ahí. Una amiga, pero más, una novia, pero menos. Una tía con más huevos que yo en todo caso.

Gracias Chiqui, me gustó acordarme de su irresistible impertinente insolencia. Menuda era.

Nerea quiso darle la réplica a Guillermo y se prestó a leer «La señora de los paraguas, epílogo«. Aquella mujer dejó de estar y yo supe que no volvería. Me di cuenta de que ya llevaba un tiempo relativamente largo en el mismo lugar, paseando por el mismo barrio, llamando «casa» a otras cuatro paredes en las que ahora solo vivía yo. Acostumbrado, de alguna retorcida manera, a tener ya mi rutina en un recóndito barrio de Tokio donde ella no iba a volver a estar. Medio estaba echando raíces sin tener claro si era el tiesto adecuado.

Qué bien leíste, Nerea, como se notan las tablas. Muchas gracias.

Cuando Rodrigo me dijo que iba a leer «La chica que siempre sonríe«, entendí al instante que aquello supuso el punto de inflexión, lo que cambió todo. Supe que conocer a Chiaki había sido el inicio de la segunda etapa de mi vida en Japón, supuso, sin ella saberlo, que fuese capaz yo de coger la pala y echar tierra sobre todos y cada uno de los tumbos dados, allanando, después, el terreno con cada pisada a su lado.

Me encantó escucharte, Rodri. Mientras tu leías, yo la miraba a ella y confirmé todas y cada una de tus palabras. Muchas gracias por haber elegido este capítulo.

Después conté como, gracias a todos vosotros, fue posible que el libro se hiciese realidad de tan preciosa manera. Sin dar demasiados detalles, conté los intentos frustrados con las editoriales, la campaña de crowdfunding, las reseñas que me habéis escrito y justo antes de las preguntas me guardé la lectura más especial de todas. Misaki accedió a leer «El trabajo de las estrellas«. Digo especial no porque el resto no lo fuesen, sino porque él tenía la dificultad añadida a los nervios por estar delante de gente de leer en un idioma que no es el suyo. Se lo preparó a conciencia, incluso lo tradujo a japonés para saber bien qué estaba leyendo y… y lo hizo fenomenal. Muchas gracias, Misaki, por atreverte y por no perder, nunca, el buen humor que te define.

Y ya después de las preguntas, degustamos todos unos vinos cortesía de Boeki Up, una empresa que se dedica a la promoción de productos españoles en Japón. Si necesitáis organizar cualquier sarao, aquí tenéis un correo donde podéis pedir lo que queráis que seguro que os lo consiguen: boekiup@gmail.com.

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Fue un ambiente mucho más relajado donde pude saludar a los que no conocía, que eran minoría. Me sorprendió mucho una pareja que estaba aquí de vacaciones y decidió «gastar» una mañana en ir a verme a mi en vez de al buda de Kamakura, por ejemplo, muchas gracias. Una señora japonesa vino a decirme que le conmovió mucho la historia de la señora de los paraguas, que los japoneses no se fijan en estas cosas. Un señor japonés que se durmió durante toda la presentación no dejó de hacerle fotos a Kota y el resto, pues un ratejo con los amigos de aquí, un ratejo de los buenos por definición.

Hoy, después de un mes, no puedo sino reafirmarme en lo que ya sabía y es que lo mejor de haber escrito el libro es la gente, sois vosotros. Con tanta predisposición, tanto buen ánimo y mejores caras, es un auténtico gustazo ponerse a hacer cosas, ya estoy tardando en escribir otro.

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Por cierto, todavía quedan unos pocos ejemplares, ¿quizás un buen regalo para Navidades?, aprovechad y haceros con ellos que seguramente no se hagan nuevas ediciones y os digo yo que merece mucho más la pena tenerlo en papel…