Por momentos revivo, rememoro tiempos no demasiado lejanos que sin embargo se sienten remotos.
Sin yo quererlo, o al menos no adrede, de veras.
A veces son simples instantes en los que según toque, vuelvo a sentir, de manera efímera, algo del frío de los muchos inviernos que tanto me dolieron.
Horrible sensación, desalmada y cruel, la de sentir frío en soledad.
Otras veces añoro profundamente, con rabiosa, aguda, honda y punzante melancolía aquellos días que me pertenecían hora a hora desde que me despertaba hasta que me volvía a dormir quizás solo quizás acompañado. Días sin estrenar, sin abrir, sin más plan que, cámara en mano, cruzar por algún paso de cebra de los muchos que todavía estoy por pisar del irreverentemente gigantesco Tokio en el que aterricé con más heridas por lamer que saliva y ganas. Caminar tropezándome con miradas que sostener y quizás desvalijarles el gesto con mi cámara por si cayese alguna sonrisa y poder recordar cada uno de esos instantes en otros momentos siempre que quisiese querer volver, lo que ha resultado ser bastante más a menudo de lo imaginado.
Si el arrojo me lo hubiera permitido, a muchas hubiese besado sin dudar. Porque daba igual, porque la vida era seguir adelante sin darle demasiadas vueltas, sin pensar en lo que pudiese pasar la hora siguiente o el día de después y mucho menos preocuparse por lo que pudiesen pensar desconocidos de mi si tampoco me conocen.
Demasiadas pocas cosas dejaban de dar igual.
Me atrevo a darme cuenta que ya nunca amanecer alguno volverá a ser exclusivamente mío. La nostalgia le empapa más a uno cuando llueve y últimamente no deja de jarrear.
Ayer, como desde hace casi un año, volví aproximadamente a la misma hora a la misma casa. Mientras pedaleaba, me acordé de aquella noche de verano después del trabajo en la que decidí que no quería volver a mi habitación y me fui hasta Odaiba donde después de cenar perdí el último tren y no me atrevía a calcular cuanto me costaría la vuelta en taxi porque sabía que no me iba a llegar. Dormí en el banco de un parque después de unas cuantas cervezas hasta que aquellos dos policías me despertaron, me pidieron la documentación y me dejaron en paz después de algunas preguntas. La mañana siguiente, ya en el trabajo con la misma ropa, cierto dolor de cabeza y un olor que no me atrevo a recordar, me sentía extrañamente contento porque era libre de hacer lo que me viniese en gana sin tener que dar explicaciones a nadie, porque sentía la vida a todo lo que daba. Podía hacer lo que quisiese cuando quisiese sin más responsabilidad que cumplir, y no siempre, el horario del trabajo que me permitía tener el dinero suficiente para dormir bajo techo aunque me diese por cambiarlo por un cielo sin estrellas o techos de habitaciones ajenas.
A veces salía a correr de madrugada, otras pasaba días enteros sin salir de la cama. Hubo una temporada en que iba a clases de Karate seis días por semana, agonizando entre moratones y agujetas el séptimo. Otras encadenaba resacas y no era capaz de averiguar adonde se había escapado la última docena de días.
Era blasfema y asquerosamente libre. No rendía cuentas ni a Dios.
Tampoco me atrevía a echar números conmigo mismo.
Como iba diciendo, ayer volví a casa a la misma hora. Abrí la puerta y escuché el «okaeri nasai», que me regala Chiaki con invariable entusiasmo día tras día desde que vivimos juntos.
Incalculable privilegio estar a su lado.
Llevaba a Kota en brazos pero al verme se empezó a revolver y Chiaki tuvo que ceder y dejarlo en el suelo como él quería. Suelo que apenas llegó a tocar cuando empezó a gatear a toda velocidad hacia mi balbuceando cosas que solo él sabrá lo que significan. Cuando llegó a mi altura, yo ya llevaba un rato de rodillas esperándole con los brazos abiertos y entonces, apoyándose en mi pierna, se puso de pies con asombrosa facilidad y me abrazó dando un grito mientras Chiaki se reía.
Y a mi se me curaron todas las morriñas, melancolías y demás putas gilipolleces de sopetón.