Aquella mañana, como todas desde hace casi nueve meses, nos despertamos ya apenas sobresaltados por los llantos de Kota. Llora haciendo mucho ruido, asegurándose, quizás, de que no está solo y al confirmarlo en brazos de uno de los dos, entonces ya si, ya se calla. O no, dependerá del día. Pero lo que es seguro es que no se vuelve a dormir porque para él ya es hora de empezar su rutina, de hacer sus cosas, esas que se toma tan a pecho, que son tan importantes como gesticular sin sentido alguno o gatear a toda velocidad hacia allá riendo o llorando para volver de nuevo acá llorando o riendo. A veces juraría haberle visto hacer ambas a la vez.
Todo mecido al vaivén de sus destiempos.
Ya habla, ya dice mamá y papá aunque no creo yo que sepa lo que significa. Ayer su madre era la planta del salón y su padre Messi que salía en la tele; raro es que Chiaki no se llame papápa, con acento en la segunda a, veinte veces al día. Eso que se lleva, al menos, porque a mi últimamente me llama intercalando “tás” y algo parecido a pedorretas.
Nuestros fines de semana, bueno, nuestros fines de semana… en realidad toda nuestra vida, todo, absolutamente todo gira en torno a lo que a Kota le de por hacer en cada momento. Es nuestro hijo, un bebé de tres veces tres meses que no puede hacer nada de lo aburrido por sí mismo, porque reír, ya te digo yo que se ríe él solito. Pero eso tan aburrido de comer e incluso dormir por su cuenta no lo lleva muy allá. Ahí si, ahí ya tenemos que meter baza nosotros; nunca he logrado entender porque cuando tiene sueño en vez de dormirse sin más, le da por llorar. Sería curioso que nosotros los adultos hiciésemos lo mismo. Hasta, sniff, buaaaaaaaa, hasta mañana, buaaaaaa… y así hasta que alguien nos coja en brazos haciendo de sponsor de nuestros sueños y pesadillas.
El fin de semana pasado fuimos como siempre que no llueve a dar una vuelta. Si podemos evitarlo no cogemos el tren, preferimos darnos nuestros paseos cerca de la estación y ya vamos descubriendo los restaurantes de la zona, de nuestra zona. Aquí va a crecer Kota, de casualidad, de rebote porque lo elegimos nosotros más o menos a voleo como mis padres eligieron Zalla en su día: ellos porque había un buen trabajo cerca, porque coincidió que se podía comprar un piso, nosotros porque fue el mejor lugar de los cuatro o cinco que visitamos a contrarreloj antes de que Chiaki diese a luz. Espero no habernos equivocado y que a Kota le guste Sengawa tanto como a mi Zalla, con que lo eche de menos la mitad cuando se vaya, yo ya me doy por satisfecho.
Y en esta zona, ya nuestra zona, nos vamos haciendo hueco: concretamente nuestro hueco, el de los dos; el de los tres.
En Tokyo cada estación es algo así como una ciudad independiente, sentimiento que se acentúa y diría que hasta se transmuta en pueblo cuanto más lejos se encuentre uno de barrios del centro como Shibuya o Shinjuku. Esto en Sengawa significa que siempre que va uno al mismo restaurante, está siempre el mismo cocinero aunque a veces se turnen los camareros, que el cartero que te trae los paquetes a casa tenga que ser o el de gafas o el calvo y que el guardia de seguridad del centro comercial salude a Kota todas las veces que pasamos por delante. Es una sensación amable, humana, quizás entrañable la de conocernos entre nosotros, la de que haya cierta estabilidad y coherencia dentro del disparate que es esta ciudad donde hay tanta gente que a veces es difícil no sentir diferentes niveles desde turbación hasta miedo cuando uno camina por el centro.
Aquel día volvimos al restaurante de Soba los tres, el que queda al lado de la única tienda de chucherías que conozco de todo Tokyo. Yo me pedí, por primera vez, un curry udón. Al de dos o tres sorbidas de fideos, Kota ya se tenía ganada a la señora de enfrente. Era mayor, aunque no demasiado; no tenía apenas arrugas, yo apostaría por que tuviese cinco años más de los que yo pensé, así que échale que diez por cinco cincuenta. No paraba de hacerle cucamonas a Kota, concretamente aquella de taparse la cara con las dos manos y después destaparse de repente con algo parecido a un “güaa” y Kota, que no se suele aburrir nunca, no paraba de descojonarse a carcajada limpia cada vez. Una, en concreto, fue muy escandalosa y me pilló a mitad con lo que a poco más se me sale medio fideo por la nariz del susto. Y de reír, claro, porque no puedo evitar hacer lo mismo que hace mi hijo la mayoría de las veces.
La señora pasó por nuestro lado con la cuenta en la mano dispuesta a pagar, pero se paró y estuvo un rato hablando con nosotros de lo que se suele terciar: la edad, de donde es el padre, si habla ya o tiene dientes… y acabó, como casi siempre pasa también, con un “qué ojos tan grandes tiene, cómo se nota que es half”. Es curioso esto de half; es evidente que no tiene ningún matiz despectivo, al contrario, pero me sigue sorprendiendo la facilidad con la que un desconocido se cruza contigo, le pega un codazo al que tiene al lado y le dice a gritos: “mira, un half!!, me kurikuri!!”. No me molesta, porque es cierto: mi hijo es mitad de Saitama y mitad de las Encartaciones, pero no me acaban de gustar las etiquetas. Aunque al fin y al cabo si a Kota le da igual, da igual. Y a Kota le suele dar todo igual, cucamonas mediante.
Hicimos después la ronda de costumbre por entre un GAP, un Uniqlo, la cafetería de los pancakes y la tetería de la anciana de casi la esquina y finalmente acabamos comprándole, de nuevo, un crepe al chico que tiene el mini autobús aparcado al lado del supermercado del centro.
– ¿Qué?, ¿dando un paseete? anda que no hace hoy bueno ni nada
– Pues si pero menudo caloraco
– Por cierto, que no os lo he dicho, pero que van a restaurar el edificio y me echan de aquí, que con los andamios no cabe la furgoneta.
– ¿Eh!!!? ¿Qué dices?, eso no puede ser, ¿y nuestro crepe de los sábados por la tarde? ¿y qué vamos a hacer?
– Jajaja, pues tendréis que veniros al oeste de Tokyo que es donde seguramente me vaya, que esto me pilla bastante lejos de casa
– Mecagüen la mar salada. Kota, a ti ni te ha dado tiempo a probarlos
– Mirad, hacemos una cosa, como voy a estar todavía por aquí un par de semanas más y todavía no lo sé seguro, pasaros antes de nuevo y os confirmo donde estaré. No hace falta que vayáis hasta allí porque ya os digo que a menos de una hora de aquí no voy a estar, pero cuando Kota crezca llevádmele aunque sea un día, que le hago uno especial, y a vosotros también que os voy a echar de menos.
Allí, en ese preciso momento es cuando me di cuenta. El señor de la crepería con el que trabamos amistad a base de pequeñas charletas entre bolas de helado y trocitos de chocolate, nos contó que se iba de allí y de repente sentí pena por alguien que no conocía en absoluto unos meses antes. De repente fui consciente de que había comprado una casa donde iba a vivir quizás lo que me quedase de vida, que allí en mi nuevo “pueblo” ya había hecho ciertas amistades, que tenía mis hábitos, mis lugares.
Que no había hecho sino empezar a echar raíces.
«Por fin» pensé. Y me sorprendí, y mucho, de haberlo hecho.