Casi va a hacer un año desde que Pikatxu certificase nuestra unión. Un año viviendo con una chica japonesa nueve años menor que yo en un barrio a media hora de Shibuya, en Tokyo. Resulta que soy un arafo, que en japonés significa «cerca de los cuarenta» (del inglés «around forty»), que duerme y se levanta junto a la misma mujer, que es la mía, encima de una cama de Ikea que montamos entre los dos cuando todavía no habíamos ni pensado en ser más de un par.
La vida es fácil. Muy fácil. Con Chiaki todo es fácil, hasta los problemas no lo son tanto. Alguno me decía que esa es la mentalidad japonesa y yo le contestaba contándole la historia de Eri, una novia que tuve algunos años atrás con la que algo tan en apariencia divertido como ir a cenar a un restaurante, se convertía en un auténtico suplicio por tantas pegas que le podía encontrar a prácticamente todo. Odio a esa gente cuya misión es buscarle las cosquillas a todo sin saber, quizás sin poder, disfrutar de absolutamente nada. Y era japonesa de pura cepa. Así que no vengamos con estas gaitas, que no.
Pero con ella es fácil. Una vez me puse a cocinar y estaba friendo pimientos de piquillo parecidos a los de mi pueblo que encontré en el súpermercado. A la vez estaba haciendo una paella a la que se le había acabado el agua y con las prisas de querer echarle más, le di con el brazo al mango de la sartén que sobresalía y los pimientos salieron volando junto con aceite hirviendo que salpiqué por entre las paredes y el suelo. Suelo que, por cierto, nunca ha vuelto a ser el mismo: tiene unos bonitos manchurrones fruto de semejante alarde de habilidad sin igual… chamuscado totalmente.
Total, que monté un Cristo de cojones, me ve Chicote y me pega una hostia a rodrabrazo.
Chiaki, que estaba en el sofá, vino a la cocina sobresaltada por la escandalera y cuando vio los tres pimientos que se quedaron pegados en la pared se empezó a reír como si no hubiese amanecer. A descojonarse. Viva. Se partía y mientras me ayudaba a limpiar el tinglado, se seguía descojonando pero hasta no poder más. Al dia siguiente decía que tenía agujetas de reírse, y todavía hoy suele contar de vez en cuando aquella anécdota en plan «¿te acuerdas de la que liaste en la cocina aquella tarde?».
Por eso digo que es fácil. No conozco a ninguna otra persona, incluyéndome a mi, que hubiese reaccionado de esa manera. Es cierto que no se podía hacer mucho más, el daño ya estaba hecho y nada de lo que pudiese decir iba a arreglar la situación. Pero lo normal, lo que hace una madre cuando se te cae un vaso al suelo, es chillarte y decirte que pongas cuidado. Como si tu, que a pocas te cortas con los cristales, no te lo hubieses aprendido ya de primera mano.
Ese es un ejemplo de cómo de fácil es vivir con ella. Es su forma de ver la vida, de no ver problemas donde en realidad no los había. Lo que no significa que si hay algo que no está bien o que no funciona, se hable. Como cuando destrocé la segunda moto rompiéndome el brazo por el camino, que igual si que era la hora de ir dejando las motos. Porque vivir conmigo no sé si será fácil, pero no es algo que yo recomendase a quien quisiese tener una vida tranquila: cuando no aparezco con el brazo roto, se me cae la bici en la cabeza, me quemo media pierna jugando a futbito o me marcho a correr media maratón a la ladera del Fuji el fin de semana de más frío de todo el invierno cuando probablemente no era el mejor plan que ella tenía en mente.
Así que mi vida es fácil, y como me lo ponen fácil, me doy cuenta que la cosa es recíproca aún sin proponérmelo porque no puede ser de otra manera. Si a ella no le importó irse a un hotel en la peor época del embarazo para que mi familia estuviese en nuestra casa, a mi me resulta imposible siquiera pensar en encontrar la más mínima pega cuando me propone visitar a su familia en el templo, por ejemplo. Y así con todo.
Un típico día de mi nueva vida empieza cuando suena la alarma de mi móvil. Yo me levanto antes porque voy en bici hasta Shibuya y ella trabaja a una estación de casa. Café en mano, me recorro las noticias de mi país por internet hasta que media hora después ella ya está en el sofá haciendo lo propio con un tazón de cereales y la tele. Normalmente comentamos las noticias de Japón, pocas veces le suelo yo contar las últimas andanzas de Bárcenas. Una ducha después ya estamos cada uno camino de la oficina. A ella le tocará visitar clientes y supervisar que las obras se estén haciendo bien, a mi me tocará rascateclear al lado de un tipo que tiene los mofletes como el icono del Chrome. Entre medias, compartimos algún que otro mensaje con el Line sobre qué vamos a cenar esa noche, qué vamos a hacer el fin de semana… en japonés, porque es el único idioma que habla ella aunque yo creo que entiende más castellano del que dice.
Al volver suele estar a los fogones porque llega antes. Pone la música que está dentro de mi viejo iPhone, con lo que no es raro que esté cocinando okonomiyaki a ritmo de Platero y Tú o Extremoduro. Dice que le gusta escuchar lo que yo escucho aunque no entienda lo que dicen. Yo me ofrezco siempre para echarle una mano, y siempre me dice que no a no ser que haya que bajar algún plato de la estantería de arriba. Así que paso a la fase de recoger la ropa tendida o poner la lavadora o lo que vea que se puede hacer mientras comentamos el día. Últimamente la conversación es sobre nuestro hijo, claro, tenemos algún que otro nombre pensado pero nada definitivo. Ah, y que parece que se mueve mucho.
Cenamos viendo la tele, a veces algo de Hulu porque es fácil que haya series en inglés con subtítulos en japonés. Ya no tengo problema para entender más o menos todo en inglés, pero todavía el porcentaje no es, digamos, cómodo en japonés. Aún así no es raro que veamos también lo que estén dando en la tele en ese momento… los programas de humor japoneses son fáciles de entender porque se basan, mayormente, en gente haciendo el ridículo o dándose de hostias.
Después estudio japonés un rato mientras ella sigue viendo la tele u hojea publicidad de algún piso que estén construyendo en Tokyo porque esto de vivir de alquiler seguramente dure poco. Entre kanji y kanji, le leo alguna nueva frase que he aprendido y ella me corrige y normalmente se descojona. Después me toca fregar los platos y recoger la cocina. Ya que ella prepara la cena, es lo mínimo que puedo hacer. Pero la base de todo esto es que yo nunca le pediría que hiciese la cena como ella tampoco me pide nunca que recoja los platos. Lo hacemos porque queremos y darnos las gracias sale solo.
Siempre hay un rato para hablar sin televisiones ni interferencias, normalmente es antes de dormir. Hablamos mucho, hacemos muchos planes de futuro: que si tenemos que hacer algún viaje, que a ver cuando volvemos a España con el niño, si se atreverían a venir nuestros padres de nuevo… últimamente estamos pensando en donde vamos a vivir y el dinero que haría falta para comprar un piso en según qué parte de esta inmensa ciudad.
Total que nunca imaginé que mi vida de casado fuese de esta manera. Nunca pensé que iba a ser en Japón, para empezar, pero nunca habría pensado que estar compartiendo la vida con otra persona podía ser tan fácil.
Y tan bonito.