Esto cantaba Michael Jackson en aquellos años añejos perdidos ya entre la memoria adolescente que yo suelo dar ya por olvidada demasiado a menudo ahora que mi vida es tan diferente.
La manera en que me haces sentir.
Ahora que mi vida se antoja más seria que nunca, que parece que importa más lo que uno hace quizás por estar cada vez más lejos de los treinta, me he dado cuenta que muchos de los sentimientos que surfean la linde entre mi piel y mis venas están causados por la presencia o ausencia de las distintas personas que disfruto o padezco a lo largo de las horas que estoy despierto. Cómo me hacen sentir es algo que suma y resta en la cuenta de la felicidad diaria que a su vez acumula llevadas en el resultado final.
Y es algo que no puedo cambiar por mucho que lo intente. Importa poco si es trabajo, hobby o tiempo entre medias de los dos. Son las personas que están las que deciden cómo me siento. Curiosamente.
Mi padre: la persona más sencilla del mundo, un señor de pelo blanco, alma de poeta y dos o tres halagos en los bolsillos del chaleco que sacará y te soltará a la que coincidas un rato delante de él. El hijo pródigo que es un calco de su padre, que era mi abuelo, con sus historietas, sus manías, sus tretas y sus vicios imposibles de cambiar. Verle fumando en la puerta del todo a cien de al lado de mi casa en Tokyo con una lata de café caliente en la mano comunicándose por gestos y ademanes con los compañeros ocasionales de caladas y cenizas dijo todo de él. Si algo no le gustó, si tuvo jetlag no le oí quejarse en absoluto, sólo le escuché historias de lo que había visto o hecho en sus paseos matutinos diarios por el vecindario y palabras amables sobre mi familia política. Por eso, aunque no está a mi lado, basta acordarme de él para hacerme sentir bien, contento, con ganas de verle de nuevo. Sonrío y es de verdad.
El dependiente de barbas del supermercado: una persona arisca, seca, con una mueca de estas que parecen decir que el mundo huele mal en todo momento. Un chico con el que sólo tengo que coincidir una o dos veces por semana cuando no me queda más remedio que pasar por su caja y ver cómo, de mala gana y peores maneras, va pasando mi compra por su escáner para gruñirme algo parecido al precio. Un señor con el que no quiero compartir tiempo y espacio porque me hace sentir hastío, me cansa, me incomoda.
La señora mayor de Karate: alguien más cerca de los ochenta que de los setenta que siempre me espera a la salida de las clases para darme un botellín de agua y algo que ha comprado y que, dice, le recuerda a mi: una lata de anchoas de España, un paquete de café italiano porque al fin y al cabo todo «está a mano en Europa», una revista en perfecto japonés con un reportaje sobre flamenco… Alguien que no estaba en mi vida hasta hace nada, una perfecta desconocida con quien, sin embargo, quise compartir que me iba a casar cuando me iba a casar, que iba a tener un hijo cuando supe que iba a tener un hijo. Una señora japonesa a la que he visto más tiempo con un karategui blanco y un cinturón negro que con ropa de calle, una compañera de patadas y puñetazos a la que echo en falta si un día no puede venir porque le toca cuidar a su nieto. Alguien que a veces no está y que no me gusta que no esté. Me pregunto si alguien echará en falta que yo no esté en su día cuando no estoy.
Un compañero de trabajo que siempre llega tarde, que siempre está enfermo. Un tipo que suele llevar la misma ropa a diario, que no responde a los saludos ni saluda, que gruñe y tose más que habla aunque no por ello deja de fumar, que golpea el teclado con fuerza como si estuviese sólo en la oficina. Es una persona triste pero no porque esté triste, sino porque no tiene la capacidad de darse cuenta de cómo es. O no le importa, no sé qué será peor. Un fulano con el que me ha tocado trabajar y contra el que tengo una coraza con la que trato de hacer mi trabajo sin dejar que su atmósfera entre en la mía, que ha de ser hermética. Casi nunca lo consigo porque no le respeto y me acaba contaminando. No entiendo ni aguanto su forma de ser… verle entrar por la puerta hace que a veces me quede súbitamente sin fuerzas, que se me quiten las ganas de todo. Aunque no hable con él en todo el día.
La monitora del gimnasio, una chica extremadamente jovial que me preparó ejercicios específicos para volver a coger fuerza en la muñeca izquierda, que siempre que le toca empezar el turno, va persona por persona dando los buenos días reverencia mediante. Alguien que se sabe mi nombre aunque yo no me sé el suyo, que aguanta todas mis historias: que si me he caído con la moto, que si tengo competición de Karate, que si hoy he venido corriendo desde casa… y me sonríe y hace por que le cuente más y que parezca que de verdad le interesa. Siempre sonríe. Aunque sea su trabajo. Y por eso yo sonrío cuando la veo o cuando me acuerdo de ella.
Yo soy de ésta manera. Me ha tocado ser así y no lo puedo cambiar aunque lo he intentado: las personas me afectan, lo que hacen, sus gestos, sus palabras… todo me afecta para bien y para mal. Hay gente a la que le da igual que le contesten o traten mal y sin embargo a mi no se me olvidará nunca, como tampoco dejaré nunca de recordar una palabra o un gesto amable. Soy un rencoroso y a la vez tremendamente agradecido. Soy capaz de perdonar y mi mente de olvidar, pero mi corazón nunca lo hace y siente a su manera.
Odio a los egoístas que sólo piensan en sí mismos, a los que se quejan por todo y no saben apreciar nada de lo bueno que les rodea, a los que discuten sin sentido, a los que desprecian, ignoran o ningunean a los demás. Me hacen sentir mal, triste, consumido, exhausto… incluso a veces, aunque no vaya conmigo directamente, me afecta tanto que lloro las situaciones por mi cuenta cuando nadie es testigo del semejante disparate que es verter lágrimas por motivos ajenos.
Y sin embargo quiero con locura a la gente sencilla, a los que no tratan de aparentar nada más de lo que saben que son, a los que les das un vaso con agua y se la han bebido antes de preocuparse si estaba de la mitad para arriba o para abajo nada más que porque se lo has dado tu. Soy entusiasta, fan, hincha de los que contagian felicidad y navegan por la vida con una cara amable por bandera y las maneras por timón teniendo bien en cuenta que no están solos en este mar de locos.
Así que ahora, un cacho más cerca de ser padre, con los cuarenta veranos esperándome en el horizonte, he decidido que mi objetivo es eliminar de la ecuación cualquier sustraendo triste o ruín divisor. Que no tengo más remedio que tratar de rodearme de quien me haga, sin saberlo, el favor de sumar o multiplicar para que al llegar la noche mi corazón esté lo más lejos posible de estar en números rojos, que no debe quedar absolutamente ni un alma en el debe.
Y sin embargo, que tenga que haber las que tenga que haber en el haber.