Después de un par de semanas de incertidumbre por culpa del trabajo, al final Chiaki pudo acompañarme a Kawaguchiko donde iba a correr mi primera media maratón alrededor de uno de los lagos que le hacen de espejo al monte Fuji cuando se despierta.
Aproveché esa mañana para adelantar lo que pude del libro enviándole más revisiones de capítulos a Fran hasta que la que me regala dormirse cada noche debajo de mi mismo edredón pudo volver a ésta, nuestra casa de prestado, desde el trabajo. Era bastante tarde, calculo que salimos de casa sobre las cinco y la hora del checkin del hotel eran las seís así que por mucho que las echáramos, las cuentas no nos iban a salir y el reloj no iba a parar de reírse. Estaba claro que el fin de semana iba a ir de pelear contra él y ya nos llevaba bastantes vueltas al ruedo de agujas de ventaja.
No iba a caer en la novatada de la maratón de Tokyo de febrero, ésta vez me aseguré de no llevar prácticamente nada más que la ropa necesaria para soportar el frío que iba a hacer y si acaso un par de caramelos por si la garganta se seguía resintiendo. El resto lo ponían ellos: avituallamiento cada cinco kilómetros incluyendo chocolate, plátanos y bebidas isotónicas… sólo quedaba que nosotros fuesemos capaces de llegar a ellos.
En el segundo tren camino de Kawaguchiko íbamos ya media media maratón: gente de todas las edades aunque no razas: no me crucé con ningún extranjero pero esto dejó de importar hace tiempo, es más, confieso que me ha acabado gustando esa sensación, la de ser el infiltrado donde otros, quizás, no saben, no se atreven o no les interesa estar.
Íbamos de pies, pero un señor de cerca de unos sesenta años me tocó la pierna:
— Hay sitio para uno aquí al lado —me dijo señalándome el pequeño trozo de asiento que quedaba entre él y una chica concentrada en la pantalla de su teléfono móvil, el mundo allá afuera dejó de existir hace siete paradas— si hacéis el amago de sentaros, ésta se echará para allá y cabe uno.
— Chiaki, ¿te quieres sentar?, a mi me da igual
— No no, pero muchas gracias
— Eso, gracias
— ¿Vas a correr la maratón?, yo también —prosiguió aquel señor sonriente que bien podría ser mi padre— llevo cinco años corriéndola, tardo mucho, pero siempre la acabo, mira este año llevo zapatillas nuevas.
Unas Asics de color naranja fosforescente hacían las veces de los zapatos que le correspondería llevar a alguien de su edad. Las traía puestas desde casa junto con una sonrisa que se le vería hasta desde atrás. No llevaba ni pantalón de pana, ni boina, ni bastón, sino mallas, gorra de beisbol y todas las ganas del mundo de azuzarle a la vida alejándose más y más de la fecha de caducidad que nos empeñamos en colgarles. Así quiero vivir yo, así tiene que ser la cosa esa de ser feliz: sentirse siempre con un ánimo tal que sea imposible reprimir las ganas de contarle a un desconocido lo que con la ilusión de un chiquillo se pretende hacer.
Hora y pico después llegamos a la estación Kawaguchiko, la que queda más cerca del Fuji por este lado. El señor mayor llevaba levantado junto a la puerta desde tres estaciones antes, no veía el momento de salir de una vez, aunque tuvo el detalle de esperarnos en la salida de la estación y despedirnos con un «ganbatte» antes de desaparecer entre calles.
Mientras Chiaki llamaba al hotel, yo fui a recoger el dorsal y el chip que se lleva en la zapatilla para controlar los tiempos. Era de noche y hacía un frío del carajo, mucho más de lo que pensaba, la diferencia con Tokyo era de unos diez grados aproximadamente, lo que dejaba el asunto en un par de pares bajo cero.
De alguna manera conseguimos subirnos en el último autobús lanzadera que nos dejó en la puerta del hotel que quedaba a unos 9 kilómetros de la estación. Al recepcionista no le quedaba nada, pero nada nada claro que al día siguiente yo pudiese presentarme a las siete y media de la mañana para correr la maratón. Resulta que se corría por la misma carretera por la que habíamos llegado, que no había otra, y que la cortaban precisamente por esto mismo así que estábamos totalmente incomunicados hasta que acabase. No hay trenes, ni autobuses y todos los taxis a los que intentaba llamar le decían que era imposible.
De repente estábamos en la habitación de un hotel entre montañas tratando de buscar la forma de poder recorrer los 9km que nos separaban de la línea de salida. El Chiqui, Guillermo y Nerea resulta que se habían animado a venir y estaban en otro hotel, así que se me ocurrió llamarles por si cabía la posibilidad de que hubiesen venido en un coche alquilado y me viniesen a buscar, pero no fue así el asunto.
Estaba ya mentalizado totalmente sobre la bilbaínada que sólo me quedaba por hacer: salir del hotel a eso de las seis de la mañana e ir corriendo los 9km hasta la línea de salida donde tendría como hora y media para descansar y empezar la media maratón hasta donde las piernas tuviesen a bien aguantar. Si una vez corrí 42km, esto debería poder hacerse, pensaba.
Menos mal que una última visita a la recepción del hotel nos trajo buenas noticias: un taxista estaba dispuesto a venir a buscarme a las cinco de la mañana, un poco antes de que cortasen la carretera, para dejarme en la estación. En ese momento me crucé con el primer extranjero que iba también a correr y tampoco tenía cómo ir, así que le ofrecí compartir taxi. Cuando supo la hora de salida, dijo que ni hablar se iba a pegar semejante madrugón, que ya si eso corría el año que viene.
Ahí es cuando me acordé del abuelo que venía en tren vestido desde casa…
Pero yo si tuve un par de luces más que el apagón de este tipo y por supuesto que madrugué. A las cuatro estaba ya en pie con la ropa puesta y deseando llegar ya a la estación para fantasear con un Fuji amaneciendo…
De repente aparecieron todas las estrellas que llevan años fuera de Tokyo, estaban todas allí arriba, yo creo que no faltaba ni una. El señor volcán fue una silueta negra, después blanca y finalmente un majestuoso monte cortado por la punta que ya no dejó de vigilarnos en ningún momento.
La carrera fue preciosa. No había prácticamente nadie animando, no bailaba nadie para nosotros como en la maratón de Tokyo, no era un evento tan popular ni multitudinario y sin embargo no pude evitar ponerme a llorar como un niño cuando al salir de aquél túnel, apareció de nuevo el Fuji con el lago Kawaguchiko bañándole los pies. No tuve que llegar a la meta como en Tokyo, apenas a los dos o tres kilómetros mis ojos ya sintieron que había que desaguar tanta emoción o nos íbamos a acabar ahogando los tres. Fue, sin ninguna duda, el lugar más bonito en el que me ha dado por ponerme a huir de unos o de perseguir a otros, según para donde se mire.
Llegué a la meta mucho antes de lo esperado, quizás iba con la mentalidad de la maratón y esto era menos de una media. Los 17km llegaron pronto y apreté el paso en los cinco últimos tratando de bajar el tiempo de hora y media, aunque no fue posible. Total: 1h 42 minutos con un ritmo medio de 6 minutos por kilómetro y 3 o 4 lágrimas por cada cuarto de hora.
Ahora mientras escribo esto desde el ordenador de la oficina dos días después sigo notando las piernas cargadas, pero miro con ilusión a la siguiente media maratón que será este mismo domingo. Leo los mensajes que me mandan el Chiqui y Dani para quedar y no puedo evitar sentirme un poco como aquél señor del tren: con ganas de contarle al primero que pase que voy camino de Yokohama a poner un pie delante de otro y luego el otro delante de éste y luego el de atrás por delante del de delante…
… y el que se ha quedado atrás lo adelanto y … así hasta que llegue cuando tenga que llegar.
O no, porque ya dará igual.