Hoy me voy a las seis porque he entrado a las nueve y tenemos horario flexible. Todo el mundo lo sabe, es martes y los martes me voy a Karate. Los viernes es igual. Lo hablé con el jefe y no había ningún problema, siempre y cuando, claro está, uno sepa arrimar el hombro cuando pinten bastos. Después de cinco meses, esto no ha pasado más que un día.
Estaba sólo en la oficina cuando a las nueve y media ha venido el jefe de equipo. Hasta donde yo sé, tiene un par de críos y él también se va hoy a las seis y algo. No es lo habitual, pero tampoco es raro.
El de dos sitios más para allá es un chaval que no sé cuantos años tendrá, pero no más de 25. Quitando los martes y los viernes, raro es que me vaya yo antes que él, y yo nunca salgo más tarde de las ocho. Enfrente tiene a una chica que es madre de un crío y que tiene jornada reducida por esto mismo; a las cinco y media todos los días se va a recoger a su chaval. Me contaba su compañero, el que queda a su izquierda, que dejó su trabajo anterior entre otras cosas porque no le dejaban hacer esto de salir antes y ella quería ver crecer a su niño.
El que me lo contó aquél día resulta que ahora va a clases de ballet y ha empezado a salir un par de veces por semana a las seis de la tarde. Antes de estas clases, tampoco era raro que se pirase antes que yo la mitad de los días.
Ella no es la única que tiene hijos, hace nada otro compañero ha tenido su segundo chavalote. Tampoco le he visto quedarse hasta tarde prácticamente nunca, aunque si sé que tuvo que hacerlo durante semanas cuando el proyecto empezó y no se llegaba a los plazos. Fue un hecho puntual, no ha vuelto a pasar.
Es una empresa japonesa, como las dos anteriores en las que he estado, ésta quizás más porque pertenece a un grupo grande y ese, digamos, sentimiento corporativo, se acentúa. En todas las empresas ha habido siempre mayoría de japoneses y la de ahora tampoco es una excepción. En ninguna de las tres empresas me he encontrado con nadie que viva en el trabajo, que se quede sólo por aparentar, que viva para trabajar en vez de lo contrario. Entre mis compañeros desde que llegué a Tokyo puedo contar un par que comían con la boca abierta, otros eran unos rascayús insufribles y todavía me sigo encontrando con genios capaces de hacer maravillas con un teclado. Todos somos gente con nuestras vidas, nuestras comeduras de cabeza, nuestros complejos, nuestros amores inconfesados, nuestras dietas por acabar, nuestras prioridades y nuestras tonterías. Somos personas con una renta que pagar, con una novia que nos espera dos veces por semana en algún restaurante a las ocho de la tarde, con un barrio al que ir a fotografiar o un bar que saquear sin tregua con amigos.
Clasificarnos por nacionalidades debería hacerse sólo para empezar chistes.
Confieso, no, digo con cierto orgullo que en esta empresa estoy trabajando más que nunca, primero porque me gusta lo que hago y segundo porque quiero y siento que debe ser así. Pero también digo que nunca me han obligado a quedarme hasta tarde y nunca he tenido que hacer horas extras por sistema.
Quizás es que he tenido suerte hasta ahora, o puede que haya sabido regar la flor esa que me brotó en el culo hace muchos años, pero afirmar que cualquiera que trabaja aquí prácticamente muere me parece tan absurdo que no he podido más que contar un poco de lo mío por si a alguien, quizás, le interesase saber que eso de generalizar puede que quizás no sea muy correcto.
Pero esto hay que leerlo con cuidado, porque puede que mi realidad no sea la realidad aunque a mi me lo parezca, quizás más que nada porque es la mía.
Es lo que tienen el puede y el quizás, que quizás.
O que puede.