Archivo por meses: agosto 2011

Buen viaje, emperatriz

Te conocí una noche, diría que era otoño porque viendo ahora las fotos, no llevábamos demasiado ropa de abrigo todavía. Digo que te conocí, porque esa noche no te cuenta como la que me conociste tu a mi. Pero insisto en que coincidimos y recuerdo claramente que me hablaste con familiaridad, con mucha cercanía aunque no tenías claro quién era o qué hacía allí en aquel, ya vuestro bar. Tuve esa rara sensación que pocas veces pasa de encontrarme a gusto con alguien recién conocido, con alguien extraño. Aunque también es cierto que pronto dejaste de serlo, en cuanto te alcancé a tequilas.

Te pregunté si eras argentina, todavía me avergüenza acordarme y casi riéndote de mí me dijiste de donde venías, con gesto de enfado fingido arrugando el hocico. Sólo te faltó un «carajo pinche güey» para dejármelo claro. Ignorante de mi, créeme que nunca se me volverá a pasar un acento como el de los tuyos en la vida, que lo llevo aquí bien adentro entre los pulsos.

Creo que yo también olvidé, sin querer, el resto de la noche aunque fíjate si me dejaste buena impresión que tu no te me borraste.

No recuerdo bien la siguiente vez en que nos volvimos a ver, lo cierto es que no tengo ni la más remota idea porque hace bastante tiempo desde entonces, pero me fascina acordarme de tantas otras, de tantos mágicos momentos que fue una delicia vivir contigo alrededor… porque mira que no hemos parado quietos, ¿eh?. Esta misma noche me decías que todos teníamos mucha energía, yo creo que es cuando estamos todos juntos que es que se entrelazan las que llevamos dentro y nos sale la suma con llevadas. ¡Menudo desperdicio no habernos conocido antes!. Y es que cuando uno va andando adrede los días, no se da cuenta que el camino se convierte en años y a veces duele un poco no haber sido capaz de tomar tal o cual desvío, y claro, al llegar al peaje ya no te dejan hacer un cambio de sentido…

Te me vienes a la memoria entre autobuses nocturnos con nuestros chismes chismosos entre onigiris al whisky, infinitos pasos entre senderos y templos sudando la vida por los poros, noches de mentira con el mundo a oscuras sin dejar de temblar, ferris que atravesaban mares y nos llevaban a montañas mágicas de docemil recovecos donde disimularse entre bambúes y budas, pueblos detenidos en vidas pasadas desafiando ser profanados por eso tan nuestro de las isos y las efes…

Yo creo que me quedo con los momentos más íntimos de la familia Tokyota en tu casa, esa que nunca has dudado en hacer de todos siempre que nos hemos sacado de la manga alguna excusa para juntarnos. Esos son los recuerdos grabados a fuego de mezcal que tendré siempre tan frescos como tu cara de reír. La promesa de ayer también me la guardo aquí del esternón para adentro a mano izquierda, será todo un privilegio contar contigo en Japón, en España o en los dos, no dejo de emocionarme pensándolo.

Y ahí te me vas a inaugurar tu nuevo año de vida a otro país, mira que te ha gustado siempre celebrarlo a lo grande, ¿eh?. Pero bueno, que mira, que nos vemos pronto, no tengo ninguna duda, sea en Japón, España, México, Nueva York o en la luna lunera cascabelera, ¿qué mas da?. De mientras, hágame usted el favor de ser feliz, o por lo menos de reírse de todo lo que pueda, que es de lo que se trata esta copla desde el cabo hasta el fin. ¡Y que se mueran los feos!.

Cuídate mucho pendeja que bien sabes de sobra que se te quiere.


Nichitsu ghost town

En verano hago como el triple de cosas que en cualquier otra época del año, y eso que este nos han cancelado un montón de matsuris y hanabis por respeto a las víctimas del tsunami. No sé, es como si viviese al 150%, me faltan horas y días para hacer todo lo que quiero… en cambio en invierno estoy ahí todo tristaco encerrado en casa sin ganas de hacer ná…

:ojetepalinvierno:

Aprovechando mientras podemos, el domingo pasado nos fuimos a un pueblo abandonado en las montañas de Saitama, «Nichitsu town». Antonio preparó el viaje: a tal hora en tal sitio, después alquilamos coche desde allí que ya lo tengo reservao y para allá que tiramos, traed todas las cámaras que tengáis.

El pueblo surgió debido a la explotación minera cercana, que por lo visto sacaban oro allá por el año 1600 y después hierro y zinc. En el año 1937 las minas fueron compradas por la «Nichitsu Corporation» y de ahí el nombre del pueblo, o lo que queda de él porque sobre 1978 los trabajadores y sus familias empezaron a abandonar el lugar debido a que la mina empezó a escasear y ya no se sostenía el tinglado.

Esa información la he encontrao yo por internet, seguro que si buscáis encontráis más en condiciones que esto de escribir posts pensando que se es periodista o algo así me da rollo. Yo contaré que después de casi dos horas por una carretera que enseguida empezó a seguir a un río y a meterse debajo de túneles a cada cual más del año catapún, pasamos por al lado de lo que parecía una mina. No podíamos estar muy lejos, así que tiramos un poco más mirando a ambos lados de aquella carreterucha con atención hasta que después de algunas vueltas y pasarnos el pueblo, nos acabamos parando cerca de una especie de taller.

La verdad es que no impresionaba demasiado…

Menos mal que la cosa mejoró, y no sabéis cuanto, cuando un poco más abajo nos metimos en una especie de ryokan de dos plantas. Tablas que cedían y suelos de un tatami ya blando por años de humedad nos daban la bienvenida. Nosotros nos dedicábamos a inmiscuirnos sin permiso en la vida de los que allí se hospedaban sacando fotos de lo que allí abandonaron. Había tantas cosas que era como si hubiesen huido de algo sin tiempo a recoger… mejor no pensarlo…

Discos de música, tableros de go, televisiones, máquinas de karaoke… incluso futones dentro de los armarios. En algún momento entre la primera y la segunda planta dieron las doce y empezó a sonar una música a todo volumen, una de esas melodías al estilo del Yuyake Koyake de Tokyo. No os podéis hacer a la idea de ese momento, el de estar todos dentro de semejante lugar y que suene una canción infantil de repente… todavía me acuerdo de las caras que pusimos…

Detalles como la cabeza de la muñeca colgando o la hoz clavada en la pared nos hacen saber que algunos graciosillos se han pasado por aquí antes, y eso que la regla esencial a la hora de difundir este tipo de lugares es que no se toque nada, que se deje todo como está. Yo he de confesar que intenté romper un cristal de una patada, no pude aguantarme aunque no lo conseguí…

Pasamos por algunas casas más y dimos con lo que parecía una residencia de estudiantes, con un ambiente algo más personal que el ryokan anterior. No me acaba de cuadrar la razón de este tipo de residencia cuando en el pueblo en teoría solo hay una escuela para los hijos de los mineros, ¿quizás trabajadores temporales de la mina?

Dimos, ya por fin, con la ansiada clínica o casa del médico donde dicen que había incluso un frasco con un cerebro dentro. El susodicho no lo encontramos, pero para mi fue sin duda el lugar más acojonante de todos con radiografías por el suelo, utensilios médicos e incluso una especie de mesa de operaciones que daba mucha mucha grima.

Cerca de ahí estaba el teatro o salón de actos o algo parecido donde haciendo el cabra bajando del escenario cedieron las tablas y me hundí hasta la rodilla. Menos mal que no me clavé ninguna movida, que seguro que allí de desinfectada tendría poca!!

Buscando la escuela, nos encontramos con lo que parecía ser el supermercado y un poco más allá unos baños municipales.

No dimos con la escuela y como empezaba a ponerse oscuro, decidimos coger ya el coche rumbo a Tokyo. Si las fotos pesasen, hubiésemos llevado las cámaras arrastrando, menudo festival.

Gracias a Sara, Héctor, Pablo, Antonio y Carlos me reí mucho ese día, pero creo que ha sido sin duda de las excursiones más acojonantes de mi vida… llega a salir un tío de un armario y llego a Yokohama corriendo!!


Así lo cuenta Carlos, y así lo cuenta Héctor

Mañana, el nacional de Karate

La cosa se pone seria. Mañana en el estadio olímpico de Yoyogi sobre las cuatro de la tarde dirán algo así como «Diaz senshu» y entonces saldré yo con mis guantillas a ver que me cuenta el de enfrente con las suyas.

Desde Harajuku no se tarda ná, si alguien se aburre mañana a eso de las cuatro de la tarde, que se venga que la entrada es gratis (it’s freeeee).

Ojo que es el estadio pequeño, ¿eh?, este:

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Me he dado cuenta de que ya llevo bastantes competiciones desde que me vine a Tokyo a vivir, y que la verdad es que no ha habido resultados regulares, uno nunca sabe lo que va a pasar…

Ganar combates sin tener claro como…

Que me dejen KO de una jibia y no expulsen al otro…

IkuKarate from (más) Historias de un abstracto on Vimeo.

Ganar combates en condiciones….

Karate segundo combate from ikusuki on Vimeo.

Que me descalifiquen por falta de control…

Perder por salirme del tatami por culpa de un miura que se cree karateka….

En cualquier caso, he de decir que siempre he salido muy contento de mi papel, no se me quitan las ganas de seguir presentándome. No sé, uno se toma los entrenamientos de otra manera si se tiene la meta de tal o cual competición, no deja de tener su aquel pensar que te vas a poner a pegarte delante de un desconocido, por muchas reglas que haya.

¡enough chapa!
¡buen finde a todos!
:gustico:

Escaparse…

…y soñar que volamos pero bien agarrados de la mano, así, más arriba, más cerquita de la luna canalla que sé yo que se calla todo lo que sabe que somos. Claro, tanto vigilarnos… escúchame lunera sinvergüenza, ¡como se lo cuentes a alguien!

¡Ven, ven, corre que sale ya! vamos a jugar a piratas y ya puedes tener cuidado que tengo pensado tirarme al abordaje de tu cintura que ha de ser mía antes de arribar a puerto. Cuento hasta tres y voy, que eres mi botín y no te me escapas, ¡por estas que no!

Unoooo….

Y caminar entrelazados entre piedras que arden y que ya ardían desde mucho antes de conocernos. Y avivarnos, el uno al otro, para que juntos por dentro quememos incluso más.

¿El resto? ¡que sigan mirando!

Volver plenos, sabiéndonos con todo pero como si nada, que no se entere nadie. Si acaso, yo iré mirando atrás de vez en cuando para no olvidar la fantasía en que se convierten mis horas contigo.

Oye, prométeme una vez más, pero en serio, esta vez si, de verdad, solo una vez más… lo de que no te me vas a quitar la sonrisa esa que me contagias, que te la vas a dejar puesta. ¡Si ya sabes cual!, esa que ponemos a medias, la que yo llevo tiempo sin poderme aguantar, la de sabernos tan vivos.

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Pero tan tan vivos…

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Funeral

Aquella misma noche me di cuenta de que solo tenía una camisa blanca, la que llevaba puesta, así que paré en una de las tiendas eternamente abiertas de Shibuya a comprar una segunda que llevar en el funeral. Por un momento creí contagiarme del ambiente del lugar y tuve absurdas tentaciones de dejarme llevar por la sombra de alguno de los rincones de esas calles que se saben muchas de las travesuras de mi alma.

Esa noche no me convenía en absoluto tentar a la luna asi que caminé, casi corrí, dirección a mi almohada en cuanto hube pagado la única prenda blanca que me acompañaría al día siguiente.

Me desperté tres o cuatro veces a pesar de no recordar pesadilla alguna y con esos mismos nervios por talante llegué a la misma sala del mismo templo donde solo estaban los familiares más cercanos. Esta vez no había mesas en el medio, sino filas de sillas dispuestas a cada lado de la estancia. Pocas, no más de veinte, lo que me hizo suponer que la ceremonia iba a ser igual de íntima que el velatorio de la noche anterior. El ataúd y el altar seguían en su sitio.

Después de presentar mis respetos, barrita de incienso mediante, me senté en una de las del lado derecho, tal y como se me indicó. Por lo visto estaba ya decidido por donde iba a sentarse cada uno.

No parecía pasar nada en bastante tiempo, aunque tengo la impresión de que no fue más de media hora la que permanecimos allí sentados mientras iban llegando más familiares que iban ocupando sus lugares después de los saludos pertinentes.

«Quiero que salgas tu también a rezar por mi padre» me dijo mi amiga, y sin saber muy bien que tendría que hacer le contesté que por supuesto. Le pedí que hablásemos en privado y ya en el pasillo saqué el sobre con los veintemil yenes que había preparado la noche anterior y que no acerté a escoger entonces el momento de entregar.

– No, por favor, en este funeral no hay dinero de por medio
– Perdona, no sé muy bien como se hacen las cosas aquí
– No te preocupes, normalmente siempre se entrega, pero nosotros no hemos querido hacerlo así. Mi papá siempre quería que viniese gente a mi casa, siempre quería invitar a todos y le gustaba poder ofrecer lo que tuviésemos. Jamás hubiese pedido dinero a cambio, hoy no puede ser una excepción, yo sé que él está feliz de que vengas a despedirle. Por favor, guardátelo. Gracias por tu buena intención, eso es mucho más que todo el dinero del mundo.

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Después de un rato más esperando, nos avisaron que llegaba el monje y se nos pidió que rezásemos en silencio con los ojos cerrados. Cuando los volvimos a abrir, un monje con el pelo rapado y gafas estaba ya en posición de seiza rezando cerca del ataúd. Llevaba un traje tradicional bastante colorido, una especie de rosario, un libro de rezos y algunas cosas más que no supe que eran.

Sin mediar palabra empezó una serie de cánticos siguiendo el libro que portaba, tocando el gong a veces y una especie de tambor de madera otras. No sabría decir cuanto duró aquello, pero si que fue bastante largo mientras nosotros mirábamos en silencio, quizás cerca de una hora en total.

Más o menos sobre la mitad, empezaron a salir los invitados de uno en uno en riguroso orden al centro de la sala mientras el monje seguía con sus cánticos. Hacían una reverencia a la foto del difunto, después a los familiares del lado opuesto y después a los suyos. Tres veces se coge incienso en polvo con los dedos de la mano derecha de un pequeño plato, se levanta a la altura de los ojos ofreciéndolo mirando a la foto del difunto y se deposita en el plato de la izquierda. Luego se reza en silencio con las dos palmas de la mano unidas para finalmente hacer otras tres reverencias, una a la foto del difunto, otra a los familiares del otro lado de la sala y otra a los del mismo lugar. Yo así lo hice también.

Se nos pidió rezar con los ojos cerrados de nuevo mientras el monje salía de la sala y después nos hicieron pasar a otra habitación mientras preparaban el paso siguiente. Cuando volvimos, habían retirado todas las sillas y el ataúd estaba en el medio abierto mostrando al difunto que estaba vestido con un antiguo kimono hecho a medida muchos años atrás, regalo de su mujer.

A continuación, personal del templo pasó con bandejas llenas de flores que todos cogimos y pusimos dentro del ataúd al lado de distintas partes del cuerpo. Habría cuatro tipos distintos de flores y al acabar, casi todo el cuerpo estaba rodeado de ellas. También se metió un paquete de fideos soba y una foto que creo recordar que era de la familia, pero no estoy seguro.

Era el último momento en el que se le iba a ver, así que todo el mundo se despidió de él. Me sorprendió ver que le tocaban la cara, la nariz, las manos y le hablaban con toda naturalidad, no había miedo, no había distancia con aquel cuerpo, sino calor, cercanía en todo momento.

En ese momento se nos pidió que cerrásemos el ataúd y todos debíamos ayudar a bajar la tapa, de manera que cuando se acabó de cerrar, todos teníamos al menos una mano encima. Después sólo los hombres esta vez portamos el ataud hasta el coche fúnebre que esperaba fuera al que escoltaríamos los invitados en un minibus hasta el crematorio. El monje nos acompañó en todo momento.

Allí hubo una pequeña ceremonia dirigida por el monje. Fue, sin duda, el momento más duro, ver como desaparecía el ataúd dentro del horno…

Después nos hicieron pasar a una sala adyacente a esperar. El ambiente cambió, era de nuevo distendido, no había un silencio rotundo ni sollozos, había conversaciones aquí y allá, incluso alguna que otra carcajada quizás nerviosa.

Cuando bajamos de nuevo cerca del horno, el señor del crematorio nos enseñó los huesos que estaban encima de una gran bandeja. Pasaba un imán por encima recogiendo pequeños restos metálicos, quizás de los botones del kimono. Después con unos palillos separó algunos, y fuimos pasando todos por delante para empezar con el Kotsuage. Entre dos personas se cogía uno de los huesos con los palillos de la bandeja y se depositaba en la urna funeraria, yo pude sentir el calor que todavía desprendían cuando me acerqué y me puse muy nervioso temiendo que se me fuese a caer aunque es algo difícil, puesto que cada hueso se coge con dos pares de palillos.

Cuando todos hubimos participado al menos una vez, el señor del crematorio nos fue mostrando uno a uno los huesos que había apartado al principio explicándonos de donde eran cada uno: la nuca, la mandíbula… hasta que llegamos al hueso hioides (舌骨), uno de los más importantes puesto que su forma se asemeja a un Buda sentado. Parece ser que los huesos apartados fueron los de la cabeza, para asegurar que acaban en la parte superior de la urna encima del resto.

Después vuelta al templo donde había preparado un gran banquete con comida de nuevo muy japonesa y mucha bebida.

«Mi padre siempre se ha sentido feliz comiendo y bebiendo con gente, siempre le ha gustado ver y disfrutar con otras personas. Por favor, pasemos un último buen rato junto con él y disfrutemos de la comida y la bebida».

Así lo hicimos. Sin dudarlo.

Velatorio

Por suerte, no me ha tocado asistir a muchos funerales en mi vida. El primero del que tengo recuerdo es el de un amigo de la adolescencia que se nos fué una noche y me costó horrores entender que no iba a volver a estar más mañanas sentado dos pupitres más allá. Ese año dejé de ser el que era, sin duda alguna, creo que la mayoría de aquella clase cambiamos para siempre.

Unos años después, me tocó perder a otra gran amistad que si bien últimamente no estaba tanto a mi lado, odié tener que despedirle, tanto, que fui incapaz de ir al funeral. Todavía hoy me arrepiento de no haber estado allí. Molesta el corazón a veces cuando uno se acuerda de días grises como aquél en que no se supo estar a la altura.

No recuerdo demasiado a los padres de mi madre, pero si a los de mi padre. Adoraba a mis abuelos; me gustaba ir a dormir a su casa y verles pelear a la manera esa de los abuelos, exagerando todo por las mayores tonterías: que si el café quema, que si la tele está muy alta… ahora sé que lo hacían para que me riese todavía más y ver de parte de quién me ponía. Sufrí mucho cuando se fueron y todavía hoy me descubro hablándole de ellos a quien vela mis sueños cuando las noches clarean.

El miércoles pasado se murió el padre de una de las personas más importantes de mi vida y tuve el gran privilegio de asistir a su funeral en un templo de algún lugar al noroeste de Tokyo.

Callando los tiriteos del shock inicial después del obligado pésame, me di cuenta de que no sabía prácticamente nada de la costumbre japonesa al respecto y pedí ayuda, una vez más, a quien sustenta la decisión de seguir aquí un tiempo más. Por razones que no contaré, ella lo tenía bastante claro: camisa blanca, traje, corbata y zapatos negros, un sobre especial con 20.000 yenes y mi nombre y dirección para entregar a la familia. Nada en concreto que decir más allá de lo que dicten los latidos mientras se sepa estar al lado en todo momento. El silencio es igual de bienvenido.

El viernes fue el velatorio en una sala del templo, de siete a nueve y media de la tarde. Me las ingenié para salir antes del trabajo con el traje ya puesto, y llegué sobre las ocho donde ya me estaban esperando desde hacía un rato. Sólo había familiares, unas veinte personas tirando por lo alto, y yo. Se sorprendieron la mayoría y ella les explicó nuestra amistad de tal manera que sólo alguien sin alma pudiese haber desaprobado mi presencia allí, yo contuve las lágrimas porque habría sido descortés que brotasen por mi en lugar de por el difunto.

Era una sala amplia dentro de un edificio adyacente al templo. Muchas mesas alineadas formaban una sola de unos cinco metros de largo repleta de platos de comida muy japonesa: una bandeja de sushi aquí, otra de sashimi allí, tempura y encurtidos entre innumerables pequeños platos para la salsa de soja. Las cantidades eran visiblemente abundantes para el número de personas allí presente. Tampoco faltaban las botellas de cerveza, con y sin alcohol, y de té verde y ulon.

El ataúd, de color blanco, estaba colocado perpendicular a la mesa con los pies hacia la derecha y dos pequeñas pestañas en la parte izquierda que permitían ver la faz del difunto sin necesidad de abrir la tapa. La pared más cercana, que era la del fondo, estaba totalmente cubierta de flores y en la parte superior, a modo de altar, había una foto del hombre presidiendo la estancia. Si bien la calidad de la foto no era buena, era, sin duda, una buena foto, de esas que te arrebatan una pequeña mueca amagando una sonrisa a pesar de las circunstancias.

A la izquierda del ataúd una mesa supletoria sujetaba un cuenco lleno de arroz con dos palillos hincados y un paquete de fideos soba. La mesa principal, con dos velas a cada lado, estaba situada en el centro separando el altar de la hilera de mesas de los invitados. Un gran recipiente con cenizas contenía incienso consumiéndose que iba siendo reemplazado a medida que más personas se acercaban a presentar sus respetos. Cogían una barra, la prendían con una de las velas y después de clavarla en la ceniza, rezaban en silencio juntando las dos manos durante no más de tres o cuatro segundos.

«Ven a ver a mi papá» me dijeron. Me acerqué al ataúd y vi a un hombre muy mayor con los ojos tan cerrados como mi brío en esos momentos. No me extrañó ver que llevaba el gorro de lana con el que se resguardaba del aire acondicionado del hospital y que era ya parte de él por siempre jamás. Dentro del cóctel de sensaciones que le instigan a uno cuando ve a una persona muerta, tengo que decir que sentí algo parecido a paz. Si, inspiraba paz sin duda alguna, más que tristeza.

Tan abrumado estaba que olvidé saludar al resto de familiares conocidos, que sólo eran tres, y así lo hice a mi manera, dando abrazos y besos sin querer acordarme de más protocolos que los que se sinceraban desde mi pecho. Dos de tres lloraron, yo no confesé ni una lágrima.

Por más que quisiese mantenerme serio, el ambiente no lo era. Allí se comía y se bebía mientras conversaciones se turnaban para alzarse unas sobre otras en ambos lados de la mesa. Apuré dos o tres vasos de cerveza entretanto me aferraba a mis escasos conocimientos de keigo tratando de contestar preguntas sobre mi vida tan lejos de los míos. La compostura se mantuvo sola a pesar del alcohol, y sólo se achicó en dos o tres ocasiones en que el sonido de sollozos ajenos se me quiso contagiar.

Entonces la hija del señor de la foto de cara amable habló para todos. Brindamos por él con un 献杯, kenpai, en oposición al kanpai de las celebraciones, y empezó a hablar sobre su padre. Fue un discurso largo del que entendí mucho más de lo esperado. Habló de su infancia, de la manera de ser de aquel hombre que prefería hacer a decir, pero que cuando hablaba se hacía escuchar. Rara vez escuché palabra alguna de su boca, aunque esto tenía más que ver con la fatiga de su edad que con personalidades y maneras. Mi mente viajó por el primer año en que vine a este país con la vida rota y como este señor, de rebote, tuvo tanto que ver en que se me volviese a aliñar de alegría.

Ella, finalmente, repasó sus dos o tres últimos años, sus últimos días y horas y nos agradeció a todos nuestra presencia con una reverencia que secundamos desde nuestros asientos. No perdió su risueña sonrisa en ningún momento, si acaso uno o dos tonos menos de brillo apenas.

Mas por no saber que hacer que por cualquier otro motivo, me quedé hasta el final mientras el resto se iban marchando hasta que nos quedamos los familiares directos y yo. Insisto en que fue todo un honor, y más todavía cuando esa misma noche fui invitado al funeral del día siguiente desde la ceremonia por la mañana hasta el crematorio.

Camino de mis sueños, peregriné entre andenes con una camisa blanca, una corbata negra y un alma a pleno fuelle henchida de sentir.