Seguía con los ojos entrecerrados cuando empecé con el nudo de la corbata, abrirlos del todo era como si me patearan todavía más las sienes, aunque lo peor había sido lidiar con la camisa del traje cuando con cada mínimo movimiento las costillas me ajaban la piel por dentro. Casi era mejor que estuviesen rotas, así por lo menos alguien me obligaría a estarme quieto «oficialmente» y no me vería en estos berenjenales.
No era, ni de lejos, mi mejor día para una entrevista de trabajo. Súmale una resaca de cojones al dolor del costado y te saldrá que no habría sido un buen día ni para salir a coger billetes de 500 euros ni metiendo a Angelina Jolie en la ecuación.
Por primera vez en mucho tiempo caminé con gafas de sol. No las uso en Tokyo desde que aquella, digamos, secretaria de día, me dijo que eran de gaijin, por muy a halago que ella quisiese que sonase. Tremenda mujer, por cierto, si se pudiesen rebobinar los reflejos de esas gafas ella tendría dos o tres secretos de los que sonrojarse y yo un ego que deshinchar. ¿Habría vuelto por fin a Nagoya? ¿seguiría en Tokyo?… mejor no preguntar que las cosas están muy bien sin que se planteen dejar de estar como están.
Decidí que sería mejor para mi dolor de cabeza quitar la música, aunque sería después de aquella canción que merecía ser escuchada hasta el final. Por alguna razón, un amigo de los que no se tienen tres en esta vida, me viene a la memoria cuando el iPhone decide que ya va tocando volverla a poner. «Escucha bien, mi viejo amigo, si algún día nos volvemos a ver, solo espero que todo sea como ayer… en el límite del bien, en el límite del mal. Te esperaré en el límite del bien y del mal«.
Nos veremos dentro de poco, seguro, por mi parte todo igual, te tocará mover a ti.
La entrevista de trabajo era cerca de Shinjuku, el barrio al que otrora me acercaba cuando no sabía muy bien que hacer con algún que otro domingo de esos que salen mustios y subía al rascacielos del ayuntamiento a buscar un Fuji agazapado entre brumas. El mismo barrio donde estúpidos adolescentes juegan a ser adultos bravucones al abrigo de mafias que nadie ve, como las meigas. De perder el último tren, mejor apagar cámaras que en ciertos lugares nunca se ha de reconocer haber estado. Cualquier testigo es un enemigo y en la noche no se hacen prisioneros.
Quizás me tocase trabajar por allí cerca a partir de entonces. Por lo menos, en ello estábamos.
Cogí aire mientras el ascensor bajaba. De esto que respiras todo el que te entra y lo dejas ahí un rato como si cada segundo que aguantas parase el mundo otro tanto. No más de tres o cuatro esta vez porque el súbito traqueteo del teléfono hizo que pusiese al mundo en marcha de nuevo de un soplido. Teléfono que, para variar, no cogí. Los que me conocen ya saben que rara vez lo hago y aún así siguen cerca, no me merezco a ninguno y temo el día en que se den cuenta porque me quedaré solo. Esta vez y sin que sirva de precedente, tenía excusa. O eso decía mi conciencia para cubrirse las espaldas mientras entraba en aquel cuchitril de mala muerte disimulando no estar muriéndome de dolor.
[continuará]